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Intramuros
El miedo funciona como un corazón humano. No
necesita hacer nada especial, nada fuera de lo normal. Sólo seguir su curso,
sin detenerse, sin cambiar de ritmo.
Así avanzan las tres naves que Binah ha
enviado contra sus enemigos. Lentas y constantes como el latido de un hombre
que duerme tranquilo, sin detenerse porque simplemente no tienen motivo para
hacerlo.
Las velas se repliegan y los largos mástiles,
sujetos a la estructura por cables de acero, quedan adosados y fijos en la
brillante superficie. También las grandes hélices gemelas de popa se frenan,
dejando que la inercia sea lo único que haga avanzar los dirigibles. Superan la
empalizada, siguen adelante, demasiado altos para que arqueros y lanceros
representen una amenaza. Las hélices giran sobre sí mismas, quedan paralelas al
suelo y empiezan a moverse de nuevo, acompañadas de una tercer en la proa.
Ganan altura mientras las tropas que se llaman a sí mismas “hombres libres” estiran
el cuello y observan en silencio. La amenaza crece en ese silencio, se nutre de
él, de las suposiciones que hacen soldados y ciudadanos. El temor se manifiesta
en manos temblorosas, respiraciones contenidas y gargantas que intentan tragar
saliva.
Ese miedo crece deprisa, se alimenta a sí
mismo como el latido de un corazón alimenta el cuerpo del que vive. Es más
efectivo que un ataque directo, más amenazante que una espada desnuda, porque
los hombres no saben a qué deben enfrentarse. Durante largos minutos los
dirigibles ascienden, y los soldados sólo pueden conjeturar sobre lo que les
espera.
Los oficiales tratan de mantener la
disciplina, de hacer que los hombres permanezcan en sus posiciones, pero no
pueden dar órdenes eficaces cuando desconocen a qué van a enfrentarse. Pasan
latidos que parecen minutos, minutos que parecen jadeos ansiosos, y nada
ocurre. Hasta que las naves detienen su ascenso.
Espejo sabe que el ataque es inminente, que
será duro y mortal. Teme que Binah, incapaz de ganar la guerra de otra manera,
haya optado por romper los Pactos. Eso le daría la posibilidad de denunciarla
ante la justicia de la Ciudad, tal vez de derrotarla para siempre. Pero hay que
estar vivo para ganar un juicio, y el Maestro no sabe si alguno de los miles de
hombres que se protegen entre las casas dispersas lo estará. No puede ver más
que agua en los depósitos que cuelgan de los dirigibles, nada más que agua. Si
Binah es tan poderosa como para esconder a su mirada algún tipo de arma,
entonces su causa está perdida.
Sus ojos se dirigen al viejo hospital.
Menendo ya estará allí, alertando a Anteo. Ocurra lo que ocurra, morirán
luchando. Y eso es a veces el único consuelo que un hombre puede permitirse.
En la azotea del viejo hospital, Anteo y
Menendo observan el ascenso de los dirigibles. El nefárida no refleja ninguna
emoción en su rostro ni parece preocupado por la batalla que se avecina, aunque
ha cubierto su habitual desnudez con una ceñida y flexible armadura de cuero.
-¿Qué crees que ocurrirá ahora? –pregunta
Menendo.
-Atacarán. Morirá gente. Siempre ha sido así.
El joven frunce el ceño ante la simplicidad
de la respuesta, pero teme demasiado a su interlocutor como para contestarle.
-¿Qué ha dicho tu Maestro? ¿Qué cree él?
-Sólo ha visto agua en el interior de los
depósitos inferiores –explica Menendo– y teme que haya algún hechizo de
espejismo tan poderoso que hasta él resulte engañado.
Anteo asiente, despacio, midiendo con la
mirada el tamaño de los depósitos. Unos cien metros de largo, tal vez quince de
ancho y quince de alto. Más de sesenta toneladas de agua entre los tres.
-No es agua. No es sólo agua –dice cuando se
da cuenta de lo que les espera.
-¿A qué te refieres?
Anteo baja la mirada, contempla el frente
enemigo. Una nube de crubines y guerreros pájaro despega de las lejanas torres
y el ejército de Binah, obedeciendo a las señales de las trompetas, emprende el
avance en una línea infinita.
Con un único golpe seco, los tres dirigibles
abren las compuertas de los depósitos y empieza el horror.
En un primer momento el agua cae como un
bloque fluido y rápido, un río suicida, casi una masa sólida. La fricción con
el aire y el viento que producen las hélices dividen pronto la masa,
convirtiéndola en una pulverización que se extiende, más lenta, más semejante
ahora a una lluvia fina que a una catarata. Atrapada entre las gotas, la luz se
disfraza de todos los colores y de ninguno, convirtiendo el cielo en el
espectro de todos los arcoiris que fueron, de todos los amaneceres que serán, mientras
el agua cae mucho más despacio, un torbellino sacudido por vientos cambiantes.
Las finas gotas, frenadas por el aire, se
convierten en una sola nube de lluvia y color sin dejar de descender, pero hay
algo de horizontal en su movimiento cuando el agua de los tres dirigibles se
mezcla en el cielo. Aún a decenas de metros del suelo esas gotas empiezan a
unirse, a asociarse de forma antinatural y sin embargo, necesaria.
Hay una suerte de conciencia, de intención en
la danza silenciosa que describen. Y Espejo entiende entonces lo que Anteo ya
había descubierto.
-¡Riseeelkaaaas! –ruge la furiosa voz del
Maestro de los Espejos.
El grito se propaga entre los hombres, Espejo
ordena la retirada y los oficiales repiten la voz de mando, y cientos de
soldados corren hacia la lejana línea de trincheras, mientras las primeras
gotas de agua caen sobre ellos.
Suspendidas en el aire, las damas guerreras
de Binah toman forma cuando la lluvia incontable se fusiona, el líquido se
vuelve carne y cabello, la transparencia del agua se convierte en piel opaca y
brillante. Algunas riselkas están ya en tierra, mujeres desnudas cuyo largo
pelo es a la vez túnica y arma. Sus mechones se enredan, se convierten en
látigos o largos tentáculos, en espinas protectoras duras como metal bien
templado.
Empieza la lucha, pero el enemigo ya está por
todas partes, y ni la niebla ni la empalizada ofrecen protección a nadie.
Espejo no detectó a las riselkas, porque sus
esencias estaban divididas entre los tres tanques. Ni una sola de las criaturas
estaba completamente en ninguno de ellos, y la gran cantidad de agua normal que
se mezclaba con ellas diluía su naturaleza.
Esa agua humedece el aire, empapa a los
combatientes y llena de terror a los soldados, que no saben si se trata de
líquido normal o de riselkas aún no conformadas.
Un hombre empapado cae al suelo cuando el
agua que moja su túnica se convierte en una maraña de pelo en torno a sus
piernas. Miles de gotas saltan hacia él, dando cuerpo a la riselka, y el
cabello se convierte en una mortaja que le asfixia mientras la guerrera toma
forma sobre su espalda, destrozándole el cuello con garras ansiosas.
Una riselka parcialmente conformada cae al
suelo cuando se lanza sobre un hechicero, protegido por un hechizo de escudo
electromagnético. El cuerpo femenino se sacude, convulsiona y se rompe,
disgregándose en un charco inerte.
Por todas partes, la muerte chapotea y ríe
como un niño que juega entre los charcos.
Sobre la empalizada, Espejo trata de mantener
la calma, de controlar la situación. El inesperado método de ataque ha
destrozado todos sus esquemas. Ni la niebla ni la empalizada sirven ya como
defensa, y sus líneas están rotas.
Los soldados voladores de Binah están ya
sobre él, y no hay arqueros ni tiradores que puedan detenerlos.
Las riselkas no son enemigos fáciles.
Rápidas, letales, sus cuerpos se disuelven cuando se sienten acorraladas,
evitando así las espadas, y se mueven como pequeños arroyos, recomponiéndose en
nuevas posiciones. Sus cabellos flagelan y atan a los hombres,
desconcertándoles con ataques fugaces que les distraen el tiempo suficiente
para que los cruines caigan sobre ellos, rematándoles. Algunos se refugian en
las casas, cerrando puertas y ventanas, pero las riselkas pueden colarse por
cualquier grieta en la piedra como goteras rápidas, y el refugio se convierte
en trampa.
La única solución es la retirada, más allá de
la franja concertada con Anteo. La única esperanza para ganar tiempo y
reorganizarse es la intervención de los nefáridas. Espejo mira al antiguo
parque. Los soldados de infantería avanzan en cuña, un vértice de lanzas que le
apunta casi directamente. Frunce el ceño. Nadie detendrá el avance de ese
ejército. Nadie excepto la niebla aún adherida a las piedras teñidas de sangre.
Tras él, en el cielo, algo ocurre.
Resplandores verdes y azules, reflejos de luz
en la piel de las riselkas, giran cada vez más deprisa a veinte metros de
altura. El maestro ve con claridad lo que ocurre y comprende que la empalizada
también caerá. Un buen número de riselkas, tal vez unas cincuenta, danzan en
círculo, seres etéreos aún, en parte agua y en parte carne, rodeadas en su
vuelo por cien estáticos cruines que agitan sus alas con fuerza.
Hay algo de fascinante, de maravilla incluso
en esa Ciudad de maravillas, en la contemplación del trabajo coordinado de
ambas fuerzas. La danza de las riselkas, similar a una jiga rápida y alegre,
roba el viento provocado por los cruines, formando una barrera que recoge el
agua del aire. Pronto, un embudo imposible, un anillo de agua agitada se forma,
se mantiene y crece absorbiendo el agua del aire y la tierra empapada,
creciendo en un tornado líquido que más y más cruines alimentan agitando las
alas, mientras las riselkas bailan.
En lo alto de la empalizada Espejo es el
único que contempla el espectáculo, mientras el campo de barro y sangre queda
desierto, ocupado ya sólo por los cadáveres y la tropa enemiga que avanza en
grupos, casa por casa, acabando con toda resistencia y rematando a los heridos.
Las espadas de los croines se clavan en cada cuerpo que encuentran mientras las
riselkas avanzan. Los hombres de Espejo se han retirado ya, obedeciendo sus
órdenes. La nueva línea de resistencia queda lejos, más allá de las trincheras.
Más allá del viejo hospital donde los nefáridas aguardan. El Maestro de ilusiones
aguza su mirada, lanzándola lejos a través de la tierra agonizante, hasta
encontrarse con la de Anteo. Como si se hubiera proyectado hasta llegar junto
al nefárida, que le ve también con claridad.
-Han superado la marca acordada –susurra
Espejo-. Sois libres de cumplir el pacto.
Anteo asiente, apenas el esbozo de una
sonrisa en su rostro.
-¿Qué harás tú? –pregunta con cierta
curiosidad.
-Mantener la posición. Mientras pueda.
El ejército de Binah avanza, la punta
blindada de su formación en cuña apenas a doscientos metros de la empalizada,
como si apuntasen directamente al lugar donde Espejo aguarda. El tornado de
agua se mueve llevado por croines y riselkas, toma una orientación vertical y
vuela a velocidad creciente hacia el Maestro, arrastrando a su paso el tejado
de las casas y derribando sus muros con la fuerza de un maremoto.
En medio de ambas fuerzas, Espejo sacude la
cabeza y envaina su espada. Esperando que la mortal niebla pueda ser aún útil
como defensa. Que no todo esté perdido. Que aún queden motivos para seguir en
pie y ser valiente.
El tornado es ya un ariete, una broca líquida
y gruesa, una flecha azul verdoso que nada puede detener. Espejo se inclina y
arranca de la empalizada un puñado de piedra, hundiendo en ella sus dedos con
un leve esfuerzo. Pulveriza la piedra entre sus manos y la deja caer ante él, y
las partículas se adhieren a su piel, formando un escudo protector,
endureciendo su carne para salvaguardarle del golpe inevitable.
Los croines alzan el vuelo, apartándose del ariete
acuático y llevando entre sus poderosas manos a las agotadas riselkas. Girando
sobre sí misma, la columna de agua golpea contra la empalizada a toda velocidad
bajo los pies de Espejo, que salta hacia arriba y hacia delante, volando sobre
el ariete líquido, intentando que el agua y el viento no le empujen. Las
piedras se separan, explotan, son arrastradas por la riada y se llevan con
ellas jirones de niebla caníbal, abriendo una brecha de decenas de metros en la
empalizada. El agua parece explotar, la barrera se convierte en metralla y un
crujido de mundo roto llena el aire.
Barro, polvo, niebla y espuma y piedra.
Después, silencio.