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Intramuros
La tigresa avanza, solitaria, entre las casas
abandonadas. Su rostro y su cuerpo están a medio camino entre la forma humana y
la felina, formas sensuales de mujer cubiertas de pelo anaranjado. Las garras
dispuestas, el oído atento, el pelo de su lomo y su cola erizado, estimulado
por el olor de vida cercana.
Un leve ruido, apenas el roce de un pie
descuidado sobre el suelo, llama su atención desde la casa más cercana. Con un
salto, la tigresa llega al balcón del primer piso y entra en el edificio. Se
desliza escaleras abajo. En la única estancia de la planta baja, un hombre
permanece en pie, mirando hacia la puerta. La tigresa sonríe, pensando que será
una presa fácil.
-Tigre... tigre que te enciendes en luz por
los bosques de la noche –susurra el hombre, sin volverse-, ¿qué mano inmortal,
qué ojo pudo idear tu terrible simetría?
La tigresa gruñe, frustrada, confusa. El
hombre se gira con un crujido de cuero y hueso. Sus manos están enfundadas en
guantes, los dedos terminados en largas garras de acero que muestra, retando a
la teriántropo.
Su voz tiene algo de dulce, algo de burlesco.
-¿Quién hizo al cordero fue quien te hizo?
–pregunta con una sonrisa leve en su rostro.
La tigresa salta sobre él, transformándose
por completo en bestia antes de llegar al suelo. Garras y dientes se cruzan con
el acero en una danza nupcial de mariposas. La tigresa empuja con la masa
inmensa de su forma animal, y Anteo retrocede sin perder el equilibrio, dejando
que ella gaste su energía, que crea llevar la iniciativa. La bestia le empuja
hasta una mesa contra la que espera hacerle tropezar, pero el nefárida conoce
el terreno. A fin de cuentas, él lo ha preparado.
Salta hacia arriba y hacia atrás, girando
sobre sí mismo y lanzando una patada al hocico de la tigresa mientras completa
la voltereta, aterrizando de pie sobre la mesa. La bestia vuelve a su forma
semihumana y coge el borde de la mesa, volcándola y empujando hacia delante
para desequilibrar a su enemigo. Anteo salta hacia atrás mientras la tigresa
empuja hasta que, de repente, el suelo bajo sus pies se hunde y cae con un
gañido de sorpresa, que se convierte en un grito de dolor. El nefárida se asoma
al pozo que la mesa ocultaba. Empalada en las estacas que cubren su fondo, la
tigresa agoniza, convirtiéndose de nuevo en mujer. Anteo toma una lanza apoyada
en la pared y atraviesa su pecho, rematándola.
-Uno –murmura para sí mientras sale en busca
de nuevos combates.
Los tres soldados de Binah han apagado sus
antorchas, fiándose de sus ojos crepusculares. El sargento de la patrulla ha
muerto dos horas atrás, abatido por un francotirador, y saben que las antorchas
delatan su posición y les convierten en blancos fáciles. Ahora los
desorientados soldados recorren el laberinto de calles buscando a sus
compañeros, a un oficial que les organice. Uno de ellos se detiene. Mira hacia
un grupo de tres cadáveres apoyados en sendos postes de madera. La cabeza de
uno de ellos yace a pocos centímetros del cuerpo, y los tres muestran varias
flechas clavadas en el torso. Del cuello de uno pende una gruesa
cadena de plata, y el soldado avisa a sus compañeros. El saqueo es siempre
parte de una guerra, derecho de los vencedores, y los sueldos que paga Binah no
son muy altos.
Los tres se acercan, vigilando los tejados
cercanos, pero nada se mueve en las calles muertas. El cuerpo de la derecha
tiene dos flechas clavadas en el pecho y uno de sus párpados ha sido segado,
dejando el ojo derecho abierto a la eternidad. El central, del que pende la
cadena de plata, muestra parte de las vísceras a través de una herida en el
abdomen, y una flecha cruza su hombro, sujetándole al poste. Estos horrores no
conmueven a los soldados. Como todo veterano de guerra, han visto demasiado,
demasiadas veces. El primero de los soldados extiende su mano hacia la joya, y
de pronto el cadáver de la derecha aferra esa mano, tira hacia delante y
estrella al guerrero contra el poste. Antes de que los otros dos reaccionen, el
nefárida arranca de su pecho las dos flechas y se lanza hacia delante,
atravesando el ojo derecho de ambos. Caen al suelo entre espasmos, temblando
hasta que sus cerebros se rinden a la evidencia de la muerte.
El nefárida pestañea con su único párpado,
mientras el tercer soldado se aleja del poste, blandiendo su espada.
-Tienes una oportunidad para irte. Ahora
–dice el nefárida.
El soldado parece dispuesto a atacar, hasta
que se fija en las heridas de flecha en el pecho de su enemigo. Ya han
cicatrizado. Retrocede varios pasos, aún con la espada en alto, y por fin se
gira y huye por su vida.
-¡Dile a los tuyos que las calles son
nuestras! –grita el nefárida, riendo.
La noche es larga para los soldados de Binah.
Los primeros exploradores no regresan, o lo hacen con noticias sobre trampas,
francotiradores y asesinos silenciosos. Las pérdidas son un goteo continuo, una
sangría que no cesa hasta que los grupos son más numerosos. Sin embargo, cuando
los contingentes crecen son más vulnerables a los ataques de francotiradores y
arqueros. Pronto dejan un espacio libre, una franja de nadie más allá del
alcance de flechas y rifles. Los teriántropos avanzan en manadas compactas,
buscando la seguridad en el número. En la tierra que Espejo cedió a los
nefáridas, la muerte tiene mil cartas que jugar.
Los soldados buscan un minuto de sueño,
siquiera un suspiro de descanso, pero no hay lugar seguro para ello. Los
nefáridas acechan en la sombra, surgen de fosas comunes donde han permanecido
camuflados entre cadáveres, o incendian los edificios que pueden albergar al
invasor. Algunos caen, acorralados por las tropas de Binah, siempre luchando
hasta el final, siempre llevándose con ellos tantos enemigos como pueden. Son
cazadores, asesinos para los que esta guerra es una competición en la que sólo
importa matar más y mejor que el resto. Muchos de ellos son inteligentes, como
Anteo, artistas de la muerte que escapan una y otra vez del cerco enemigo;
otros son sólo bestias ansiosas, mentes enloquecidas por el ansia de cazar, e
incluso por el deseo oscuro e irrefrenable de ser cazado. Ambos llevan la
esencia de la destrucción en sus manos.
Pero no son suficientes para frenar el avance
del ingente ejército. Poco a poco desaparecen entre las sombras, se ocultan en
los escombros para atacar a los incautos que aún permanecen solos, a los
mensajeros que van de una unidad a otra portando órdenes. El contingente
invasor se organiza, y poco antes de la llegada de la luz están dispuestos para
un ataque masivo. O al menos, tan dispuestos como es posible. Crispados, nerviosos,
sin haber descansado en días, temiendo cada sombra, forman poco a poco una
línea continua que trata de cubrir todo el perímetro. Desde las azoteas, sus
arqueros disparan contra las trincheras enemigas, tratando de alcanzar a los
sitiados, que responden de igual forma. La luz empieza ya su viaje por las
calles de la Ciudad y pronto sonarán las trompetas.
Menendo, Fabián y sus compañeros en las trincheras ven reflejarse la luz sobre las lanzas enemigas. Las filas son compactas, un muro prieto de hombres que parece abarcar todo el perímetro. Tras ellos, intercalados para poder vigilarse mutuamente y ver la espalda del ejército, decenas de vigías se esfuerzan en prevenir los ataques de los nefáridas.
-Van a aplastarnos -dice uno de los soldados.
Menendo sonríe, aunque es una sonrisa crispada.
-Tenemos cierta ventaja sobre ellos -responde.
-¿Qué ventaja es esa?
-Bueno, son tantos que sólo con estirar el brazo de la espada, estaremos matando a alguno.
Los hombres ríen, nerviosos. Parece que ya nada detendrá la masacre.
Menendo, Fabián y sus compañeros en las trincheras ven reflejarse la luz sobre las lanzas enemigas. Las filas son compactas, un muro prieto de hombres que parece abarcar todo el perímetro. Tras ellos, intercalados para poder vigilarse mutuamente y ver la espalda del ejército, decenas de vigías se esfuerzan en prevenir los ataques de los nefáridas.
-Van a aplastarnos -dice uno de los soldados.
Menendo sonríe, aunque es una sonrisa crispada.
-Tenemos cierta ventaja sobre ellos -responde.
-¿Qué ventaja es esa?
-Bueno, son tantos que sólo con estirar el brazo de la espada, estaremos matando a alguno.
Los hombres ríen, nerviosos. Parece que ya nada detendrá la masacre.
Pero antes de que el amanecer acorrale por completo a la
noche, el Maestro de los Espejos regresa a la línea de trincheras. Su torso
está cubierto de vendas, rojizas en muchos puntos. El brazo derecho cuelga
inútil, y camina apoyado en su espada como si de un bastón se tratase. Aunque
su aspecto es el de un moribundo, cabe preguntarse si el Señor de las Ilusiones
no estará fingiendo con algún motivo oculto. Se levanta un rugido entusiasta
entre sus filas, un golpeteo de lanzas y espadas contra escudos y petos, un
aplauso marcial y salvaje que muestra el respeto por su valor. Como último
hombre en defender la empalizada, el Maestro ha crecido todavía más a los ojos de sus
seguidores. Y sin embargo algunos, como Eiszeit, aún se preguntan qué objetivo
tenía esa inútil defensa. Espejo no es tan visceral como para dejarse arrastrar
así a una muerte cierta, de la que le ha salvado una mezcla extraña e
imprevisible de fuerza, suerte y la ayuda de un enemigo.
Eiszeit trata de desentrañar las intenciones
ocultas de Espejo, y cree tener una idea clara cuando el Maestro se detiene a
pocos metros de las trincheras, dirigiendo sus fulgentes ojos hacia la alta
torre de obsidiana donde los Justicia siguen observando el devenir de la
batalla.
-¡Justicias! –grita con fuerza– ¡Justicias,
invoco vuestra mediación! ¡Los Pactos de Guerra han sido traicionados!
Todas las miradas, desde el último soldado
hasta la poderosa Binah, se dirigen a la torre. Si los vigilantes creen que hay
motivos para tener en cuenta la denuncia, la batalla quedará paralizada,
suspendida hasta la resolución. Una bandera, blanca en caso de aceptarse la
reclamación y negra en el contrario, señalará la decisión.
-¡Es mentira! –ruge Binah desde su dirigible
de observación– ¡Sabe que está perdido y pretende ganar tiempo!
Ambos Maestros se buscan con la mirada, y hay
tanta rabia en sus ojos que un aura rojiza, recorrida por vetas negras, es
visible para casi todos los habitantes de la Ciudad en el aire que les separa.
El odio es después de todo la unión más segura y permanente entre los hombres.
En lo alto de las torres de observación, los
Justicias alzan lanzas de plata en las que se despliegan blancas banderas.
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