Hoy me voy a dar el gustazo de abrir mi casita virtual a un compañero de batalla, un equivalente en el mundillo de los escritores al tipo que, a unos metros de ti, defiende tu misma trinchera y suda tu misma sangre.
Trabajador incansable, siempre soñando cómo sorprender al lector, autor de un buen montón de relatos y la impresionante LA CABEZA DE LA GORGONA, novela que ha de convertirse en un texto imprescindible, Esteban Díaz nos presenta ahora DEMETER.
No os voy a contar nada sobre ella, excepto que la estoy esperando con expectación y temblor de manos. Os dejo el enlace a su blog, para que veais el prólogo.
PULSA PARA LEER EL PRÓLOGO
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viernes, 27 de mayo de 2016
viernes, 13 de mayo de 2016
NUEVA ADQUISICIÓN
NUEVA ADQUISICIÓN
La exposición había
terminado. Raúl, el joven encargado de la sala de exposiciones, sonrió con
satisfacción cuando la furgoneta de la agencia de transporte abandonó la calle.
Cinco cuadros vendidos, una sabrosa comisión y, de nuevo, tiempo libre para
estudiar y divertirse. Era un buen trabajo.
Cerró la sala (una vieja
puerta de madera de doble hoja, que estaba algo hinchada y rozaba el suelo con
un ruido como de uñas rascando pizarra), y la reja de hierro, y encendió un
cigarrillo. El patio del viejo palacio donde se situaba la sala estaba
desierto, y el aire del invierno refrescaba sus pulmones y su mente medio
dormida. Le gustaba aquel ambiente; lo que antes fue un palacio, había sido
reconvertido en un edificio habitable, que aglutinaba varios apartamentos en
torno al patio central. En los antiguos sótanos, el ayuntamiento encontró lugar
para varias asociaciones juveniles, las oficinas del periódico local, y la sala
de exposiciones. Ahora ni un alma se movía en el patio, porque todos los
trabajadores y vecinos estaban descansando, supuso Raúl. Menos él, claro.
Se dirigió a La Casita, el
bar situado al final de la calle, donde había quedado con su amigo David.
Tomaron un vino y, después, regresaron a la sala, donde podrían sentarse y
hablar sin el ajetreo de los bares. Al cruzar la arcada, Raúl se detuvo tan de
golpe que David chocó contra su ancha espalda.
-¡Coño, tío! –se quejó
David-. ¿Qué te pasa?
Raúl señaló un voluminoso
sobre, de tamaño DIN-A 4, que descansaba apoyado en la verja de la entrada a la
sala. Sin saber por qué, un escalofrío recorrió su columna vertebral al ver el
sobre, que no tenía ningún motivo para estar allí.
David, siguiendo su mirada,
vio el sobre. De pronto saltó hacia atrás, agazapándose tras una de las
columnas que bordeaban la entrada principal y uniendo las manos con los dedos
índices y pulgares estirados como si llevase un arma.
-Cuidado, agente Scully
–susurró-, ese sobre puede habernos visto, y tal vez esté armado.
Raúl se giró para mirarle, y
sintió un profundo alivio cuando el sobre salió de su campo de visión, como si
hubiese tenido un trapo empapado en agua fría sobre la cara y, al moverse, la
asfixiante tela hubiese caído al suelo.
-Que tonto la picha eres,
macho.
David se levantó, riéndose.
-Perdona, tío, pero es que
has puesto una cara, como si fuese una serpiente o algo así.
Siguieron caminando hacia la
sala, David riéndose y Raúl tratando de vencer la súbita e inexplicable
aprensión que sentía hacia aquel objeto apoyado en la puerta, como lo estaría el
chulo del colegio, esperando en la verja de entrada, justo donde acaba la
autoridad de los profesores, para sacudir a los pequeños. Una ráfaga de viento
sacudió la esquina del sobre, balanceándola, y fue como si les saludase con una
mano lacia, helada.
Por fin estaban ante la
puerta. El sobre permanecía de pie, apoyado en la verja. Raúl se fijo en que
estaba por la parte de dentro, tal vez colocado allí para evitar que el viento
lo derribase y lo arrastrase. Sacó las llaves y abrió la verja, con manos que
temblaban por algo más que por el frío reinante. Tiró con fuerza del enrejado.
Perdido su apoyo, el sobre cayó hacia delante, como los cadáveres de las
películas de miedo cuando algún imprudente abre el armario. PLAF. Un sonido
seco, ominoso, demasiado brusco en el vacío patio. Como una palmada. Raúl dio
un respingo y retrocedió un paso.
-Oye, macho, ¿se puede saber
qué te pasa? –preguntó su compañero-. ¿Esperas una carta bomba o algo así?
Raúl sonrió para disimular,
pero la verdad era que aquél sobre le asustaba y no sabía por qué. Cuando David
se agachó para recogerlo estuvo a punto de gritarle “No lo hagas, está vivo”.
Pero se contuvo. Y David abrió el sobre, sacando un cartel, que extendió
sujetándolo para que ambos pudiesen verlo. Era la fotografía de un cuadro, en
el que se representaba un paisaje de espléndido colorido. Al fondo del cuadro
se dibujaba una cadena montañosa, tras la que el sol se ocultaba, y los jirones
de niebla que envolvían sus cumbres aparecían teñidos de escarlata. En primer
término, un prado de flores –tulipanes, al parecer- llenaba de amarillos,
azules y rosas el ojo del espectador. Era un cuadro hermoso, e hizo que el
miedo de Raúl desapareciese, dejando sólo el regusto amargo del propio ridículo
en su paladar.
-Parece que tienes otra
exposición, muchacho –dijo David, leyendo el título- “Luces y sombras”, qué
original.
-Pues no sabía nada. Quédate
aquí un momento, que me acerco a preguntar a los de la Caja.
Los primeros copos de nieve
cayeron perezosamente mientras Raúl regresaba a la sala. Había tardado algo más
de lo previsto porque añadió a sus diligencias una caña, un pincho de tortilla
y una croqueta. Al llegar a la sala, le sorprendió no ver a su amigo en ella.
Sobre el sillón, uno de los catálogos de la nueva exposición aparecía caído
descuidadamente, con las páginas abiertas, como un pájaro herido de muerte.
Raúl recogió el catalogo,
molesto ante la actitud de David, y vio la ilustración reflejada en sus
páginas. No era como la del cartel, un despliegue de color. En este caso todos
sus colores eran matices del negro y el gris, colores casi perlas en las zonas
más claras, y negros tan profundos que amenazaban con tragarse la luz en los
puntos más oscuros. Una sensación de inquietud y desasosiego recorrió a Raúl de
nuevo.
-¡David! –llamó, preocupado-
¿David?
Pero nadie le contestó. Miró
las puertas al final de la sala. Una de ellas daba al servicio, y la otra al
almacén. Ambas parecían cerradas, igual que cuando él se fue. ¿Dónde, entonces,
estaba su amigo?
Observó de nuevo la
fotografía, tratando de descifrar el significado del cuadro. No representaba
paisaje ni escena alguna, pero cuando uno dejaba de buscar detalles concretos y
miraba el cuadro en general, cuando prescindía de la visión normal, que busca
figuras e imágenes, y simplemente dejaba que sus ojos paseasen sobre las
manchas informes, entonces parecía posible atisbar una figura, un rostro tan
velado por la negrura que uno no estaba seguro de haberlo visto. Dos manchas
grises semejaban los ojos de la persona retratada, pero toda la imagen se
perdió cuando Raúl pestañeó.
Fascinado por aquella imagen
ilusoria, Raúl pasó las páginas y miró el resto de los cuadros. Todos ellos
reflejaban escenas y motivos distintos, pero con una línea común. Aquél
conjunto de sombras que apenas podría llamarse rostro estaba siempre presente,
de una u otra forma.
En el retrato de una hermosa
mujer, sentada en una habitación soleada, se veía una oscuridad extraña,
humanoide pero inconcreta, recortada en la ventana del fondo. En el paisaje que
ilustraba el cartel la figura estaba también presente, como el recuerdo de un
sueño al pie de las montañas bermejas, como una amenaza que se acerca lenta
pero inexorable.
Tan lejano en el paisaje, y
tan cercano, ocupando todo el lienzo, en aquél otro cuadro por el que estaba
abierto el catálogo… a punto estaba de percibir la conexión cuando la mano,
helada y húmeda, se posó en su nuca tan suave como el ala de una mariposa, y
sintió que su corazón se detenía por un segundo y que un grito brotaba de su garganta con tal fuerza que casi pudo sentir
cómo se desgarraban sus cuerdas vocales.
Su corazón tardó casi cinco
minutos en recuperar el ritmo normal, mientras David, sentado en el sillón,
seguía riéndose de la broma. Al salir del servicio había visto a Raúl
enfrascado en el catálogo, y regresó al baño, se mojó las manos y se acercó
despacio, poniendo luego sus palmas empapadas en la nuca de su amigo, que se
había llevado un susto de muerte.
-Tío, si te ves la
cara…¡jajaja! –reía David-, te cagas, macho.
-Joder, cabrón, tú no sabes
el susto que me has dado.
David cogió un cigarro del
paquete y lo encendió entre breves toses provocadas por la risa.
-Haber elegido la “muete”…
-Bueno, anda –Raúl cogió de
nuevo el catálogo y encendió un cigarrillo para él -. ¿Has visto estos cuadros?
Aspiró el cigarrillo hasta
el filtro, mientras David repasaba las fotografías con atención. Pasaron un par
de minutos que a Raúl se le hicieron eternos, y después su compañero devolvió
el catálogo al sobre.
-No sé, tío –dijo luego-, yo
no entiendo de arte. Algunos molan, pero el manchurrón negro ese… no sé,
algunos no me dicen nada.
Raúl iba a hablarle de la
extraña figura, de cómo parecía acercarse paulatinamente en cada nuevo lienzo,
aunque el orden en el que los cuadros aparecían en el catálogo no era el
correcto para reflejarlo. Sin embargo, no lo hizo. No supo por qué, tal vez por
encontrar ridícula la amenaza que veía en aquella figura, ahora que trataba de
expresarla en palabras para que otra persona la entendiera.
Al día siguiente Raúl fue
solo a la sala, porque sus amigos estaban todos estudiando o trabajando.
Encontró a dos operarios de la empresa de transporte esperándole, con la
furgoneta ya abierta y algunas cajas en el suelo, junto a la puerta.
-Ya era hora, tú –protestó
uno de ellos, un hombre rechoncho con la cara picada por las cicatrices de un
acné mal curado.
-No sabía que traíais otra
exposición –protestó Raúl.
-Pues ya ves. Lo que nos han
mandaó, macho.
Raúl abrió la puerta de la
sala, sorprendido por el frío que surgió de la penumbra, como un animal
amenazado que encontrase de pronto una vía de escape. Incluso los
transportistas retrocedieron presa de un escalofrío involuntario. En cuestión
de media hora los nuevos cuadros estaban depositados en el interior, aún sin desembalar
pero ya a salvo del frío de la calle.
Después, los de la empresa
de transportes se marcharon, dejando solo a Raúl. Éste encendió un cigarrillo,
se sentó en el sillón y repasó el albarán que acababan de entregarle. Casi
inmediatamente vio el error.
Habían descargado veintiséis
bultos, veintiséis cuadros que se alineaban ahora junto a la pared. Pero en el
albarán sólo se detallaban veinticinco. Alguien se había equivocado.
-No me avisan de la
exposición, me dejan los catálogos en la calle, no me dicen cuándo los traen, y
ahora esto…joder.
Enfadado y nervioso, Raúl
fue hasta el almacén, donde guardaba algunas herramientas, marcos de repuesto,
atriles y un teléfono. De paso, subió el termostato. Hacía mucho frío, más del
que justificaba el clima exterior.
Cerró la puerta y se sentó
ante el teléfono.
Marcó el número de la
oficina central de la Caja, y después la extensión que le pondría con la
responsable de la Obra Social, su jefa. Eran las dos menos cuarto de la tarde,
así que aún estaba a tiempo de hablar con ella antes de que saliese.
Habló con ella durante cinco
minutos, y al acabar se sintió empapado en sudor. De pronto, la puerta cerrada
que le separaba del almacén parecía una floja barrera entre lo cuerdo y el
absurdo. Y, más allá, aquellas figuras oscuras, con su latente promesa que aún
no podía descifrar.
Raúl siguió sentado,
fumando, durante más de media hora. Miraba aquella puerta continuamente, sin
moverse más que para dejar caer la ceniza en el bote de coca-cola recortado por
la mitad que utilizaba como cenicero.
Durante aquella media hora
pensó en lo que había hablado con su jefa; ella no sabía nada de aquella
colección de cuadros. De hecho, no esperaba que le llegase nada durante toda
aquella semana, y la siguiente exposición prevista en su sala era la de la
filatelia local, que todos los años se celebraba en las mismas fechas.
Tampoco sabía nada de los
carteles enviados, ni quién les habría encargado en la imprenta, aunque aseguró
que hablaría con ellos inmediatamente para enterarse. Después de todo, esos
cuadros habrían salido de algún sitio, y la imprenta siempre cobraba una parte
del importe como señal, antes de realizar el trabajo, así que ella encontraría
en seguida a quien hubiese cometido el error, ya que no podía ser otra cosa que
un error.
Al cabo de un rato, el
teléfono sonó, rompiendo el silencio como si fuese una capa de hielo fino, y
sus astillas se clavaron en los tímpanos de Raúl antes de que fuese consciente
de que se había quedado dormido.
Sólo era el teléfono móvil,
un mensaje de Alberto, uno de sus amigos, que le preguntaba si ese fin de
semana se apuntaba a un viaje a Segovia. Un fin de semana en Segovia, con
aquellas chicas que conocieron la semana anterior. Tampoco es que Raúl
recordase muy bien a las chicas, tal vez porque pasó gran parte de la noche del
sábado hablando con el viejo Jimmy Bean.
En todo caso, no era mala
idea. Desgraciadamente, tendría que trabajar el domingo por la mañana si
aquella exposición se confirmaba, pensó mientras salía del almacén. Se detuvo
en medio de la estancia, paseando sus ojos alucinados por la fila de cuadros,
ahora desembalados y al descubierto, que se apoyaban contra la pared. Como un
pelotón de fusilamiento dispuesto a disparar a la orden del sargento.
Todos los cuadros estaban
desembalados. Todos a excepción de uno, que permanecía al final de la hilera.
“Ese debe ser el sargento”, pensó incoherentemente Raúl. Olvidó responder al
mensaje, y el móvil quedó en su mano laxa, inútil como una espada ante… bueno,
ante un pelotón de fusilamiento.
Trató de recordar cuándo
habían desembalado los cuadros, pero estaba bastante seguro de no haberlo
hecho. Completamente seguro, podría jurarlo ante un tribunal. Clavó sus ojos en
el cuadro que, según su criterio, culminaba la colección, el que representaba a
la figura oculta entre los trazos negros y grises. El título del óleo, según el
catálogo, era “A TU LADO”. Se acercó despacio, buscando con la mirada aquellos
ojos insinuados en pinceladas grises, mientras continuaba andando, con la
lentitud pegajosa de un mal sueño. Una nubecilla blanca de aliento condensado
surgió de su boca pese a la calefacción.
Estiró la mano para tocar el
marco, sin apartar la mirada de aquellos ojos irreales, y en ese momento la vibración sacudió todo
su cuerpo, haciendo que saltase hacia atrás, que se apartase de la desconocida
fuerza que surgía del marco como un calambre, como una descarga de baja
potencia. Cayó al suelo y se arrastró hacia atrás, usando los talones y los
glúteos para impulsarse, pero la vibración se repitió, y Raúl supo que aquello,
lo que fuese, le había atrapado… hasta que percibió que la vibración surgía
sólo de su mano izquierda, donde aún apretaba el teléfono móvil. Miró la
pantalla. Sólo era Alberto, llamando. Raúl no pudo contener la risa y cayó cuan
largo era en el suelo, mientras las carcajadas sacudían su cuerpo. Se llevó el
teléfono al oído y pulsó la tecla, tratando de contener su risa, cada vez más
histérica e irracional.
-Dime, tío.
-Oye, soy Alberto.
La obviedad del comentario desató
un nuevo ataque de risa.
-¿Qué te pasa, tío? –la voz
de Alberto sugería que la risa se le estaba contagiando, y Raúl pensó que tal
vez la risa también mordiese- ¿Estás bien?
-Sí, sí –se sentó en el
suelo-. Bueno, dime.
-Nada, que Sara, la tía esa
de Segovia, ha llamado a David…
Raúl recordó con más
claridad. Sara era la chica con la que se enrolló David, y tenía tres amigas.
Otra, de nombre María, o tal vez Marta, se había enrollado con Jorge, y los
demás estuvieron con las otras chicas, hablando, bailando un poco (haciendo el
oso, más bien), y tomando unas copas.
-…y le ha invitado a su
cumpleaños. Bueno, nos ha invitado a todos, tío, en una casa de allí.
-Joder, ¿en una casa sólo
con ellas?
-Ya te digo. Viven allí,
compartiendo piso y eso, y dicen que vayamos. De todas formas, ahora a las
siete ha dicho David que va para la sala y habláis. Pero apúntate, tío.
Desde luego, Raúl tenía
intención de apuntarse, porque las perspectivas de un fin de semana con cuatro
tías en su propia casa eran, como poco, prometedoras.
-Bueno, ya hablaré con mi
hermano para que venga el domingo por la mañana…
Y en ese momento cayó en la
cuenta. ¿Ahora a las siete? ¿Llevaba allí toda la tarde? ¿Cuánto tiempo había
dormido? Miró su reloj de pulsera. Marcaba las seis cincuenta. Jooder, se dijo.
Más valía que aprovechase el tiempo y empezara a colocar los cuadros, antes de
que su jefa llamase, confirmando la exposición. Si no, no tendría tiempo para
colocarla el día siguiente y abrir a la hora.
En principio pensó colgar
los cuadros en el mismo orden en que figuraban en el catálogo, pero después
siguió su propio criterio, que era lo que solía hacer. Colocó primero el
paisaje montañoso, donde la sombra era tan pequeña que apenas se apreciaba.
Como si se acercase desde el horizonte. O como si surgiese de las raíces de la
montaña, tal vez.
Continuó así, colocando los
cuadros de forma que marcasen el acercamiento de la misteriosa figura. A las
siete, cuando David llegó, había puesto ya diez pinturas en sus ganchos. Los
demás estaban en el suelo, pero ya ordenados y listos.
-Hola, chaval –saludó su
amigo-, vaya frío hace aquí, ¿estás ahorrando en calefacción?
Raúl miró a su amigo, y
David tuvo la misma sensación de incomodidad que sentimos cuando despertamos a
alguien de un sueño profundo, en esos instantes en que nos mira sin conocernos,
en que sus ojos pasean sobre nosotros sin vernos realmente, como si no
existiésemos, como si fuésemos objetos desenfocados. Una sensación que nos
desestabiliza, tal vez a un nivel puramente atávico. Porque, ¿de que otra forma
podemos estar seguros de la propia existencia, más que a través de la
percepción de aquellos que nos rodean?
Y sin embargo, la idea no
fue formulada como un pensamiento consciente, ni siquiera como una impresión.
Simplemente, Raúl parecía distraído… espeso, lejano.
-Bueno, bueno…-David miró el
cuadro que Raúl colgaba en ese momento-, nos vamos a Segovia, ¿no?
En el cuadro, la hermosa
mujer se sentaba en una silla de mimbre, y aprovechaba la luz de la ventana
para trabajar en una labor de bordado que sostenía en su regazo. Su rostro,
ligeramente ladeado e inclinado hacia la labor, era pálido y delicado, y los
ojos entornados brillaban con fuerza, reflejando una personalidad poderosa,
remarcada por la línea firme de la mandíbula.
Sin embargo, si uno se
fijaba bien, podía darse cuenta de que los ojos no estaban enfocados hacia la
labor, sino girados hacia la ventana, como si tratase de captar en el extremo
de su campo de visión a la sombría figura de la ventana. Tal vez, se dijo Raúl,
por eso está tan pálida.
En ese momento, David se
inclinó para coger el siguiente cuadro de la serie, en el que varios niños
jugaban a rayuela en el patio de un colegio, bajo la atenta mirada de cuatro
monjas sonrientes y vestidas de blanco. De nuevo, la sombra estaba presente, en
este caso apoyada con indolencia en una farola cercana a los niños, tan cercana
a la rayuela dibujada con tiza en el suelo que cualquier niño que llegase a su
extremo estaría al alcance se sus brazos. Una de las monjas, una anciana de
aspecto cansado, miraba a la figura en vez de a los niños. Raúl pensó que su
expresión estaba más cerca del llanto que de la sonrisa, pero con la
imprecisión que caracterizaba a aquél artista desconocido.
Cuando David extendió sus
manos para coger el cuadro, Raúl sintió una súbita alarma.
-¡No lo toques! –gritó.
(Podría estar vivo. Podría
moverse)
-Vale, vale –se apartó
David, extrañado-. Te veo tenso…
-No, que va –se justificó
Raúl-, es que ya sabes, me gusta colocarlos a mi manera.
David se encogió de hombros,
se apartó y encendió un cigarrillo. Pese a su fingida indeferencia, Raúl
percibió que había ofendido a su amigo, y trató de solucionarlo.
-Oye, ¿por qué no vas
colocando los focos? Ya sabes, un poco indirectos, que no deslumbren.
-Claro, tío. Faltaría más.
Los siguientes minutos
transcurrieron en calma, y por primera vez aquél día Raúl se sintió relajado.
Hicieron planes para el fin de semana, bien regados de chistes verdes y
fantasías que luego, seguramente, no se cumplirían. Poco después todos los cuadros
estaban colocados, y Raúl retocó la posición de algunos focos mientras David
salía fuera, para llamar a la chica de Segovia y confirmar lo del fin de
semana.
-Es curioso como se acerca
esa cosa de sombras, ¿verdad? Como si el pintor sugiriese que se acerca un poco
más en cada cuadro -comentó Raúl antes de que el otro saliese de la sala.
David se giró en la puerta.
Miró los últimos cuadros, jugueteando en su mano con el móvil, como si no
estuviese muy seguro de lo que iba a decir.
-No sé…yo creo que no se
acerca, es que crece –Raúl le miró, sorprendido por la idea-. Claro que yo no
entiendo de estas cosas.
Y salió fuera.
Raúl observó de nuevo los
cuadros. Que crece. Qué estupidez. Desde luego que no podría crecer, porque en
cada cuadro había obstáculos físicos, como la ventana o la verja que rodeaba el
patio de juegos, que habrían impedido el crecimiento de aquella cosa. El
crecimiento físico, claro.
Pero, ¿y si no representaba
algo físico?
Retrocedió hacia la puerta
para ver el efecto total de los oleos, y sintió que tropezaba con algo. A punto
estuvo de caer de espaldas por el sobresalto, mientras se giraba rápidamente,
dispuesto a golpear a David si era él con otra de sus bromas estúpidas.
Pero no había nadie tras él.
Miró al suelo, y allí estaba
el cuadro que no figuraba ni en el albarán ni en el catálogo, aún embalado. Lo
desembaló y se dispuso a colgarlo, contemplando el dibujo. Era tan solo un lienzo blanco con escasas
pinceladas en gris, que no representaban nada. Incluso el gris era tan claro y
desvaído que apenas se distinguía del blanco. Resultaba visible más por el
volumen de la pincelada que por la diferencia de matiz.
-Bueno, el pintor sabrá.
Aunque rompe toda la línea –dijo en voz alta mientras colgaba el cuadro.
David entró cinco minutos después.
En el exterior había anochecido completamente, y el frío era tan cortante como
una chapa de acero. Llevaba subido el cuello de la cazadora, y la mano que
sujetaba el teléfono roja, casi entumecida. A decir verdad, también la otra.
Pese al aire helado había fumado mientras hablaba con la chica.
-Eres un puto gigoló,
Raulito. Bajito y todo, no sé qué las das… –dijo mientras entraba-. La
pelirroja esa, Marisa creo que se llama, ha preguntado por ti. Tienes que ven…
En ese momento David se dio
cuenta de que Raúl no estaba en la sala. La temperatura había aumentado mucho,
y supuso que su amigo había puesto la calefacción a tope. Bien, ya era hora.
Como Raúl no había salido, presumió que estaba en el almacén haciendo algo
importante. O en el servicio, haciendo algo aún más importante.
Se puso a contemplar los
cuadros para pasar el rato, y se dio cuenta de que había uno nuevo, junto al
que representaba una mancha de oscuridad, ese llamado “A tu lado”. El nuevo
estaba etiquetado como “Nueva adquisición”, y representaba una larga estancia
con las paredes cubiertas de cuadros. En el centro de la sala, dos hombres con
aire intelectual, bien trajeados, contemplaban los cuadros expuestos. Uno de
ellos tenía esa pose tan típica, tan esnob, de brazos cruzados y mano alzada,
acariciando el mentón. Tras ellos, parcialmente oculta, una figura oscura,
humanoide pero indeterminada, salía por la puerta de madera, tras la que se
adivinaban unas rejas de hierro. Llevaba de la mano, como quien arrastra a un
niño pequeño, a un hombre rubio y bajito, de anchas espaldas.
-En este cuadro hay un tío
que se parece a ti, macho –gritó a la sala vacía, esperando que Raúl le oyese-.
Bueno, de culo, claro.
Y se sentó, dispuesto a
esperar que Raúl volviese de donde quiera que hubiese ido.
viernes, 6 de mayo de 2016
LA FORTUNA DE UN HOMBRE.
LA FORTUNA DE UN HOMBRE
“La fortuna favorece al valeroso y avasalla al cobarde”. Séneca.
Fue sólo la mala fortuna la que hizo que Sergio saliese tarde del trabajo aquella mañana de invierno. La mala fortuna de cruzarse con Israel, un compañero del turno de mañana, siempre dispuesto a hacerle perder el tiempo con absurdas reivindicaciones y protestas incoherentes que Sergio, como miembro del comité de empresa, tenía que aclarar en lo posible.
Aquél día dedicó casi media hora a explicar a su torpe compañero cómo funcionaba el cómputo global de horas y cuántos días de vacaciones le correspondían a final de año.
Así que eran más de las seis y media de la mañana cuando por fin salió a la calle, viéndose sumergido de golpe en una niebla espesa, húmeda y fría como helado medio derretido. Paseó su mirada por el aparcamiento, esperando que quizá algún compañero rezagado pudiese acercarle en coche a su casa, distante casi un kilómetro de la fábrica, pero por supuesto no había nadie entre los coches alineados como una formación de fantasmas expectantes, latentes.
Se envolvió la boca y la nariz con la bufanda, subiéndose la capucha del impermeable para detener en lo posible la cruda humedad, y echó a andar con un suspiro resignado.
El paisaje del polígono, lleno de vida en las horas del cambio de turno, era ahora desolado y frío, plagado de tristes luces de farolas y rótulos, que apenas intentaban horadar la oscuridad previa al amanecer.
Pasó junto al matadero, haciendo una mueca ante el apestoso olor que envolvía el lugar como una manta vieja y polvorienta, un olor más penetrante y real que el de la sangre y la carne muerta, un olor vacuo y triste que quizá exudasen los animales, aterrorizados y resignados, al morir allí, tan solos entre sus iguales; un olor a desolación que le hizo pensar en su propia soledad, en la casa lejana donde ya nadie le esperaba desde que ella, cansada quizá de la rutina de los últimos trece años, se había marchado, dejando sólo una habitación para los niños que se llenaba en fines de semana alternos, Navidad y dos semanas de verano, y un hueco en la cama de matrimonio que no se llenaba nunca, pero que nunca parecía lo suficientemente vacío como para poder, por fin, tumbarse también en él y compensar la ausencia.
La fortuna de un hombre es la desgracia de otro, se dijo, filosófico, mientras salía del polígono a la larga avenida que atravesaba la pequeña ciudad. La fortuna de un hombre, que ahora dormirá abrazándola, que quizá se esté levantando ya para preparar cuatro desayunos, que quizá sienta ahora la tibia humedad de sus labios.
Para Sergio no había tibieza en la humedad que lo envolvía, ni al parecer fortuna.
Se detuvo para encender un cigarrillo, el último del paquete semanal que, agobiado como estaba por la regulación de empleo y la necesidad, legal y personal, de cubrir en lo posible los gastos de sus hijas, era todo lo que podía permitirse.
Bueno, se dijo, es ya domingo por la mañana, no lo llevo mal.
Quizá Sergio podría haber encendido el cigarrillo un paso antes, o quizá un paso después. Pero lo hizo justo allí, junto a la luz parda e intermitente de un semáforo que aún no había empezado su jornada laboral, justo delante de la gastada cartera negra que, como un pájaro herido con las alas abiertas y rotas, yacía en el suelo huérfana de dueño.
La fortuna de un hombre es la desgracia de otro, pensó de nuevo. Alguien había perdido su billetera en aquella calle desierta. Mientras se quitaba el cigarrillo de la boca, exhalando una nube de humo que se confundió de inmediato con la niebla, Sergio miró a su alrededor, girando por completo en busca de un potencial dueño de aquél objeto, hasta quedar de nuevo encarado con la cartera.
Nadie. Soledad, niebla, penumbra. Nadie. Como en su vida.
Se agachó, mirando aún por encima del hombro, como un niño que teme ser pillado en falta. Ni por un momento pensó quedarse con la cartera, sino llevarla a la cercana comisaría, desviándose de su camino apenas un par de calles. Pero sí, se dijo, podría quedarme con diez euros, si los hay, y tomarme un café con los amigos esta tarde, y comprarme una cajetilla de tabaco. Por diez euros no se va a morir nadie.
Hasta que tocó la cartera, esa era su firme y sincera intención.
Pero aquél objeto, cuero viejo y desgastado, extrañamente tibio a pesar del aire helado de la noche, suave y cómodo como unos zapatos usados, estaba preñado y a punto de romper aguas, como notó por su volumen abultado y denso. Al mirar dentro, vio que había un fajo de billetes de diez y veinte euros, grueso como un dedo, y un escalofrío recorrió su espalda.
Miró de nuevo a su alrededor, tratando de cruzar la oscuridad. Alguien debía estar buscando esa cartera repleta. Contó rápidamente los billetes, aunque tuvo que repetir la operación tres veces, porque los nervios y el entumecimiento que entorpecía sus dedos hicieron que perdiese la cuenta. Por fin, se conformó con un cálculo aproximado, determinando que habría unos trescientos euros en billetes pequeños.
Sin poder creer en su suerte, empezó a caminar deprisa, metiendo la cartera en el bolsillo de su impermeable y sujetándola con fuerza con la mano derecha.
Sobre la acera quedó el cigarrillo a medio fumar, olvidado por el nerviosismo y la emoción.
Caminó apresuradamente durante unos minutos, cruzando las calles desiertas en dirección a su casa, olvidando toda intención de devolver la cartera. Trataba de mirar a todas partes a la vez, temiendo que alguien le hubiese visto, y sintiendo como si en cada espesa sombra oscura un observador aguardase para reprocharle su vergonzosa actuación.
Se detuvo por fin, abandonando la avenida y refugiándose en el oscuro refugio de una entrada de garaje, apoyando la espalda en la pared y retirando la bufanda de su boca para respirar aliviado. Sin creer aún en su suerte, sacó la cartera del bolsillo.
Durante unos segundos, prestó atención al frío y vacuo entorno, creyendo por un instante que escuchaba pasos en la distancia. Sin embargo, no había nada.
Sergio sabía que ese espejismo de sonido, así como la sensación absurda pero cierta de sentirse observado por una presencia expectante, ansiosa, eran fruto de su sentimiento de culpabilidad.
Abrió la cartera, tratando de alejar aquellas sensaciones, y contó de nuevo el dinero. Había exactamente cuatrocientos veinte euros.
Dejó escapar una risa floja, nerviosa, que tapó inmediatamente con su mano temblorosa, temiendo que aquel sonido impulsase a actuar a quien quiera que lo observase, y sabiendo a la vez que estaba solo.
Sin embargo, no podía dejar de pensar, de sentir, que alguien le contemplaba en cada momento, aguardando algo, quizá su decisión final.
Miró de nuevo la cartera, fijándose entonces en el abultado compartimiento para monedas, en el que no había reparado hasta entonces. Soltó el botón que lo mantenía cerrado, y sacó del interior una pata de conejo, unida a una cadenita de plata.
Acarició la suave extremidad muerta, sin sorprenderse por su acogedora tibieza, pensando que era el calor natural que su propio cuerpo había transmitido al objeto. La sensación de ser observado le golpeó con fuerza casi física, y levantó de nuevo la mirada para buscar a su alrededor al incómodo espectador. Guardando la cartera, pero con la pata de conejo aún entre sus dedos temblorosos, salió del refugio que la cochera ofrecía, pero ni vio ni escuchó a nadie.
Pensativo, contempló la pata de conejo. El dueño de aquella cartera, un pobre iluso como él, creía también en la fortuna. Esperaba que fuese mejor que la suya.
Con un suspiro que parecía reprochar su propia estupidez, guardó la pata de conejo en el compartimiento para monedas, extrajo un billete de veinte que metió en su propia billetera, y empezó a andar hacia la comisaría, deseando tener un cigarrillo para el camino.
Sintió una extraña relajación, como si hubiera sostenido una cuerda tensa y tirante entre las manos y por fin, con un gesto seco, la hubiese soltado. Como si aquella presencia expectante soltase un aliento largamente contenido.
Llegó a la comisaría unos minutos después, y entró rápidamente, sin darse tiempo a arrepentirse de su acción. En el mostrador de atención al público, un policía leía unos folios, mientras del pasillo que salía hacia la derecha llegaba un segundo agente, con dos tazas de café caliente en las manos.
Ambos saludaron a Sergio, preguntándole amablemente qué deseaba, pero observándole con la presumible sospecha que despertaría un hombre embozado al entrar allí a las siete de la mañana. Sergio observó que el que traía el café se apresuraba en dejar las tazas sobre el mostrador, como si temiese necesitar las manos libres.
Devolvió el saludo, sacando la cartera de su bolsillo, mientras con la otra mano se quitaba la capucha y bajaba la bufanda lo suficiente como para descubrir su rostro, y explicó a los agentes dónde y cómo había encontrado la billetera, y su intención de restituirla al dueño, que seguramente estaría buscándola.
La actitud de los policías cambió al recibir el objeto, hasta el punto de que uno de ellos le ofreció un café, que Sergio, a esas alturas aterido de frío, aceptó gustoso.
Mientras bebía el café, el agente que permanecía sentado sacó de la cartera el fajo de billetes, contándolos y escribiendo la cantidad total y su desglose en un formulario. Es usted un hombre honrado, dijo con sincera admiración, poca gente encuentra esta cantidad de dinero y la devuelve. Sergio enrojeció, sintiéndose mal consigo mismo aunque sabía que aquellos veinte euros que había cogido poco importarían ante la cantidad que había respetado, y apuró el ardiente café de un trago.
Bueno, es mi deber ciudadano, dijo temiendo atragantándose, espero que encuentren al propietario, buenas noches.
Se dio la vuelta para marcharse, pero el agente del café le detuvo a dos pasos del mostrador al preguntarle si no quería dar su nombre y señas.
Sergio preguntó si era necesario, y el agente, con una sonrisa cómplice, le explicó que no sería mala idea hacerlo por si el legítimo dueño de la cartera desease entregarle alguna recompensa por su restitución.
No será necesario, de verdad, dijo Sergio, y siguió caminando hacia la puerta mientras el policía sentado sacaba la documentación y su neutra expresión se tornaba sorprendida. Sergio le oyó murmurar algo, aunque no pudo entender sus palabras porque el otro agente, que le acompañó hasta la puerta y en ese momento la abría para dejarle paso, estaba hablando de alguna trivialidad.
-¡Detén a ese hombre!
El grito del agente del mostrador paralizó a Sergio, y pudo ver que el policía situado a su lado quedaba igualmente sorprendido. Ambos se giraron para mirar al agente del mostrador, que ya estaba desenfundando su arma reglamentaria, con el rostro pálido sólo coloreado por dos puntos de profundo carmesí en las mejillas.
Sobre el mostrador, junto al fajo de billetes, Sergio vio un DNI con su nombre y fotografía, su propio carné de conducir y, salido inexplicablemente del compartimiento para monedas, un dedo largo y delicado, rematado en ambos extremos por una mancha carmesí; por un lado, la uña bien cuidada y pintada de una mujer. Por el otro, una mancha de sangre aún fresca, que había salpicado la cartera y el mostrador.
EXTRAIDO DEL DIARIO LOCAL, AL DÍA SIGUIENTE
ASESINA A SU MUJER Y ENTREGA LAS PRUEBAS EN COMISARIA
Un vecino de esta localidad, que responde a las iniciales S. M. H, de treinta y dos años, fue detenido ayer acusado de la muerte de su ex esposa, L. J.M, de veintinueve años y madre de los dos hijos habidos en el matrimonio. El presunto asesino se personó en la comisaría de la policía nacional, entregando una cartera que afirmó haberse encontrado en la calle momentos antes. Al inventariar el contenido de la cartera, los agentes de guardia hallaron en su interior cuatrocientos euros, así como un dedo índice amputado, según los primeros indicios, con un objeto cortante. Lo más curioso de este macabro incidente es que la documentación hallada en el interior de la cartera correspondía al sospechoso, aunque éste mantiene en su declaración que la encontró en la vía pública. La huella dactilar del dedo mutilado llevó a la policía hasta L.J.M, que fue hallada muerta en su domicilio con cinco cuchilladas en el pecho, habiendo sufrido la amputación traumática de los dedos de la mano derecha. Tras comprobar los movimientos bancarios de la finada, la policía considera que ella retiró del banco cuatrocientos euros, que al parecer, su ex marido robó posteriormente, tras asesinarla y mutilarla.
El sospechoso continúa en las dependencias policiales, donde ha recibido asistencia psicológica al encontrarse, según parece, en un fuerte estado de confusión mental, y defendiendo su inocencia pese a las abrumadoras evidencias.
“La fortuna favorece al valeroso y avasalla al cobarde”. Séneca.
Fue sólo la mala fortuna la que hizo que Sergio saliese tarde del trabajo aquella mañana de invierno. La mala fortuna de cruzarse con Israel, un compañero del turno de mañana, siempre dispuesto a hacerle perder el tiempo con absurdas reivindicaciones y protestas incoherentes que Sergio, como miembro del comité de empresa, tenía que aclarar en lo posible.
Aquél día dedicó casi media hora a explicar a su torpe compañero cómo funcionaba el cómputo global de horas y cuántos días de vacaciones le correspondían a final de año.
Así que eran más de las seis y media de la mañana cuando por fin salió a la calle, viéndose sumergido de golpe en una niebla espesa, húmeda y fría como helado medio derretido. Paseó su mirada por el aparcamiento, esperando que quizá algún compañero rezagado pudiese acercarle en coche a su casa, distante casi un kilómetro de la fábrica, pero por supuesto no había nadie entre los coches alineados como una formación de fantasmas expectantes, latentes.
Se envolvió la boca y la nariz con la bufanda, subiéndose la capucha del impermeable para detener en lo posible la cruda humedad, y echó a andar con un suspiro resignado.
El paisaje del polígono, lleno de vida en las horas del cambio de turno, era ahora desolado y frío, plagado de tristes luces de farolas y rótulos, que apenas intentaban horadar la oscuridad previa al amanecer.
Pasó junto al matadero, haciendo una mueca ante el apestoso olor que envolvía el lugar como una manta vieja y polvorienta, un olor más penetrante y real que el de la sangre y la carne muerta, un olor vacuo y triste que quizá exudasen los animales, aterrorizados y resignados, al morir allí, tan solos entre sus iguales; un olor a desolación que le hizo pensar en su propia soledad, en la casa lejana donde ya nadie le esperaba desde que ella, cansada quizá de la rutina de los últimos trece años, se había marchado, dejando sólo una habitación para los niños que se llenaba en fines de semana alternos, Navidad y dos semanas de verano, y un hueco en la cama de matrimonio que no se llenaba nunca, pero que nunca parecía lo suficientemente vacío como para poder, por fin, tumbarse también en él y compensar la ausencia.
La fortuna de un hombre es la desgracia de otro, se dijo, filosófico, mientras salía del polígono a la larga avenida que atravesaba la pequeña ciudad. La fortuna de un hombre, que ahora dormirá abrazándola, que quizá se esté levantando ya para preparar cuatro desayunos, que quizá sienta ahora la tibia humedad de sus labios.
Para Sergio no había tibieza en la humedad que lo envolvía, ni al parecer fortuna.
Se detuvo para encender un cigarrillo, el último del paquete semanal que, agobiado como estaba por la regulación de empleo y la necesidad, legal y personal, de cubrir en lo posible los gastos de sus hijas, era todo lo que podía permitirse.
Bueno, se dijo, es ya domingo por la mañana, no lo llevo mal.
Quizá Sergio podría haber encendido el cigarrillo un paso antes, o quizá un paso después. Pero lo hizo justo allí, junto a la luz parda e intermitente de un semáforo que aún no había empezado su jornada laboral, justo delante de la gastada cartera negra que, como un pájaro herido con las alas abiertas y rotas, yacía en el suelo huérfana de dueño.
La fortuna de un hombre es la desgracia de otro, pensó de nuevo. Alguien había perdido su billetera en aquella calle desierta. Mientras se quitaba el cigarrillo de la boca, exhalando una nube de humo que se confundió de inmediato con la niebla, Sergio miró a su alrededor, girando por completo en busca de un potencial dueño de aquél objeto, hasta quedar de nuevo encarado con la cartera.
Nadie. Soledad, niebla, penumbra. Nadie. Como en su vida.
Se agachó, mirando aún por encima del hombro, como un niño que teme ser pillado en falta. Ni por un momento pensó quedarse con la cartera, sino llevarla a la cercana comisaría, desviándose de su camino apenas un par de calles. Pero sí, se dijo, podría quedarme con diez euros, si los hay, y tomarme un café con los amigos esta tarde, y comprarme una cajetilla de tabaco. Por diez euros no se va a morir nadie.
Hasta que tocó la cartera, esa era su firme y sincera intención.
Pero aquél objeto, cuero viejo y desgastado, extrañamente tibio a pesar del aire helado de la noche, suave y cómodo como unos zapatos usados, estaba preñado y a punto de romper aguas, como notó por su volumen abultado y denso. Al mirar dentro, vio que había un fajo de billetes de diez y veinte euros, grueso como un dedo, y un escalofrío recorrió su espalda.
Miró de nuevo a su alrededor, tratando de cruzar la oscuridad. Alguien debía estar buscando esa cartera repleta. Contó rápidamente los billetes, aunque tuvo que repetir la operación tres veces, porque los nervios y el entumecimiento que entorpecía sus dedos hicieron que perdiese la cuenta. Por fin, se conformó con un cálculo aproximado, determinando que habría unos trescientos euros en billetes pequeños.
Sin poder creer en su suerte, empezó a caminar deprisa, metiendo la cartera en el bolsillo de su impermeable y sujetándola con fuerza con la mano derecha.
Sobre la acera quedó el cigarrillo a medio fumar, olvidado por el nerviosismo y la emoción.
Caminó apresuradamente durante unos minutos, cruzando las calles desiertas en dirección a su casa, olvidando toda intención de devolver la cartera. Trataba de mirar a todas partes a la vez, temiendo que alguien le hubiese visto, y sintiendo como si en cada espesa sombra oscura un observador aguardase para reprocharle su vergonzosa actuación.
Se detuvo por fin, abandonando la avenida y refugiándose en el oscuro refugio de una entrada de garaje, apoyando la espalda en la pared y retirando la bufanda de su boca para respirar aliviado. Sin creer aún en su suerte, sacó la cartera del bolsillo.
Durante unos segundos, prestó atención al frío y vacuo entorno, creyendo por un instante que escuchaba pasos en la distancia. Sin embargo, no había nada.
Sergio sabía que ese espejismo de sonido, así como la sensación absurda pero cierta de sentirse observado por una presencia expectante, ansiosa, eran fruto de su sentimiento de culpabilidad.
Abrió la cartera, tratando de alejar aquellas sensaciones, y contó de nuevo el dinero. Había exactamente cuatrocientos veinte euros.
Dejó escapar una risa floja, nerviosa, que tapó inmediatamente con su mano temblorosa, temiendo que aquel sonido impulsase a actuar a quien quiera que lo observase, y sabiendo a la vez que estaba solo.
Sin embargo, no podía dejar de pensar, de sentir, que alguien le contemplaba en cada momento, aguardando algo, quizá su decisión final.
Miró de nuevo la cartera, fijándose entonces en el abultado compartimiento para monedas, en el que no había reparado hasta entonces. Soltó el botón que lo mantenía cerrado, y sacó del interior una pata de conejo, unida a una cadenita de plata.
Acarició la suave extremidad muerta, sin sorprenderse por su acogedora tibieza, pensando que era el calor natural que su propio cuerpo había transmitido al objeto. La sensación de ser observado le golpeó con fuerza casi física, y levantó de nuevo la mirada para buscar a su alrededor al incómodo espectador. Guardando la cartera, pero con la pata de conejo aún entre sus dedos temblorosos, salió del refugio que la cochera ofrecía, pero ni vio ni escuchó a nadie.
Pensativo, contempló la pata de conejo. El dueño de aquella cartera, un pobre iluso como él, creía también en la fortuna. Esperaba que fuese mejor que la suya.
Con un suspiro que parecía reprochar su propia estupidez, guardó la pata de conejo en el compartimiento para monedas, extrajo un billete de veinte que metió en su propia billetera, y empezó a andar hacia la comisaría, deseando tener un cigarrillo para el camino.
Sintió una extraña relajación, como si hubiera sostenido una cuerda tensa y tirante entre las manos y por fin, con un gesto seco, la hubiese soltado. Como si aquella presencia expectante soltase un aliento largamente contenido.
Llegó a la comisaría unos minutos después, y entró rápidamente, sin darse tiempo a arrepentirse de su acción. En el mostrador de atención al público, un policía leía unos folios, mientras del pasillo que salía hacia la derecha llegaba un segundo agente, con dos tazas de café caliente en las manos.
Ambos saludaron a Sergio, preguntándole amablemente qué deseaba, pero observándole con la presumible sospecha que despertaría un hombre embozado al entrar allí a las siete de la mañana. Sergio observó que el que traía el café se apresuraba en dejar las tazas sobre el mostrador, como si temiese necesitar las manos libres.
Devolvió el saludo, sacando la cartera de su bolsillo, mientras con la otra mano se quitaba la capucha y bajaba la bufanda lo suficiente como para descubrir su rostro, y explicó a los agentes dónde y cómo había encontrado la billetera, y su intención de restituirla al dueño, que seguramente estaría buscándola.
La actitud de los policías cambió al recibir el objeto, hasta el punto de que uno de ellos le ofreció un café, que Sergio, a esas alturas aterido de frío, aceptó gustoso.
Mientras bebía el café, el agente que permanecía sentado sacó de la cartera el fajo de billetes, contándolos y escribiendo la cantidad total y su desglose en un formulario. Es usted un hombre honrado, dijo con sincera admiración, poca gente encuentra esta cantidad de dinero y la devuelve. Sergio enrojeció, sintiéndose mal consigo mismo aunque sabía que aquellos veinte euros que había cogido poco importarían ante la cantidad que había respetado, y apuró el ardiente café de un trago.
Bueno, es mi deber ciudadano, dijo temiendo atragantándose, espero que encuentren al propietario, buenas noches.
Se dio la vuelta para marcharse, pero el agente del café le detuvo a dos pasos del mostrador al preguntarle si no quería dar su nombre y señas.
Sergio preguntó si era necesario, y el agente, con una sonrisa cómplice, le explicó que no sería mala idea hacerlo por si el legítimo dueño de la cartera desease entregarle alguna recompensa por su restitución.
No será necesario, de verdad, dijo Sergio, y siguió caminando hacia la puerta mientras el policía sentado sacaba la documentación y su neutra expresión se tornaba sorprendida. Sergio le oyó murmurar algo, aunque no pudo entender sus palabras porque el otro agente, que le acompañó hasta la puerta y en ese momento la abría para dejarle paso, estaba hablando de alguna trivialidad.
-¡Detén a ese hombre!
El grito del agente del mostrador paralizó a Sergio, y pudo ver que el policía situado a su lado quedaba igualmente sorprendido. Ambos se giraron para mirar al agente del mostrador, que ya estaba desenfundando su arma reglamentaria, con el rostro pálido sólo coloreado por dos puntos de profundo carmesí en las mejillas.
Sobre el mostrador, junto al fajo de billetes, Sergio vio un DNI con su nombre y fotografía, su propio carné de conducir y, salido inexplicablemente del compartimiento para monedas, un dedo largo y delicado, rematado en ambos extremos por una mancha carmesí; por un lado, la uña bien cuidada y pintada de una mujer. Por el otro, una mancha de sangre aún fresca, que había salpicado la cartera y el mostrador.
EXTRAIDO DEL DIARIO LOCAL, AL DÍA SIGUIENTE
ASESINA A SU MUJER Y ENTREGA LAS PRUEBAS EN COMISARIA
Un vecino de esta localidad, que responde a las iniciales S. M. H, de treinta y dos años, fue detenido ayer acusado de la muerte de su ex esposa, L. J.M, de veintinueve años y madre de los dos hijos habidos en el matrimonio. El presunto asesino se personó en la comisaría de la policía nacional, entregando una cartera que afirmó haberse encontrado en la calle momentos antes. Al inventariar el contenido de la cartera, los agentes de guardia hallaron en su interior cuatrocientos euros, así como un dedo índice amputado, según los primeros indicios, con un objeto cortante. Lo más curioso de este macabro incidente es que la documentación hallada en el interior de la cartera correspondía al sospechoso, aunque éste mantiene en su declaración que la encontró en la vía pública. La huella dactilar del dedo mutilado llevó a la policía hasta L.J.M, que fue hallada muerta en su domicilio con cinco cuchilladas en el pecho, habiendo sufrido la amputación traumática de los dedos de la mano derecha. Tras comprobar los movimientos bancarios de la finada, la policía considera que ella retiró del banco cuatrocientos euros, que al parecer, su ex marido robó posteriormente, tras asesinarla y mutilarla.
El sospechoso continúa en las dependencias policiales, donde ha recibido asistencia psicológica al encontrarse, según parece, en un fuerte estado de confusión mental, y defendiendo su inocencia pese a las abrumadoras evidencias.
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