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Intramuros
Ya no quedaba tiempo, y el
Maestro de los Espejos ordenó la retirada cuando las saetas de fuego empezaron
a rasgar el cielo. La orden fue repetida a lo largo de todo el perímetro, y se
quedó solo sobre la empalizada. El azul helado de sus ojos era más brillante
que nunca, una lucerna solitaria que parecía retar a las luces que volaban para
destruir su mundo.
Los hombres retrocedieron hasta
el punto acordado, una cadena de trincheras que horadaba las calles entre las
desordenadas casas, mientras los magos avanzaban hasta las posiciones
preestablecidas.
El Maestro siguió con su plan,
dispuesto a ganar algo de tiempo. No mucho, porque los primeros incendios
empezarían a arder en cuanto los gigantes afinasen su puntería.
Abrió los brazos, y el aire a su
alrededor reverberó, temblando como lo hace sobre un espejismo o una hoguera. A
lo largo de kilómetros de empalizada, hasta el último punto del perímetro, su
figura se reprodujo, mostrando decenas de copias exactas en todo que repitieron
y proyectaron sus palabras.
-¡Habéis venido a conquistar
nuestra tierra! –gritó, mirando a sus enemigos– Y, ¿qué tierra habéis hecho
vuestra hoy? Apenas la suficiente para enterrar a vuestros muertos. Ese es el
único territorio al que podéis aspirar. Venid, uníos a nosotros, y tendréis
tierra, pan y libertad. Atacad, y veréis cómo mueren los valientes.
Una flecha acertó en un tramo
embreado de la empalizada, y el incendio empezó a devorar las partes de madera
y ennegrecer la piedra. Más flechas consiguieron su objetivo, y el Maestro miró
a un lado y a otro, con curiosidad, como si no le preocupase demasiado.
Resultaba extraño, pues cada una de sus copias se movía de forma independiente
y sólo eran iguales cuando hablaban.
-¿Queréis incendiar nuestra
casa? –dijo con voz fría–. Os prometo que apagaré las llamas con la sangre de
vuestros muertos. Mañana seguiremos en pie. Venid a buscarnos.
Y con estas palabras, el Maestro
salta hacia atrás, desapareciendo de la vista del enemigo y dejando tras de sí
dos sólidas estelas de luz azul.
Mientras el Maestro desaparece
entre las casas, el fuego crece en varios puntos de la empalizada. La
infantería invasora aguarda, impaciente, la señal de sus jefes, pendientes a su
vez del dirigible. Pero antes todos esperan la actuación de los magos.
El vampiro Kostya es uno de los
más ansiosos.
Está tumbado a pocos metros de
la empalizada, sobre los cadáveres aún calientes de sus compañeros de armas. Es
uno de los muchos soldados que han fingido morir en la batalla previa, que
aguardan tendidos en el suelo el siguiente paso. Y uno de los pocos voluntarios
de entre ese ejército de esclavos.
Kostya tenía diecinueve años el
día que murió, el día en que despertó. Primogénito de un noble terrateniente de
la Rusia zarista, disfrutó de todos los placeres que su posición y su fortuna
le ofrecían. Estaba acostumbrado a ser servido, a que se cumpliese cada uno de
sus caprichos, incluso los más sádicos y retorcidos. Ya era así en su infancia,
cuando sus padres le encontraron torturando a los cachorros de perro que aún
eran demasiado jóvenes y débiles para ofrecer resistencia, o a los animalillos
que podía cazar en el bosque cercano a la finca. Fue así después, cuando su
padre le enseño que la vida de los siervos era suya, y que resultaba mucho más
satisfactorio flagelarles o amputarles lengua y orejas que castigar a simples
animales. Entre las risas de sus mayores, Kostya adquirió habilidad como
torturador y aprendió a disfrutar con ello. La primera vez que probó la sangre
humana tenía diez años. Su padre había violado a un joven campesino en el
sótano de la casa, un niño de la misma edad de Kostya, y después permitió que
el muchacho le golpease para culminar la diversión.
Kostya fue presa de una rabia
desconocida, enfebrecido por el placer de la tortura y también por un extraño
sentimiento de celos, al ver que el campesino podía darle a su padre
satisfacciones que quedaban fuera de su alcance. Golpeó al niño hasta matarle,
escuchando la extraña música que conformaban los gritos del joven mezclados con
la risa del padre. Después, mezclaron sangre y vino y bebieron hasta
desmayarse.
Cuando la Revolución sacudió el
mundo que conocía, cuando la familia del zar murió a manos de su pueblo, los
campesinos atacaron la casa, mataron a la familia de Kostya e incendiaron todo
a su paso. Aquella noche el joven descubrió su verdadera naturaleza.
Reaccionando ante la amenaza,
transformado por el Despertar, llevando al límite de lo posible lo que era en
el fondo, se convirtió en vampiro. Armado de dientes y garras, dueño de una
fuerza sobrehumana e inmune a las toscas armas campesinas, logró acabar con un
buen número de aquellos desgraciados antes de huir a través del bosque. Días
después, medio muerto de sed, llegó a la Puerta.
Ahora quería medrar en el
ejército, y por eso se había presentado voluntario para la misión. Pronto
bebería sangre de hechicero.
Sintió una vibración en el aire,
una fuerza que emanaba de puntos concretos tras la empalizada. Los magos
estaban lanzando sus conjuros y al hacerlo, revelarían su posición.
Las formas habituales de
combatir un incendio eran condensar la humedad del aire, provocando lluvia
sobre los fuegos, o robar el oxígeno de la zona para que las llamas se
asfixiasen. Ninguna de ambas era una amenaza para Kostya, aunque la consunción
de oxígeno sí podía matar a algunos de los soldados, hombres comunes o
teriántropos, que necesitaban respirar. Peor para ellos.
El vampiro se puso en pie,
dispuesto a saltar la empalizada en busca de su primera víctima, cuando la
vibración le atrapó, reproduciéndose y transmitiéndose a través de su carne
muerta.
Cientos de cadáveres se alzaron,
levitando a unos centímetros del suelo bajo la mágica influencia del hechizo.
En la torre de obsidiana y a bordo del dirigible, los observadores se
inclinaron para ver mejor. La necromancia tenía unos límites muy claros, y si
Espejo usaba esos cadáveres para luchar, los habría sobrepasado. Pero el Señor
de los Espejismos no iba a caer en un error tan simple y tan inútil.
Todo el perímetro estaba rodeado
de muertos que flotaban, y los soldados que antes fingían estar muertos miraban
ahora a un lado y a otro, desconcertados, asustados como niños perdidos entre
un bosque de cadáveres. Algunos, como Kostya, corrieron hacia la empalizada,
dispuestos a actuar antes de que la magia se pusiese en marcha.
El joven vampiro cayó al suelo,
presa de un dolor inmenso, antes de cumplir su objetivo. Los muertos empezaron
a vibrar, y Kostya, alzado por la fuerza mágica, vibró con ellos.
De pronto la piel de todos los
cuerpos se rasgó, como flagelada por mil cuchillas diminutas, y una nube de
sangre espesa salió despedida de ellos a través de las heridas, de la piel
lacerada, de ojos inertes y bocas muertas, una pulverización rojo oscuro, casi
negro, que formó una lluvia horizontal, suspendida durante segundos, móvil
después, lanzada contra los muros a toda velocidad. El único sonido que se
escuchó fue el chapoteo gigantesco, húmedo, y el efervescente crepitar de los
fuegos muriendo.
El soldado más cercano a Kostya
se quedó mirando el pálido cuerpo del vampiro, cuya piel estaba hecha jirones,
blanca y desangrada. El bando de Espejo
había usado necromancia contra los muertos, algo que no violaba la letra de los
pactos. La sangre de los muertos había sido invocada y atraída, y un vampiro está
tan muerto para la magia como un hombre decapitado.
Un silencio pesado se adueñó del
campo de batalla. Los soldados miraban alucinados a los cadáveres flotantes,
hasta que en un movimiento único y sincronizado todos los cuerpos cayeron a
tierra. El golpe fue sordo, seco, como la palmada furiosa de un dios lejano.
Todos los invasores cercanos a la empalizada huyeron sin mirar atrás.
El humo rojizo que surgió de las
extintas hogueras no se dispersó, elevándose de forma natural, sino que se pegó
al suelo en forma de niebla baja y tardía, cubriendo la base de la empalizada.
Allí se quedó, como una promesa de muerte cierta para quienes osasen acercarse.
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