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viernes, 21 de noviembre de 2014

EL RENCOR DE LOS DIOSES VIVIENTES. DIEZ.

https://www.youtube.com/watch?v=YRO5YFM9I_c


10
Extramuros

Fernando acumuló la leña en forma de pirámide, como le había enseñado su tío, mientras éste trazaba algunas marcas con su navaja en una de las ramas. El frío era intenso, como correspondía a la segunda semana de noviembre, y el niño no tenía muy claro qué sentido tenía esa excursión.
Sebastián guardó la navaja en su bolsillo y entregó el leño marcado al niño.
-Frótalo con los otros. Tienes que encenderlo.

Fernando obedeció, sin demasiada convicción. Sin embargo, su mente infantil no estaba marcada por los prejuicios culturales que le habrían hecho creer en lo inútil de encender fuego frotando dos leños mojados. Más preparado para la magia y la maravilla que otros, pero aún así un niño inocente, sus ojos se abrieron y una sonrisa distendió sus frías mejillas cuando las muescas de la madera empezaron a humear, derramando un fuego líquido que se deslizó por la pirámide de madera hasta prender la fogata.
Soltó el palo y se incorporó, riendo de pura y maravillada alegría. Su tío reía con él, apoyando las grandes manos en sus hombros.
Disfrutaron del calor durante unos minutos, pero después Sebastián ordenó al niño quitarse la ropa y colgarla en una rama cercana. Como siempre, Fernando obedeció sin rechistar, ansioso de aprender la nueva lección. Ambos se desvistieron, temblando de frío mientras Sebastián tomaba la mano del niño y le conducía hasta el agua, deteniéndose cuando la corriente helada acariciaba ya el pecho de Fernando. Su tío se quitó el cordón del que pendía la llave de madera, entregándoselo.
-Póntelo y ajusta el cordel para que no se lo lleve el agua –Fernando obedeció mientras su tío seguía hablando- y confía en la magia. No te enfrentes al agua.
Caminaron, las recias manos del hombre sobre los hombros del niño, hasta que su cabeza quedó sumergida bajo las aguas. El cuerpo le dolía, aguijoneado por miles de virutas de hielo, provocando una sensación paradójica de quemazón en su piel. La llave se entibió, vibrando lentamente. Fernando no estaba tan asustado como en la poza así que fue mucho más consciente de las sensaciones. La luz del día filtrándose entre las aguas, reflejada y multiplicada en los miles de diamantes de hielo que flotaban en el arroyo; el frío, el dolor húmedo que trataba de devorar sus huesos, y la fuerza que emanaba de la llave de madera, como si sintiese que era necesaria. Abrió la boca, luchando contra todos sus instintos para mantenerse bajo el agua y no ser arrastrado por la corriente. El líquido entró en su cuerpo, llenó sus pulmones y salió a través de la piel del cuello, y Fernando rió de nuevo, encerrado y protegido por la maravilla.
Pasaron los segundos, lentos y fríos como si la propia corriente les arrastrase, y Fernando sintió que sus extremidades se abotargaban. Miró sus manos, movió los dedos y una sensación de pavor se adueñó de él al darse cuenta de que apenas respondían a sus órdenes. El frío fue sustituido por un cansancio infinito, un cansancio pesado que le arrastraba hacia las redondeadas piedras del fondo. Le costaba mantener los ojos abiertos pese al estímulo del miedo, y luchó por subir, agitando los brazos y las piernas para ganar la superficie, para regresar a la orilla mientras sentía cómo su corazón latía un poco más despacio, un poco más perezoso.
La mano de Sebastián le sujetaba con fuerza, y el niño supo que no podría salir del agua si su tío no lo permitía. El terror se volvió agotamiento, y el cansancio venció al miedo, convertido en impotencia. Respiraba sin dificultad pero sus brazos y piernas eran pesos muertos, y su piel ya no sentía apenas nada. Cerró los ojos.

Abrió los ojos, sintiendo en la piel el calor de la hoguera y la fricción fuerte y constante de las manos de Sebastián. Estaba en la orilla, tumbado junto al fuego, y su tío le frotaba el pecho con fuerza. El querido y confiable rostro de su tío, con la media sonrisa aún dibujada en él.
-Estoy helado –escupió el niño entre el temblor de sus labios.
-Claro que sí –dijo su tío–, ¿qué esperabas?
Fernando se incorporó, extendiendo las manos hacia la hoguera mientras su tío le cubría los hombros con una chaqueta.
-Llevaba la llave...
Sebastián sonrió.
-Llevabas la llave, y no te ahogaste. Así que la llave hizo lo suyo. No es su culpa que tú te hayas metido en berenjenales.
Se puso la ropa, cálida y confortable como el abrazo de una madre, mientras su tío colgaba sobre la hoguera un cazo de judías que traía hechas de la casa, retirando el cordel que sujetaba la tapa, anudándolo y guardándolo en su bolsillo.
-Para algo servirá –dijo el hombre para sí mismo.
Fernando pensó en lo ocurrido. Su tío prefería que hiciese preguntas sobre cuya respuesta ya había reflexionado largamente.
-Entonces –dijo por fin, ya comiendo– la llave no protege de todo. Sólo de ahogarse.
-De ahogarse, de asfixiarse en una mina. Pero no del frío ni de otros males. Si las ninfas del arroyo te hechizasen, la llave te libraría de ahogarte, pero no de su magia.
Fernando observó a su tío. Sonreía mientras masticaba las judías con ganas, y era tan difícil como siempre saber si hablaba en serio o en broma.
-¿Quiénes son las ninfas? –preguntó.
-Hadas de los bosques, las rocas y los ríos. Viven para siempre, y pueden ayudar o hacer daño a los mortales.
-¿Eso existe?
Sebastián encogió sus hombros, anchos como la viga de un establo, y tomó un par de cucharadas más antes de contestar.
-En eso han creído los hombres desde hace mucho. Creer en algo es suficiente para que tenga poder.
-Entonces... ¿Dios y el diablo, son fuertes porque son fuertes o porque creemos en ellos?
-Se te van a enfriar las judías, filósofo –dijo el tío-. Hay que joderse, las preguntas que haces para la edad que tienes.
Fernando tomó un par de cucharadas apresuradas, sólo para que su tío siguiese hablando. Pero la calidez del pimentón y el denso sabor de las legumbres pronto le recordaron que tenía hambre. Devoró el plato mientras Sebastián le hablaba de ninfas, náyades y sirenas, seres fantásticos asociados al agua que bien podían ser la perdición de un hombre o su fortuna, dependiendo del capricho de las criaturas o de la actuación del humano. Le habló de cómo podían conocer el futuro, convertirse en árboles, en agua o en roca. Le contó cosas sobre los antiguos cultos que consideraban a esos seres profetisas, brujas o monstruos.
-¿Y pasa como con Dios, que todo el mundo creía en ellas?
-Parecido. Sólo que en unos sitios las llamaban sirenas, en otros hadas, y en otros, riselkas.

Mercedes sonrió al examinar el viejo edificio. Aunque sucio y lleno de telarañas, el antiguo almacén tenía los muros sólidos y el techo apenas necesitaría un retejado. Tampoco había manchas de humedad en las paredes, que abrigaban de puro gruesas.
Sería un lugar adecuado para la escuela.
Isidro Deza respondió a su sonrisa. Era la primera vez que la mujer parecía contenta desde la muerte de Agustín en la guerra. Pese al luto, Isidro pensó que era una mujer hermosa cuando sonreía.
-Me gusta mucho, tío –dijo ella.
El hombre sonrió, liando un cigarrillo con sus dedos, fuertes y planos como yunques nuevos, antes de contestar.
-Tuyo es, entonces. La familia está de acuerdo en que hagas aquí la escuela.
-Necesitara unos arreglos, claro...
-Manos tenemos para ello, hija. Cuando pasen las pascuas pondremos a unos cuantos hombres a retejar, limpiaremos bien y traeremos mesas y sillas.
Mercedes se abrazó, girando sobre sí misma lentamente. Un suspiro que dolía de viejo salió por fin de su pecho, y las lágrimas llenaron sus ojos grandes, del color del centeno. No se había permitido llorar desde que recibieron la noticia de la muerte de Agustín, pero en ese momento la emoción pudo con ella. Isidro, torpe en esas situaciones, acertó apenas a palmear toscamente sus delicados hombros, deseando que hubiese alguna otra mujer allí.
-Todos le echamos de menos, hija.
Ella se apoyó en su pecho, desahogándose por fin. El proyecto de la escuela era algo de lo que había hablado mil veces con su marido, un deseo que alimentó durante años y que los viajes de trabajo o los embarazos siempre habían postergado. Ahora Mercedes no viajaría más, y sus hijos necesitaban aquella escuela como tantos otros niños en el pueblo, niños que serían tan analfabetos como sus padres si nadie le ponía remedio. Lo único parecido a una educación era la catequesis que el padre Urbano daba antes de la primera comunión, y para la mente moderna de Mercedes, resultaba del todo insuficiente.
Así que tras reunir a la familia, los patriarcas decidieron dar el visto bueno al proyecto y habilitar el viejo almacén que tenían en las afueras del pueblo, abandonado por quedarse pequeño para las necesidades de su creciente negocio, pese a que tanto el padre Urbano como algunos entre los propios campesinos y obreros lo veían con no poca desconfianza. Al fin y al cabo, decía el sacerdote recuperando viejos argumentos, la educación de los obreros no es un camino hacia su felicidad, y puede resultar lo contrario al hacerles conscientes de su misión subordinada, dando pie a infelicidad y a revueltas sociales, como ya ocurría en otras partes.
Tales reservas eran lógicas, pues no hacía ni veinte años que se creó el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes y se convirtió a los maestros en funcionarios del Estado. Esas reformas, demasiado atrevidas para los conservadores, que se oponían por principio a toda iniciativa de republicanos y socialistas, existían más sobre el papel que en la práctica, y los ayuntamientos, responsables últimos de habilitar edificios adecuados para la escolarización, se escudaban en la falta de fondos para ocultar su pasividad. Sin embargo, la influencia social y económica de los Deza en aquella comarca era más que suficiente para vencer aquellos obstáculos, e incluso para lograr en breve una plaza de funcionaria para Mercedes.
Poco les importaba por tanto la opinión del sacerdote. La escuela sería una realidad a principios de 1919. Los Deza, como tantos otros europeos, pensaban que tras la Gran Guerra tenían que venir tiempos mejores.

Tiempos de paz. 



AL SIGUIENTE CAPÍTULO

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1 comentario:

  1. Bueno, si puedo responder a las preguntas, encantado, por supuesto. Que no sean muy difíciles.
    Un abrazo.

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Ya podéis comentar tranquilos, sin palabras ilegibles ni más trámites. No os cortéis, vuestras opiniones me vienen muy bien.

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