.

.

viernes, 24 de noviembre de 2017

JUAN TRAGEDIA 4

Ambos hombres se habían citado para el día siguiente. Manuel estaba ansioso, según dijo, “por conocer al resto de mi familia en España” y arreglar la injusticia cometida contra su hermano. Respecto a cómo pensaba hacerlo, no quiso contárselo a Juan. Aún no.
- De hecho –fue todo lo que dijo –la mitad de lo mío es tuyo por derecho.
Ante aquella declaración, Juan había protestado, oponiéndose. Argumentó que Manuel había ganado lo que tenía con su trabajo y esfuerzo, y que sólo a él le pertenecía. Pero Manuel, tras dar la propina al aparcacoches del restaurante, rechazó sus palabras con un gesto de la mano.
- Tú lo habrías logrado igualmente de haber tenido la oportunidad. Y, sinceramente, creo que ha llegado el momento de que disfrutes de esa oportunidad.
Aquella frase convenció a Juan. Desde luego, él jamas había tenido oportunidades en la vida, eso lo sabía. Ya era hora. Así que se sorprendió preguntándose cuánto serían la mitad de las posesiones de un hombre que daba billetes rojos como propina y conducía un Mercedes recién salido al mercado.

Llegó, como no puede ser de otra forma, el día siguiente. Juan se vistió con sus mejores galas. Consistían éstas en un traje comprado para la comunión de Marta, cuatro años atrás, y una corbata que Pedro le regaló por el Día del Padre del año anterior. Aquella corbata fue pagada por su mujer, porque el hijo no tenía intención de comprarle nada, pero esto Juan Tragedia no lo sabía. De todas formas, estaba en muy buen estado. Era la tercera vez que se la ponía.
Entró en la cocina, atraído por el olor del café recién hecho.
- Anoche volviste muy tarde –le reprobó Pilar, sin ni siquiera volverse a mirarle. Él gruñó una ambigüedad ininteligible.
- Sé que no es fácil estar en paro, Juan, pero no vas a solucionarlo quedándote hasta las ...
Se había girado, con dos tazas de café en las manos ajadas, y se quedó de piedra al ver el aspecto de su marido.
- Joder, qué guapo te has puesto –la voz aún mostraba su enfado, contenido en parte por la curiosidad -. ¿Dónde vas tan arreglado?
Él respondió, sin saber porqué, con una mentira. Le dijo que tenía una entrevista de trabajo, que un amigo del bar le había hablado de una fábrica de montaje de maquinaria industrial, donde podrían necesitar gente con su experiencia. Por eso llegó tan tarde, por hablar con éste amigo y lograr la entrevista, ya que el tipo conocía a uno de la fábrica...
- Oh, eso es genial –sonrió ella, ya olvidado su enfado -. Vaya, espero que tengas suerte.
Se acercó a la mesa con el café y dio un leve beso en los labios que con tanta facilidad la engañaron. Él dio el nombre de un pueblo cercano, donde iban a abrir la factoría, y se quejó de tener que ir en taxi, por culpa del cabrón del Chapas, que aún no le había arreglado el coche. Dijo que no sabía a qué hora iba a volver, y una sombra nubló la mente de Pilar, pero la suspicacia de sus ojos no fue detectada por él, que mantenía la mirada fija en una Marbú dorada al huevo. Sin embargo, la sombra se aclaró enseguida. Al fin y al cabo, ¿qué mujer no desea confiar en su hombre?
- Bueno, el caso es intentarlo.
Aún quedaba un resquicio de convicción y aliento en su voz.

Salió del barrio en taxi, para que su mujer no llegase a sospechar de la mentira en el caso de que se asomase a la ventana. Le sorprendía su capacidad de inventarse excusas en los últimos días. No es que Juan no mintiese nunca, sino que no sabía hacerlo. Siempre, hasta ahora, se le notaba rápidamente.

Se encontró con Manuel en una discreta cafetería de las afueras. Su hermano, y qué fácilmente surgió la palabra, vestía aquella mañana un atuendo mucho más informal que el día anterior. Unos vaqueros, tan nuevos que Juan buscó inconscientemente la etiqueta colgando, y una camisa amarilla de cuadros pequeños, que le pareció muy elegante.   
Se sintió ridículo, enfundado en aquél traje viejo, que vestía sólo para causar buena impresión a Manuel. Supuso que él también le vería así. Sin embargo, éste sonrió con aprobación, le colocó las solapas y ajustó los hombros.
- Vaya, chico. Estás inmenso.
Sonrojándose, pero íntimamente satisfecho, Juan se dejó guiar hasta una de las pequeñas mesas circulares. La superficie era una imitación de mármol blanco, y del centro surgía una soporte de madera que se bifurcaba en tres patas a un palmo del suelo. Éste era de gres, un suelo de color blanco con una miríada de puntos negros salpicando su superficie. Las paredes estaban cubiertas de pequeños azulejos, de un blanco cremoso, desde el suelo hasta aproximadamente un metro y medio de altura. A esa distancia, una línea de color marrón los separaba de la pared, pintada en un tono amarillo nicotina, adornada con carteles taurinos, un par de banderillas y multitud de fotografías en las que el orgulloso propietario del local saludaba a varios toreros más o menos populares. El techo luchaba por seguir siendo blanco, pese a la humareda casi constante que lo saturaba. Amén de los solemnes desconchones de todo bar con solera, sustentaba este techo uno de esos antiguos ventiladores de aspas gigantescas y perezosas, y dos bombillas cuyas pantallas eran los restos mortales de algunas moscas que optaron por la incineración.
Todo éste conjunto, además de la barra cubierta de paneles de madera, fue visto y absorbido por Juan en décimas de segundo. De pronto disfrutaba de nuevo de aquella sublime percepción del entorno. Para cuando Manuel le preguntó qué quería tomar, él ya sabía que aquél suelo era Metropol blanco, fabricado por Grespania. Que los azulejos eran Itaca blanco, de Aparici, y que los paneles de la barra no eran de autentica madera, sino de sapelly del barato. Y todo eso lo sabía por las cosas que aprendió en sus diversos trabajos, las cosas que hasta entonces daba por olvidadas, y que de pronto recordaba con claridad.  Pensó que aquél tipo se había equivocado al barnizar el sapelly, y por eso éste se oscureció, y que las bombillas, de cuarenta vatios, debían dar al local aspecto de cueva al llegar la noche. Las rugosidades del falso mármol bajo sus dedos semejaban  los relieves de algún planeta desconocido, y el aire todo se llenaba con la fragancia Massimo Dutti que emanaba de su hermano. Y la sensación de absoluto conocimiento, y por tanto de poder real y efectivo, le embargó con toda su fuerza. Por primera vez se sintió plenamente feliz. Allí, frente a Manuel, en su compañía, sintió que era un hombre real. Y le miró a los ojos mientras le escuchaba.


- Cuando los detectives te localizaron en ésta provincia, decidí cogerme una largas vacaciones y venir yo mismo para conocerte. La verdad, mis detectives no sabían aún dónde vivías o trabajabas, sólo que eras un hombre casado y empadronado aquí. He comprado un chalé en la urbanización Los Jardines del Sol y ... aquí estoy.
Juan le observó, anonadado. Los Jardines era una urbanización de lujo en las afueras de la ciudad. Por lo que había oído  en el bar de Paco, una parcela allí costaba más de cincuenta millones de pesetas. Y, sin embargo, Manuel hablaba de ello con toda naturalidad, como si aquella cantidad de dinero resultase irrisoria para él.
- Vaya, Juan, no sabes las ganas que tengo de que podamos compartir todo eso. El chalé, la piscina que estoy construyendo... Pronto tendrás la vida que mereces. La que debiste tener siempre –le miró de arriba abajo, y Juan apartó la mirada, aunque tardó en hacerlo -Mírate, hombre. Con ese traje, cualquiera podría confundirte conmigo sólo con que te afeitases la barba.
Sonrió. De pronto, Juan alzó la vista, encontrándose con la mirada parda y divertida de Manuel. Una mirada cómplice, de esas que dicen: ¿Estás pensando lo mismo que yo?. Una mirada de tan perfecta compenetración que sólo es posible entre dos hermanos. O así le pareció a Juan Tragedia en aquél momento.

La espontaneidad de la idea debió sorprender por igual a ambos. Sin embargo, Manuel cambió de tema rápidamente, como si rechazase con un manotazo mental la extraña sincronización de pensamiento. Y Juan se dejó arrastrar por su voz vital y entusiasta, que le contaba cómo era la casa de los Jardines, y le hablaba de las grandes diferencias entre España y Alemania. Como si la idea sólo hubiese aparecido en la mente de Juan.
Sin embargo, la idea quedó flotando en su cerebro, como una gota de rocío en el envés de una hoja, resbalando lenta y fría antes de precipitarse en el aire y resultar visible únicamente cuando refleja la luz del sol.

La hora de la cena era uno de los pocos momentos del día en los que toda la familia Muñoz (y resultaba curioso pensarlo, pero era la familia Gutiérrez) se reunía. Normalmente, la conversación era conducida por las mujeres del clan, que trataban de cosas tan cotidianas como la cesta de la compra o las particularidades de un determinado profesor de las niñas.
Sin embargo, aquél caluroso día de junio, mientras degustaban el primer intento de gazpacho de Ana, Juan tomó las riendas del diálogo para proponer a su hijo la posibilidad de trabajar durante el verano. Después de todo, razonó, el chico no tenía asignaturas pendientes, y así aprendería algo de la vida, que le iba haciendo falta.
- Pero, hombre –la palabra “papá” no aparecía en el diccionario del joven -, éste verano pensaba hacer un curso de informática. Os lo dije hace tres meses y dijisteis que sí.
- Es verdad, Juan –intervino la esposa.
Él sintió una opresión en el pecho, un hormigueo de furia sorda, tan súbito y voraz que le dominó sin remisión posible. Por Dios bendito, aquella mujer parecía empeñada en llevarle la contraria constantemente. Ya era hora de que el chico aprendiese un oficio de una puta vez, dijo, intentando mantenerse calmado. Ya tendría tiempo de hacer el jodido cursillo.
- Joder, hombre...
- No hables así, Pedro.- le cortó Pilar.
 El chico la miró con expresión de fastidio. En situaciones de ese tipo era difícil saber de qué lado estaría su madre al final. Ella danzaba sobre la difusa línea de la ambigüedad como la mismísima Isadora Duncan.
- Mira –continuó, la vista fija en los ojos de su padre -, el próximo curso doy informática en el instituto, y casi no sé ni encender un ordenador. Ya sé que andamos justos de dinero, y más ahora que no trabajas, pero...
            Juan derramó casi la mitad del vaso de vino del que estaba bebiendo, y lo dejó sobre la mesa con un golpe seco y fuerte que hizo encogerse a las niñas en sus sillas. ¿Quién demonios se había creído que era aquél mocoso de mierda?
            - ... el cursillo no dura más que un mes. Y tampoco te pido que me compres un ordenador, desde luego.
            Juan Tragedia no aguantó más. Se sintió como si su hijo le cuestionase no sólo el hecho de estar en paro, sino el de no tener dinero para comprar el puto ordenador. Un chaval que no ha trabajado en toda su vida, que come un pan que le traen a casa y que vive bajo el techo de otro hombre, que se permite el lujo de estudiar chorradas gracias a él, gritó fuera de sí, ¿tiene todavía la cara dura de pedirle un ordenador? ¿Creía Pedro que el dinero nacía de los árboles y él sólo tenía que salir a la calle y cogerlo?
Muy bien, si quería el curso de los huevos, que se lo ganase.
Iría a trabajar al taller del Chapas media jornada, y podría dedicar la otra media a estudiar informática o a lo que le diese la real gana. Y se acabó la discusión.
Juan soltó a gritos todo aquél torrente de palabras antes de que le reventasen dentro del pecho, acallando las nacientes protestas de Pilar, mientras su hijo sostenía serenamente la mirada, sin inmutarse lo más mínimo. Sin embargo, Ana y Marta se encogieron en sus sillas, olvidada la comida de sus platos.
No fue hasta que Pilar susurró “Juan, las niñas”, que él se dio cuenta del miedo pintado en los rostros de sus hijas. Aquellas niñas, que aún dejaban su puerta abierta para que su padre las besase por la noche, le miraban ahora sorprendidas y temerosas, como si fuese un desconocido quien hablase.
Juan las contempló extrañado. Las dos niñas no miraban su cara furiosa, como sería lógico, sino sus manos. Entonces él se dio cuenta de que sus puños estaban crispados, aferrando con fuerza los cubiertos, hasta el punto de teñir de blanco los nudillos. Relajó las manos y sonrió, en un intento de tranquilizarlas, pero era consciente de lo poco que le había faltado para golpear al muchacho con aquellas manos cerradas.
- Ésta bien, de acuerdo –habló Pedro con voz serena -. Mañana iré al taller y hablaré con el Chapas. Trabajaré con él y me pagaré el cursillo. Incluso puedo seguir trabajando durante el curso, si quieres.
Juan pestañeó, sorprendido. Él no deseaba eso. Quería que su hijo estudiase y tuviese una oportunidad de ser mejor de lo que él había sido. Pero no lo dijo.
- Pero no te voy a dar ni un duro de ese dinero. Y no volveré a pedirte dinero a ti. A partir de ahora, mi vida es mía.
Acto seguido, sin dar ocasión a una réplica, Pedro se levantó de la mesa, rechazando con gesto suave pero firme la mano que su madre extendía para retenerle. Salió de la cocina. Cuando Juan le preguntó dónde iba, el muchacho contestó con ironía:
- A la biblioteca, a por un manual de mecánica.
Nadie en torno a la mesa comentó que, a esas horas de la noche, ninguna biblioteca está abierta.
Lo único que pudo hacer Pilar para arreglar el problema fue arrancar a ambos hombres la promesa de que evitarían nuevos enfrentamientos en el futuro. Sobre todo, delante de las niñas.
- Yo ya estoy curada de espanto con vosotros dos, pero las niñas no tienen que aguantaros.
Juan trató de ser conciliador, olvidar aquella discusión estúpida, pero Pedro era demasiado orgulloso como para que todo fuese tan simple. Ambos aseguraron que no habría nuevos enfrentamientos, y se separaron con un armisticio firmado bajo supervisión oficial de la madre, pero con una evidente tensión.

Al ver a su hijo alejarse, Juan se alegró de que tuviese aquél orgullo, aquella firmeza. Y le deseó interiormente, de todo corazón, que pudiese mantenerlos durante toda su vida sin arrepentirse jamás.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Ya podéis comentar tranquilos, sin palabras ilegibles ni más trámites. No os cortéis, vuestras opiniones me vienen muy bien.

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...