Anielka murió, sí, pero a nuestros ojos lo hizo recuperando
mucho más de lo que había perdido. A ojos de los esqueletos rendidos que le
habíamos conocido, murió como un héroe.
El guardia murió también, a causa de la terrible mutilación
que el mordisco le había provocado. Un segundo guardia quedó herido por la bala
que había matado a nuestro compañero, y que atravesó su pecho y se alojó en la
pierna del soldado.
No volvimos a ver a ninguno de los cinco, ni sabemos qué
medidas se tomaron contra ellos. Tampoco sé qué represalias pudieron tomarse
contra mis compañeros de campamento, puesto que aquél mismo día fue el de mi
fuga.
Ricardo Deza fue trasladado a mi barracón esa misma mañana,
lo que era lógico puesto que pertenecía a la misma brigada de trabajo que la
mayoría de nosotros. Aunque yo no podía evitar el pensamiento, la convicción,
de que el traslado era sólo el fruto de mi deseo, de mi ansiedad por conocer la
verdad sobre sus tatuajes. Y eso me hacía culpable de la muerte de Anielka.
Salimos a trabajar, sin que ninguno de nosotros pudiera
evitar una mirada al charco sucio y rojizo donde se mezclaba la sangre de
Anielka y la del guardia, manchadas y casi absorbidas por el barro gris que lo
llenaba todo.
Se murmuraron muchas oraciones en muchas de las lenguas de
aquel continente esclavo, y los oscuros uniformes de nuestros amos parecieron,
al menos durante unos momentos, algo más vulnerables y grises. Muchos de los
prisioneros caminaron con la cabeza más alta que en días anteriores.
No era mi caso. Mientras nos movíamos en un lento desfile
hacia la valla que rodeaba el campamento, encogidos de frío, yo no podía
olvidar las sombras de los guardias que había visto aquella noche. Ni podía
evitar verles ahora con eso mismos ojos nocturnos.
De alguna manera, distinguía entre ellos a quienes, estaba
seguro, iban acompañados de aquellas sombras extrañas, aquellas criaturas de
oscuridad, cuyos largos cuellos parecían estirarse a mi paso, como si fuera un
juego del naciente sol, como animales de presa que me olfateasen y supiesen que
les conocía.
Caminé atenazado por el miedo, el miedo a que la locura por
fin hubiese vencido, que las semanas de hambre, tortura y aislamiento hubieran
roto mi cordura. Y con un terror aún más profundo, más atávico y permanente. El
terror absoluto a que aquello que ahora podía ver fuese la verdad.
No tuve más remedio que seguir adelante y trabajar.
No sé cómo me encontré con Ricardo Deza a mi lado. Ambos nos
ocupábamos de retirar la antigua verja, paso previo a la tala de árboles que
serviría para que el campo ganase espacio al cercano bosque.
Una vez habíamos retirado parte de la verja, los guardias
organizaron la tala de árboles. Ricardo y yo formamos pareja por indicación del
sargento que dirigía los trabajos, y que era uno de aquellos en que yo veía
claramente lo monstruoso de su sombra, sus ojos de expresión vacua y fría.
Apenas podía soportar su mirada sin gritar. Sin embargo, Ricardo actuaba de la
forma contraria, observando al sargento con esa tranquila confianza que le
acompañaba siempre.
Siguiendo sus indicaciones, recorrimos el espacio
deforestado que separaba el campo de la arboleda, un espacio vigilado y
controlado por las torres en las que guardias armados nos vigilaban, dispuestos
a ametrallar a cualquiera que tratase de escapar.
No pude evitar fijarme en que el sargento se quedó en el
borde del campo, junto a algunos otros guardias inhumanos, y sólo cuatro
soldados normales, si es que ese calificativo podía aplicarse a aquellos
conquistadores desalmados, nos acompañaron hasta el bosque.
-No pueden abandonar el campo –susurró Deza en mi idioma-,
están atados.
Le miré sin entender, pero no amplió sus explicaciones. Se
limitó a sonreír, con una sonrisa cansada y triste que sin embargo no
proporcionaba ningún consuelo.
Algunos de los prisioneros se dedicaban a arrancar arbustos
y ramas bajas, quemándolos en una hoguera creciente al borde del bosque,
mientras otros empezamos a talar los árboles. Los guardias patrullaban en
parejas, relajados, sabiendo que ninguno de nosotros tendría fuerzas ni valor
para intentar nada contra ellos, confiados por la fuerza de la costumbre, por
la rutina de tantos días iguales.
No era un día como los demás.
Ricardo y yo manejábamos dos grandes hachas, atacando juntos
nuestro tercer árbol del día. Una niebla plomiza ocultaba en parte el brillo
del sol, y el sudor helado se unía al dolor de nuestros músculos desnutridos en
la tortura del trabajo. Tiempo después supe que nuestros captores hablaban del
exterminio por el trabajo cuando se referían a estos campos, pero aún faltaba
mucho para eso. El nombre era muy adecuado, sin duda.
Ricardo detuvo su trabajo, mirando a su alrededor. Le imité.
Los guardias y el resto de la brigada no eran más que
sombras difusas, sombras al menos humanas, ocultas por las más definidas
sombras de los árboles.
Las torres resultaban apenas perceptibles desde nuestra
posición, y la niebla baja, unida al humo de la fogata en que ardían los
arbustos y matojos, sin duda nos convertía en invisibles para ellos. Creo que
era el momento que Ricardo esperaba.
Sin mediar palabra, se ocultó detrás del árbol más cercano.
Le seguí, pensando que trataba de escapar, y vi cómo se acuclillaba, bajándose
los pantalones.
Bueno, me dije, eso es algo muy humano. Y me retiré, dejando
que se aliviase en una cierta intimidad.
Reapareció un par de minutos después. Llevaba en la mano
derecha un pequeño bulto, un objeto de unos cinco centímetros de largo,
envuelto en algo que parecía sucio cuero marrón. En su mano izquierda, hojas y
hierba arrancadas del suelo del bosque, que utilizaba para limpiar el extraño
paquete.
Me miró con aquella tranquila confianza, mientras retiraba
el envoltorio y descubría una pequeña varilla.
-Hoy vas a escapar –dijo, mientras desnudaba su torso
tatuado.
Jamás habría creído lo que Ricardo me contó en aquellos
escasos minutos, de no haber visto lo que vi la noche anterior. Si la muerte de
Anielka no me hubiese revelado la verdad, si aquella comunión de sangre y dolor
no hubiese puesto de manifiesto la verdadera forma de nuestros captores, habría
creído que Ricardo era otro de los muchos presos que acabaron enloqueciendo de
dolor y vergüenza en el campo.
Pero le creí.
Me habló del verdadero rostro de las sombras, de un terror
infinito que habita en torno y al otro lado de nuestra realidad, y que en
ocasiones se encarna, alimentado por la fuerza de la maldad, por la energía de
las almas que vagan en los campos de batalla, por la sangre y la fe de los
vivos, por el miedo de quienes se enfrentan al terror.
Me habló de realidades que superan las pesadillas de los
ignorantes. Me habló de puertas que dan a vacíos inmensos, habitados por
quienes están más allá de la muerte.
Me habló del poder de los tatuajes, de las palabras y
fórmulas protectoras que le habían mantenido a salvo durante aquellos años de
guerra y presidio. Y, mientras hablaba, mientras su voz hipnótica me convencía
de que aquellos delirios eran la única verdad, tomó su hacha y, usando el filo
como una navaja, cortó su piel a la altura del pecho, arrancando con precisión
uno de los tatuajes. Mientras yo miraba la herida sangrante, de la que emanaba
un vapor perfectamente visible en la fría atmósfera, él abrió mi chaqueta.
Colocó aquél jirón sangriento sobre mi propio pecho, y sentí un dolor punzante,
como si algo echase raíces en mi carne magra, como si extraños apéndices
filosos surgiesen de aquella piel viva, clavándose en mí.
El frío pasó, y mi corazón pareció latir con más fuerza y
constancia, con una energía renovada que alejó el cansancio y el miedo.
Me habló entonces de su enfermedad, una enfermedad mortal
que estaba devorándole por dentro, una enfermedad que aquellos tatuajes no
curarían, y me encomendó una misión.
La varilla que había escondido y ahora puesto en mis manos
era una llave, una extraña llave de madera, recta en todos sus ángulos, desde
el ojo hasta los dientes. Parecía antigua, y su tacto era suave y seco, de
madera bien pulida. Cuando la tuve en mis manos, el tatuaje de mi pecho pareció
latir suavemente, transmitiendo una nueva oleada de agradable calor por todo mi
cuerpo.
Mi misión, la tarea que me encomendó Ricardo, era la de
entregar aquella llave a su familia. Para ello debería cruzar medio continente,
parte del cual estaba en guerra. Su país ya había sufrido una guerra intestina,
una guerra en la que había resultado vencedor el bando del mal, el mismo que
ahora gobernaba sobre nuestros destinos. Las mismas sombras, los mismos
monstruos que habían utilizado aquel pequeño país al borde del continente como
un ensayo general para su conquista. Era una locura, pero acepté hacerlo.
Buscaría a los Deza y les entregaría la llave. A cambio, el
tatuaje que ardía en mi pecho me protegería. Y aquella mañana, entre la niebla
y el humo, esa era la única verdad que me pareció clara.
Un crujido de ramas interrumpió nuestro diálogo de locos, y
al mirar hacia la fuente del sonido vimos a dos de los guardias, que parecieron
sorprendidos de vernos. Uno de ellos gritó, y aunque no llegué a dominar nunca
su seco y brusco idioma, creí entender que preguntaba “¿Qué haces aquí?”
mientras ambos miraban a Ricardo. Como si a mí no me hubieran visto. Supe que
no me habían visto.
Sin mediar palabra, Ricardo recogió del suelo su hacha,
lanzándola con torpeza contra los guardias armados, que saltaron a los lados
para esquivarla. Aprovechó el momento de desconcierto para coger mi propio
hacha, me gritó algo que apenas pude entender y se lanzó contra ellos como un
antiguo dios de la guerra, surgido de la muerte y la sombra del bosque.
El primer golpe cercenó el brazo de uno de los guardias, y
juro que vi cómo algunos de los tatuajes de su pecho brillaban al recibir las
salpicaduras de sangre, como dientes ansiosos en una boca abierta, deseosa de
alimento.
Mientras Ricardo atacaba al segundo guardia, apreté con
fuerza la llave, recogí la camisa que él se había quitado, pensando que
necesitaría ropa de abrigo, y empecé a correr a través del bosque.
Los gritos y los disparos me acompañaron durante algunos
minutos, e incluso llegué a escuchar las sirenas de alarma del campo, como
lamentos lejanos de un demonio que ha dejado escapar un alma.
Apenas recuerdo las siguientes semanas, el largo camino
entre bosques y montañas, esquivando en lo posible los núcleos de población y
los caminos por los que se movían convoyes de tropas de gris uniforme y negras
sombras diabólicas.
Me alimenté de raíces, insectos y criaturas de los pantanos.
Dormí en cuevas y bosques, como un animal salvaje, buscando siempre el oeste en
mi camino, hasta que el gris de las tropas que veía en los caminos se convirtió
en verde.
No supe cómo ni cuando había cruzado las líneas del frente,
ni hasta qué punto el tatuaje siempre latente sobre mi pecho influyó en ello.
Pero sé que no habría sobrevivido sin él .
Y finalmente, por milagro o por la voluntad de quienes, más
allá del velo de niebla y humo, se oponían a las monstruosas sombras de muerte,
llegué a aquel país enfermo de maldad, sometido, donde los Deza tenían su
hogar, y cumplí mi misión.
Entregué la llave, que durante mi viaje había escondido en
el mismo lugar en que lo hizo Ricardo, a su familia, contándoles todo lo que
pude sobre aquellos últimos días de su vida.
Hubo una única cosa, una sola frase, que guardé en mi
recuerdo y no compartí con ellos. Una frase que aún no había llegado a
comprender pese a todo lo ocurrido. La frase que Ricardo gritó, hacha en mano,
mientras corría hacia su combate final contra los monstruos, y que había
llegado a entender en mi recuerdo con más claridad que cuando la pronunció,
aunque su significado todavía se me escapaba.
“La muerte es sólo el comienzo”
FIN