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Extramuros
¿Cuál es el mejor día de una guerra?
Quizá pueda definirse a una persona por cómo
respondería a esta pregunta. Un alma ingenua dirá que el mejor día de una
guerra será el último, aquél que da paso a una nueva esperanza, a la paz, al
fin de la muerte y el peligro. Pensarán que en ese día bendito, las bayonetas
se fundirán para forjar arados y el mundo será mejor.
Los ambiciosos, los visionarios, dirían que
el mejor día de una guerra es el de la victoria, sin contemplar otro objetivo
ni otro final posible que el de resultar vencedores y adquirir poder.
Algunos pensarían que el mejor día de una
guerra es cada uno de los que la componen, cada uno de los que mantienen viva
la lucha, y se sentirían legitimados sólo mientras su papel de guerreros tenga
sentido, mientras puedan pelear por algo mejor que lo que había antes o por
defender lo que creen justo. Para algunos, incluso, pelear es la única manera
de dar sentido a sus vidas.
Unos pocos dirían que el mejor día de una
guerra es el primero.
En el primer día aún no se han cometido
errores imperdonables. Aún no existe el rencor, el odio a quienes son diferentes.
O si existe, si es la causa de la guerra que se avecina, es tan sólo una
semilla seca que todavía no se ha regado con sangre y lágrimas; la guerra,
incluso en el día final, sobre todo entonces, trae derrotados y vencedores,
sometimiento y soberbia que se enraízan con fuerza en la tierra abonada de
lápidas. Ambos bandos se enfrentan a un futuro de vergüenza oculta por los
desmanes cometidos, de heridas que no desaparecen y cicatrices que duelen en
los días tristes. Tras la guerra forjamos arados que nacen rojos, como
oxidados, por la sangre que bebieron las bayonetas. La paz no es siempre
olvido, no es nunca perdón. En la paz, los hombres acarician distraídamente sus
muñones mientras contemplan las ruinas de las fábricas que antes les dieron
trabajo, y las mujeres abrazan a los hijos que engendraron en ellas sus
enemigos mediante violación y saqueo, y les aman, porque son suyos, como aman a
sus maridos y hermanos, mutilados en carne y espíritu más allá de las fronteras
de lo que debió ocurrir. No hay poesía en el último día de la guerra.
El once de noviembre de 1918, a las once de
la mañana, la Primera Guerra Mundial llegó a su fin. No fue un buen día.
A las cinco de la mañana de ese lunes, en
cierto vagón de tren condenado a la inmortalidad, los grandes hombres firmaban
el armisticio. Entraría en vigor a las once de la mañana, pero la noticia
trascendió, gritada en todo el mundo por las agencias de prensa, y cientos de
miles de almas ingenuas salieron a las calles a festejar que habían
sobrevivido, que sus hombres en el frente estaban por fin a salvo.
Mientras las manos soberbias rubricaban la
paz en aquél vagón, Fernando Deza soñaba con la maravilla. Caminaba por un
campo verde de tallos altos, cruzando un riachuelo recién nacido en su
deambular. Música de grillos alegres, de abejas zumbonas, acompañaba su camino
hacia las murallas lejanas, titánicas, imposibles, que sustituían al horizonte.
No muy lejos ni muy cerca, en una tierra que
fue Francia y era cicatriz y cementerio asustado, un joven cabo llamado Adolf
dormía también, con un sueño más inquieto que el del niño, aferrado a la llave
de madera que colgaba sobre la piel quemada de su pecho. En su sueño, Adolf
caminaba por una tierra yerma, árboles muertos empalando el cadáver del mundo
silencioso. La piedra gris de una muralla infinita le esperaba al final del
camino y tres dirigibles, mayores que cualquier cosa que hubiera conocido en la
guerra, surcaban el cielo. Aquellas naves eran imposibles barcos voladores, con
tres mástiles saliendo de su armazón en forma radial, sujetando un aparejo de
velas negras como la última esperanza, negras como un amor roto, y más que
avanzar parecía que el cielo mismo se apartase a su paso. Adolf no pudo apartar
su vista de ellos, fascinado y asustado. De mirar a su alrededor, habría visto
la sombra de un niño que avanzaba en paralelo a él, dirigiéndose también a la
Ciudad.
Pero ni el niño ni el soldado cruzaron la
mirada en su sueño. No cabe preguntarse si eso fue bueno o malo, ni cómo habría
cambiado el futuro de ocurrir.
Lo que puede suceder, sucede. El resto es
sueño y niebla.
Muchos otros durmieron mientras las manos de
los líderes dejaban el bastón de mando para tomar la pluma. Muchos despertaron
y asaltaron de nuevo las trincheras que iban a ser abandonadas seis horas
después.
En aquellas seis horas los ejércitos aliados,
llevados por la rabia, por la desinformación o por el simple ansia de gloria de
sus oficiales, atacaron en todo el frente. La artillería disparó más
proyectiles que en toda la semana anterior. Cientos de hombres acometieron las
posiciones enemigas sólo para que sus mandos pudiesen fotografiarse en ellas,
sobre montañas de muertos y banderas conquistadas. Francotiradores ignorantes,
aislados, dispararon sobre todo lo que aún se atrevía a respirar. Mensajeros
motorizados que portaban órdenes de paz fueron ignorados hasta el mediodía. El
último muerto oficial de la guerra fue un soldado americano, a las 11:59 hora
local de Francia.
El ejército alemán se retiró, abandonando en
la línea de frente todo lo que ya no necesitaban, llevando sobre sus espaldas
humilladas mochilas de rencor y vergüenza. La guerra terminó envuelta en una
niebla roja.
Intramuros
La misma niebla roja, sólo un poco más
sólida, más real y hambrienta, rodeaba aún la ruinosa empalizada que Espejo y
los suyos defendían. Cientos de miles de guerreros descansaban y cuidaban sus
armas a ambos lados de la niebla, esperando órdenes, esperando que las órdenes
no llegasen, que la guerra terminara. Guardias de la Ciudad, ajenos al
enfrentamiento entre los tres Poderes en conflicto, patrullaban la muralla
inmensa, contemplando sin sorpresa el intermitente río de nuevos Despiertos que
la guerra de los durmientes había provocado.
Más de nueve millones de combatientes, sin
contar a los civiles, murieron en la Primera Guerra Mundial. No todos
despertaron, y sobre el destino de muchos de ellos nada se supo en la Ciudad,
ni les importó jamás. Pero muchos lo hicieron en medio del horror, descubriendo
su verdadera naturaleza. Algunos siguieron vivos, o en algún estado parecido a
la vida, en el mundo durmiente. Tal vez les faltó fuerza para cruzar, tal vez
su deseo de permanecer fue más fuerte. Fantasmas mutilados en campos de batalla
perdidos, en que las flores luchaban por crecer olvidando las tumbas en que se
enraizaban. Vampiros ansiosos de más sangre, hombres transformados en bestias o
que conocieron las puertas del poder gracias a oscuros talismanes, humanos que
dieron un paso adelante y descubrieron su capacidad de ver y actuar más allá de
lo antes resultaba posible.
Muchos otros cruzaron, llegando a la Ciudad
por alguna de sus tres Puertas. Así había sido durante toda la guerra, y nadie
se sorprendía ya por ello. La Ciudad Oculta se alimentaba a sí misma, y sus
muertos eran sustituidos por los recién llegados. Que se uniesen a uno u otro
bando, o permaneciesen ajenos a la contienda, era algo que no parecía depender
más que de ellos mismos. Toda vida, incluso más allá de la vida, depende de sus
propias decisiones.
Hubo algo en común para nuevos y viejos
habitantes, algo que todos vieron de la misma manera cuando alzaron su cabeza
para contemplar el cielo.
La Ciudad se sumió en un silencio expectante,
pesado como terciopelo mojado, cuando los tres dirigibles se elevaron desde el
inmenso patio del palacio de Binah.
Cada uno de ellos medía casi trescientos
metros de largo, englobando en su estructura de duraluminio veinte bolsas de
helio, pues los forjadores y alquimistas de la Ciudad habían aprendido pronto
que el hidrógeno utilizado por los durmientes es mucho más inflamable. Tras un
ascenso casi vertical los tres dirigibles se separaron, desplegando tres
mástiles en forma radial que sustentaban una arboladura de velas negras,
invisibles en la noche que moría, destinada a dirigir e impulsar las naves
inmensas.
Poco a poco, lentas como una amenaza, las
naves cruzaron la Ciudad, separándose despacio. Ninguna mirada se despegó de
ellas. En las zonas neutrales, la gente salió a balcones y azoteas,
contemplando el horror que se avecinaba.
Durante las cinco horas que los dirigibles, a
una velocidad estable de ciento diez kilómetros por hora, tardaron en recorrer
el espacio entre el palacio de Binah y la empalizada, nadie se movió. Todos
ellos especularon sobre lo que iba a ocurrir. Muchos recordaron los bombardeos
que la Ciudad había sufrido en tiempos anteriores a los Pactos, y se
preguntaron si la Maestra Madre estaba tan loca como para incumplirlos. El
Maestro Justicia y sus sirvientes se desplegaron en las torres de observación,
dispuestos a registrar todo lo que ocurriese. Aunque los Justicias tenían, tal
vez, el poder de detener a las naves, no era esa su función. Simplemente
tomarían notas sobre sus tablillas de cristal y esperarían.
La luz inundó la Ciudad por delante de los
dirigibles, como si tuviese prisa por llevar el amanecer y negar la oscura
sombra, o tal vez estuviese sólo ansiosa por dejar ver la tragedia. Quién sabe
qué desea la luz.
El ejército de Binah se puso en marcha cuando
los globos pasaron sobre sus posiciones, empujando las altas torres hacia
delante a fuerza de brazos. Formaron para el ataque, temerosos de la niebla que
se revolvía, como hambrienta, a los pies de la empalizada. Sus oficiales
sudaban bajo las armaduras, sabiendo que la carnicería sería terrible. Pero las
órdenes de Binah eran claras, y morir bajo la espada o devorado por la niebla
sería menos doloroso que desobedecer a la madre.
Espejo preparó a sus huestes. La luz de sus
ojos ardía, tratando de penetrar la estructura de duraluminio para ver qué se
avecinaba, pero nubes de hechizos cubrían cada centímetro de las pesadas
cabinas que colgaban de los aparatos, y el Maestro no veía más que depósitos de
agua. No tenía sentido, a no ser que sus enemigos estuviesen tan locos como
para bombardearle con alguna sustancia química. Eso violaría claramente los
pactos y el Maestro Justicia actuaría. Frunció las cejas.
-Avisad a Anteo –ordenó con voz queda–, que
sus nefáridas estén preparados para cualquier cosa.
Menendo corrió a cumplir la orden, mientras
los arqueros preparaban sus flechas.
Pensé que era buena cosa ir hablando más de los entresijos de la Ciudad, de cómo es posible llegar a ella, y el camino más claro es a través del enfrentamiento del individuo con lo que realmente es. Una guerra, creo, es una situación que nos empuja a ser ángeles o demonios, por decirlo de una forma simple.
ResponderEliminarBueno de lo escrito del capítulo de hoy, como siempre muy bueno amigo, ansiosa a la batalla final.
ResponderEliminarEn el tema de la música .....sin comentario, sólo la escuche con los cascos, las imágenes ni verlas :)
Me gusta tu forma de contar historias los cientos de pequeños detalles que dan color al relato. Voy a por el siguiente capítulo.
ResponderEliminarAndo releyendo capítulos en busca del primer nefárida. . .
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