domingo, 21 de diciembre de 2014

FELICES SATURNALIAS




Una pequeña felicitación para los pacientes lectores y los compañeros aporreateclas.
Y como lo de escribir historias tiene su parte de magia, qué mejor compañía que la de la Maga.  









viernes, 19 de diciembre de 2014

EL RENCOR DE LOS DIOSES VIVIENTES. CATORCE.





14
Intramuros

La tigresa avanza, solitaria, entre las casas abandonadas. Su rostro y su cuerpo están a medio camino entre la forma humana y la felina, formas sensuales de mujer cubiertas de pelo anaranjado. Las garras dispuestas, el oído atento, el pelo de su lomo y su cola erizado, estimulado por el olor de vida cercana.
Un leve ruido, apenas el roce de un pie descuidado sobre el suelo, llama su atención desde la casa más cercana. Con un salto, la tigresa llega al balcón del primer piso y entra en el edificio. Se desliza escaleras abajo. En la única estancia de la planta baja, un hombre permanece en pie, mirando hacia la puerta. La tigresa sonríe, pensando que será una presa fácil.
-Tigre... tigre que te enciendes en luz por los bosques de la noche –susurra el hombre, sin volverse-, ¿qué mano inmortal, qué ojo pudo idear tu terrible simetría?
La tigresa gruñe, frustrada, confusa. El hombre se gira con un crujido de cuero y hueso. Sus manos están enfundadas en guantes, los dedos terminados en largas garras de acero que muestra, retando a la teriántropo.
Su voz tiene algo de dulce, algo de burlesco.
-¿Quién hizo al cordero fue quien te hizo? –pregunta con una sonrisa leve en su rostro.
La tigresa salta sobre él, transformándose por completo en bestia antes de llegar al suelo. Garras y dientes se cruzan con el acero en una danza nupcial de mariposas. La tigresa empuja con la masa inmensa de su forma animal, y Anteo retrocede sin perder el equilibrio, dejando que ella gaste su energía, que crea llevar la iniciativa. La bestia le empuja hasta una mesa contra la que espera hacerle tropezar, pero el nefárida conoce el terreno. A fin de cuentas, él lo ha preparado.
Salta hacia arriba y hacia atrás, girando sobre sí mismo y lanzando una patada al hocico de la tigresa mientras completa la voltereta, aterrizando de pie sobre la mesa. La bestia vuelve a su forma semihumana y coge el borde de la mesa, volcándola y empujando hacia delante para desequilibrar a su enemigo. Anteo salta hacia atrás mientras la tigresa empuja hasta que, de repente, el suelo bajo sus pies se hunde y cae con un gañido de sorpresa, que se convierte en un grito de dolor. El nefárida se asoma al pozo que la mesa ocultaba. Empalada en las estacas que cubren su fondo, la tigresa agoniza, convirtiéndose de nuevo en mujer. Anteo toma una lanza apoyada en la pared y atraviesa su pecho, rematándola.
-Uno –murmura para sí mientras sale en busca de nuevos combates.

Los tres soldados de Binah han apagado sus antorchas, fiándose de sus ojos crepusculares. El sargento de la patrulla ha muerto dos horas atrás, abatido por un francotirador, y saben que las antorchas delatan su posición y les convierten en blancos fáciles. Ahora los desorientados soldados recorren el laberinto de calles buscando a sus compañeros, a un oficial que les organice. Uno de ellos se detiene. Mira hacia un grupo de tres cadáveres apoyados en sendos postes de madera. La cabeza de uno de ellos yace a pocos centímetros del cuerpo, y los tres muestran varias flechas clavadas en el torso. Del cuello de uno pende una gruesa cadena de plata, y el soldado avisa a sus compañeros. El saqueo es siempre parte de una guerra, derecho de los vencedores, y los sueldos que paga Binah no son muy altos.
Los tres se acercan, vigilando los tejados cercanos, pero nada se mueve en las calles muertas. El cuerpo de la derecha tiene dos flechas clavadas en el pecho y uno de sus párpados ha sido segado, dejando el ojo derecho abierto a la eternidad. El central, del que pende la cadena de plata, muestra parte de las vísceras a través de una herida en el abdomen, y una flecha cruza su hombro, sujetándole al poste. Estos horrores no conmueven a los soldados. Como todo veterano de guerra, han visto demasiado, demasiadas veces. El primero de los soldados extiende su mano hacia la joya, y de pronto el cadáver de la derecha aferra esa mano, tira hacia delante y estrella al guerrero contra el poste. Antes de que los otros dos reaccionen, el nefárida arranca de su pecho las dos flechas y se lanza hacia delante, atravesando el ojo derecho de ambos. Caen al suelo entre espasmos, temblando hasta que sus cerebros se rinden a la evidencia de la muerte.
El nefárida pestañea con su único párpado, mientras el tercer soldado se aleja del poste, blandiendo su espada.
-Tienes una oportunidad para irte. Ahora –dice el nefárida.
El soldado parece dispuesto a atacar, hasta que se fija en las heridas de flecha en el pecho de su enemigo. Ya han cicatrizado. Retrocede varios pasos, aún con la espada en alto, y por fin se gira y huye por su vida.
-¡Dile a los tuyos que las calles son nuestras! –grita el nefárida, riendo.

La noche es larga para los soldados de Binah. Los primeros exploradores no regresan, o lo hacen con noticias sobre trampas, francotiradores y asesinos silenciosos. Las pérdidas son un goteo continuo, una sangría que no cesa hasta que los grupos son más numerosos. Sin embargo, cuando los contingentes crecen son más vulnerables a los ataques de francotiradores y arqueros. Pronto dejan un espacio libre, una franja de nadie más allá del alcance de flechas y rifles. Los teriántropos avanzan en manadas compactas, buscando la seguridad en el número. En la tierra que Espejo cedió a los nefáridas, la muerte tiene mil cartas que jugar.
Los soldados buscan un minuto de sueño, siquiera un suspiro de descanso, pero no hay lugar seguro para ello. Los nefáridas acechan en la sombra, surgen de fosas comunes donde han permanecido camuflados entre cadáveres, o incendian los edificios que pueden albergar al invasor. Algunos caen, acorralados por las tropas de Binah, siempre luchando hasta el final, siempre llevándose con ellos tantos enemigos como pueden. Son cazadores, asesinos para los que esta guerra es una competición en la que sólo importa matar más y mejor que el resto. Muchos de ellos son inteligentes, como Anteo, artistas de la muerte que escapan una y otra vez del cerco enemigo; otros son sólo bestias ansiosas, mentes enloquecidas por el ansia de cazar, e incluso por el deseo oscuro e irrefrenable de ser cazado. Ambos llevan la esencia de la destrucción en sus manos.
Pero no son suficientes para frenar el avance del ingente ejército. Poco a poco desaparecen entre las sombras, se ocultan en los escombros para atacar a los incautos que aún permanecen solos, a los mensajeros que van de una unidad a otra portando órdenes. El contingente invasor se organiza, y poco antes de la llegada de la luz están dispuestos para un ataque masivo. O al menos, tan dispuestos como es posible. Crispados, nerviosos, sin haber descansado en días, temiendo cada sombra, forman poco a poco una línea continua que trata de cubrir todo el perímetro. Desde las azoteas, sus arqueros disparan contra las trincheras enemigas, tratando de alcanzar a los sitiados, que responden de igual forma. La luz empieza ya su viaje por las calles de la Ciudad y pronto sonarán las trompetas.

Menendo, Fabián y sus compañeros en las trincheras ven reflejarse la luz sobre las lanzas enemigas. Las filas son compactas, un muro prieto de hombres que parece abarcar todo el perímetro. Tras ellos, intercalados para poder vigilarse mutuamente y ver la espalda del ejército, decenas de vigías se esfuerzan en prevenir los ataques de los nefáridas.
-Van a aplastarnos -dice uno de los soldados.
Menendo sonríe, aunque es una sonrisa crispada.
-Tenemos cierta ventaja sobre ellos -responde.
-¿Qué ventaja es esa?
-Bueno, son tantos que sólo con estirar el brazo de la espada, estaremos matando a alguno.
Los hombres ríen, nerviosos. Parece que ya nada detendrá la masacre. 

Pero antes de que el amanecer acorrale por completo a la noche, el Maestro de los Espejos regresa a la línea de trincheras. Su torso está cubierto de vendas, rojizas en muchos puntos. El brazo derecho cuelga inútil, y camina apoyado en su espada como si de un bastón se tratase. Aunque su aspecto es el de un moribundo, cabe preguntarse si el Señor de las Ilusiones no estará fingiendo con algún motivo oculto. Se levanta un rugido entusiasta entre sus filas, un golpeteo de lanzas y espadas contra escudos y petos, un aplauso marcial y salvaje que muestra el respeto por su valor. Como último hombre en defender la empalizada, el Maestro ha crecido todavía más a los ojos de sus seguidores. Y sin embargo algunos, como Eiszeit, aún se preguntan qué objetivo tenía esa inútil defensa. Espejo no es tan visceral como para dejarse arrastrar así a una muerte cierta, de la que le ha salvado una mezcla extraña e imprevisible de fuerza, suerte y la ayuda de un enemigo. 
Eiszeit trata de desentrañar las intenciones ocultas de Espejo, y cree tener una idea clara cuando el Maestro se detiene a pocos metros de las trincheras, dirigiendo sus fulgentes ojos hacia la alta torre de obsidiana donde los Justicia siguen observando el devenir de la batalla.
-¡Justicias! –grita con fuerza– ¡Justicias, invoco vuestra mediación! ¡Los Pactos de Guerra han sido traicionados!
Todas las miradas, desde el último soldado hasta la poderosa Binah, se dirigen a la torre. Si los vigilantes creen que hay motivos para tener en cuenta la denuncia, la batalla quedará paralizada, suspendida hasta la resolución. Una bandera, blanca en caso de aceptarse la reclamación y negra en el contrario, señalará la decisión.
-¡Es mentira! –ruge Binah desde su dirigible de observación– ¡Sabe que está perdido y pretende ganar tiempo!
Ambos Maestros se buscan con la mirada, y hay tanta rabia en sus ojos que un aura rojiza, recorrida por vetas negras, es visible para casi todos los habitantes de la Ciudad en el aire que les separa. El odio es después de todo la unión más segura y permanente entre los hombres.
En lo alto de las torres de observación, los Justicias alzan lanzas de plata en las que se despliegan blancas banderas.

Toda la Ciudad parece respirar. Por ahora.  

ENLACE AL CAPÍTULO 15
LA NOVELA EN AMAZON



viernes, 12 de diciembre de 2014

EL RENCOR DE LOS DIOSES VIVIENTES. TRECE.

https://www.youtube.com/watch?v=7d4qFaHvYeU


 13
Intramuros

Por primera vez en mucho tiempo, Fabián se siente libre, se siente él mismo.
Mientras el ejército avanza al paso, la orden mental de Binah llega claramente. “Transformaos. Atacad, teriántropos, atacad”
Decenas de soldados sonríen al escuchar el mandato, arrojan sus armas y se despojan de sus armaduras, o simplemente las destrozan cuando sus cuerpos crecen, retorciéndose cuando la energía interior se libera.

miércoles, 10 de diciembre de 2014

Algo que contarte, paciente lector.

https://www.youtube.com/watch?v=_Gj8QvG0qzk


Hace poco menos de un año, paciente lector, publiqué la primera entrada en este blog. Sin demasiada convicción, arrastrado casi por algunos amigos tan locos como para creer en mi. Esto no va a ninguna parte, Silencio no da para más de diez o doce páginas, les decía yo.
Me equivoqué, por supuesto.
Hoy Silencio tiene un buen número de amigos por la red, un montón de aventuras pendientes y un libro que acaba de publicarse en Amazon. Contiene dos casos, uno de ellos revisado y el otro por completo inedito y que podéis encontrar en los siguientes enlaces.

US
IN 
UK
DE
FR
ES
IT
NL
JP
BR
MX
AU

Llega la hora de agradecer a esos amigos su empuje, y a ello voy.
A @LaMagaSoy1 y @lalunaticadtv por quitarme el flotador y arrojarme al mar.
A Def, por la garlopa, a Hojodealcón por los colmillos de rata, a Ireth por la conciencia de lo inerte; a Yomisma, la Diablesa y los viejos amigos que cruzaron océanos de tiempo para leernos; a Bupu por los ewoks, a la gente de Fantasía Austral por el hospedaje, a @Abrirunlibro por la fe, a Esteban Díaz, Frank Spoiler y demás compañeros aporreateclas, qué envidia os tengo, escritores.
A Eduardo Velasco por una portada que dará que hablar y espero que no sea la última.
A mis Patanases del Infierno, aunque no empecemos a chuparnos las pollas todavía.
A Toño, por los ojos verdes Heineken y más cosas. 
A Pandora, por la fe de los borrachos.

Y dejándolo aquí para ser breve, sin duda, a ti, paciente lector. Gracias. Pase lo que pase, ya ha merecido la pena. 

viernes, 5 de diciembre de 2014

EL RENCOR DE LOS DIOSES VIVIENTES. DOCE






12
Intramuros
El miedo funciona como un corazón humano. No necesita hacer nada especial, nada fuera de lo normal. Sólo seguir su curso, sin detenerse, sin cambiar de ritmo.
Así avanzan las tres naves que Binah ha enviado contra sus enemigos. Lentas y constantes como el latido de un hombre que duerme tranquilo, sin detenerse porque simplemente no tienen motivo para hacerlo.
Las velas se repliegan y los largos mástiles, sujetos a la estructura por cables de acero, quedan adosados y fijos en la brillante superficie. También las grandes hélices gemelas de popa se frenan, dejando que la inercia sea lo único que haga avanzar los dirigibles. Superan la empalizada, siguen adelante, demasiado altos para que arqueros y lanceros representen una amenaza. Las hélices giran sobre sí mismas, quedan paralelas al suelo y empiezan a moverse de nuevo, acompañadas de una tercer en la proa. Ganan altura mientras las tropas que se llaman a sí mismas “hombres libres” estiran el cuello y observan en silencio. La amenaza crece en ese silencio, se nutre de él, de las suposiciones que hacen soldados y ciudadanos. El temor se manifiesta en manos temblorosas, respiraciones contenidas y gargantas que intentan tragar saliva.
Ese miedo crece deprisa, se alimenta a sí mismo como el latido de un corazón alimenta el cuerpo del que vive. Es más efectivo que un ataque directo, más amenazante que una espada desnuda, porque los hombres no saben a qué deben enfrentarse. Durante largos minutos los dirigibles ascienden, y los soldados sólo pueden conjeturar sobre lo que les espera.
Los oficiales tratan de mantener la disciplina, de hacer que los hombres permanezcan en sus posiciones, pero no pueden dar órdenes eficaces cuando desconocen a qué van a enfrentarse. Pasan latidos que parecen minutos, minutos que parecen jadeos ansiosos, y nada ocurre. Hasta que las naves detienen su ascenso.

Espejo sabe que el ataque es inminente, que será duro y mortal. Teme que Binah, incapaz de ganar la guerra de otra manera, haya optado por romper los Pactos. Eso le daría la posibilidad de denunciarla ante la justicia de la Ciudad, tal vez de derrotarla para siempre. Pero hay que estar vivo para ganar un juicio, y el Maestro no sabe si alguno de los miles de hombres que se protegen entre las casas dispersas lo estará. No puede ver más que agua en los depósitos que cuelgan de los dirigibles, nada más que agua. Si Binah es tan poderosa como para esconder a su mirada algún tipo de arma, entonces su causa está perdida.
Sus ojos se dirigen al viejo hospital. Menendo ya estará allí, alertando a Anteo. Ocurra lo que ocurra, morirán luchando. Y eso es a veces el único consuelo que un hombre puede permitirse.

En la azotea del viejo hospital, Anteo y Menendo observan el ascenso de los dirigibles. El nefárida no refleja ninguna emoción en su rostro ni parece preocupado por la batalla que se avecina, aunque ha cubierto su habitual desnudez con una ceñida y flexible armadura de cuero.
-¿Qué crees que ocurrirá ahora? –pregunta Menendo.
-Atacarán. Morirá gente. Siempre ha sido así.
El joven frunce el ceño ante la simplicidad de la respuesta, pero teme demasiado a su interlocutor como para contestarle.
-¿Qué ha dicho tu Maestro? ¿Qué cree él?
-Sólo ha visto agua en el interior de los depósitos inferiores –explica Menendo– y teme que haya algún hechizo de espejismo tan poderoso que hasta él resulte engañado.
Anteo asiente, despacio, midiendo con la mirada el tamaño de los depósitos. Unos cien metros de largo, tal vez quince de ancho y quince de alto. Más de sesenta toneladas de agua entre los tres.
-No es agua. No es sólo agua –dice cuando se da cuenta de lo que les espera.
-¿A qué te refieres?
Anteo baja la mirada, contempla el frente enemigo. Una nube de crubines y guerreros pájaro despega de las lejanas torres y el ejército de Binah, obedeciendo a las señales de las trompetas, emprende el avance en una línea infinita.
Con un único golpe seco, los tres dirigibles abren las compuertas de los depósitos y empieza el horror.

En un primer momento el agua cae como un bloque fluido y rápido, un río suicida, casi una masa sólida. La fricción con el aire y el viento que producen las hélices dividen pronto la masa, convirtiéndola en una pulverización que se extiende, más lenta, más semejante ahora a una lluvia fina que a una catarata. Atrapada entre las gotas, la luz se disfraza de todos los colores y de ninguno, convirtiendo el cielo en el espectro de todos los arcoiris que fueron, de todos los amaneceres que serán, mientras el agua cae mucho más despacio, un torbellino sacudido por vientos cambiantes.
Las finas gotas, frenadas por el aire, se convierten en una sola nube de lluvia y color sin dejar de descender, pero hay algo de horizontal en su movimiento cuando el agua de los tres dirigibles se mezcla en el cielo. Aún a decenas de metros del suelo esas gotas empiezan a unirse, a asociarse de forma antinatural y sin embargo, necesaria.
Hay una suerte de conciencia, de intención en la danza silenciosa que describen. Y Espejo entiende entonces lo que Anteo ya había descubierto.

-¡Riseeelkaaaas! –ruge la furiosa voz del Maestro de los Espejos.
El grito se propaga entre los hombres, Espejo ordena la retirada y los oficiales repiten la voz de mando, y cientos de soldados corren hacia la lejana línea de trincheras, mientras las primeras gotas de agua caen sobre ellos.
Suspendidas en el aire, las damas guerreras de Binah toman forma cuando la lluvia incontable se fusiona, el líquido se vuelve carne y cabello, la transparencia del agua se convierte en piel opaca y brillante. Algunas riselkas están ya en tierra, mujeres desnudas cuyo largo pelo es a la vez túnica y arma. Sus mechones se enredan, se convierten en látigos o largos tentáculos, en espinas protectoras duras como metal bien templado.
Empieza la lucha, pero el enemigo ya está por todas partes, y ni la niebla ni la empalizada ofrecen protección a nadie.

Espejo no detectó a las riselkas, porque sus esencias estaban divididas entre los tres tanques. Ni una sola de las criaturas estaba completamente en ninguno de ellos, y la gran cantidad de agua normal que se mezclaba con ellas diluía su naturaleza.
Esa agua humedece el aire, empapa a los combatientes y llena de terror a los soldados, que no saben si se trata de líquido normal o de riselkas aún no conformadas.
Un hombre empapado cae al suelo cuando el agua que moja su túnica se convierte en una maraña de pelo en torno a sus piernas. Miles de gotas saltan hacia él, dando cuerpo a la riselka, y el cabello se convierte en una mortaja que le asfixia mientras la guerrera toma forma sobre su espalda, destrozándole el cuello con garras ansiosas.
Una riselka parcialmente conformada cae al suelo cuando se lanza sobre un hechicero, protegido por un hechizo de escudo electromagnético. El cuerpo femenino se sacude, convulsiona y se rompe, disgregándose en un charco inerte.
Por todas partes, la muerte chapotea y ríe como un niño que juega entre los charcos.

Sobre la empalizada, Espejo trata de mantener la calma, de controlar la situación. El inesperado método de ataque ha destrozado todos sus esquemas. Ni la niebla ni la empalizada sirven ya como defensa, y sus líneas están rotas.
Los soldados voladores de Binah están ya sobre él, y no hay arqueros ni tiradores que puedan detenerlos.
Las riselkas no son enemigos fáciles. Rápidas, letales, sus cuerpos se disuelven cuando se sienten acorraladas, evitando así las espadas, y se mueven como pequeños arroyos, recomponiéndose en nuevas posiciones. Sus cabellos flagelan y atan a los hombres, desconcertándoles con ataques fugaces que les distraen el tiempo suficiente para que los cruines caigan sobre ellos, rematándoles. Algunos se refugian en las casas, cerrando puertas y ventanas, pero las riselkas pueden colarse por cualquier grieta en la piedra como goteras rápidas, y el refugio se convierte en trampa.
La única solución es la retirada, más allá de la franja concertada con Anteo. La única esperanza para ganar tiempo y reorganizarse es la intervención de los nefáridas. Espejo mira al antiguo parque. Los soldados de infantería avanzan en cuña, un vértice de lanzas que le apunta casi directamente. Frunce el ceño. Nadie detendrá el avance de ese ejército. Nadie excepto la niebla aún adherida a las piedras teñidas de sangre.
Tras él, en el cielo, algo ocurre.
Resplandores verdes y azules, reflejos de luz en la piel de las riselkas, giran cada vez más deprisa a veinte metros de altura. El maestro ve con claridad lo que ocurre y comprende que la empalizada también caerá. Un buen número de riselkas, tal vez unas cincuenta, danzan en círculo, seres etéreos aún, en parte agua y en parte carne, rodeadas en su vuelo por cien estáticos cruines que agitan sus alas con fuerza.
Hay algo de fascinante, de maravilla incluso en esa Ciudad de maravillas, en la contemplación del trabajo coordinado de ambas fuerzas. La danza de las riselkas, similar a una jiga rápida y alegre, roba el viento provocado por los cruines, formando una barrera que recoge el agua del aire. Pronto, un embudo imposible, un anillo de agua agitada se forma, se mantiene y crece absorbiendo el agua del aire y la tierra empapada, creciendo en un tornado líquido que más y más cruines alimentan agitando las alas, mientras las riselkas bailan.
En lo alto de la empalizada Espejo es el único que contempla el espectáculo, mientras el campo de barro y sangre queda desierto, ocupado ya sólo por los cadáveres y la tropa enemiga que avanza en grupos, casa por casa, acabando con toda resistencia y rematando a los heridos. Las espadas de los croines se clavan en cada cuerpo que encuentran mientras las riselkas avanzan. Los hombres de Espejo se han retirado ya, obedeciendo sus órdenes. La nueva línea de resistencia queda lejos, más allá de las trincheras. Más allá del viejo hospital donde los nefáridas aguardan. El Maestro de ilusiones aguza su mirada, lanzándola lejos a través de la tierra agonizante, hasta encontrarse con la de Anteo. Como si se hubiera proyectado hasta llegar junto al nefárida, que le ve también con claridad.
-Han superado la marca acordada –susurra Espejo-. Sois libres de cumplir el pacto.
Anteo asiente, apenas el esbozo de una sonrisa en su rostro.
-¿Qué harás tú? –pregunta con cierta curiosidad.
-Mantener la posición. Mientras pueda.

El ejército de Binah avanza, la punta blindada de su formación en cuña apenas a doscientos metros de la empalizada, como si apuntasen directamente al lugar donde Espejo aguarda. El tornado de agua se mueve llevado por croines y riselkas, toma una orientación vertical y vuela a velocidad creciente hacia el Maestro, arrastrando a su paso el tejado de las casas y derribando sus muros con la fuerza de un maremoto.
En medio de ambas fuerzas, Espejo sacude la cabeza y envaina su espada. Esperando que la mortal niebla pueda ser aún útil como defensa. Que no todo esté perdido. Que aún queden motivos para seguir en pie y ser valiente.
El tornado es ya un ariete, una broca líquida y gruesa, una flecha azul verdoso que nada puede detener. Espejo se inclina y arranca de la empalizada un puñado de piedra, hundiendo en ella sus dedos con un leve esfuerzo. Pulveriza la piedra entre sus manos y la deja caer ante él, y las partículas se adhieren a su piel, formando un escudo protector, endureciendo su carne para salvaguardarle del golpe inevitable.

Los croines alzan el vuelo, apartándose del ariete acuático y llevando entre sus poderosas manos a las agotadas riselkas. Girando sobre sí misma, la columna de agua golpea contra la empalizada a toda velocidad bajo los pies de Espejo, que salta hacia arriba y hacia delante, volando sobre el ariete líquido, intentando que el agua y el viento no le empujen. Las piedras se separan, explotan, son arrastradas por la riada y se llevan con ellas jirones de niebla caníbal, abriendo una brecha de decenas de metros en la empalizada. El agua parece explotar, la barrera se convierte en metralla y un crujido de mundo roto llena el aire.

Barro, polvo, niebla y espuma y piedra. Después, silencio. 



viernes, 28 de noviembre de 2014

viernes, 21 de noviembre de 2014

EL RENCOR DE LOS DIOSES VIVIENTES. DIEZ.

https://www.youtube.com/watch?v=YRO5YFM9I_c


10
Extramuros

Fernando acumuló la leña en forma de pirámide, como le había enseñado su tío, mientras éste trazaba algunas marcas con su navaja en una de las ramas. El frío era intenso, como correspondía a la segunda semana de noviembre, y el niño no tenía muy claro qué sentido tenía esa excursión.
Sebastián guardó la navaja en su bolsillo y entregó el leño marcado al niño.
-Frótalo con los otros. Tienes que encenderlo.

viernes, 14 de noviembre de 2014

EL RENCOR DE LOS DIOSES VIVIENTES, NUEVE.






9
Intramuros
El poder es un tesoro extraño, pues crece cuanto más se gasta. Quienes lo atesoran sin mostrarlo como avaros que guardan su oro en sótanos oscuros corren el riesgo de parecer débiles y por tanto, vulnerables, a los ojos de otros. Sin embargo, algunos derrochan ese poder, hacen de él una bandera visible para todos, y así demuestran tanto su fuerza como su capacidad de ejercerla sin que se agote. Como un hombre con un arma en la mano, se muestran peligrosos y fuertes.
Binah conoce esta verdad acerca del poder y no duda en emplearlo cuando tiene ocasión.
Por eso no espera a que el dirigible llegue a la torre de embarque. Ordena abrir las compuertas de la cabina y sale al exterior, mostrándose ante su ejército. Con un paso suave y calculado abandona el vehículo y se queda suspendida en el aire, flotando, descendiendo despacio a la vista de todos. Sus brazos, ligeramente separados del cuerpo, con las manos abiertas hacia fuera, parecen ofrecer un abrazo protector a los soldados, aún conmocionados por el espectáculo de la mágica niebla.

viernes, 7 de noviembre de 2014

EL RENCOR DE LOS DIOSES VIVIENTES. OCHO.





8
Intramuros


El amanecer en la Ciudad es demasiado hermoso como para pensar en ruinas y sangre. La luz tiene algo de líquido, algo de dorado neblinoso mientras se desliza sobre la piedra antigua, en un reencuentro diario entre materia y energía que no por cotidiano pierde lo que tiene de milagroso. Cúpulas titánicas reciben la caricia de la luz y las torres inmensas cumplen su deseo de tocarse con el cielo un día más; vidrieras y rosetones multiplican los colores del mundo, como si los creasen cada mañana, como si un nuevo día fuese otra oportunidad de diseñar paraísos eternos.

viernes, 31 de octubre de 2014

EL RENCOR DE LOS DIOSES VIVIENTES. SIETE.






7
Extramuros
Hay formas de pensamiento que llevan a los hombres a matar, o a morir, en su nombre. Muchos las llaman “ideales” cuando deberían llamarlas “estupidez”. 
Hay hombres que no conciben otra forma de vida que la defensa de la estupidez. 
Todas las guerras se alimentan del alma de hombres así. 

viernes, 24 de octubre de 2014

EL RENCOR DE LOS DIOSES VIVIENTES. SEIS.










6
Intramuros

Ya no quedaba tiempo, y el Maestro de los Espejos ordenó la retirada cuando las saetas de fuego empezaron a rasgar el cielo. La orden fue repetida a lo largo de todo el perímetro, y se quedó solo sobre la empalizada. El azul helado de sus ojos era más brillante que nunca, una lucerna solitaria que parecía retar a las luces que volaban para destruir su mundo.
Los hombres retrocedieron hasta el punto acordado, una cadena de trincheras que horadaba las calles entre las desordenadas casas, mientras los magos avanzaban hasta las posiciones preestablecidas.
El Maestro siguió con su plan, dispuesto a ganar algo de tiempo. No mucho, porque los primeros incendios empezarían a arder en cuanto los gigantes afinasen su puntería.
Abrió los brazos, y el aire a su alrededor reverberó, temblando como lo hace sobre un espejismo o una hoguera. A lo largo de kilómetros de empalizada, hasta el último punto del perímetro, su figura se reprodujo, mostrando decenas de copias exactas en todo que repitieron y proyectaron sus palabras.
-¡Habéis venido a conquistar nuestra tierra! –gritó, mirando a sus enemigos– Y, ¿qué tierra habéis hecho vuestra hoy? Apenas la suficiente para enterrar a vuestros muertos. Ese es el único territorio al que podéis aspirar. Venid, uníos a nosotros, y tendréis tierra, pan y libertad. Atacad, y veréis cómo mueren los valientes.
Una flecha acertó en un tramo embreado de la empalizada, y el incendio empezó a devorar las partes de madera y ennegrecer la piedra. Más flechas consiguieron su objetivo, y el Maestro miró a un lado y a otro, con curiosidad, como si no le preocupase demasiado. Resultaba extraño, pues cada una de sus copias se movía de forma independiente y sólo eran iguales cuando hablaban.
-¿Queréis incendiar nuestra casa? –dijo con voz fría–. Os prometo que apagaré las llamas con la sangre de vuestros muertos. Mañana seguiremos en pie. Venid a buscarnos.
Y con estas palabras, el Maestro salta hacia atrás, desapareciendo de la vista del enemigo y dejando tras de sí dos sólidas estelas de luz azul.

Mientras el Maestro desaparece entre las casas, el fuego crece en varios puntos de la empalizada. La infantería invasora aguarda, impaciente, la señal de sus jefes, pendientes a su vez del dirigible. Pero antes todos esperan la actuación de los magos.
El vampiro Kostya es uno de los más ansiosos.
Está tumbado a pocos metros de la empalizada, sobre los cadáveres aún calientes de sus compañeros de armas. Es uno de los muchos soldados que han fingido morir en la batalla previa, que aguardan tendidos en el suelo el siguiente paso. Y uno de los pocos voluntarios de entre ese ejército de esclavos.
Kostya tenía diecinueve años el día que murió, el día en que despertó. Primogénito de un noble terrateniente de la Rusia zarista, disfrutó de todos los placeres que su posición y su fortuna le ofrecían. Estaba acostumbrado a ser servido, a que se cumpliese cada uno de sus caprichos, incluso los más sádicos y retorcidos. Ya era así en su infancia, cuando sus padres le encontraron torturando a los cachorros de perro que aún eran demasiado jóvenes y débiles para ofrecer resistencia, o a los animalillos que podía cazar en el bosque cercano a la finca. Fue así después, cuando su padre le enseño que la vida de los siervos era suya, y que resultaba mucho más satisfactorio flagelarles o amputarles lengua y orejas que castigar a simples animales. Entre las risas de sus mayores, Kostya adquirió habilidad como torturador y aprendió a disfrutar con ello. La primera vez que probó la sangre humana tenía diez años. Su padre había violado a un joven campesino en el sótano de la casa, un niño de la misma edad de Kostya, y después permitió que el muchacho le golpease para culminar la diversión.
Kostya fue presa de una rabia desconocida, enfebrecido por el placer de la tortura y también por un extraño sentimiento de celos, al ver que el campesino podía darle a su padre satisfacciones que quedaban fuera de su alcance. Golpeó al niño hasta matarle, escuchando la extraña música que conformaban los gritos del joven mezclados con la risa del padre. Después, mezclaron sangre y vino y bebieron hasta desmayarse.

Cuando la Revolución sacudió el mundo que conocía, cuando la familia del zar murió a manos de su pueblo, los campesinos atacaron la casa, mataron a la familia de Kostya e incendiaron todo a su paso. Aquella noche el joven descubrió su verdadera naturaleza.
Reaccionando ante la amenaza, transformado por el Despertar, llevando al límite de lo posible lo que era en el fondo, se convirtió en vampiro. Armado de dientes y garras, dueño de una fuerza sobrehumana e inmune a las toscas armas campesinas, logró acabar con un buen número de aquellos desgraciados antes de huir a través del bosque. Días después, medio muerto de sed, llegó a la Puerta.
Ahora quería medrar en el ejército, y por eso se había presentado voluntario para la misión. Pronto bebería sangre de hechicero.
Sintió una vibración en el aire, una fuerza que emanaba de puntos concretos tras la empalizada. Los magos estaban lanzando sus conjuros y al hacerlo, revelarían su posición.
Las formas habituales de combatir un incendio eran condensar la humedad del aire, provocando lluvia sobre los fuegos, o robar el oxígeno de la zona para que las llamas se asfixiasen. Ninguna de ambas era una amenaza para Kostya, aunque la consunción de oxígeno sí podía matar a algunos de los soldados, hombres comunes o teriántropos, que necesitaban respirar. Peor para ellos.
El vampiro se puso en pie, dispuesto a saltar la empalizada en busca de su primera víctima, cuando la vibración le atrapó, reproduciéndose y transmitiéndose a través de su carne muerta.

Cientos de cadáveres se alzaron, levitando a unos centímetros del suelo bajo la mágica influencia del hechizo. En la torre de obsidiana y a bordo del dirigible, los observadores se inclinaron para ver mejor. La necromancia tenía unos límites muy claros, y si Espejo usaba esos cadáveres para luchar, los habría sobrepasado. Pero el Señor de los Espejismos no iba a caer en un error tan simple y tan inútil.
Todo el perímetro estaba rodeado de muertos que flotaban, y los soldados que antes fingían estar muertos miraban ahora a un lado y a otro, desconcertados, asustados como niños perdidos entre un bosque de cadáveres. Algunos, como Kostya, corrieron hacia la empalizada, dispuestos a actuar antes de que la magia se pusiese en marcha.
El joven vampiro cayó al suelo, presa de un dolor inmenso, antes de cumplir su objetivo. Los muertos empezaron a vibrar, y Kostya, alzado por la fuerza mágica, vibró con ellos. 
De pronto la piel de todos los cuerpos se rasgó, como flagelada por mil cuchillas diminutas, y una nube de sangre espesa salió despedida de ellos a través de las heridas, de la piel lacerada, de ojos inertes y bocas muertas, una pulverización rojo oscuro, casi negro, que formó una lluvia horizontal, suspendida durante segundos, móvil después, lanzada contra los muros a toda velocidad. El único sonido que se escuchó fue el chapoteo gigantesco, húmedo, y el efervescente crepitar de los fuegos muriendo.
El soldado más cercano a Kostya se quedó mirando el pálido cuerpo del vampiro, cuya piel estaba hecha jirones, blanca y desangrada.  El bando de Espejo había usado necromancia contra los muertos, algo que no violaba la letra de los pactos. La sangre de los muertos había sido invocada y atraída, y un vampiro está tan muerto para la magia como un hombre decapitado.
Un silencio pesado se adueñó del campo de batalla. Los soldados miraban alucinados a los cadáveres flotantes, hasta que en un movimiento único y sincronizado todos los cuerpos cayeron a tierra. El golpe fue sordo, seco, como la palmada furiosa de un dios lejano. Todos los invasores cercanos a la empalizada huyeron sin mirar atrás.
El humo rojizo que surgió de las extintas hogueras no se dispersó, elevándose de forma natural, sino que se pegó al suelo en forma de niebla baja y tardía, cubriendo la base de la empalizada. Allí se quedó, como una promesa de muerte cierta para quienes osasen acercarse.

ENLACE AL SIGUIENTE CAPÍTULO



 SI QUIERES EMPEZAR LA HISTORIA DESDE EL CAPÍTULO UNO, AQUÍ ESTÁ EL ENLACE 

viernes, 17 de octubre de 2014

PUERTA UNO. EL RENCOR DE LOS DIOSES VIVIENTES. CINCO.



https://www.youtube.com/watch?v=xB5K3G09lrA




5
Extramuros

-De nada te valdrá saber mucho si no lo aplicas bien, chaval –dijo el tío Sebastián. 
Fernando giró la cabeza para mirar a su tío. Sentado delante de él en el caballo, el niño no entendía de qué le hablaba Sebastián. 
Habían pasado tres días desde el episodio en la poza, tres días en los que el niño esperó una explicación de lo ocurrido, de cómo habían podido respirar bajo las aguas igual que los peces, del papel que, sin duda, jugaba la llave de madera en aquella maravilla, y sobre todo, de la normalidad con que su amplia familia había reaccionado. 

viernes, 10 de octubre de 2014

PUERTA UNO. EL RENCOR DE LOS DIOSES VIVIENTES. CUATRO.



https://www.youtube.com/watch?v=7toNqgapsOw










4
Intramuros

Antes de los Pactos de Guerra, magos y brujas eran las armas preferidas de los Poderes, capaces de decidir el curso de una batalla. Hace mucho tiempo de eso, pero los viejos habitantes no olvidan con facilidad el enfrentamiento que estuvo a punto de destruirles.
Fue una guerra larga y absurda, como lo son todas.
Fue una guerra justa y necesaria, como lo son todas.
El punto de vista no depende, al final, de estar en el bando vencedor o en el de los perdedores, sólo de lo cerca que se está de la línea del frente.
En aquella guerra el frente estaba en todas partes. La muerte, como otro ciudadano más, paseaba libre por la Ciudad, y ni las oscuras callejas ni las avenidas palaciegas resultaban seguras. Los magos usaban su poder para matar a distancia, o lanzaban hechizos de combate capaces de diezmar pelotones enteros. Las espadas ya no recordaban cómo era el interior de sus vainas y los necrófagos engordaban.

viernes, 3 de octubre de 2014

PUERTA UNO. EL RENCOR DE LOS DIOSES VIVIENTES. TRES










Tres
Intramuros
La escalera pesa más a cada paso. Tanto que Fabián está tentado de abandonar su forma humana, de recurrir a las fuerzas atesoradas en su cuerpo de lobo. Sin embargo, las órdenes de los amos son claras, y todos ellos deben mantener su aspecto de hombres normales hasta llegar a lo alto de la empalizada. De esta manera, los tiradores no usaran contra ellos las flechas de plata, sino las comunes, incapaces de dañarles.
Los seis teriántropos portan la escala sobre sus hombros, precedidos por un cabo que les abre camino a base de gritos y golpes de látigo entre las filas de infantería. El hombre lobo, en el extremo delantero de la escala, se siente enardecido por el olor a sangre que surge de las espaldas flageladas. Nota cómo sus colmillos rompen las encías, alargándose milímetro a milímetro, y siente el ansia de sangre. Sus ojos se centran en los defensores que, desde lo alto de la muralla, no dejan de arrojar flechas y piedras. Pronto, se dice, vuestra carne será mía. Pronto.

viernes, 26 de septiembre de 2014

PUERTA UNO. EL RENCOR DE LOS DIOSES VIVIENTES. DOS

https://www.youtube.com/watch?v=ffFvhOHiQyg



EXTRAMUROS

La infancia acaba cuando se pierde la capacidad de convivir con la magia. Cuando todo deja de ser posible y los problemas cotidianos superan las promesas de los sueños. 
Para algunos niños, ese momento no llega jamás. Fernando Deza tenía cinco años cuando descubrió que la magia formaría siempre parte de su vida, que la muerte no tiene el mismo poder sobre todos los hombres.

viernes, 19 de septiembre de 2014

PUERTA UNO. EL RENCOR DE LOS DIOSES VIVIENTES. UNO.

https://www.youtube.com/watch?v=j3_OzLpBysU

UNO.
INTRAMUROS.


El mayor error del hombre fue creerse preparado para la libertad.
Al menos, eso es lo que piensa el Maestro de los Espejos mientras, parado frente al muro reflectante, elige su apariencia para ese día. Una cortina de agua extrañamente densa recorre la pared de abajo hacia arriba, fluyendo en contra de cualquier ley natural, y reflejando como un espejo la figura del Maestro y el mobiliario de la estancia tras él.
Pasa la mano plana por delante de su rostro, y la imagen cambia, mostrando a un hombre maduro y delgado, de aspecto solemne, regio. Frunce el ceño, inseguro. No es la apariencia que desea para un día como hoy. Necesita algo más heroico, más capaz de motivar a sus huestes.

jueves, 11 de septiembre de 2014

AL PACIENTE LECTOR.



O lectora, por supuesto. Me alegra verte por aquí. Tengo un par de cosas que comentarte. La primera es que nuestro mutuo conocido Jonathan Silencio va a tomarse un breve periodo de vacaciones. Breve, de verdad. Creo que le vendrá bien darse un respiro, dejar que las costillas fisuradas vuelvan a soldarse y gastar algo del dinero que ha ganado en whisky, tabaco y una habitación tranquila en algún sitio bonito. 
Si eres de los que ya llevan tiempo cruzando las puertas no es necesario que te hable de Silencio, pero, si eres uno de los nuevos visitantes, puedo contarte un par de cosas sobre él (las letras destacadas son enlaces a las historias) en “La luna me sabe a poco”, un caso completo en el que tuvo que enfrentarse a la teriantropía; luego está “De ilusión también se muere”, la aventura en que podrás conocer más sobre él, sobre la Ciudad y sobre alguno de sus habitantes. Sabrás cosas que Silencio ignora si llegas al final. En su último caso –último por ahora-, “Vivir en el intento”, Jonathan tiene que resolver una maldición familiar y sus problemas con las mujeres. No sé qué puede ser más difícil. Los enlaces te llevarán al primer capítulo de estas historias, y si te gustan, puedes adquirir la novela en plataformas digitales.  
En el futuro, eso puedo asegurártelo, habrá más Silencio. Te contaré cómo se enfrentó a un asesino imposible en “Muere de todas formas” o el lío en que se metió por ayudar a una madre atractiva y una niña encantadora en “A dentelladas secas y calientes”, y no olvidaremos el reencuentro con algunos conocidos en “No pierdas la ilusión”. 
Pero antes de todo eso, paciente lector, quiero proponerte una nueva Puerta. Un nuevo viaje. 
En la próxima entrega cruzaremos la Primera Puerta, aquella que lleva a la Ciudad a quienes tienen el derecho de ciudadanía que otorga el conocimiento. Llamaremos a esta historia "El Rencor de los Dioses Vivientes". Por supuesto, tal vez prefieras saber, o recordar, algo más antes de entrar. No son calles tranquilas, ni es bueno recorrerlas solo o a oscuras. La Voluntad y la conciencia son buenas armas allí. Así que puedes saber algo de lo que habita esas calles y sus sombras, algo sobre lo que cabe esperar, en “La parábola de los perros”, y hay algunas pistas sobre sus personajes y el entramado que les ha tocado vivir en “El hombre de los tatuajes o “Sobre las puertas”
Pero recuerda, la Ciudad es un paisaje abierto, y no hay un orden necesario ni obligatorio para visitarla. Queda en tus manos, Paciente Lector. 
Sólo espero contar con tu compañía. 

domingo, 6 de julio de 2014

SON 10000






SON 10000

Diez mil visitas. Seis meses. Vaya.
No esperaba que tantos de vosotros cruzaseis estas puertas, ni tan a menudo. Ni siquiera esperaba ser capaz de escribir tanto sobre ellas.
Diré que el mérito que pueda haber en ello es de mucha gente. Desde algunas de las fotos hasta la edición del texto, cada mensaje dándome sugerencias y correcciones, cada visita en las redes... son pequeños empujones, palmaditas en la espalda, alicientes para trabajar. Gracias por ello.

Hoy quiero dejaros aqui  un pequeño guiño de agradecimiento, un juego en el que podéis participar, un huevo de pascua como los que los diseñadores de los primeros videojuegos ocultaban en sus pantallas. Un relato secreto de Silencio, por así llamarlo.

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Para encontrarlo no tenéis más que seguir al conejo blanco y cruzar a través del  espejo, así de fácil y de difícil.
Después de tanto tiempo ya nos vamos conociendo, y sé que sabréis leer entre líneas, seguir al ratoncito por el laberinto hasta encontrar el queso, interpretar las pistas.

El pequeño relato es más bien una broma compartida con vosotros, un guiño, y no tiene que ver con el argumento de lo publicado hasta ahora ni de lo que se publicará en el futuro. Quedan un montón de cosas que publicar en el futuro, por cierto. Pero ahora os dejo con este juego, y no os preocupeis si no encontráis el relato, ya os digo que no rompe la línea argumental. Es sólo mi forma de daros las gracias y tratar de entreteneros. De eso va todo esto, al final.


sábado, 26 de abril de 2014

martes, 22 de abril de 2014

PUERTA III. APUNTES SOBRE LAS PUERTAS.

SOBRE LAS PUERTAS, 3



Extracto de la correspondencia entre Fernando Deza y Julián Deza, de los archivos de Sebastián Deza, fechada el 7 de agosto de 1945

lunes, 10 de febrero de 2014

PUERTA II. DE ILUSIÓN TAMBIÉN SE MUERE. cap I

http://www.youtube.com/watch?v=MAIJUmsGnI4

Fue sueño ayer, mañana será tierra.
¡Poco antes nada, y poco después humo!
¡Y destino ambiciones, y presumo
apenas punto al cerco que me cierra!

Breve combate de importuna guerra,
en mi defensa, soy peligro sumo,
y mientras con mis armas me consumo,
menos me hospeda el cuerpo que me entierra.

Ya no es ayer, mañana no ha llegado;
hoy pasa y es y fue, con movimiento
que a la muerte me lleva despeñado.

Azadas son la hora y el momento
que a jornal de mi pena y mi cuidado
cavan en mi vivir mi monumento.

Quevedo


 DE ILUSIÓN TAMBIÉN SE MUERE
CAPÍTULO I


Mi nombre es Jonathan Silencio. Me dedico a hacer lo que es necesario.
Por eso aquella tarde, mientras la noche y sus amenazas caían sobre la ciudad de Valladolid, rodeé el cuello con la estrecha banda de tela, ciñéndolo mientras mis manos, sin atisbo de temblor, preparaban el nudo con la seguridad que da la repetición. No era algo que quisiera hacer, pero era necesario. Apreté.

sábado, 8 de febrero de 2014

PUERTA III. EL HOMBRE DE LOS TATUAJES, final.

http://www.youtube.com/watch?v=-7etjqZmAGs


Anielka murió, sí, pero a nuestros ojos lo hizo recuperando mucho más de lo que había perdido. A ojos de los esqueletos rendidos que le habíamos conocido, murió como un héroe.

El guardia murió también, a causa de la terrible mutilación que el mordisco le había provocado. Un segundo guardia quedó herido por la bala que había matado a nuestro compañero, y que atravesó su pecho y se alojó en la pierna del soldado.
No volvimos a ver a ninguno de los cinco, ni sabemos qué medidas se tomaron contra ellos. Tampoco sé qué represalias pudieron tomarse contra mis compañeros de campamento, puesto que aquél mismo día fue el de mi fuga.


Ricardo Deza fue trasladado a mi barracón esa misma mañana, lo que era lógico puesto que pertenecía a la misma brigada de trabajo que la mayoría de nosotros. Aunque yo no podía evitar el pensamiento, la convicción, de que el traslado era sólo el fruto de mi deseo, de mi ansiedad por conocer la verdad sobre sus tatuajes. Y eso me hacía culpable de la muerte de Anielka.
Salimos a trabajar, sin que ninguno de nosotros pudiera evitar una mirada al charco sucio y rojizo donde se mezclaba la sangre de Anielka y la del guardia, manchadas y casi absorbidas por el barro gris que lo llenaba todo.
Se murmuraron muchas oraciones en muchas de las lenguas de aquel continente esclavo, y los oscuros uniformes de nuestros amos parecieron, al menos durante unos momentos, algo más vulnerables y grises. Muchos de los prisioneros caminaron con la cabeza más alta que en días anteriores.
No era mi caso. Mientras nos movíamos en un lento desfile hacia la valla que rodeaba el campamento, encogidos de frío, yo no podía olvidar las sombras de los guardias que había visto aquella noche. Ni podía evitar verles ahora con eso mismos ojos nocturnos.
De alguna manera, distinguía entre ellos a quienes, estaba seguro, iban acompañados de aquellas sombras extrañas, aquellas criaturas de oscuridad, cuyos largos cuellos parecían estirarse a mi paso, como si fuera un juego del naciente sol, como animales de presa que me olfateasen y supiesen que les conocía.
Caminé atenazado por el miedo, el miedo a que la locura por fin hubiese vencido, que las semanas de hambre, tortura y aislamiento hubieran roto mi cordura. Y con un terror aún más profundo, más atávico y permanente. El terror absoluto a que aquello que ahora podía ver fuese la verdad.

No tuve más remedio que seguir adelante y trabajar.

No sé cómo me encontré con Ricardo Deza a mi lado. Ambos nos ocupábamos de retirar la antigua verja, paso previo a la tala de árboles que serviría para que el campo ganase espacio al cercano bosque.
Una vez habíamos retirado parte de la verja, los guardias organizaron la tala de árboles. Ricardo y yo formamos pareja por indicación del sargento que dirigía los trabajos, y que era uno de aquellos en que yo veía claramente lo monstruoso de su sombra, sus ojos de expresión vacua y fría. Apenas podía soportar su mirada sin gritar. Sin embargo, Ricardo actuaba de la forma contraria, observando al sargento con esa tranquila confianza que le acompañaba siempre.
Siguiendo sus indicaciones, recorrimos el espacio deforestado que separaba el campo de la arboleda, un espacio vigilado y controlado por las torres en las que guardias armados nos vigilaban, dispuestos a ametrallar a cualquiera que tratase de escapar.
No pude evitar fijarme en que el sargento se quedó en el borde del campo, junto a algunos otros guardias inhumanos, y sólo cuatro soldados normales, si es que ese calificativo podía aplicarse a aquellos conquistadores desalmados, nos acompañaron hasta el bosque.
-No pueden abandonar el campo –susurró Deza en mi idioma-, están atados.
Le miré sin entender, pero no amplió sus explicaciones. Se limitó a sonreír, con una sonrisa cansada y triste que sin embargo no proporcionaba ningún consuelo.
Algunos de los prisioneros se dedicaban a arrancar arbustos y ramas bajas, quemándolos en una hoguera creciente al borde del bosque, mientras otros empezamos a talar los árboles. Los guardias patrullaban en parejas, relajados, sabiendo que ninguno de nosotros tendría fuerzas ni valor para intentar nada contra ellos, confiados por la fuerza de la costumbre, por la rutina de tantos días iguales.
No era un día como los demás.
Ricardo y yo manejábamos dos grandes hachas, atacando juntos nuestro tercer árbol del día. Una niebla plomiza ocultaba en parte el brillo del sol, y el sudor helado se unía al dolor de nuestros músculos desnutridos en la tortura del trabajo. Tiempo después supe que nuestros captores hablaban del exterminio por el trabajo cuando se referían a estos campos, pero aún faltaba mucho para eso. El nombre era muy adecuado, sin duda.
Ricardo detuvo su trabajo, mirando a su alrededor. Le imité.
Los guardias y el resto de la brigada no eran más que sombras difusas, sombras al menos humanas, ocultas por las más definidas sombras de los árboles.
Las torres resultaban apenas perceptibles desde nuestra posición, y la niebla baja, unida al humo de la fogata en que ardían los arbustos y matojos, sin duda nos convertía en invisibles para ellos. Creo que era el momento que Ricardo esperaba.
Sin mediar palabra, se ocultó detrás del árbol más cercano. Le seguí, pensando que trataba de escapar, y vi cómo se acuclillaba, bajándose los pantalones.
Bueno, me dije, eso es algo muy humano. Y me retiré, dejando que se aliviase en una cierta intimidad.
Reapareció un par de minutos después. Llevaba en la mano derecha un pequeño bulto, un objeto de unos cinco centímetros de largo, envuelto en algo que parecía sucio cuero marrón. En su mano izquierda, hojas y hierba arrancadas del suelo del bosque, que utilizaba para limpiar el extraño paquete.
Me miró con aquella tranquila confianza, mientras retiraba el envoltorio y descubría una pequeña varilla.
-Hoy vas a escapar –dijo, mientras desnudaba su torso tatuado.

Jamás habría creído lo que Ricardo me contó en aquellos escasos minutos, de no haber visto lo que vi la noche anterior. Si la muerte de Anielka no me hubiese revelado la verdad, si aquella comunión de sangre y dolor no hubiese puesto de manifiesto la verdadera forma de nuestros captores, habría creído que Ricardo era otro de los muchos presos que acabaron enloqueciendo de dolor y vergüenza en el campo.
Pero le creí.
Me habló del verdadero rostro de las sombras, de un terror infinito que habita en torno y al otro lado de nuestra realidad, y que en ocasiones se encarna, alimentado por la fuerza de la maldad, por la energía de las almas que vagan en los campos de batalla, por la sangre y la fe de los vivos, por el miedo de quienes se enfrentan al terror.
Me habló de realidades que superan las pesadillas de los ignorantes. Me habló de puertas que dan a vacíos inmensos, habitados por quienes están más allá de la muerte.
Me habló del poder de los tatuajes, de las palabras y fórmulas protectoras que le habían mantenido a salvo durante aquellos años de guerra y presidio. Y, mientras hablaba, mientras su voz hipnótica me convencía de que aquellos delirios eran la única verdad, tomó su hacha y, usando el filo como una navaja, cortó su piel a la altura del pecho, arrancando con precisión uno de los tatuajes. Mientras yo miraba la herida sangrante, de la que emanaba un vapor perfectamente visible en la fría atmósfera, él abrió mi chaqueta. Colocó aquél jirón sangriento sobre mi propio pecho, y sentí un dolor punzante, como si algo echase raíces en mi carne magra, como si extraños apéndices filosos surgiesen de aquella piel viva, clavándose en mí.
El frío pasó, y mi corazón pareció latir con más fuerza y constancia, con una energía renovada que alejó el cansancio y el miedo.

Me habló entonces de su enfermedad, una enfermedad mortal que estaba devorándole por dentro, una enfermedad que aquellos tatuajes no curarían, y me encomendó una misión.
La varilla que había escondido y ahora puesto en mis manos era una llave, una extraña llave de madera, recta en todos sus ángulos, desde el ojo hasta los dientes. Parecía antigua, y su tacto era suave y seco, de madera bien pulida. Cuando la tuve en mis manos, el tatuaje de mi pecho pareció latir suavemente, transmitiendo una nueva oleada de agradable calor por todo mi cuerpo.
Mi misión, la tarea que me encomendó Ricardo, era la de entregar aquella llave a su familia. Para ello debería cruzar medio continente, parte del cual estaba en guerra. Su país ya había sufrido una guerra intestina, una guerra en la que había resultado vencedor el bando del mal, el mismo que ahora gobernaba sobre nuestros destinos. Las mismas sombras, los mismos monstruos que habían utilizado aquel pequeño país al borde del continente como un ensayo general para su conquista. Era una locura, pero acepté hacerlo.
Buscaría a los Deza y les entregaría la llave. A cambio, el tatuaje que ardía en mi pecho me protegería. Y aquella mañana, entre la niebla y el humo, esa era la única verdad que me pareció clara.

Un crujido de ramas interrumpió nuestro diálogo de locos, y al mirar hacia la fuente del sonido vimos a dos de los guardias, que parecieron sorprendidos de vernos. Uno de ellos gritó, y aunque no llegué a dominar nunca su seco y brusco idioma, creí entender que preguntaba “¿Qué haces aquí?” mientras ambos miraban a Ricardo. Como si a mí no me hubieran visto. Supe que no me habían visto.
Sin mediar palabra, Ricardo recogió del suelo su hacha, lanzándola con torpeza contra los guardias armados, que saltaron a los lados para esquivarla. Aprovechó el momento de desconcierto para coger mi propio hacha, me gritó algo que apenas pude entender y se lanzó contra ellos como un antiguo dios de la guerra, surgido de la muerte y la sombra del bosque.
El primer golpe cercenó el brazo de uno de los guardias, y juro que vi cómo algunos de los tatuajes de su pecho brillaban al recibir las salpicaduras de sangre, como dientes ansiosos en una boca abierta, deseosa de alimento.
Mientras Ricardo atacaba al segundo guardia, apreté con fuerza la llave, recogí la camisa que él se había quitado, pensando que necesitaría ropa de abrigo, y empecé a correr a través del bosque.
Los gritos y los disparos me acompañaron durante algunos minutos, e incluso llegué a escuchar las sirenas de alarma del campo, como lamentos lejanos de un demonio que ha dejado escapar un alma.

Apenas recuerdo las siguientes semanas, el largo camino entre bosques y montañas, esquivando en lo posible los núcleos de población y los caminos por los que se movían convoyes de tropas de gris uniforme y negras sombras diabólicas.
Me alimenté de raíces, insectos y criaturas de los pantanos. Dormí en cuevas y bosques, como un animal salvaje, buscando siempre el oeste en mi camino, hasta que el gris de las tropas que veía en los caminos se convirtió en verde.
No supe cómo ni cuando había cruzado las líneas del frente, ni hasta qué punto el tatuaje siempre latente sobre mi pecho influyó en ello. Pero sé que no habría sobrevivido sin él .
Y finalmente, por milagro o por la voluntad de quienes, más allá del velo de niebla y humo, se oponían a las monstruosas sombras de muerte, llegué a aquel país enfermo de maldad, sometido, donde los Deza tenían su hogar, y cumplí mi misión.
Entregué la llave, que durante mi viaje había escondido en el mismo lugar en que lo hizo Ricardo, a su familia, contándoles todo lo que pude sobre aquellos últimos días de su vida.
Hubo una única cosa, una sola frase, que guardé en mi recuerdo y no compartí con ellos. Una frase que aún no había llegado a comprender pese a todo lo ocurrido. La frase que Ricardo gritó, hacha en mano, mientras corría hacia su combate final contra los monstruos, y que había llegado a entender en mi recuerdo con más claridad que cuando la pronunció, aunque su significado todavía se me escapaba.
“La muerte es sólo el comienzo”
FIN