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Intramuros
Por primera vez en mucho tiempo, Fabián se
siente libre, se siente él mismo.
Mientras el ejército avanza al paso, la orden
mental de Binah llega claramente. “Transformaos. Atacad, teriántropos, atacad”
Decenas de soldados sonríen al escuchar el
mandato, arrojan sus armas y se despojan de sus armaduras, o simplemente las
destrozan cuando sus cuerpos crecen, retorciéndose cuando la energía interior
se libera.
Hombres y mujeres se transforman en lobos, osos, felinos, seres a
medio camino entre lo humano y lo animal, que corren con salvaje entusiasmo
dejando atrás al grueso del ejército.
Es una carrera salvaje, feliz, en la que la
heterogénea manada de híbridos ruge y aúlla de entusiasmo. Junto a ellos
avanzan unas pocas riselkas, mujeres corriendo con los lobos, látigos
dispuestos a impulsar la carrera hacia delante, a evitar que los teriántropos
se revuelvan y ataquen a los suyos.
Fabián es de los primeros. Otro teriántropo,
hombre lobo como él, avanza unos metros por delante. Ambos se miran y se
muestran los dientes, compitiendo por ser los más rápidos, los primeros en
luchar y matar, en dejarse llevar por el instinto.
La sensación de libertad es embriagadora, los
músculos se mueven con precisión y ansiedad, el corazón, dos veces más grande
que antes de la transformación, bombea sangre y magia y felicidad pura.
Fabián recorta la distancia con la bestia que
le precede y aúlla, desafiante, y el otro macho responde mientras salta sobre
las piedras que formaron la empalizada y que ahora yacen dispersas por el
suelo.
Sobre ellos, los croines se llevan a las
riselkas, agotadas por el esfuerzo, para ponerlas a salvo. La lucha será cosa
de los teriántropos y de la infantería.
El primer hombre lobo se detiene súbitamente
en lo alto de las piedras, aullando otra vez. Pero no se trata ahora de un
desafío sino de un gañido extraño, una queja, como si se sintiese herido.
Fabián pasa a su lado, acelera aún más en su
deseo animal de ser el primero, el más fuerte, y no ve cómo la niebla rojiza
sale de entre los escombros, devorando al lobo.
El resto de los teriántropos se detienen,
ladrando, rugiendo, gruñendo a las piedras que tachonan el suelo. Las riselkas
les azuzan, conduciéndoles entre las piedras, procurando que ninguno se acerque
a ellas. Eso hace que el avance sea mucho más lento, y Fabián cruza la brecha
con mucha ventaja, sin que le importe lo que pasa detrás de él.
Una sonrisa babeante brilla en su rostro,
fauces que se arrugan al ver ante él a un enemigo. Se pone en pie sobre las
fuertes patas traseras y ataca con las garras dispuestas. Ha nacido para esto.
Ésta es su naturaleza, y es libre.
Ante él hay un hombre, cubierto por una sucia
y desgarrada armadura de cuero y hueso, un hombre de pelo blanco y ojos tan
azules que parecen necesarios para definir la esencia del color.
La piel de su rostro está hecha jirones, el
pelo es un apelmazamiento de agua y barro rojizo, pero bajo la piel herida no
hay carne rota ni músculo sangrante, sino un rostro igual. Como si la ilusión
tuviese varias capas, o el verdadero aspecto de Espejo fuese idéntico al
disfraz.
Con un gesto de desprecio, el Maestro se
arranca el jirón roto y lo tira al suelo.
“¿Es esta tu idea de la libertad? ¿Ser libre
cuando te dan permiso para ello?”
La voz resuena en el interior de la mente de
Fabián, que no se molesta en tenerla en cuenta. Salta hacia delante mientras su
enemigo alza la espada. En el último momento se zambulle, atacando los pies del
adversario en lugar de hacerlo desde arriba. Espejo corrige la estocada, pero
no puede evitar que el impulso de Fabián le tire al suelo. El filo roza el lomo
de la bestia, y el dolor lacerante es otra prueba de vida, que entusiasma y
enfurece al lobo.
Espejo se levanta y corre, perseguido por
Fabián, pero el Maestro está demasiado agotado por el golpe del torbellino de
agua, y el lobo es joven y fuerte.
Salta sobre su espalda, clavando con fuerza
los colmillos en su hombro derecho, y caen al suelo mientras el maestro gira
sobre sí mismo para encarar a la bestia. Sin apenas fuerza y en un mal ángulo,
clava la hoja en su costado, pero resbala en las costillas sin hacer demasiado
daño y queda, plana e inofensiva, sobre su pecho.
-Esto no es libertad –dice mientras lanza un
puñetazo a la mandíbula de Fabián-, sólo es otra forma de obedecer.
Fabián lanza un codazo contra el hombro
herido, y Espejo suelta la espada con un grito de dolor, repetido cuando los
puños de Fabián golpean una y otra vez sus costillas y rostro, como un
metrónomo incansable. El lobo cierra sus manos en torno al cuello del enemigo,
levantándose y arrastrándole con él. La espada ha quedado atrapada entre sus
cuerpos, y Espejo trata de recuperarla con la mano izquierda, mientras sus pies
pierden el contacto con el suelo. Los músculos de su cuello, tensos hasta el
paroxismo, soportan apenas la presión de las garras. Fabián sonríe triunfal y
alza la cabeza, aullando para celebrar su victoria.
El dolor es un golpe eléctrico, un trueno
negro que cruza y desgarra la tráquea de Fabián, cortando su aullido y su
respiración.
Incrédulo, mira a Espejo a los ojos. La luz
azul resplandece, dejando una estela casi sólida mientras el Maestro cae al
suelo. Fabián se sorprende al verle caer. Sus manos, simplemente, han quedado
sin fuerza, y ya no las siente. Él mismo cae de rodillas, con la espada clavada
en su cuello, y siente apenas un escalofrío cuando Espejo la retira.
Ambos siguen mirándose a los ojos,
arrodillados, apoyados el uno en el otro, jadeante el viejo Poder, borboteando
entre sangre que huye y aire que no llega el joven teriántropo.
-Esto no es libertad –dice el Maestro– ni una
forma digna de acabar.
Tras ellos se escuchan ya los gritos de la
manada. Fabián sabe que va a morir, que ya está muerto. Sólo unos minutos
después, está seguro, el malherido Maestro morirá también. Binah habrá
triunfado, la guerra terminará y esa manada, como otros muchos miles, seguirá
siendo ella misma sólo cuando la Madre así lo decida. La luz azul pierde
fuerza, y una expresión de pena se refleja en los ojos de su enemigo, que
asiente como si entendiera lo que el lobo está pensando.
Espejo extiende entonces su mano, colocándola
sobre la herida abierta en el cuello de Fabián, y sonríe. La luz crece,
atraviesa la mano iluminando la piel desde dentro, mostrando por contraste cada
hueso y cada nervio en su camino a través de los dedos. Fabián tose, gotas de
sangre escapan de su boca y su hocico salpicando el rostro de su enemigo, y
después toma una bocanada de aire. Respira de nuevo.
Sus manos, todo su cuerpo, recuperan la
sensibilidad cuando Espejo le suelta y cae al suelo, casi desvanecido.
-¿Por qué? –dice con su ronca voz de bestia–
. No lo entiendo.
-Quise hacerlo. Puedo hacerlo, porque yo sí
soy libre –susurra el Maestro antes de perder la conciencia.
Eiszeit llega a lo alto del depósito de agua
y se descuelga el rifle del hombro. La cilíndrica torre es un buen puesto de
observación, de unos veinte metros de alto, que le permite contemplar el avance
enemigo y usar su arma en un amplio terreno. Entre él y las tropas de Binah
está lo que resta del ejército de Espejo, además del viejo hospital de campaña
donde los nefáridas aguardan su momento.
Por el momento, Eiszeit no teme por su
seguridad personal. Esperará aún un tiempo, verá si el Maestro de los Espejos
vive y es capaz de encauzar la situación. De no ser así, al final del día
abandonará la Ciudad, antes de que los invasores bloqueen el paso hacia la
tercera Puerta. Eiszeit no tiene intención de morir como un héroe. Ni de ningún
otro modo.
Saca un catalejo de su mochila y observa la
brecha en la muralla, por donde cruzan a cientos los infantes de Binah. Recorre
con su mirada las calles por las que hombres bestia avanzan sin oposición,
vanguardia salvaje del invasor, mientras los oficiales escogen entre las casas
sus nuevos puestos de mando. El ataque se producirá pronto, pero ambos bandos
saben que se luchará casa por casa, que conquistar las caóticas barriadas no es
trabajo fácil. Decenas de arqueros y francotiradores como él mismo actúan ya, y
los oficiales son su blanco preferido. Si quieres vencer a la bestia, corta su
cabeza.
Eiszeit centra su atención en el viejo
hospital de campaña. Al menos tres docenas de partidarios de Binah entran por
puertas y ventanas, seguramente convencidos de que es un buen puesto de mando.
El alemán sonríe, echando en falta poder escuchar lo que ocurre dentro. Pasan
varios minutos sin que nadie salga del edificio.
La noche empieza a caer. Pronto saldrán,
piensa Eiszeit mientras saca de su mochila un poco de carne seca y una
cantimplora. Sí, pronto saldrán.
Menendo está en la primera línea de
trincheras, separada del territorio perdido por una franja de apenas veinte
metros de terreno despejado. Las casas que ocupan esa franja han sido derruidas
o incendiadas, aunque quedan muchos escombros y muros en pie. Suficientes para
que el enemigo se cubra. Menendo tiene su arco preparado, como todos los demás,
y sólo espera que aparezca alguien contra quien usarlo. Todos y cada uno de
ellos tienen la convicción de que morirán pronto, tal vez esta misma noche,
pero no están dispuestos a rendirse. Porque ese es su derecho supremo como
hombres libres.
Nadie ha abandonado la posición, nadie ha
salido al encuentro del enemigo con los brazos en alto. Menendo mira con
orgullo a los que caerán con él.
No es un mal lugar para morir, ni mala
compañía.
Un murmullo recorre la trinchera y el joven
vuelve su vista al frente. El primer enemigo sale de entre las casas, al otro
lado de la franja. Es un hombre lobo, una bestia alta como dos humanos, de pelo
negro con vetas rojizas. O tal vez sea sangre fresca sobre su ancho pecho. Sí,
es sangre, pero no parece suya.
Sobre las espaldas inmensas, el teriántropo
transporta un bulto. Probablemente un saco de brea o una piedra que pretende
arrojarles. Entre las fauces, una espada con la hoja manchada de sangre. Los
arqueros escogen flechas con punta de plata y las colocan en sus arcos,
mientras la bestia detiene su carrera a apenas quince metros de ellos, como si
pretendiese que pudieran verle bien. Se agacha un poco y coge entre sus brazos
el bulto que carga. Todos ven ahora que es un cuerpo humano. Un cuerpo vestido
de cuero y con el largo cabello blanco agitándose al viento como el cadáver de
un pétalo muerto.
Los arqueros detienen su gesto, con las
cuerdas ya tensas, mientras el lobo coge al cuerpo por debajo de los brazos,
alzándolo para que todos lo vean y avanzando a pasos cortos y cautelosos.
-¡Es el Maestro Espejo! –grita Menendo.
El grito se repite y todos se quedan quietos,
a la espera. El Maestro parece muerto o malherido, pero varios soldados corren
a recogerle, llevándole hacia los magos que buscan ya en sus faltriqueras los
componentes de sus hechizos curativos.
El hombre lobo sigue avanzando y se detiene
junto a la trinchera. Cien flechas y rifles le apuntan. Sus ojos se encuentran
con los de Menendo.
-Quiero luchar a vuestro lado –dice Fabián.
-La mayoría moriremos hoy –responde Menendo–.
¿Por qué quieres compartir nuestra suerte?
Encoge los hombros inmensos, como una montaña
que tiembla de frío, y responde en voz tan alta como puede para que todos le
escuchen.
La muerte es, creo, algo que podemos elegir libremente. Hasta que viene por sí misma, claro.
ResponderEliminarPero durante un tiempo al menos, y en algunas situaciones, tenemos la opción de elegir entre la muerte y la esclavitud. Tal vez parezca más atractiva la idea de ser una bestia salvaje y poderosa, "libre" para correr y saltar, pero cuando hay quien nos conduce, sean riselkas o pastores, no dejamos de ser rebaño de ovejas camino de un matadero que puede ser guerra o establo.
Y en último término, llega la muerte.