Unas palabras antes de pasar a la historia de hoy, paciente lector.
En las próximas semanas no puedo prometer que haya historia semanal. Me falta tiempo, así de simple. Estoy trabajando con Label Comunicación en la portada y maquetación de nuevos proyectos, y espero que muy pronto vea la luz la siguiente novela de nuestro común amigo Jonathan Silencio.. Con esta novela me presentaré al concurso anual de Amazon para autores independientes, por lo que necesitaré toda tu ayuda. Sí, paciente lector, en este nuevo mundo literario no cuenta sólo el trabajo del autor, es muy importante que tú comentes, y me atrevo a pedirte que lo hagas. Si te gusta Silencio, si ya tienes alguna de mis novelas o las descargas en el futuro -habrá oferta en unos días- sería muy bueno que dejases tu opinión en Amazon o la compartieses por las redes sociales.
Ojo, no te pido una buena opinión, pero sí una sincera, si tienes un par de minutos para ello. Es la única manera de crecer, de poder continuar, que tienen este blog y mis novelas.
Te dejo ahora con la historia de hoy, un pequeño juego con el calendario basado en horrores que fueron reales tiempo atrás.
PENITENCIA
29 DE ABRIL DE
1564
Como cada día, la hermana Angustias
llegó hasta la sala de penitencia
portando una bandeja con la exigua colación de la penitente; una sopa aguada de
apio, una jarra de agua del pozo, un poco de pan de centeno y algo de col
hervida, alimentos aptos para el cuerpo y el alma, lejos de la perniciosa
lujuria sanguínea inducida por las carnes o las bebidas espirituosas.
Como cada día, se agachó junto a la
aspillera, profunda y estrecha, que atravesaba el grueso muro, y empujó la
bandeja hacia dentro, saludando a la penitente con un recatado “El Señor esté
contigo”.
Aquel día, a diferencia de los
demás, la penitente no respondió. Para la joven monja aquello fue un consuelo,
dada la costumbre que tenía la penitente de jurar, blasfemar e insultar con
aquella voz demoníaca.
“Tal vez nuestras oraciones
empiecen a surtir efecto”, se dijo la monja. “Tal vez hayamos vencido al
diablo”
Y, agradeciendo a Dios tal
victoria, para alejarse del pecado de orgullo y soberbia que significaría atribuirse,
siquiera en parte, tales méritos, la monja regresó a sus funciones cotidianas.
22 DE ABRIL DE 1564
-¡Sacadme de aquí! ¡Sacadme!
¡Malditos, sacadme de aquí!
Las monjas, formando un semicírculo
al otro lado de la gruesa pared, mantenían la mirada baja, pese a estar
cubiertas por el velo, mientras los sacerdotes entonaban sus oraciones,
tratando de combatir al demonio que acechaba tras la piedra. Así lo habían
hecho durante los últimos diez días, y así lo harían mientras fuese necesario.
Las hermanas, doce en total, pues
doce fueron los compañeros de Cristo en la tierra, pasaban las cuentas de sus
rosarios y rezaban en perfecta sincronía, tratando de ignorar la ronca voz del
demonio, rota y aún así poderosa, dejando fuera sus insultos, ruegos y amenazas
gracias al bastión de la fe compartida.
-¡Voy a desollaros a todos, hijos
de puta! -rugió la bestia- ¡Os ahorcaré, os defenestraré, os amolaré a todos!
¡Mataré a esa ramera!¡Sacadme de aquí!¡El niño debe morir!
Pero nadie hizo caso de sus
amenazas. El tono de voz de los sacerdotes se elevó, solemne, rogando al Señor
con toda la fuerza de sus almas.
-En el nombre de Cristo, Señor de
los Ejércitos, expulsa este demonio. En el nombre de Elías, tu Voz en el
Desierto, expulsa a este demonio. En el nombre de Abraham, Padre de tu Pueblo,
expulsa a este demonio...
Los golpes diabólicos retumbaban al
otro lado de la pared, mientras sus amenazas se volvían alaridos inconexos,
jadeos angustiosos y roncos, y las palabras se convertían en incomprensibles
murmullos y extraños vocablos merced, sin duda, al poder de Satán para hablar
en cualquier lengua surgida de Babel.
12 DE ABRIL DE 1564
-Hermana Angustias -dijo la madre
abadesa-, sabed que os ha sido otorgado el privilegio de cuidar y alimentar a
nuestra desgraciada huesped.
Sor Angustias, con una humilde
reverencia, agradeció el honor a su superiora.
-Me encargaré de que sea bien
alimentada y, si me es posible, del cuidado de su alma.
-Hacedlo así, hermana -exhortó la
abadesa-. Sabed que se trata de una dama notable, esposa del mercader Sansón
Urrutia, cuyas limosnas tanto alivio otorgan a los pobres que tenemos a nuestro
cuidado. Esta señora, Dios en su sabiduría conoce los motivos, ha caído bajo el
influjo de Lucifer.
La joven respiró hondo, en un jadeo
apenas contenido, y se santiguó.
-Dios nos proteja.
-La dama trató de matar a su bebé,
un pequeño de apenas tres meses de vida, y sólo la voluntad de nuestro Señor y
la presencia de un criado lo impidieron. Su esposo, como podéis suponer, la ama
todavía, impulsado por su noble alma, y no desea entregarla en las manos de la
justicia de los hombres, que sin duda condenaría su cuerpo al cadalso sin
cuidarse de su alma inmortal. En nosotras recae el deber de ayudar a esa alma.
Ambas monjas, con las manos
cruzadas sobre el regazo y el velo cubriendo sus rostros, observaban a los tres
jóvenes y robustos albañiles, que estaban terminando el muro de argamasa y
piedra. Dicho muro, situado en una de las bodegas del convento, delimitaría a
partir de este día una pequeña celda, de apenas tres pasos de ancho por diez de
largo, en la que residiría su nueva huésped, una triste pecadora que había
elegido esa forma de penitencia para, con la ayuda de Dios, purgar sus pecados
mortales en esta vida y no en la venidera.
Dejaron tan solo un hueco, apenas
suficiente para que la mujer, inconsciente y dormida, fuese introducida por un
criado un par de horas después. El criado era un indio fornido, alto y elástico
como los árboles de sus salvajes tierras. Se llamaba Pedro en la fe verdadera,
y era estoico y severo como todos los de su raza. Llevaba en brazos a su ama
dormida, pues la mujer, según explicó a las monjas el indio Pedro, había
preferido sumirse en el letargo del laudano para no ceder a la tentación de la
huida en el último momento y aceptar su penitencia como algo ya inevitable.
Envuelta en una capa de terciopelo,
cuya capucha embozaba su rostro, y una manta de buena lana castellana, las
únicas ropas de abrigo que mitigarían el frío húmedo de las paredes del
convento durante el resto de sus días, la mujer dejaba sus rasgos invisibles
tras un espeso velo, y las hermanas no pudieron hacerse figura alguna de su
anatomía, medidas o tez.
Tras dejarla en el estrecho
reducto, Pedro se separó unos metros de la pared, contemplando cómo los
albañiles clausuraban la habitación de su señora. Después, al parecer
satisfecho por lo que veía, se retiró en silencio dejando a su paso un leve
aroma de savia y piel sin curtir.
7 DE ABRIL DE 1564
Pedro estaba ocupado en sustituir
el cuarterón de una ventana de la planta alta cuando empezaron los gritos. Fue
una suerte. Si hubiese estado en las cuadras, su lugar de trabajo habitual
cuando no tenía nada pendiente en la casa, no habría escuchado nada.
Con el mazo en su nervuda mano
derecha, el indio corrió por el pasillo hasta la habitación de sus señores. Se
detuvo en el quicio de la puerta, tratando de hacerse una idea clara de lo que
ocurría.
En el interior de la pieza, su amo,
el enjuto y laso Sansón Urrutia, sostenía un almohadón en las manos, que tenía
apoyadas en el rostro del pequeño Rodrigo, el hijo único de la pareja, mientras
éste se debatía en su alta cuna de cerezo.
Doña Mercedes, esposa de Sansón,
gritaba pidiendo ayuda y trataba en vano de arrancar de los brazos asesinos el
almohadón que amenazaba asfixiar a su vástago.
-¡Aparta, mujer, aparta! -rugía el
mercader, mientras lanzaba patadas y codazos contra su esposa, que caía bajo
los golpes y volvía a levantarse, preocupada por la suerte de su hijo más que
por la suya propia -¡Nadie me robará lo que es mío!
Pedro, sin pensarlo dos veces, se
lanzó al interior de la habitación, golpeando con el martillo en la espalda del
mercader, justo entre los hombros. Sansón lanzó un grito ahogado y abrió los
brazos en un espasmo de dolor, mientras Pedro soltaba el martillo, pasaba sus
fuertes brazos bajo los de su amo, y cerraba las manos tras su nuca,
inmovilizándole por completo.
7 DE ABRIL DE 1564, UNAS HORAS
DESPUÉS
-Mi marido sigue acudiendo a esa
adivina morisca para asesorarse en lo tocante a los negocios -explicó doña
Mercedes, sin dejar de acunar a su hijo-, y fue ella quien le profetizó que su
propia sangre, su hijo, le mataría y usurparía todo lo suyo, y él la creyó como
siempre ha hecho. Por eso -rompió en sollozos, incapaz de soportar las
tensiones del día-, por eso quería matar a nuestro niño. Y ahora, ¡oh, Pedro,
ahora a ti te condenarán a muerte y él nos repudiará¡, mi hijo y yo viviremos
de la caridad o moriremos de hambre, si es que mi marido no nos mata antes.
Pedro, estoico y severo como
siempre, contempló en silencio a su amo. Sansón estaba atado a una silla,
amordazado y drogado con el laudano que usaba como anestésico cuando la gota le
atacaba. Su figura, pequeña y ridícula, resultaba aún más patética en aquella
indefensa situación.
-Mi señora, no tiene por qué ser
así. Vos y yo podemos dirigir sus negocios con igual o mayor habilidad, pues
así lo hemos hecho cuando él se emborracha y se pierde durante días en las
mancebías.
Ella agachó la cabeza, intentando
contener sus lágrimas. Bien cierto era lo que decía Pedro, por mucho que
Mercedes hubiese deseado negarlo durante años. Ahora que su criado lo decía en
voz alta, la mujer no podía negarlo. Y los cardenales y hematomas nuevos que
cubrían no ya su piel, sino los hematomas y cardenales ya casi curados de
anteriores palizas y vejaciones, daban la razón a Pedro.
-¿Y qué puedo hacer?
-Preparemos el equipaje. Vayamos a
Córdoba, o a Granada, a cualquiera de las ciudades donde vuestro marido posee
oficinas y nuestro rostro no es familiar a nadie. Nombradme su delegado hasta
que mi señor Rodrigo tenga edad y sabiduría para llevar el negocio. Diremos a
la gente que don Sansón partió camino a Flandes, en viaje de negocios. Tiempo
habrá para comunicar su muerte en el trayecto. Yo me encargaré de que nadie
vuelva a ver su rostro jamás.
Doña Mercedes habría querido negar
esa locura, dar una nueva oportunidad a su esposo y señor, pensar, como siempre
había pensado, que cambiaría y que todo iría a mejor. Miró el rostro cándido y
puro de su bebé, que había cesado en su llanto al calor del regazo materno, y
le imaginó bajo la autoridad de ese padre, o muerto por su locura. Suspiró
hondo, tratando de liberar una voz que ya daba por trabada en el nudo de su
garganta.