Al día siguiente Juan no faltó a la
habitual partida de media tarde. Según Chapas, su hijo y él habían llegado a un
acuerdo. Al preguntar Juan cuánto cobraría el chico, la respuesta de Chapas fue
cortante, pese al tono jocoso empleado:
- Bueno, eso es cosa suya y mía, ¿no?
Juan Tragedia intentó ignorar las
miradas divertidas de los demás jugadores, pero sintió su desprecio royéndole
por dentro. El resto de la partida fue una tortura para él. Todos le
observaban, y estaba seguro de que pensaban algo así como “Mírale, incapaz de trabajar
él mismo, y manda a su chico para que le traiga dinero a casa. Y, encima, se
pasa el día en el bar”
Cuando regresó a casa, se encontró a
su hijo Pedro en su dormitorio. Estaba sentado en la cama, con las piernas
cruzadas. Sobre ellas, abierto por las primeras páginas, descansaba un libro.
Juan reconoció las ilustraciones. Representaban
la caja de cambios de un automóvil. Así pues, encontró dos razones para
sonreír. La primera, su hijo se preparaba para obedecerle con el mismo
entusiasmo que ponía en todas sus tareas escolares. La segunda, la más
importante para Juan, aún a nivel subconsciente. La puerta de la habitación
estaba abierta.
Se quedó allí, con las manos en los
bolsillos de la gastada pana, observando durante unos segundos, el bigote curvado
por una sonrisa. El estudiante, al parecer ajeno a su presencia, pasó una
página más y contempló el nuevo esquema, el conjunto satélites- planetarios.
Juan se iba a retirar ya, imaginando que podría ayudar al chico en sus nuevos
estudios con lo poco que él mismo sabía de mecánica. Sin embargo, no entró para
proponérselo. Quería que fuese Pedro quien se lo pidiera. Entonces, mientras
Juan lanzaba una última mirada, su hijo metió la mano en el bolsillo de su
camisa. Sacó un paquete de Lucky Strike. Sacó un mechero. Se puso un cigarro
entre los labios y, sin levantar la vista del libro, lo encendió.
Juan Tragedia quedó tan sorprendido
como una mosca que acude al olor de la miel para quedar atrapada en una tira de
papel pegajoso. Estaba a punto de empezar a zumbar como un loco y agitar sus
alas con furia cuando se hizo presente aquella extraña y nueva percepción.
Pedro sabía que estaba allí,
mirándole. De hecho, ese era el único motivo que tuvo para dejar la puerta
abierta. Le había estado esperando, con una cajetilla de tabaco en el bolsillo.
La compró, tal vez al salir de la biblioteca, y la abrió sin fumar nada.
¿Cuántas personas compran tabaco y abren el paquete, guardándolo luego
intacto?, se preguntó Juan. Bueno, pues casi nadie. El chico había esperado
para desafiarle, para encender el cigarrillo cuando él estuviese allí delante,
viéndole. Y fumaba, desde luego, justo en sus narices. Le retaba, le retaba a
gritarle, intentaba enfurecerle como ya ocurrió en la cocina, el día anterior.
Quería demostrar que Juan era incapaz de razonar, que sólo sabía imponer su
criterio a la fuerza. Demostrar, en fin, que era un mal padre. O bien, la
segunda opción. Si Pedro fingía no verle, Juan podía hacer lo mismo.
Simplemente, darse la vuelta y entrar en la sala de estar, saludar a las
mujeres de la casa y sentarse a ver la tele. Como si nada. Retirarse. Huir.
Claudicar ante su hijo y permitirle que hiciese lo que quisiera con su vida.
Cualquiera de las dos opciones
desagradaba a Juan. La primera, porque aumentaría el abismo que le separaba de
su hijo, la grieta que empezaba a formarse entre las niñas y él, la cordillera
de arrugas que nació de las placas tectónicas de un ajuar gastado.
La segunda, porque Juan siempre
acababa huyendo. De sus jefes, de sus problemas, de su familia. De la vida que
tanto envidiaba en otros, a la que siempre creyó tener derecho, pero que nunca
tuvo agallas para enfrentar. El fracaso de Juan no consistía en perder las
batallas, sino en no haberlas luchado jamas. Y, si su hijo sabía eso, si era
capaz de utilizar contra él su propia cobardía, sería otra partida perdida.
Necesitaba demostrar a su familia que
eran sus reglas las que contaban, que aún tenía capacidad de decisión, que era
alguien. Y supo cómo hacerlo. Por una vez, pudo vencer al brillante Pedro.
Con total tranquilidad, Juan entró en
la sala de estar, donde las mujeres de la familia veían una película en el
vídeo que él nunca quiso comprar. Repartió algunos besos, una caricia distraída
en el pelo lacio de su esposa, y cogió uno de los ceniceros que tenía siempre a
mano. Con la misma apariencia de calma, regresó a la habitación de Pedro.
Si Juan hubiese conocido la historia
de Beowulf y el monstruo Grendel, sin duda habría comprendido al héroe
escandinavo. Para entrar en aquellas guaridas, ambos necesitaron de todo su
valor. Juan, sin embargo, salió mejor parado que el pobre Beowulf.
Pedro se quedó mirándole, con los
ojos entrecerrados del animal que presiente la trampa, pero es incapaz de
verla. Miró después el cenicero, y tal vez entonces se dio cuenta de la jugada.
Demasiado tarde. Juan, con voz calmada, las manos en los bolsillos tras dejar
el cenicero sobre la mesilla, le explicó que no pensaba meterse en su vida, ya
que era suya. Si quería fumar, adelante. Pero, mientras lo hiciese en su casa,
la que él pagaba, no la llenaría de ceniza y colillas. Bastante trabajaba su
pobre madre para tenerla limpia, como para que encima él viniese con esas. Y,
mientras durmiese entre las sabanas que ella lavaba y planchaba, mejor sería
que tuviese mucho cuidado con quemarlas. No estaba el tema como para andar
comprando más, sólo por que le costase mucho trabajo al niño ir a por un
cenicero. Que tu madre no está para coserte a ti todos los días, chaval. Así
que esto es lo que hay.
- Pero, papá –Pedro pronunció la
palabra como si fuese de otro idioma -, ¿entonces no te importa que fume?
Juan le miró largamente. Parecía algo
mareado, pensó. Supuso que el muchacho no fumaba habitualmente. Desde luego,
era un desafío. Así que sacudió la cabeza de un lado a otro, aunque en su
corazón deseaba gritar lo contrario. Después, se giró y se marchó. En el escaso
tiempo que le quedaba a Juan Tragedia entre los suyos, Pedro no volvió a fumar
en casa.
Al llegar a la sala de estar, sus
hijas le miraban con cierta admiración en el rostro. Se acercaron y besaron sus
mejillas rasposas. Juan miró a su mujer, y ella le sonrió, orgullosa de su
actitud. No sólo no había discutido con Pedro, sino que además demostró
preocuparse por ella y por su trabajo doméstico. Un marido ejemplar. Sin
embargo, eso no le hizo sentir mejor. Al contrario, era como si todos
estuviesen pendientes del resultado de la confrontación, todos confabulados,
sabiendo que aquello iba a ocurrir y esperando su reacción. Si Pedro no hubiese
olvidado llevar un cenicero a su cuarto, él no habría tenido recursos más allá
de la furia y el enfrentamiento directo. Sin embargo, ésta vez salió
victorioso. Solo, como siempre, pero victorioso.
Pensó después, mientras el vídeo
seguía contando los desgraciados amores del padre Ralph, que aún había formas
de demostrarles que era un hombre, el hombre de la casa. Sonrió, y decidió que también podía demostrárselo a
Pilar, en la forma oportuna. No hoy, desde luego. No iba a estropear su maravillosa actuación
enviando a las niñas a la cama mientras disfrutaban de una película con su
madre. Pero, ¿por qué no?, mañana sí.
Al día siguiente, mientras esperaba
la llegada de su viejo compinche Chapas, Juan tomó un café y decidió, hasta
donde era capaz de decidirlo, echar la vuelta a la máquina tragaperras. Tenía
toda la tarde libre. Manuel, su hermano pródigo, tuvo que regresar
temporalmente a Alemania para resolver unos asuntos de trabajo, aunque prometió
volver para una larga temporada.
Para Juan Tragedia, eso de despedirse
de aquél hombre, aunque sólo le conocía
de unos días atrás, resultó una experiencia desagradable. Juan sentía un
poderoso vínculo entra ambos. Como jamas había tenido hermanos, ni más familia
que sus padres, muertos cuando él era un niño, le resultaba difícil
asimilar o analizar aquél vínculo. Sólo
sabía que lo sentía, presente y poderoso.
El abrazo de su hermano le hizo
vibrar, como si hubiese entrado en una habitación llena de energía estática, y
percibió claramente cada músculo, cada fibra de Manuel bajo el caro traje.
Estuvo seguro de que lo mismo había sentido el otro, y sonrió entre lágrimas de
emoción.
Más tarde se sorprendería pensando
que la potencia de sus sensaciones era mayor al haber carecido de ellas durante
toda su vida. Y, tal vez, aquellos que siempre las disfrutaron no sabían
apreciarlas. Como suele ocurrir, las maravillas cotidianas se adormecen con
facilidad y la persona deja de disfrutar cosas como abrazar a un hermano, besar
la mejilla de un padre, un hijo, una esposa... tan sólo porque es algo que
ocurre a diario, con facilidad.
Por primera vez Juan no sintió
envidia del resto de los mortales, que
dejaban pasar a su lado la vida como simples espectadores. Mientras Manuel
montaba en su coche e intercambiaban una última sonrisa, Juan pensó que eran
los demás los que deberían envidiarle.
Cuando le vio alejarse, montado en su
señorial cochazo, dejando tan sólo el número de su móvil para no perder el
contacto, pareció que su esperanzadora
nueva vida se alejaba con él. Que la rutina, equivalente siempre a desgracia y
fracaso, lo envolvía de nuevo en su manto áspero y opaco. La apatía, vieja
compañera, regresó a su lado, y él se dejó arropar por el calor insípido de la
nada.
Por eso, porque esperaba sin saberlo que todo
fuese como siempre, le sorprendió ver alinearse ante sus ojos las tres manzanas
de Cirsa, como soldados en un desfile victorioso. Alzó los ojos lentamente,
apenas consciente de que había ganado dos mil duros. Paco, que ya le traía el
chupito de anís, se sorprendió más que Juan.
- Joder, Juanito. Vaya potra. En mi
puta vida había visto a ésta máquina dar la especial así.
Juan le respondió que él tampoco, con
su sonrisa canina atrapada entre los dientes, tan amarillenta como las monedas
de veinte duros que se derramaban sobre la bandeja.
- Bueno, Juan –exclamó la conocida voz de el
Chapas a su espalda -, págate una rondita, que hoy ganamos tres vacas seguidas.
A las nueve de la tarde eran cinco las vacas
ganadas. Juan tenía un beneficio de cinco mil pesetas en el bolsillo. Cuando
sus adversarios decidieron rendirse, el rencor brillaba en sus ojos.
- ¿Cómo cojones vamos a ganarle a un
tío que liga la real de mano? –se quejó el Agujas, que ese día formaba pareja
con Paco.
Juan hizo notar que era el mismo
Agujas quien había repartido aquella mano. Pero, para qué discutir, a veces se
gana y a veces se pierde.
- Claro, claro –le increpó el
pensionista -. Con mis cinco billetes en el bolsillo, yo también me pongo
filosófico, nos ha jodido.
Riendo ante el enfado de sus amigos,
los vencedores decidieron invitarles a una ruta de verdejos por el barrio. Paco
les acompañó, dejando el bar a cargo de su esposa. Mientras salían a la calle
en busca del perezoso anochecer, Juan pensó que acostumbrarse a ganar no era
nada bueno. Mira si no, el disgusto que lleva el Agujas.
Regresó a casa pronto, pese a las
protestas de sus camaradas, y volvió a cenar en familia. Aquella iba a ser su
noche.
Las niñas se fueron pronto a la cama.
Juan supuso que a su hora habitual, pero no podía saberlo con seguridad. Pedro,
en cambio, pensaba salir después de cenar. Su padre le pregunto a dónde.
- A dar una vuelta al parque, con los
colegas –respondió el chico -. Pero tranquilo, que vuelvo pronto. Mañana tengo
que trabajar.
Lo había dicho con su descaro
habitual, pero Juan percibió cierta inseguridad en el tono. Y sonrió al darse
cuenta, decidiendo en aquél mismo instante afianzar su poder. Con estudiada
ceremonia, sacó de su bolsillo un billete de dos mil pesetas, resto del
finiquito, y se lo alargó al chico. Éste lo miró con deprecio. No pensaba
aceptar dinero de su padre, desde luego. Intercambió una mirada de
incertidumbre con su madre, que encogió suavemente los hombros, y volvió a
mirar el billete. Juan le dijo entonces que, por favor, le trajese una bolsa de pipas de calabaza a
Pilar, de esas que vendían en el puesto de la Paqui, y un paquete de tabaco
para él... Pedro, ya más confiado, cogió el billete. Juan apartó su mano
vacía...y, por supuesto, se podía quedar con la vuelta.
Pilar fijó la mirada en su labor. Los
dedos de Pedro se crisparon en torno al billete, arrugándolo, y los labios se
le volvieron como de yeso, blancos, pastosos y apretados. Lanzó una mirada de
soslayo a su madre, y fue eso y nada más lo que hizo que se mantuviese en
silencio, soportando la rabia y la impotencia. Ninguno de los dos lo supo, pero
padre e hijo jamas habían estado tan cerca, tan identificados.
Tras irse Pedro, Pilar no estaba muy
segura de qué hacer. Lo normal era que se quedase esperando allí sentada,
contemplando sin verla la programación de las distintas cadenas. Esperando a
Juan. Sin embargo, Juan estaba allí, a su lado. Ella le miró largamente, como
si dudase de su realidad física. La mirada de él, en cambio, decía que estaba
deseando comprobar la de ambos... juntos. Mientras ella le observaba Juan
Tragedia le propuso que se fuesen a la cama.
- ¿Tan pronto? –interrogó. La falta
de costumbre hizo que no notase el tono insinuante.
Juan dijo que sí, tan pronto, antes
de que Pedro volviese, y la mujer recogió sus labores, entre aprensiva y
esperanzada.
Sumisa, se tendió en la cama,
sorprendida por los besos rasposos que golpeaban su piel como proyectiles de
catapulta, devolviendo el fuego lo mejor posible, defendiéndose. Las manos
callosas y las manos ajadas se buscaban, se ignoraban, se enzarzaban en
continuas escaramuzas, despojando al otro del botín de sus ropas. Las de él,
aterradora avanzadilla, se lanzaron al asalto de las dos torres gemelas,
agrietadas y estriadas ya, coronadas por punzantes almenas de sonrosadas aureolas.
Como buena esposa y buen soldado, la mujer intentó cumplir con su deber. Notó
el ariete que, atrapado en las redes de tela de los pantalones, pugnaba por
salir al aire libre, y le ayudó a hacerlo entre jadeos del esforzado asaltante,
arrojando la pana al suelo.
Las manos callosas buscaron entonces
entre el matorral oscuro y rizado la entrada al oculto valle, pero lo hicieron
sin delicadeza, ansiosas, y fue ella quien jadeó ahora, mordiéndose el labio,
al notar los gruesos dedos en busca de un poco de humedad que no brotaba. Se
sintió de pronto desnuda, en cuerpo y alma, recorrida por ojos voraces en la
penumbra de la alcoba de batalla. El pecho del asaltante subía y bajaba
mientras sus cuerpos se hostigaban, y sintió el roce del palpitante ariete, ya
cercano a las puertas del valle. La cálida humedad llegó entonces, más por años
de educación destinada a saber comportarse en éstos momentos que por causas
físicas, y aún así fue escasa. Mientras las manos callosas recorrían su floja
retaguardia, apretando el cerco, estrechándolo, la sonrosada almena derecha fue
conquistada por el enemigo, devorada, recorrida por una lengua ávida y torpe.
El nuevo jadeo de Pilar fue algo más alto, algo más ronco, algo más prolongado.
Y, sintiéndose por fin dispuesta para
la rendición incondicional, como única forma de lograr la paz, tomó ella misma
el ariete enemigo y lo guió a través del denso matorral negro y rizado, Hasta
la entrada del valle. El ariete entró.
La batalla terminó como terminan
todas las batallas. Los vencidos, tendidos en el suelo, jadean y se duelen de
las heridas con el único orgullo del silencio. Los vencedores rugen su victoria
mientras sus soldaditos cansados y escasos abandonan el ariete y se esparcen
por la zona conquistada. A lo lejos, tras el oscuro paisaje, una niña escucha
los ruidos de la contienda y llora asustada.
No había amanecido aún cuando Juan
Tragedia se levantó de la cama. La resaca, habitual compañera de amaneceres más
grises, no hizo ésta vez acto de presencia. Y él no la echó de menos en
absoluto. Sentado sobre el colchón, con los pies ya en el suelo, contempló por
encima del hombro a la mujer desnuda. Era tan diferente a los turgentes cuerpos
que veía cada viernes por la noche en el bar de Paco... Sus pechos, algo
fláccidos, caían ligeramente hacia los lados. Las caderas le parecían demasiado
anchas, aunque tenían tres excusas perfectas para haberse separado tanto de su
posición natural.
En cualquier caso, Juan pensó que no
era tan deseable como le había parecido la noche anterior. Se levantó, cuidando
de no despertarla. No por consideración hacia ella, sino para disfrutar de
aquella tranquila soledad. Con idéntico cuidado cogió el tabaco de su arrugada
camisa. Buscó el mechero durante todo un minuto antes de recordar que lo había
guardado dentro de la cajetilla casi vacía. La llama le cegó al encender un
cigarrillo. Aquél día tampoco vería a Manuel. Le resultaba extraño. Aquél
encuentro inesperado le había afectado enormemente, pensó mientras caminaba
hasta la ventana y observaba la ciudad haragana y gris.
Desde luego, era lógico que hubiese
sido así. No había nada de normal en aquella situación. Contempló la brasa
anaranjada del cigarrillo. Al aspirar, aquella punta se encendía con fuerza,
vivaz y poderosa, cálida. Sin embargo, cuando abandonaba el pitillo unos
segundos y la luz exterior lo rozaba, la punta se volvía gris ceniza. De nuevo
fría, de nuevo pálida.
Pensó que era una buena metáfora para él mismo. Con el aliento vital que
Manuel le insuflaba, Juan se convertía en una llama ardiente y apasionada,
deseoso de vivir. Un hombre con la posibilidad real de ser él mismo. Los hechos
no lo habían demostrado todavía, pero Juan lo sabía. Sentía el cambio en el
aire, como sienten los animales el olor de una tormenta antes de que se
produzca.
Sin embargo, la ausencia de su
hermano le convertía en una sombra, de nuevo Juan Tragedia.
Una furgoneta paró junto a la
papelería de la esquina, y un chico joven y gordo dejó en la puerta el paquete
de periódicos del día.
Le echaba de menos. Para que darle
vueltas, así era. Miró a su mujer, yaciendo inmóvil sobre la cama. Lo mismo podía ser un cadáver. Desaparecer de
su vida. Extinguirse, ser borrada. Y permitir que Juan contemplase en su
plenitud el mundo solo entrevisto, medio imaginado, que su hermano le ofrecía. Un mundo al que no
podía acceder con su familia, su lastre, y del que no deseaba hablarles bajo
ningún concepto. Deseaba probar la vida en sus más cálidos sorbos, y sólo había
una manera de hacerlo.
Mientras caminaba hacia el servicio
(retrete le parecía una palabra estúpida), Juan no se preocupó de mirar ninguna
de las puertas del pasillo. Sentado en la taza, arrojó la colilla al agua del
inodoro, entre sus piernas, y trató de imaginar lo que haría Manuel en Alemania. Allí ya debía
ser de día, ¿no?.
Cerró los ojos, dejándose llevar por
el recuerdo. Su propio cuerpo se transformó en algo banal, Ausente, lejano. De
pronto, con una fluidez sobrecogedora, la sensación de encontrar a Manuel, de
ser Manuel, se filtró en su cerebro. Como un mago que leyese los pensamientos
de otra persona. Ante sus ojos cerrados se formó una calle que nunca había
pisado, llena de gente desconocida. Los coches llevaban matriculas de algún
país extranjero, y algunas persona s le saludaban al cruzarse con él, aunque no
era con él con quien se cruzaban, y decían algo que sonaba como “Gutenmorguen”.
Una belleza de pelo castaño le sonrió y Juan sintió que se excitaba.
Sus ojos, los de Manuel, se posaron
en un edificio de fachada gris, severa y funcional. Estaba justo enfrente, al
otro lado de una amplia avenida. Había dos hombres uniformados en la puerta, y
un gran letrero coronaba el dintel. Juan trató de leerlo a través de los ojos
de Manuel. Una palabra larga, que le pareció impronunciable, excesivamente cargada
de consonantes. Una segunda palabra, breve y clara: Bank.
El dolor llegó rápido e inesperado,
Un calambre fugaz entre los dedos, un mordisco de serpiente. La última de
aquellas oníricas imágenes fue la de la mano de Manuel, sacudiéndose en un
espasmo clonado del suyo propio, como si hubiese sentido el mismo dolor.
El cigarrillo se había consumido por
completo, alcanzando su brasa mortecina la carne de los dedos, un poco el
índice y un poco el corazón. Juan observó la colilla homicida, humeando en el
suelo. ¿Qué habría llegado a ver de no acabarse el cigarro en ese momento? ¿Qué
sintió Manuel, cuya mano se sacudía al final de la visión?
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