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CERCA DE LA PRIMERA PUERTA. ALGUIEN DEBE APRETAR EL GATILLO.
El chico de la camiseta de Manowar regresó a la barra del Purgatorio, dejando sobre el tapete el taco de billar.
-Jodido guiri –murmuró entre dientes, acodándose en la barra.
El jodido guiri, un tipo rubio y alto, tan desgarbado que parecía un personaje de Tim Burton, había ganado a todos los que entraron a jugar en la mesa de billar que presidía la zona de juegos del bar. Pegadas a la pared del fondo había dos dianas, ahora vacías y apagadas dado lo tardío de la hora, y entre las dianas y el billar, unas pocas mesas casi desocupadas.
En la barra, situada en un plano más bajo, había tres hombres más, que trataban de flirtear con la única mujer presente, una muchacha castaña y pecosa, cuyo escote parecía una oferta de trabajo para lenguas ociosas.
La chica, al ver que la partida de billar había terminado, pidió dos jarras de cerveza y abandonó la barra, ante la decepción de los muchachos. En los altavoces, Barricada empezó a desgranar las notas de su “Balas blancas”, mientras la muchacha balanceaba sus rotundas caderas, haciendo bailar el plisado de su minifalda, y entregaba una jarra al tipo desgarbado. Él la aceptó, y ella, agachándose, introdujo una moneda en la ranura e hizo salir las bolas.
Al preparar el triángulo, ambos se miraron en silencio, reconociéndose en un plano más profundo que el que permitía ver la lámpara cónica sobre la mesa.
“Eiszeit, chico, creí que nunca terminarías con esos niñatos”, dijo una voz desgarrada y seca en la mente del hombre desgarbado.
“Muérdago. Me ha costado reconocerte con ese disfraz. ¿No pudiste poseer un cuerpo más discreto?”
La muchacha se preparó para el saque, agachándose un poco más de lo necesario, mostrando una generosa vista de sus pechos.
“Tiene unas tetas preciosas, ¿verdad? Llevo toda la noche bebiendo gratis”
“Me alegro por ti”, respondió el llamado Eiszeit. “Dime ahora lo que me interesa saber”
El golpe, propinado con más fuerza de la que el menudo cuerpo de la chica auguraba, no hizo entrar ninguna bola en las troneras. Eiszeit se entretuvo, analizando las posibles jugadas, mientras el espíritu desgranaba su informe.
“No pude hacer gran cosa. Deza, eso es seguro, guarda sus archivos en casa, no en la librería anexa. Pero me fue imposible acercarme demasiado, tiene un buen montón de protecciones contra espíritus de todo tipo. Ni su ángel de la guarda podría llegar a entrar”
Sin alterar el gesto más que por una leve tensión en la mandíbula, Eiszeit empezó a meter las bolas de franjas, una a una, con la rutinaria seguridad de un experto.
“Engañé a un tipo, un librero de viejo de Salamanca, para que entrase en la librería e hiciese algunas preguntas”, continuó el espíritu “y parece seguro que Deza posee una copia del De Oculta Civitatis. Aunque desde luego no está dispuesto a venderla”
“Desde luego. Nadie sería tan tonto como para venderla”
El rostro de la mujer sonrió, mientras unas nubes negras, como chorros de tinta en agua clara, cruzaban sus globos oculares.
“Yo te vendería el libro por unos cuantos años en esta parte del velo”, afirmó.
Eiszeit falló el siguiente tiro, en parte porque las bandas del billar resultaban algo blandas, y su apoyo perdió fuerza, y en parte para alargar algo más la partida.
Bebió un trago de su jarra mientras el espíritu seguía hablando.
“Y por unos meses, tal vez un año, puedo cargarme a Deza en la calle y así tú podrías buscar el libro”
“Si un Despierto mata a Deza, romperemos la tregua y seremos castigados”
“Pero tu Maestro desea romper la tregua”, protestó el espíritu, “y yo también. Hace casi un siglo desde que empezamos la última guerra, y echo de menos el sabor de las almas”
Eiszeit apuró su jarra, dejándola sobre la barra. Se inclinó sobre la mesa y metió las dos bolas de franjas que faltaban mientras “No hay tregua” empezaba a sonar en el hilo musical del bar.
“Si haces cualquier cosa que rompa la tregua, será por tu cuenta y riesgo. Mi Maestro no lo desea, y escúchame bien, te perseguirá con identica saña que el mismo Juez”
Un toque leve como una caricia hizo caer la bola negra en la tronera.
“Al amanecer”, siguió Eiszeit, “abandonarás ese cuerpo y regresarás a la Ciudad. Te llamaré si te necesito. Yo me ocuparé de Deza”
“¿Y de dónde vas a sacar a un durmiente que pueda sortear los hechizos y protecciones, que pueda enfrentarse a Deza?”
El alemán sonrió. Al hacerlo resultaba más frío y desagradable que cuando amenazaba, tal vez porque amenazaba más a menudo de lo que sonreía.
“Tengo a un idiota que se cree Despierto, y que ya ha trabajado alguna vez para mi, buscando libros arcanos. Será cuestión de tiempo que consiga enfrentarle a Deza mientras juega a los detectives cazafantasmas”
“¿Ese tal Silencio al que adiestraste? Los espíritus no están muy contentos con él...”
“No me preocupa”. Eiszeit dejó la mesa de billar, cogiendo su abrigo del perchero que había junto a la puerta. “Está preparado, y será capaz de sobrevivir hasta que me sea útil contra Deza. Tú recuerda, al amanecer te irás”
Y sin dedicar una última mirada al voluptuoso cuerpo del espíritu, salió del bar.
Con un encantador mohín de disgusto, la chica de pelo castaño regresó a la barra, paseando sus ojos sobre los pocos clientes que quedaban. Escogió a uno que vestía una camiseta de Manowar, el que con más descaro respondió a su mirada, y se sentó a su lado, tan cerca que sus pechos rozaban el brazo del hombre. Pensaba sacar partido a aquél cuerpo antes de abandonarlo al amanecer. Y sin protección. Las consecuencias para la chica no importaban demasiado a Muérdago. En realidad, cuando se despertase al día siguiente junto al chico, incapaz de recordar lo ocurrido, desnuda y desorientada, hasta era posible que le denunciase por violación. Y eso a Muérdago le resultaba una posibilidad divertidísima.