APARICIÓN - Uno
A mí, la verdad es que morirme no
me sorprendió mucho. Si acaso, me sorprendió morirme de viejo, en vez de
hacerlo en la Guerra Civil, o en los años del Goulag, cuando Stalin pensó que
tampoco éramos comunistas del todo.
En la guerra, pongo por caso,
estuve a punto de entregar la herramienta más veces de las que caben en una
gavilla.
Hubo un día, en las trincheras
del Jarama, que cayó una granada dentro de la trinchera –fabricación alemana:
bien jodidos nos tenían los fritz- y los seis o siete que andábamos buscando
raíces que comer nos dimos por finiquitados. Entonces, el Txopelana, un
compañero de Bilbao que era más bruto que un saco de martillos, se tiró encima
y se comió la explosión, la granada, y los terrones y las raíces que había abajo.
Un héroe, el Txopelana. Ya contaré luego cuándo volví a verle de nuevo.
A lo que voy es que si uno sale
con bien de cosas como esas le entra cierta sensación de que no va a morirse
nunca. Y claro, al final te mueres.
Yo me morí en un asilo de monjas
ursulinas, que lo tenían al lado de un colegio y era un gusto ver a las niñas
jugando por el patio, tan llenas de vida y de promesas, mientras uno aguantaba
a las reputas monjas con sus purés y sus rosarios.
Si las pillo yo en mis tiempos,
con el Txopelana al lado, bien les habría quemado el convento con ellas dentro.
Y ya ves: me muero con ellas al lado y el padre Sepúlveda, malo como la quina,
rezándome responsos.
La cosa es que cuando me morí
pensé que ahí acababa todo. Yo siempre he sido muy ateo y, como ya le contaba
en las trincheras a un curita protestante que vino de no sé donde a luchar
contra los del Alzamiento, si no creo en el Dios de España, que es el único y
verdadero de toda la vida, malamente voy a creer en otro.
Total, que al morirme vi que
veía, y apalpaba, y tenía conocimiento. Me notaba más ágil, como si los años se
hubieran ido atrás como pellejo de liebre desollada, y más fuerte que cuando
tiraba de guadaña en los campos de mi mocedad. Vi como un agujero largo, largo
de intención, y al final una luz blanca y fuerte que parecía llamarme. Y salió
de la luz una figura negra y ancha, que pensé yo que bien sería Dios o el
Zarrapastroso y que al final ser ateo era tontuna y la figura me llevaría
arriba o abajo, como correspondiese.
Pero resultó ser el Txopelana, lo
que son las cosas, vestido todavía con los aperos de combate y el traje de
faena, más limpio y guapo que un San Francisco, o el santo que toque en el
refrán ese. Se me vino a mí el Txopelana, sonriendo y liando picadura, y me abrazó
con el pitillo en la boca y la fuerza de uno de Bilbao, que bien me habría
matado si no hubiera venido yo aviado. Yo, con la muerte más lechal que
recental, andaba desconcertado y no sabía por dónde mamarla, pero lo abracé
también.
Me contó muchas cosas de las que
pasan cuando te mueres, cosas que no puede uno contar a los vivos porque hay
que hacer las cosas bien, y no se puede. Me contó también, lo que es la vida, y
lo que es la muerte, que el día de la trinchera, allá en el Jarama, él ni se
había tirado ni había hecho intención: que le había empujado un amarravacas de
San Sebastián –Donosti lo llama el Txopelana- que se la tenía jurada por ser de
Bilbao, por haberle levantado una moza lozana, y por unas partidas de mus que
el amarravacas creía apañadas por Txopelana. Esto no lo vayas contando, le
dije, que ahí abajo te tienen por héroe y hasta una medalla te dieron.
Bien lo sé, me dijo el Txopelana,
que cuando llevas un tiempo en la tumba, por lo que te he contado y que no debe
salir de aquí, empiezas a saber cosas de los vivos. Y bien contenta estaba la
Itziar de tener la medalla en casa, aunque cuando ganaron los facciosos la
tenía escondida en la panera.
Pensé yo que me tocaba pasar la
eternidad bien tranquilo y descansado, como corresponde, y con aquella lozanía
y frescura que sentía entonces porque nadie me había contado todavía nada de
invocaciones y fantasmas y las creía cosas de cuentos de viejas, como el hombre
del saco o la conversión del vino en sangre de Cristo. Bien guardada me la tenían,
y todo eran rejas vueltas.
Pero eso ya lo sigo contando otro
día.
APARICIÓN, dos
Un hombre podría vivir aquí y ser feliz. Sí,
podría. Claro que un hombre ya tiene que haberse muerto para estar aquí.
El sitio me gustaba, porque era tranquilo y
no había que aguantar a ninguna monja.
No me hacía mucha gracia estar muerto, claro,
pero a burro muerto, la cebada al rabo, así que había que tratar de pasarlo lo
mejor posible.
Yo no tenía mucho que hacer allá más que
enterarme un poco de cómo eran las cosas. Aprendí pronto mucho, pues al que
entre miel camina algo se le pega, y lo más de eso no puedo contarlo a los
vivos, pero sí que me enteré de algunas cosas que sí puedo decir.
Por ejemplo os puedo contar algo de cómo se
hace aquí para divertirse una miaja y que la eternidad no se haga tan larga.
Al poco de yo morirme y andando en cuadrilla
con mi camarada el Txopelana, le conté muchas cosas de cómo había sido no
morirse en la guerra y, al final, de mis años con las marranas de las ursulinas
y el maromero del padre Sepúlveda, que era malo de raza y de oficio y más negro
de alma que de sotana. Tenía más de un vicio por costumbre y no era el menor
aprovecharse de limosnas y donaciones para pagarse sus caprichos, o regalar a
los ancianos más hostias fuera de misa que dentro, diciendo aquello de: Aquí
manda Dios y yo le represento.
Txopelana, que siempre había sido muy de
joder curas, me dijo que me enseñaría algunas cosas útiles para un fantasma –se
ve que no me había muerto del todo y me tocaba plañir un tiempo entre los
vivos- y que podría practicar con el padre Sepúlveda lo aprendido.
Yo nunca he sido el más listo del barrio pero
soy aplicado como ninguno, y aprendí rápido mientras pude, practicando en el
más allá, es decir acá, las cosas que me enseñaba Txopelana.
Cuando mi compañero me vio más o menos
preparado y más impaciente que listo, me dijo cómo podía presentarme donde los
vivos, y allá que me fui, solo y contento. Más solo que contento, pero el
Txopelana andaba algo más muerto que yo, que hasta para eso hay grados, y no
podía venirse tan a menudo.
Así que una noche me presenté en donde las
marranas ursulinas, barruntándome que el burro bien sabe en qué casa rebuzna y
pensando en darle un buen susto al padre Sepúlveda. No más que un susto, que ya
andaba yo zorreado por la vida y con la sangre muy templada.
Empecé por lo más tranquilo, que es siempre
lo de apagar y encender luces. Supongo que parece más fácil hacer ruiditos,
arrastrar cadenas, y todo eso, pero la verdad es que lo de las luces es más
simple: ni siquiera tenemos que tocar el interruptor. Es algo que tiene que ver
con la energía, como hacer una radio de galena.
En total, que la cosa no fue muy efectiva al
principio. Encendí y apagué la luz de la mesita de noche del padre, pero él seguía
durmiendo y no se daba por aludido. Como en vida
no había entrado en su habitación, aproveché para echar un ojo.
Tenía en la pared un crucifijo de madera, de
esos sin Cristo ni Dios, y un cuadro mal pintado de algún santo mártir: un tipo
viejuno que se doraba sobre una parrilla con una mueca toda llena de dientes:
ni se sabía si el pobre reía o gemía, aunque en cualquier caso andaría medio
loco, como marrano mal matado, y no era algo que una persona normal tuviera en
su habitación para verlo antes de dormirse.
Ahí fue donde me dije: Saturio, mal lo llevas
para asustar a uno que duerme con esa estampa de cabecera. Y pensé que tenía
que usar trucos mejores.
Así que me volví donde el Txopelana para que
me enseñara a hacer sangrar paredes, que lo tenía yo visto en una película y
que me parecía muy imponente.
Esto no tiene nada de fácil: ya me dijo el
Txopelana que era cosa de ectoplasmas y así, y me estuvo dando unas clases para
que me hiciera con ello.
Las clases dolían mucho porque eso del
ectoplasma es como mover el propio humor, como deshacerse un poco y coger lo
tuyo y darle otra forma, y duele como que te trillen el alma, pero buey con sed
bien inclina la cabeza, y cuando salta la liebre no hay galgo cojo, así que a
base de tiempo, que tenía mucho, y tesón, que no me faltaba, me hice con el
truco.
Al cabo ya era yo capaz de hacer sangrar
paredes, formar sombras y dibujar apariciones.
Y me volví para donde los vivos a buscarle ruidos
al moscón, pero me equivoqué otra tirada larga por los mismos ruidos.
Entré de noche en el convento, todo callado y
tranquilo, sin que se oyeran más ruidos que los correteos de monjitas
juguetonas que iban de celda en celda con sus zarandajas. Para probar lo
aprendido aproveché el cruzarme con dos novicias que, solas en un rincón oscuro
del claustro, se abrazaban y se daban friegas bajo los hábitos. Mucho frío
estarían pasando las pobres mozas, que hasta jadeaban y les tiritaban las
carnes, pero no estaba yo para piedades sino para milagros.
Hice, con esto del ectoplasma, que se me
viese la cabeza descarnada y de calavera, sacando una luz bermeja por las
pupilas. Con esa facha me planté delante de ellas y esperé el susto que había
de sobrevenir.
Se crea o no las pobres niñas andaban tan en
lo suyo, quitándose el frío, que ni me vieron. Intenté gritar y hacer ruidos
para llamar su atención, pero claro eso no lo había aprendido del Txopelana
todavía, y pasados unos minutos en esa pose me dolía ya el cuerpo como tras día
de siega y las monjitas no se daban por aludidas, mientras seguían con sus
friegas y sus suspiros.
Decepcionado y cansado me volví para donde
los muertos y Txopelana, que ya veía retrasarse mucho la cosa me dijo que no me
preocupase, que para la noche siguiente se vendría él conmigo y entre los dos
aviaríamos al Sepúlveda y a quien me pluguiere.
Más contento que un cerdo en un charco de
mierda me fui a descansar un poco y reponer fuerzas para el día siguiente.
Me resultaba divertida la idea de ir a cazar
curas, tantos años después, con mi viejo camarada de trincheras y zapas, con el
que ya había quemado más de un convento, y me entretuve imaginando la cara del
Sepúlveda cuando las paredes de su cuarto empezasen a sangrar y el santo del
cuadro le cantase la Internacional con acento vascuence, y en eso pasé el
tiempo hasta que sonó la hora.
Pero, lo que son las cosas, el que se levanta
tarde ni oye misa, ni come carne, y yo había perdido más tiempo en aprender que
el que Dios me había dado, como descubrimos al siguiente día al llegar al
convento.
Entramos con la luna bien alta, andando en
silencio y bien pegaditos a las paredes, como si fueran a vernos. Para la
ocasión, supongo que por costumbre, nos aparecimos los dos con la facha que
teníamos de jóvenes, con nuestros trajes raídos de milicianos y barro en las
botas. Era una pena que fuéramos invisibles, tan aguerridos y tan soldados que
si nos ve la Pasionaria resucita de gusto, avanzando por terreno hostil como en
otros tiempos.
Los pasillos estaban yermos de gentes: ni
monjitas calentándose ni novicias jugando vimos, aunque con lo fría que era la
noche bien hacían en no salir al fresco.
Despacio y sin cruzarnos con nadie, llegamos
hasta la habitación del cura y Txopelana salió de batida, lo que en este caso
quiere decir que metió la cabeza a través de la pared para ver si el cura
dormía o velaba. Yo aún no sabía hacer eso, así que esperé con envidia y
nervios a partes iguales.
Tardó mucho el vasco en volver a salir, y
cuando lo hizo tenía cara de circunstancias.
-Mala suerte tenemos, Saturio.
-¿No está ahí el pater? –pregunté, inquieto.
-Está, y estará mientras no le saquen
–contestó Txopelana-. Él solo no va para ningún lado.
-¿Pues?
El Txopelana sacó la picadura y se lió un
cigarro, cabizbajo, antes de contestar.
-Lo están velando y rezando por su alma, que
ya anda lejos porque no huele a ella. Se ha muerto este mediodía; todo lo más
tarde, al caer el sol.
Me cayó como un jarro de agua fría, claro.
Eso no se hace. El puto cura parecía decidido a joderme hasta muriéndose por
que no le hiciera yo mis bromas.
-Pues tanta paz encuentre como descanso deja
–dije, rabioso-, y que le reciban bien en el Infierno.
El Txopelana sacó una llamita de su dedo
índice y se encendió el cigarrillo.
-Hasta para morirse son malos, los joputas
estos –dijo, como si leyera mi mente, cosa que por otra parte podíamos hacer
ambos: hablábamos más por vicio que por necesidad.
-Oye, Saturio, y ya que estamos aquí, ¿por
qué no les quemamos el convento a estas malas putas?
Me lo pensé un momento, porque el tiempo que
había vivido con ellas me había hecho cogerlas cierto cariño, casi como si
fueran personas, Pero yo andaba de muy mala leche y cuando el diablo enreda...
-Mira, pues sí: vamos a prenderle fuego por
lo menos a la capilla.
Pena fue, visto lo que pasó luego, no
quemarlo todo entero con ellas dentro. Pero al menos esa noche las monjitas no
pasaron tanto frío y nosotros nos reímos bastante viendo arder el retablo.
APARICIÓN - Final
Ante las ruinas calcinadas del retablo tres
alumnas del colegio ursulino permanecían arrodilladas, soportando el frío de la
noche y el recio olor a quemado del recinto.
Frente a ellas, los restos ennegrecidos de
una Piedad barroca, altar equívoco y monstruoso de una fe carnívora, se veían
rodeados de santos mutilados por el fuego. Sólo la luz de unas velas trataba de
romper la tiniebla reinante.
En el suelo, donde uno esperaría ver quizá un
libro antiguo robado de la sección secreta de la biblioteca abacial, encuadernado
tal vez en cuero negro de dudoso origen, hay apoyada una tablet de última
generación conectada a la red WiFi del convento, en cuya pantalla se ve una
página dedicada a la invocación de espíritus y la magia blanca cristiana. Que
algo así pueda ser real no importa, pues la fe de las tres jóvenes es
suficiente como para no dudarlo.
Mientras estudian el texto por enésima vez
una de ellas ha liado un cigarrillo de marihuana, también el enésimo del día, y
ahora lo enciende, haciendo que el dulce y picante olor se mezcle con el hedor
de la destrucción que les rodea.
Ya están preparadas. Comienzan a leer el
hechizo.
Después de lo de la quema del retablo, estaba
yo más feliz que un perro con dos colas, haciéndome memoria de nuestras
aventuras de juventud en la guerra, aunque echando un poco de menos al
Txopelana: el pobre tuvo que irse un tiempo a purgar sus pecados, porque con el
incendio había llenado su cupo. Tanto va el cántaro a la fuente que al final se
rompe, y el Txopelana había roto ya la paciencia de quienes mandan en el más
allá, que no hay obra sin capataces. Tardaría un tanto en volver, y allí me
quedé yo, más solo que sereno en Nochebuena.
No era cosa que me preocupara, entretenido
como estaba ensayando mis trucos con ectoplasmas y voces lúgubres, hasta que
sentí como un calambre en las tripas y una apretura en los intestinos.
Saturio, me dije, a ver si es que hasta
muertos tenemos que hacer de vientre. Y dónde.
Malo habría sido, porque no había ni papel ni
hoja de sarmiento por las cercanías, pero peor fue lo que en realidad pasó. El
tirón siguió cogiendo fuerza sin que pudiera yo oponerme, hasta que sentí que
me daban vuelta como a piel de conejo y, desollada el alma, me llevaban a donde
yo no quería ir. Me resistí cuanto pude, que más vale bollo en paz que hogaza
en guerra, y había estado yo muy tranquilo hasta entonces, pero aquella fuerza
tiraba como buey contento y al final me vi arrastrado sin remisión y me
encontré con lo que no buscaba.
Las tres jóvenes, con la cabeza inclinada
sobre la pantalla, repiten una y otra vez su invocación, de forma confusa en
principio, la voz empastada por la droga y los nervios. Sin embargo pronto
encuentran el ritmo y su dicción mejora. El timbre de sus voces se fortalece,
crece, como imbuido de una nueva fuerza, una fuerza exterior a ellas que parece
provenir de la cargada atmósfera, de la tierra sagrada que las rodea, de las
capillas y sepulcros antiguos.
Sobre las cenizas en las que están
arrodillada, una corriente fría empieza a soplar. Un aire que no parece
provenir de ningún sitio pero que inunda el lugar hace que la luz de las velas
brille más ahora cuando sus voces, fuertes y seguras, pronuncian correctamente
las Palabras, los Nombres y las Condiciones del conjuro, tal vez oración y tal vez
brujería.
El rostro virginal de la Piedad, antes madre
doliente y ahora extraño zombie calcinado, parece brillar desde dentro
iluminando unos ojos que son lo único reconocible tras el sacrificio del fuego.
Quizá sea sólo un efecto óptico.
Las tres jóvenes extienden su mano derecha en
un movimiento perfectamente sincronizado puesto que ya no son tres, sino una
esencia en varios cuerpos, y sin que sus voces tiemblen ni duden cada una de
ellas dibuja sobre la ceniza fría la primera letra del nombre de aquél a quien
quieren invocar. Una S.
Llegué por fin donde no quería y me hice
sólido otra vez, aunque tembloroso y cansado, enfrente de aquél retablo mal
parido y requemado. No estaba solo, que habría sido malo porque más vale
hornazo compartido que mierda para uno solo, pero tampoco la compañía era
buena: frente al retablo, unas varas delante de mí y a mi izquierda, había tres
niñas arrodilladas; tres alumnas, si el uniforme no me engañaba, del colegio de
las reputas monjas. Y un poco detrás de ellas, al otro lado, estaba la figura
inconfundible del miserable padre Sepúlveda con la cara tan congestionada como
imagino estaría la mía, que no hay mejor espejo que el que sufre el mismo mal,
y con aspecto despistado como si aquel botarate se preguntase dónde estaba.
Yo tenía algo más claro lo que pasaba porque
el Txopelana me había contado muchas cosas y yo había aprendido otras tantas y
llevaba más tiempo muerto que el curita: aquellas tres brujas aficionadas
habían hecho una invocación, y aunque no creo que supieran bien cómo
funcionaba, les salió la cosa. Y hasta
mejor de lo que esperaban, pensé al ver la S dibujada en la ceniza. Quisieron
traer a Sepúlveda, yse trajeron también
a Saturio, para mi desgracia.
Dos fríos remolinos de viento y ceniza
tomaron cuerpo a la espalda de las muchachas, que sintieron cómo sus voces se
apagaban, borradas en una reverberación de estática. Un dolor afilado aguijoneó
sus jóvenes cuerpos paralizando voces y miembros cuando el poder de los Nombres
robó parte de su energía para dotar de fuerza a los espíritus, que se
materializaron en unos instantes.
Las tres jóvenes miraron alucinadas a los
fantasmas ahora corpóreos. Uno de ellos era el que buscaba: el padre Sepúlveda,
que había sido su mentor y al que ahora habían querido invocar para que diese
respuesta a los extraños fenómenos ocurridos en el colegio y el convento, para
que las guardase del mal que parecían albergar aquellos viejos muros y que
había provocado el incendio. El otro, un joven soldado, vestido con un uniforme
que no reconocieron pues a fin de cuentas eran estudiantes españolas, y que
tenía en sus manos un viejo fusil y colgada a la cintura una larga bayoneta.
Ambos, el sacerdote y el soldado, se miraron
durante un instante y sus ojos se encendieron con la luz del odio.
Las desconcertadas jóvenes sólo habían
invocado un espíritu. Y uno se quedaría. Ellas no lo sabían, pero esas eran las
condiciones innegables del Nombre y el Poder.
Malo se le pone el ojo a tu yegua, curita, me
dije cuando vi el percal. No pensaba yo que después de muertos apañásemos el
negocio. Pero las brujas aficionadas me habían puesto en bandeja lo que nunca
pude más que soñar en la otra vida.
Me eché el naranjero a la cara enfilando en
la mira al padre Sepúlveda que se me antojaba ya perdiz caída, y le solté un
balazo al pecho. Se echó a un lado, como en esas películas modernas donde
esquivan balas que corren menos que yunta de bueyes, y el proyectil no llegó a
tocarle. Rabioso, disparé otras cuatro veces hasta que descargué todo el peine
del mauser, mientas que él esquivaba y esquivaba y se venía a por mí.
No me puse nervioso, porque lobo viejo caza
esperando, y yo tenía fácil la baza. Mientras las niñas gritaban y empezaban a
oírse carreras en el pasillo, supongo que porque las reputas monjas habían
escuchado los disparos, el padre Sepúlveda se llegó a mí y se me echó encima
con la intención torcida, pues predicó siempre más paz que la que practicó y ya
en vida había soltado más de un tortazo a los viejos del asilo, yo incluido. Pero
yo tenía más experiencia de muerto y además mi encarnación era más joven y
estaba armado, así que agarré el fusil por el cañón con las dos manos y le
solté un garrotazo con la culata que le cogió de lleno en la mejilla izquierda.
Qué bien sonó a hueso roto y qué rabia no llevaría el trastazo que se me partió
el rifle por la mitad.
Cayó el cura al suelo como trigo segado por
guadaña, la cabeza maltorcida y el cuello tronchado. Aún así hizo por levantarse mientras yo dejaba caer
el arma rota y sacaba la bayoneta. A estas alturas monjas y novicias entraban
en el recinto y todas gritaban y las menos rezaban, y las tres brujitas
aficionadas, con el pelo canoso y el rostro envejecido como portazgo pagado por
su hechicería que parecían cuarentonas y no mozas, lloraban más que ninguna de
aquellas.
El padre Sepúlveda me miró, suplicante, y me
pidió con voz rota que hablásemos, que hiciéramos un trato.
Ya en ese momento notaba yo una debilidad
creciente, porque el hechizo y su fuerza se perdían, y sabía que sólo uno
saldría vivo de allí. Bueno: sólo uno saldría muerto, y el otro iría a peor.
Así que le dije que con curas y gatos no se
hacen tratos, y le clavé la bayoneta una y mil veces. Y mil veces más se la
habría clavado si no hubiera desaparecido entre llamas que le salían por las
heridas y le consumían las carnes al tiempo que una risa fosca y fría salida de
no quiero saber dónde ahogaba los llantos de las monjas.
No duró mucho la cosa, porque al poco llegué
a sentir de nuevo ese tirón en las tripas y se me llevaron por donde había
venido mientras monjas y niñas, locas de miedo, me miraban desaparecer.
Y aquí termina mi cuento, donde empezó,
conmigo muerto y el Txopelana, cumplida su pena, de vuelta y liando picadura.
Ahora por culpa de las niñas estas tengo que aparecerme en el convento cada
noche de luna llena; pero no es tan malo como parece, porque entre Txopelana y
yo y algunos otros amigos que hemos ido conociendo preparamos diabluras
suficientes como para entretener bien las visitas.
De Sepúlveda no se ha sabido más, ni ha de
saberse: al fin y al cabo los curas son padres del demonio y nada malo hay en
reunir a los miembros de las familias.
FIN