Ambos hombres se habían citado para
el día siguiente. Manuel estaba ansioso, según dijo, “por conocer al resto de
mi familia en España” y arreglar la injusticia cometida contra su hermano.
Respecto a cómo pensaba hacerlo, no quiso contárselo a Juan. Aún no.
- De hecho –fue todo lo que dijo –la
mitad de lo mío es tuyo por derecho.
Ante aquella declaración, Juan había
protestado, oponiéndose. Argumentó que Manuel había ganado lo que tenía con su
trabajo y esfuerzo, y que sólo a él le pertenecía. Pero Manuel, tras dar la
propina al aparcacoches del restaurante, rechazó sus palabras con un gesto de
la mano.
- Tú lo habrías logrado igualmente de
haber tenido la oportunidad. Y, sinceramente, creo que ha llegado el momento de
que disfrutes de esa oportunidad.
Aquella frase convenció a Juan. Desde
luego, él jamas había tenido oportunidades en la vida, eso lo sabía. Ya era
hora. Así que se sorprendió preguntándose cuánto serían la mitad de las
posesiones de un hombre que daba billetes rojos como propina y conducía un
Mercedes recién salido al mercado.
Llegó, como no puede ser de otra
forma, el día siguiente. Juan se vistió con sus mejores galas. Consistían éstas
en un traje comprado para la comunión de Marta, cuatro años atrás, y una
corbata que Pedro le regaló por el Día del Padre del año anterior. Aquella
corbata fue pagada por su mujer, porque el hijo no tenía intención de comprarle
nada, pero esto Juan Tragedia no lo sabía. De todas formas, estaba en muy buen
estado. Era la tercera vez que se la ponía.
Entró en la cocina, atraído por el
olor del café recién hecho.
- Anoche volviste muy tarde –le
reprobó Pilar, sin ni siquiera volverse a mirarle. Él gruñó una ambigüedad ininteligible.
- Sé que no es fácil estar en paro,
Juan, pero no vas a solucionarlo quedándote hasta las ...
Se había girado, con dos tazas de
café en las manos ajadas, y se quedó de piedra al ver el aspecto de su marido.
- Joder, qué guapo te has puesto –la
voz aún mostraba su enfado, contenido en parte por la curiosidad -. ¿Dónde vas
tan arreglado?
Él respondió, sin saber porqué, con
una mentira. Le dijo que tenía una entrevista de trabajo, que un amigo del bar
le había hablado de una fábrica de montaje de maquinaria industrial, donde
podrían necesitar gente con su experiencia. Por eso llegó tan tarde, por hablar
con éste amigo y lograr la entrevista, ya que el tipo conocía a uno de la
fábrica...
- Oh, eso es genial –sonrió ella, ya
olvidado su enfado -. Vaya, espero que tengas suerte.
Se acercó a la mesa con el café y dio
un leve beso en los labios que con tanta facilidad la engañaron. Él dio el
nombre de un pueblo cercano, donde iban a abrir la factoría, y se quejó de
tener que ir en taxi, por culpa del cabrón del Chapas, que aún no le había
arreglado el coche. Dijo que no sabía a qué hora iba a volver, y una sombra
nubló la mente de Pilar, pero la suspicacia de sus ojos no fue detectada por
él, que mantenía la mirada fija en una Marbú dorada al huevo. Sin embargo, la
sombra se aclaró enseguida. Al fin y al cabo, ¿qué mujer no desea confiar en su
hombre?
- Bueno, el caso es intentarlo.
Aún quedaba un resquicio de
convicción y aliento en su voz.
Salió del barrio en taxi, para que su
mujer no llegase a sospechar de la mentira en el caso de que se asomase a la
ventana. Le sorprendía su capacidad de inventarse excusas en los últimos días.
No es que Juan no mintiese nunca, sino que no sabía hacerlo. Siempre, hasta
ahora, se le notaba rápidamente.
Se encontró con Manuel en una
discreta cafetería de las afueras. Su hermano, y qué fácilmente surgió la
palabra, vestía aquella mañana un atuendo mucho más informal que el día
anterior. Unos vaqueros, tan nuevos que Juan buscó inconscientemente la
etiqueta colgando, y una camisa amarilla de cuadros pequeños, que le pareció
muy elegante.
Se sintió ridículo, enfundado en
aquél traje viejo, que vestía sólo para causar buena impresión a Manuel. Supuso
que él también le vería así. Sin embargo, éste sonrió con aprobación, le colocó
las solapas y ajustó los hombros.
- Vaya, chico. Estás inmenso.
Sonrojándose, pero íntimamente
satisfecho, Juan se dejó guiar hasta una de las pequeñas mesas circulares. La
superficie era una imitación de mármol blanco, y del centro surgía una soporte
de madera que se bifurcaba en tres patas a un palmo del suelo. Éste era de
gres, un suelo de color blanco con una miríada de puntos negros salpicando su
superficie. Las paredes estaban cubiertas de pequeños azulejos, de un blanco
cremoso, desde el suelo hasta aproximadamente un metro y medio de altura. A esa
distancia, una línea de color marrón los separaba de la pared, pintada en un
tono amarillo nicotina, adornada con carteles taurinos, un par de banderillas y
multitud de fotografías en las que el orgulloso propietario del local saludaba
a varios toreros más o menos populares. El techo luchaba por seguir siendo
blanco, pese a la humareda casi constante que lo saturaba. Amén de los solemnes
desconchones de todo bar con solera, sustentaba este techo uno de esos antiguos
ventiladores de aspas gigantescas y perezosas, y dos bombillas cuyas pantallas
eran los restos mortales de algunas moscas que optaron por la incineración.
Todo éste conjunto, además de la
barra cubierta de paneles de madera, fue visto y absorbido por Juan en décimas
de segundo. De pronto disfrutaba de nuevo de aquella sublime percepción del
entorno. Para cuando Manuel le preguntó qué quería tomar, él ya sabía que aquél
suelo era Metropol blanco, fabricado por Grespania. Que los azulejos eran Itaca
blanco, de Aparici, y que los paneles de la barra no eran de autentica madera,
sino de sapelly del barato. Y todo eso lo sabía por las cosas que aprendió en
sus diversos trabajos, las cosas que hasta entonces daba por olvidadas, y que
de pronto recordaba con claridad. Pensó
que aquél tipo se había equivocado al barnizar el sapelly, y por eso éste se
oscureció, y que las bombillas, de cuarenta vatios, debían dar al local aspecto
de cueva al llegar la noche. Las rugosidades del falso mármol bajo sus dedos
semejaban los relieves de algún planeta
desconocido, y el aire todo se llenaba con la fragancia Massimo Dutti que
emanaba de su hermano. Y la sensación de absoluto conocimiento, y por tanto de
poder real y efectivo, le embargó con toda su fuerza. Por primera vez se sintió
plenamente feliz. Allí, frente a Manuel, en su compañía, sintió que era un
hombre real. Y le miró a los ojos mientras le escuchaba.
- Cuando los detectives te
localizaron en ésta provincia, decidí cogerme una largas vacaciones y venir yo
mismo para conocerte. La verdad, mis detectives no sabían aún dónde vivías o
trabajabas, sólo que eras un hombre casado y empadronado aquí. He comprado un
chalé en la urbanización Los Jardines del Sol y ... aquí estoy.
Juan le observó, anonadado. Los
Jardines era una urbanización de lujo en las afueras de la ciudad. Por lo que
había oído en el bar de Paco, una
parcela allí costaba más de cincuenta millones de pesetas. Y, sin embargo,
Manuel hablaba de ello con toda naturalidad, como si aquella cantidad de dinero
resultase irrisoria para él.
- Vaya, Juan, no sabes las ganas que
tengo de que podamos compartir todo eso. El chalé, la piscina que estoy
construyendo... Pronto tendrás la vida que mereces. La que debiste tener
siempre –le miró de arriba abajo, y Juan apartó la mirada, aunque tardó en
hacerlo -Mírate, hombre. Con ese traje, cualquiera podría confundirte conmigo
sólo con que te afeitases la barba.
Sonrió. De pronto, Juan alzó la
vista, encontrándose con la mirada parda y divertida de Manuel. Una mirada
cómplice, de esas que dicen: ¿Estás pensando lo mismo que yo?. Una mirada de
tan perfecta compenetración que sólo es posible entre dos hermanos. O así le
pareció a Juan Tragedia en aquél momento.
La espontaneidad de la idea debió
sorprender por igual a ambos. Sin embargo, Manuel cambió de tema rápidamente,
como si rechazase con un manotazo mental la extraña sincronización de
pensamiento. Y Juan se dejó arrastrar por su voz vital y entusiasta, que le
contaba cómo era la casa de los Jardines, y le hablaba de las grandes
diferencias entre España y Alemania. Como si la idea sólo hubiese aparecido en
la mente de Juan.
Sin embargo, la idea quedó flotando
en su cerebro, como una gota de rocío en el envés de una hoja, resbalando lenta
y fría antes de precipitarse en el aire y resultar visible únicamente cuando
refleja la luz del sol.
La hora de la cena era uno de los
pocos momentos del día en los que toda la familia Muñoz (y resultaba curioso
pensarlo, pero era la familia Gutiérrez) se reunía. Normalmente, la
conversación era conducida por las mujeres del clan, que trataban de cosas tan
cotidianas como la cesta de la compra o las particularidades de un determinado
profesor de las niñas.
Sin embargo, aquél caluroso día de
junio, mientras degustaban el primer intento de gazpacho de Ana, Juan tomó las
riendas del diálogo para proponer a su hijo la posibilidad de trabajar durante
el verano. Después de todo, razonó, el chico no tenía asignaturas pendientes, y
así aprendería algo de la vida, que le iba haciendo falta.
- Pero, hombre –la palabra “papá” no
aparecía en el diccionario del joven -, éste verano pensaba hacer un curso de
informática. Os lo dije hace tres meses y dijisteis que sí.
- Es verdad, Juan –intervino la
esposa.
Él sintió una opresión en el pecho,
un hormigueo de furia sorda, tan súbito y voraz que le dominó sin remisión
posible. Por Dios bendito, aquella mujer parecía empeñada en llevarle la
contraria constantemente. Ya era hora de que el chico aprendiese un oficio de
una puta vez, dijo, intentando mantenerse calmado. Ya tendría tiempo de hacer
el jodido cursillo.
- Joder, hombre...
- No hables así, Pedro.- le cortó
Pilar.
El chico la miró con expresión de fastidio. En
situaciones de ese tipo era difícil saber de qué lado estaría su madre al
final. Ella danzaba sobre la difusa línea de la ambigüedad como la mismísima
Isadora Duncan.
- Mira –continuó, la vista fija en
los ojos de su padre -, el próximo curso doy informática en el instituto, y
casi no sé ni encender un ordenador. Ya sé que andamos justos de dinero, y más
ahora que no trabajas, pero...
Juan
derramó casi la mitad del vaso de vino del que estaba bebiendo, y lo dejó sobre
la mesa con un golpe seco y fuerte que hizo encogerse a las niñas en sus
sillas. ¿Quién demonios se había creído que era aquél mocoso de mierda?
-
... el cursillo no dura más que un mes. Y tampoco te pido que me compres un
ordenador, desde luego.
Juan
Tragedia no aguantó más. Se sintió como si su hijo le cuestionase no sólo el
hecho de estar en paro, sino el de no tener dinero para comprar el puto
ordenador. Un chaval que no ha trabajado en toda su vida, que come un pan que
le traen a casa y que vive bajo el techo de otro hombre, que se permite el lujo
de estudiar chorradas gracias a él, gritó fuera de sí, ¿tiene todavía la cara
dura de pedirle un ordenador? ¿Creía Pedro que el dinero nacía de los árboles y
él sólo tenía que salir a la calle y cogerlo?
Muy bien, si quería el curso de los
huevos, que se lo ganase.
Iría a trabajar al taller del Chapas
media jornada, y podría dedicar la otra media a estudiar informática o a lo que
le diese la real gana. Y se acabó la discusión.
Juan soltó a gritos todo aquél
torrente de palabras antes de que le reventasen dentro del pecho, acallando las
nacientes protestas de Pilar, mientras su hijo sostenía serenamente la mirada,
sin inmutarse lo más mínimo. Sin embargo, Ana y Marta se encogieron en sus
sillas, olvidada la comida de sus platos.
No fue hasta que Pilar susurró “Juan,
las niñas”, que él se dio cuenta del miedo pintado en los rostros de sus hijas.
Aquellas niñas, que aún dejaban su puerta abierta para que su padre las besase
por la noche, le miraban ahora sorprendidas y temerosas, como si fuese un
desconocido quien hablase.
Juan las contempló extrañado. Las dos
niñas no miraban su cara furiosa, como sería lógico, sino sus manos. Entonces
él se dio cuenta de que sus puños estaban crispados, aferrando con fuerza los
cubiertos, hasta el punto de teñir de blanco los nudillos. Relajó las manos y
sonrió, en un intento de tranquilizarlas, pero era consciente de lo poco que le
había faltado para golpear al muchacho con aquellas manos cerradas.
- Ésta bien, de acuerdo –habló Pedro
con voz serena -. Mañana iré al taller y hablaré con el Chapas. Trabajaré con
él y me pagaré el cursillo. Incluso puedo seguir trabajando durante el curso,
si quieres.
Juan pestañeó, sorprendido. Él no
deseaba eso. Quería que su hijo estudiase y tuviese una oportunidad de ser
mejor de lo que él había sido. Pero no lo dijo.
- Pero no te voy a dar ni un duro de
ese dinero. Y no volveré a pedirte dinero a ti. A partir de ahora, mi vida es
mía.
Acto seguido, sin dar ocasión a una
réplica, Pedro se levantó de la mesa, rechazando con gesto suave pero firme la
mano que su madre extendía para retenerle. Salió de la cocina. Cuando Juan le
preguntó dónde iba, el muchacho contestó con ironía:
- A la biblioteca, a por un manual de
mecánica.
Nadie en torno a la mesa comentó que,
a esas horas de la noche, ninguna biblioteca está abierta.
Lo único que pudo hacer Pilar para arreglar
el problema fue arrancar a ambos hombres la promesa de que evitarían nuevos
enfrentamientos en el futuro. Sobre todo, delante de las niñas.
- Yo ya estoy curada de espanto con
vosotros dos, pero las niñas no tienen que aguantaros.
Juan trató de ser conciliador,
olvidar aquella discusión estúpida, pero Pedro era demasiado orgulloso como
para que todo fuese tan simple. Ambos aseguraron que no habría nuevos
enfrentamientos, y se separaron con un armisticio firmado bajo supervisión
oficial de la madre, pero con una evidente tensión.
Al ver a su hijo alejarse, Juan se
alegró de que tuviese aquél orgullo, aquella firmeza. Y le deseó interiormente,
de todo corazón, que pudiese mantenerlos durante toda su vida sin arrepentirse
jamás.
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