10
Extramuros
Fernando acumuló la leña en forma de
pirámide, como le había enseñado su tío, mientras éste trazaba algunas marcas
con su navaja en una de las ramas. El frío era intenso, como correspondía a la
segunda semana de noviembre, y el niño no tenía muy claro qué sentido tenía esa
excursión.
Sebastián guardó la navaja en su bolsillo y
entregó el leño marcado al niño.
-Frótalo con los otros. Tienes que
encenderlo.
Fernando obedeció, sin demasiada convicción.
Sin embargo, su mente infantil no estaba marcada por los prejuicios culturales
que le habrían hecho creer en lo inútil de encender fuego frotando dos leños
mojados. Más preparado para la magia y la maravilla que otros, pero aún así un
niño inocente, sus ojos se abrieron y una sonrisa distendió sus frías mejillas
cuando las muescas de la madera empezaron a humear, derramando un fuego líquido
que se deslizó por la pirámide de madera hasta prender la fogata.
Soltó el palo y se incorporó, riendo de pura
y maravillada alegría. Su tío reía con él, apoyando las grandes manos en sus
hombros.
Disfrutaron del calor durante unos minutos,
pero después Sebastián ordenó al niño quitarse la ropa y colgarla en una rama
cercana. Como siempre, Fernando obedeció sin rechistar, ansioso de aprender la
nueva lección. Ambos se desvistieron, temblando de frío mientras Sebastián
tomaba la mano del niño y le conducía hasta el agua, deteniéndose cuando la
corriente helada acariciaba ya el pecho de Fernando. Su tío se quitó el cordón
del que pendía la llave de madera, entregándoselo.
-Póntelo y ajusta el cordel para que no se lo
lleve el agua –Fernando obedeció mientras su tío seguía hablando- y confía en
la magia. No te enfrentes al agua.
Caminaron, las recias manos del hombre sobre
los hombros del niño, hasta que su cabeza quedó sumergida bajo las aguas. El
cuerpo le dolía, aguijoneado por miles de virutas de hielo, provocando una
sensación paradójica de quemazón en su piel. La llave se entibió, vibrando
lentamente. Fernando no estaba tan asustado como en la poza así que fue mucho
más consciente de las sensaciones. La luz del día filtrándose entre las aguas,
reflejada y multiplicada en los miles de diamantes de hielo que flotaban en el
arroyo; el frío, el dolor húmedo que trataba de devorar sus huesos, y la fuerza
que emanaba de la llave de madera, como si sintiese que era necesaria. Abrió la
boca, luchando contra todos sus instintos para mantenerse bajo el agua y no ser
arrastrado por la corriente. El líquido entró en su cuerpo, llenó sus pulmones
y salió a través de la piel del cuello, y Fernando rió de nuevo, encerrado y
protegido por la maravilla.
Pasaron los segundos, lentos y fríos como si
la propia corriente les arrastrase, y Fernando sintió que sus extremidades se
abotargaban. Miró sus manos, movió los dedos y una sensación de pavor se adueñó
de él al darse cuenta de que apenas respondían a sus órdenes. El frío fue
sustituido por un cansancio infinito, un cansancio pesado que le arrastraba
hacia las redondeadas piedras del fondo. Le costaba mantener los ojos abiertos
pese al estímulo del miedo, y luchó por subir, agitando los brazos y las
piernas para ganar la superficie, para regresar a la orilla mientras sentía
cómo su corazón latía un poco más despacio, un poco más perezoso.
La mano de Sebastián le sujetaba con fuerza,
y el niño supo que no podría salir del agua si su tío no lo permitía. El terror
se volvió agotamiento, y el cansancio venció al miedo, convertido en
impotencia. Respiraba sin dificultad pero sus brazos y piernas eran pesos
muertos, y su piel ya no sentía apenas nada. Cerró los ojos.
Abrió los ojos, sintiendo en la piel el calor
de la hoguera y la fricción fuerte y constante de las manos de Sebastián.
Estaba en la orilla, tumbado junto al fuego, y su tío le frotaba el pecho con
fuerza. El querido y confiable rostro de su tío, con la media sonrisa aún
dibujada en él.
-Estoy helado –escupió el niño entre el
temblor de sus labios.
-Claro que sí –dijo su tío–, ¿qué esperabas?
Fernando se incorporó, extendiendo las manos
hacia la hoguera mientras su tío le cubría los hombros con una chaqueta.
-Llevaba la llave...
Sebastián sonrió.
-Llevabas la llave, y no te ahogaste. Así que
la llave hizo lo suyo. No es su culpa que tú te hayas metido en berenjenales.
Se puso la ropa, cálida y confortable como el
abrazo de una madre, mientras su tío colgaba sobre la hoguera un cazo de judías
que traía hechas de la casa, retirando el cordel que sujetaba la tapa,
anudándolo y guardándolo en su bolsillo.
-Para algo servirá –dijo el hombre para sí
mismo.
Fernando pensó en lo ocurrido. Su tío
prefería que hiciese preguntas sobre cuya respuesta ya había reflexionado
largamente.
-Entonces –dijo por fin, ya comiendo– la
llave no protege de todo. Sólo de ahogarse.
-De ahogarse, de asfixiarse en una mina. Pero
no del frío ni de otros males. Si las ninfas del arroyo te hechizasen, la llave
te libraría de ahogarte, pero no de su magia.
Fernando observó a su tío. Sonreía mientras
masticaba las judías con ganas, y era tan difícil como siempre saber si hablaba
en serio o en broma.
-¿Quiénes son las ninfas? –preguntó.
-Hadas de los bosques, las rocas y los ríos.
Viven para siempre, y pueden ayudar o hacer daño a los mortales.
-¿Eso existe?
Sebastián encogió sus hombros, anchos como la
viga de un establo, y tomó un par de cucharadas más antes de contestar.
-En eso han creído los hombres desde hace
mucho. Creer en algo es suficiente para que tenga poder.
-Entonces... ¿Dios y el diablo, son fuertes
porque son fuertes o porque creemos en ellos?
-Se te van a enfriar las judías, filósofo
–dijo el tío-. Hay que joderse, las preguntas que haces para la edad que
tienes.
Fernando tomó un par de cucharadas
apresuradas, sólo para que su tío siguiese hablando. Pero la calidez del
pimentón y el denso sabor de las legumbres pronto le recordaron que tenía
hambre. Devoró el plato mientras Sebastián le hablaba de ninfas, náyades y
sirenas, seres fantásticos asociados al agua que bien podían ser la perdición
de un hombre o su fortuna, dependiendo del capricho de las criaturas o de la
actuación del humano. Le habló de cómo podían conocer el futuro, convertirse en
árboles, en agua o en roca. Le contó cosas sobre los antiguos cultos que
consideraban a esos seres profetisas, brujas o monstruos.
-¿Y pasa como con Dios, que todo el mundo
creía en ellas?
-Parecido. Sólo que en unos sitios las llamaban
sirenas, en otros hadas, y en otros, riselkas.
Mercedes sonrió al examinar el viejo
edificio. Aunque sucio y lleno de telarañas, el antiguo almacén tenía los muros
sólidos y el techo apenas necesitaría un retejado. Tampoco había manchas de
humedad en las paredes, que abrigaban de puro gruesas.
Sería un lugar adecuado para la escuela.
Isidro Deza respondió a su sonrisa. Era la
primera vez que la mujer parecía contenta desde la muerte de Agustín en la
guerra. Pese al luto, Isidro pensó que era una mujer hermosa cuando sonreía.
-Me gusta mucho, tío –dijo ella.
El hombre sonrió, liando un cigarrillo con
sus dedos, fuertes y planos como yunques nuevos, antes de contestar.
-Tuyo es, entonces. La familia está de
acuerdo en que hagas aquí la escuela.
-Necesitara unos arreglos, claro...
-Manos tenemos para ello, hija. Cuando pasen
las pascuas pondremos a unos cuantos hombres a retejar, limpiaremos bien y
traeremos mesas y sillas.
Mercedes se abrazó, girando sobre sí misma
lentamente. Un suspiro que dolía de viejo salió por fin de su pecho, y las
lágrimas llenaron sus ojos grandes, del color del centeno. No se había
permitido llorar desde que recibieron la noticia de la muerte de Agustín, pero
en ese momento la emoción pudo con ella. Isidro, torpe en esas situaciones,
acertó apenas a palmear toscamente sus delicados hombros, deseando que hubiese
alguna otra mujer allí.
-Todos le echamos de menos, hija.
Ella se apoyó en su pecho, desahogándose por
fin. El proyecto de la escuela era algo de lo que había hablado mil veces con
su marido, un deseo que alimentó durante años y que los viajes de trabajo o los
embarazos siempre habían postergado. Ahora Mercedes no viajaría más, y sus
hijos necesitaban aquella escuela como tantos otros niños en el pueblo, niños
que serían tan analfabetos como sus padres si nadie le ponía remedio. Lo único
parecido a una educación era la catequesis que el padre Urbano daba antes de la
primera comunión, y para la mente moderna de Mercedes, resultaba del todo
insuficiente.
Así que tras reunir a la familia, los
patriarcas decidieron dar el visto bueno al proyecto y habilitar el viejo
almacén que tenían en las afueras del pueblo, abandonado por quedarse pequeño
para las necesidades de su creciente negocio, pese a que tanto el padre Urbano como
algunos entre los propios campesinos y obreros lo veían con no poca
desconfianza. Al fin y al cabo, decía el sacerdote recuperando viejos
argumentos, la educación de los obreros no es un camino hacia su felicidad, y
puede resultar lo contrario al hacerles conscientes de su misión subordinada,
dando pie a infelicidad y a revueltas sociales, como ya ocurría en otras
partes.
Tales reservas eran lógicas, pues no hacía ni
veinte años que se creó el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes y
se convirtió a los maestros en funcionarios del Estado. Esas reformas,
demasiado atrevidas para los conservadores, que se oponían por principio a toda
iniciativa de republicanos y socialistas, existían más sobre el papel que en la
práctica, y los ayuntamientos, responsables últimos de habilitar edificios
adecuados para la escolarización, se escudaban en la falta de fondos para
ocultar su pasividad. Sin embargo, la influencia social y económica de los Deza
en aquella comarca era más que suficiente para vencer aquellos obstáculos, e
incluso para lograr en breve una plaza de funcionaria para Mercedes.
Poco les importaba por tanto la opinión del
sacerdote. La escuela sería una realidad a principios de 1919. Los Deza, como
tantos otros europeos, pensaban que tras la Gran Guerra tenían que venir
tiempos mejores.
Tiempos de paz.
AL SIGUIENTE CAPÍTULO
SI QUIERES EMPEZAR LA HISTORIA DESDE EL CAPÍTULO UNO, AQUÍ ESTÁ EL ENLACE
AL SIGUIENTE CAPÍTULO
SI QUIERES EMPEZAR LA HISTORIA DESDE EL CAPÍTULO UNO, AQUÍ ESTÁ EL ENLACE
Bueno, si puedo responder a las preguntas, encantado, por supuesto. Que no sean muy difíciles.
ResponderEliminarUn abrazo.