Ya a la vista de su edificio, Juan se
encontró con su viejo amigo el Chapas, propietario del taller del barrio.
Decidieron tomar un chato en el bar de Paco, para abrir el apetito antes de la
cena.
-Coño, Juanito - saludó Paco- ¿Qué
haces tú aquí? ¿No estabas de tarde?
Juan se encogió de hombros, y la
mentira surgió espontáneamente. Explicó que había dejado el trabajo, harto ya
de currar mucho y cobrar poco, y que se tomaría unas vacaciones antes de
empezar en otro sitio. Cobraría el paro un par de meses y luego buscaría
trabajo, antes de agotar el subsidio.
- Joder. Hay que tener
cojones... –dijo Paco, sin disimular su
admiración-. Bueno, un par de chatos, ¿no?
Juan no olvidó comentarle a Paco lo
de su hijo, Pedro, porque quería que el chaval fuese aprendiendo algo de la
vida y no todas las tonterías que le enseñaban en clase.
- Bueno, no sé. Tampoco podría
pagarle mucho. Ya ves que esto está muy parado.
Juan le dijo, con su sonrisa canina,
que el dinero no le preocupaba. Después de todo, para llevar dinero a casa ya
estaba él. Sólo lo hacia por el chaval, para que se fuese espabilando.
- Oyes, pues igual me le llevo yo al
taller por las mañanas - terció el Chapas- y que vaya aprendiendo algo. Un
oficio de verdad, algo seguro.
- ¿Qué pasa, que un bar no es un
oficio de verdad? - se picó el camarero.
- Un bar va a temporadas, hombre - le
explicó Chapas -, pero coches estropeados los hay siempre.
- Claro, jilipollas - saltó Paco -, y
la mitad de ellos les estropean tíos que acaban de salir de un bar.
Juan, que ya sabía de memoria cómo
seguía la eterna discusión, se levantó para marcharse. Le enfurecía ver a dos
hombres, ambos autónomos, dueños de sus negocios y por tanto, pensaba él, de
sus vidas, discutiendo como críos. La mano callosa se había posado ya sobre el
gastado picaporte cuando la máquina tragaperras entró en su campo de visión. La
figura comodín, la manzana de Cirsa, estaba en la línea central. Si podía
retenerla era un premio casi seguro, pensó, y si salían otras dos iguales...
Supongo que ya lo han imaginado. Las
manzanas no salieron, y Juan tampoco cenó con su mujer aquella noche. A la máquina tragaperras
le siguió el mus, con Paco como pareja y otro tertuliano habitual, el Agujas,
junto a Chapas. El Agujas era un jubilado de R.E.N.F.E, dedicado en su mucho
tiempo libre a desperrar a los incautos en juegos de cartas que dominaba desde
los tiempos de la máquina de vapor. Paco y Juan perdieron una respetable
cantidad. En el bar de Paco nunca se jugaba sin parné de por medio. No lo
sintieron mucho, porque al llegar a la segunda vaca estaban ya augustamente
ebrios.
Sin embargo, a la mañana siguiente
nuestro protagonista maldeciría en su interior. No contra los ganadores, como
sería comprensible y hasta lógico, sino contra su compañero. Desde su punto de
vista, él había perdido todo lo que se jugó, mientras que Paco recuperaba, al
menos, el importe de las consumiciones, que fue alto.
Creo que ya conocen lo suficiente a Juan Muñoz
como para saber que, en su caso, lo doloroso no era perder, sino el hecho de
que incluso perdiendo en equipo es él quien más pierde.
Al llegar a casa, Juan tuvo buen
cuidado de no hacer ruido con las llaves, pese al leve temblor de sus manos.
Cerró la puerta muy despacio y se dirigió a su habitación, deteniéndose unos
segundos ante la puerta abierta del dormitorio donde Ana y Marta, de doce y diez
años, respiraban de esa forma tranquila y acompasada en la que sólo los niños,
dormida su madurez, aún no soñada la edad adulta, son capaces de respirar.
Esbozando una sonrisa, Juan se apartó del umbral en penumbra. La sonrisa, como
siempre, se borró rápidamente al chocar su mirada con la puerta cerrada del
dormitorio de enfrente. La habitación, el territorio, de su hijo Pedro, un
estudiante brillante y ambicioso que siempre, desde hace años, atranca su
puerta durante las noches. Juan pensaba, muy a menudo, que el chico ya no
necesitaba un padre que velase su sueño
desde el umbral. Y, desde luego, él no se había molestado en tratar de abrir
aquella puerta, en intentar la arriesgada exploración de aquél territorio, del
submundo de trabajo, melancolía y ambición solitaria que su hijo usaba para
protegerse.
Al entrar en su propio cuarto se
desnudó, siempre silencioso, y se acostó. Sintió la tibieza del cuerpo femenino
a su lado, y los castigados muelles del colchón crujieron al girarse ella para
colocarse frente a él. Juan apretó los dientes involuntariamente, sintiéndose
como un niño al que sorprenden en una falta.
-Hola – saludó ella, cariñosa y
somnolienta.
Él respondió en un saludo quedo,
embotado por el alcohol y el sueño.
-Has venido muy tarde, Juan –la mano,
ajada por mil años de fregadero, acarició el pecho desnudo.
Juan le explicó lo ocurrido,
exagerando tal vez un poco el papel del villano, un cruel jefe de personal
envidioso de sus méritos, intercalando múltiples quejas sobre la situación de
los trabajadores en España, y alargando el tiempo en que se desarrolló su
despido para así cubrir dignamente su retraso. En conclusión, el mundo estaba
lleno de hijoputas ricos que les robaban oportunidades a los tipos como él. Y
cabe decir en su defensa que estaba firmemente convencido de la veracidad del
argumento, lo que le dio un tono mucho más creíble. Ante la desesperación de su
marido, ella no tuvo más remedio que adoptar una actitud consoladora y
tranquila, como hará cualquier mujer enamorada en esa situación.
- Oh, cariño –las caricias se
prodigaron, reconfortantes -, no te preocupes.
Sin embargo, un nudo de angustia
trató de abrirse paso en su garganta, lento y espeso como una cucharada de miel
fría.
Durante las horas siguientes, ambos
examinaron la situación con calma, en tal vez el primer dialogo constructivo
que habían mantenido en los dos últimos años. Surgieron de la mesilla de noche
las cartillas del banco, las facturas pendientes y los proyectos de nuevas
compras. Ella se despidió con tristeza del lavavajillas que esperaba poder
adquirir por Navidad, y él del nuevo coche de segunda mano. Cuando por fin se
durmieron, el amanecer trepaba ya por el horizonte.
Sí. El amanecer trepaba ya por el
horizonte, y la noche había sido corta. Sin embargo, fue algo menos oscura que
las anteriores. Y mucho más clara que las que, llegados a éste punto, esperan a
Juan. Aquella noche la cordillera de arrugas descendió de forma tangible, y la
oscuridad también. Pero nadie percibió el cambio. Lo que me lleva a pensar que tal vez sea cierto que los mejores momentos
de nuestra vida, las oportunidades reales, pasan a nuestro lado sin ser
percibidas si no prestamos una gran atención.
Juan Tragedia durmió hasta tarde y se
despertó con la boca pastosa y la cabeza
pesada. Cerca de mediodía salió para arreglar los papeles del paro, lo que le
ocupó, como es indudable, más tiempo del que suponía y mucho más del que sería
lógico.
Tras aquella maraña de formularios,
Juan siente la presencia del omnipotente fantasma de la desesperación, el
espantajo del paro, el espíritu oscuro del fracaso, la negación del hombre como
tal. Y la conversación de la noche anterior, con todo su benéfico efecto, se
disuelve en las sombras destiladas por los espectros. Por eso, cuando Juan
Tragedia abandona el edificio de oficinas no se lo piensa dos veces y entra en
el bar más cercano. Es un bar con cierta clase, punto de reunión a estas horas
de ventanillas cerradas y letreros de “Vuelvo en diez minutos”, que deberían
estar en las oficinas que acaba de abandonar. En este bar se sirven más
variedades de café de las que Juan conoce, y a un precio más elevado.
Sin embargo, los detalles no tienen
importancia. Lo único que despierta su interés son las luces amarillas, rojas y
verdes que la máquina le envía, como señales codificadas que un faro le mandase
sólo a él, intentando guiarle hasta la costa. Intentando llevarle allí donde
debe estar para que su vida, definitivamente, sea transformada.
Juan entró en la cafetería y buscó un
hueco libre en la barra. No le fue difícil. Se sentó en un taburete dotado de
respaldo y cómodamente acolchado. Mientras esperaba que un camarero de mirada
recelosa le atendiese, paseó su mirada tímida por el local. Los escasos
clientes vestían buenas ropas, y portaban maletines negros o hablaban por
teléfonos móviles.
Las paredes, de un suave tono pastel,
estaban decoradas con grabados que reflejaban temas mitológicos, aunque Juan no
era intelectualmente consciente de ello. Disfrutó durante unos segundos del
fragante capuchino que, por fin, el camarero le sirvió, y de nuevo fue
extrañamente consciente de sus sensaciones. El aroma y el sabor del café se
tornaron repentinamente intensos, la suavidad de la crema en sus labios fue casi dolorosa, y el
cosquilleo de la espuma deshaciéndose en el extremo de cada pelo de su bigote
se convirtió en un picor nervioso, en una comezón anticipatoria, ¿de qué?
Entonces, sin ninguna razón, giró la
cabeza hacia la puerta, tal vez oyendo, antes de que se produjese, el ruido que
hizo al abrirse. Un segundo después, el nuevo cliente a quien Juan había
presentido con tanta eficacia hacia su entrada en el local. Nuestro amigo quedó
tan sorprendido que el café casi se le cayó de las manos. Acababa de contemplar
un rostro que jamás habría esperado ver. Al menos, no donde lo vio. En otro
hombre,
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