No sé muy bien cómo empezar a contar
ésta historia, tanto por lo increíble que puede parecer a primera vista, como
por lo absolutamente cotidiana que se manifiesta cuando, finalmente, el lector
la juzga, aún en su inconsciente, leyendo entre líneas.
Así
que intentaré, al menos, llevar un orden lógico, aunque eso pueda resultar algo
lento en algunos momentos de la narración.
Nuestro
protagonista se llamará Juan Muñoz Casal, y le dibujaremos como un hombre de
mediana edad, barbado y algo cetrino, de piel y pellejo bien curtidos por los
tragos, malos y menos malos, que la vida le ha ofrecido. El pelo de Juan es aún
oscuro, ya casi más abundante en el pecho que en la cabeza, e igual de rizado
en ambos lugares. Los ojos son torvos y algo, demasiado, acostumbrados a ocultar
la mirada bajo las piedras de la calle o los zapatos del interlocutor, por no
dejar ver la rabia y la envidia que tiñen sus pardos iris.
Porque
Juan es, por encima de cualquier otra apreciación, un hombre envidioso. Envidia
la suerte y la vida de sus vecinos, de sus familiares, de los viejos amigos a
los que encuentra por la calle ocasionalmente, siempre diciendo eso de “Bien,
muy bien todo “ cuando uno les pregunta qué tal te va, Manolo. Incluso envidia
a sus compañeros de trabajo en la fábrica donde todos ellos dan forma a
hermosos coches que sus sueldos no pueden pagar. La envidia de Juan es, por lo
demás, inofensiva para el resto de los mortales. Se trata de esa envidia
contemplativa, tan cotidiana, que todos conocemos. La envidia apática que se protege a sí misma mostrándonos
siempre lo amargo de nuestra situación y evitando a la vez que hagamos nada por
remediarlo.
Así,
nuestro hombre adquiere ya los tintes imprescindibles para formar al menos un
esbozo sobre el papel.
La
vida de Juan está delimitada por los baremos habituales. Una esposa que jamás
fue del todo bella, del todo amiga o del todo santa, pero que resulta ser la
madre de sus hijos y la tenaz administradora de sus fracasos, la mujer junto a
la que, día a día, ve crecer la cordillera de arrugas sobre la sabana de la
cama de matrimonio, y cómo el residuo de conversación encoge y se degrada con
el tiempo, como todos los residuos orgánicos. Y la pareja se mantiene sobre los
sagrados pilares por todos conocidos, a saber; conformismo y cobardía.
Los
parroquianos del habitual bar de barrio, qué importa qué barrio, son los de
siempre. El Pepe, el Manolo o el chico de la panadera, aquella tan marrana que
mezclaba yeso con la harina para ganarle peso al pan, hasta que el tío Gregorio
casi se envenenó por su culpa... Todos conocen a todos, sus historias y sus
miserias. Juan no les aprecia, no más que ellos a él, pero les conoce, conoce
su forma de ser. Y el consuelo de unos chatos compartidos arreglando el mundo
puede ser mayor que el de aquella cordillera que ya no pretende escalar, así
que son lo más parecido a verdaderos amigos que posee. El camarero, tal vez
Jose, sin acento, o Paco, porque ningún camarero de bar de barrio debe
llamarse, por ejemplo, Roberto Luis si quiere parecernos autentico, es otro
amigo de tardes de partida, el confidente que, bayeta en mano, borra los
círculos húmedos de la barra una vez apurado el vaso del recuerdo.
Y
éste es, sin más pretensiones, el paisaje de nuestro amigo Juan. La ciudad,
todo lo más una pequeña capital de provincia, no da para más, o a Juan no le
interesa lo que pueda dar.
Pasemos,
pues, a la historia en sí. Ah, pero antes deben permitirme que propine a Juan
el último empujoncito por la cuesta dulce y suave de la apatía total.
-Joder.
Siempre yo - masculló con su voz ronca de fumador veterano -. Joder, joder...
-Calle
y no murmure, Muñoz –le recriminó el jefe de personal -. Ha trabajado aquí
durante ocho años, así que cobrará el paro una buena temporada. Y tampoco le
queda tanto para jubilarse, así que no sé de qué se queja.
Juan,
a quien le faltaban veinte años para la jubilación, y eso si las leyes no
volvían a cambiar, estuvo a punto de sonreír. Estuvo a punto de decirle al jefe
de personal que se quejaba porque tenía que mantener a cuatro personas, se
quejaba por que aún no había cumplido los cuarenta y seis y un niñato le creía
ya en edad de jubilarse, y se quejaba, además, porque se le ponía en los
cojones. Miró al jefe de personal a los ojos por primera vez en ocho años. Supo
entonces que, una vez más, había perdido. No tenía valor para enfrentarse a
aquel hombre, a aquella situación, pese a que llevaba toda la vida sufriéndola.
Este trabajo en la línea de montaje había sido el más duradero de los últimos
quince años. Llegó a concebir la esperanza de finalizar allí su vida laboral,
con una pensión digna y el orgullo del trabajador eficaz y apreciado por sus
superiores. Sin embargo, el viejo fantasma del desempleo volvía ahora, tan
sigiloso e inesperado como siempre, susurrando en su oído.
Con
la carta de despido en una mano y el sobre de la liquidación en la otra, Juan
abandonó la factoría sin despedirse de sus compañeros, sin pensar en hacerlo ya
que su relación con ellos apenas llegaba a la más rudimentaria cortesía
profesional. Ni habló siquiera con el representante sindical. No tenía
intención de recurrir el despido. ¿Para qué, si nadie le hacía caso nunca?
Paseó
durante horas, sin deseo alguno de regresar a casa, donde su mujer le esperaba,
tal vez hoy sí, para cenar juntos. Decidió tomar un café antes de volver.
Bien.
Ahora ya tenemos a Juan Muñoz Casal donde le necesitábamos. Sirvámonos pues de
la omnipotencia del narrador, la ubicuidad del lector, no ya para penetrar en
la mente de nuestro héroe y conocer todos sus pensamientos y emociones, lo que
sería relativamente sencillo, sino para sumergirle en la maraña de su destino
y, desde allí, imaginar los tan solo esbozados trazos que este destino trazó
para él.
Y,
ahora que nuestra relación se estrecha,
ahora que poseemos cierta confianza de ventana indiscreta con Juan, ¿por qué no
llamarle por el apodo tristemente cariñoso que sus escasos amigos le
adjudicaron en su juventud? Éste apodo es, debe ser, Juan Tragedia, ya que la
tragedia y la mala fortuna han estado tan unidas a él durante toda su vida como
lo está el apellido al nombre de pila, de forma inseparable y definitoria.
Peras,
manzanas, sandias mostrando su roja carne... todas giraban locamente ante él,
deteniéndose solitarias para mirarle desde los rodillos, como mucho en
estériles parejas de futuro yermo. Otra castellana, camarero. Y el cambio, a la
máquina, que está cargada.
Más o menos a las seis de la tarde,
Juan había perdido la tercera parte de su liquidación en un recorrido dantesco
por distintos bares. La saliva y los restos de anís formaban ahora una película
espesa, fina y aromática sobre sus labios, agolpándose como savia pegajosa en
las comisuras. El sudor brotaba de sus poros y resbalaba sobre las cejas
espesas y los miembros nervudos. No en vano estamos a finales de junio.
El
bar está habitado por la típica fauna de media tarde, que ladra al viento sus
órdagos, sabiduría de jugadas explicadas por el experto al experto. Nadie
destaca de la multitud solitaria, excepto el hombre elegantemente vestido que
toma café en el extremo de la barra, junto al último taburete vacío, observando
la espalda crispada del jugador. Éste hombre es, tal vez, un viajante de
comercio que se toma un descanso antes de seguir buscando clientes. En todo
caso, nadie especial. Su rostro es agradable, de facciones correctas, suaves y
regulares, aunque peculiarmente anónimas. Un rostro muy normal, que no serias
capaz de recordar con claridad a los diez minutos de perderlo de vista. Un ser
tan anodino que parece imposible que pueda interpretar un papel de importancia
en ninguna historia, ni siquiera en la nuestra.
Con
un triste cabeceo, Juan abandonó la árida máquina tragaperras. Aún le quedaba
parte del finiquito y la suficiente voluntad como para conservarlo, pese a la
creciente ludopatía que le empujaba a seguir jugando, sólo otra moneda, seguro
que ahora hay más suerte. Se sentó lo más lejos posible de la tragaperras,
intentando ignorar sus luces resplandecientes, y pidió un café con leche para
despejar el exceso de castellana. Encendió un cigarrillo, con el dedo índice de
la mano derecha estirado, como si sujetase una pistola en lugar de un mechero.
Aquél gesto era una de las pequeñas manías de Juan.
Allí sentado fue, de pronto,
extrañamente consciente de muchas sensaciones que antes no había percibido. La
débil resistencia del café, presentida casi en el mango de la cucharilla, el
roce del azúcar aún no disuelto erosionando microscópicamente el cristal del
vaso antes de deshacerse... un cúmulo de estímulos que se unían al vendaval de
aire que llenaba su nariz, haciendo vibrar el vello de las ventanas, y al
tranquilo golpeteo de la sangre en el pecho, en las sienes y en las muñecas.
Juan se sintió salvajemente reconfortado, sin imaginarse el motivo. Mientras
tomaba el café se dio cuenta que la situación no era tan grave. “He estado
antes en paro”, pensó, “ y no me he muerto de hambre, que hostias”. Su mujer
debería comprenderlo, igual que sus hijos. Además, las vacaciones de verano
acababan de empezar y el chico podía trabajar en algo. Seguro que Paco, el del
bar del barrio, necesitaba ayuda para la terraza. Por lo menos los fines de
sema...
El
hombre elegante de su derecha, un tipo alto con un maletín, se separó de la
barra, rozándole con el hombro antes de despedirse de la concurrencia y abandonar
el local. El hechizo se rompió en aquél instante, la agudeza de sus sentidos
decayó hasta detenerse en los umbrales normales y Juan sintió un leve mareo,
que inmediatamente achacó al anís. Frotándose las sienes con los dedos nudosos,
Juan Tragedia decidió que era hora de volver a casa. Hoy cenaría con su mujer,
pensó mientras se imaginaba a sí mismo vestido con las caras ropas del tipo del
bar. Seguro que le sentarían genial. Él, currando como un perro, no podía
pagarse ropa así, y el otro hijoputa tomando chismes por ahí.
Y bien, por fin Juan vuelve a casa.
Una casa de alquiler en un barrio sencillo, porque sería muy arriesgado
concertar una hipoteca siendo tan inestables los trabajos. Eso lleva diciéndose
Juan desde hace diecisiete años, casi desde el día en que nació su primer hijo,
al que ve más como una razón para ser cauteloso que como un motivo para luchar
por una vida mejor.
Mientras llega al barrio, saludando
distraídamente a los vecinos de siempre, recuerda aquellas ilusiones juveniles
de su naciente matrimonio. No compraron ningún piso, y les costó decidirse a
adquirir el coche, un viejo modelo de la Ford que ya pasa más tiempo en el
taller del Chapas que frente a la puerta de casa.
Tampoco hubo vacaciones en la playa,
ni chalé alquilado en Torrevieja. Cuando Juan
y Pilar se casaron él era tornero, y le habían nombrado oficial de
segunda más o menos en el tercer mes de embarazo de ella. Juan pensó entonces,
como todos pensamos alguna vez, que las cosas por fin se arreglaban, que
saldrían adelante con dignidad y llevarían una buena vida. Doce semanas antes
del parto, el oficial de segunda Juan Muñoz fue despedido. Suspensión de pagos,
recorte de plantilla. La eterna historia de la España industrial.
El roce, el enfrentamiento constante
con su mujer, partió de aquella época. Hubo breves intentos de reconciliación,
esporádicos acercamientos ahora llamados Ana y Marta, coincidentes con nuevos y
prometedores trabajos de Juan. Sin embargo, la relación sexual se fue enfriando
lentamente, más por la apatía del hombre que por la insatisfacción de la mujer.
Al menos por parte de ella, el deseo sigue existiendo. Pero eso, como otras
muchas cosas, es algo que Juan ignora de su mujer.
Sigamos, pues...
ResponderEliminarSabes que estás en tu casa
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