viernes, 10 de noviembre de 2017

JUAN TRAGEDIA, 2





Ya a la vista de su edificio, Juan se encontró con su viejo amigo el Chapas, propietario del taller del barrio. Decidieron tomar un chato en el bar de Paco, para abrir el apetito antes de la cena.
-Coño, Juanito - saludó Paco- ¿Qué haces tú aquí? ¿No estabas de tarde?
Juan se encogió de hombros, y la mentira surgió espontáneamente. Explicó que había dejado el trabajo, harto ya de currar mucho y cobrar poco, y que se tomaría unas vacaciones antes de empezar en otro sitio. Cobraría el paro un par de meses y luego buscaría trabajo, antes de agotar el subsidio.
- Joder. Hay que tener cojones...  –dijo Paco, sin disimular su admiración-. Bueno, un par de chatos, ¿no?
Juan no olvidó comentarle a Paco lo de su hijo, Pedro, porque quería que el chaval fuese aprendiendo algo de la vida y no todas las tonterías que le enseñaban en clase.
- Bueno, no sé. Tampoco podría pagarle mucho. Ya ves que esto está muy parado.
Juan le dijo, con su sonrisa canina, que el dinero no le preocupaba. Después de todo, para llevar dinero a casa ya estaba él. Sólo lo hacia por el chaval, para que se fuese espabilando.
- Oyes, pues igual me le llevo yo al taller por las mañanas - terció el Chapas- y que vaya aprendiendo algo. Un oficio de verdad, algo seguro.
- ¿Qué pasa, que un bar no es un oficio de verdad? - se picó el camarero.
- Un bar va a temporadas, hombre - le explicó Chapas -, pero coches estropeados los hay siempre.
- Claro, jilipollas - saltó Paco -, y la mitad de ellos les estropean tíos que acaban de salir de un bar.
Juan, que ya sabía de memoria cómo seguía la eterna discusión, se levantó para marcharse. Le enfurecía ver a dos hombres, ambos autónomos, dueños de sus negocios y por tanto, pensaba él, de sus vidas, discutiendo como críos. La mano callosa se había posado ya sobre el gastado picaporte cuando la máquina tragaperras entró en su campo de visión. La figura comodín, la manzana de Cirsa, estaba en la línea central. Si podía retenerla era un premio casi seguro, pensó, y si salían otras dos iguales...

Supongo que ya lo han imaginado. Las manzanas no salieron, y Juan tampoco cenó con su  mujer aquella noche. A la máquina tragaperras le siguió el mus, con Paco como pareja y otro tertuliano habitual, el Agujas, junto a Chapas. El Agujas era un jubilado de R.E.N.F.E, dedicado en su mucho tiempo libre a desperrar a los incautos en juegos de cartas que dominaba desde los tiempos de la máquina de vapor. Paco y Juan perdieron una respetable cantidad. En el bar de Paco nunca se jugaba sin parné de por medio. No lo sintieron mucho, porque al llegar a la segunda vaca estaban ya augustamente ebrios.
Sin embargo, a la mañana siguiente nuestro protagonista maldeciría en su interior. No contra los ganadores, como sería comprensible y hasta lógico, sino contra su compañero. Desde su punto de vista, él había perdido todo lo que se jugó, mientras que Paco recuperaba, al menos, el importe de las consumiciones, que fue alto.
 Creo que ya conocen lo suficiente a Juan Muñoz como para saber que, en su caso, lo doloroso no era perder, sino el hecho de que incluso perdiendo en equipo es él quien más pierde.

Al llegar a casa, Juan tuvo buen cuidado de no hacer ruido con las llaves, pese al leve temblor de sus manos. Cerró la puerta muy despacio y se dirigió a su habitación, deteniéndose unos segundos ante la puerta abierta del dormitorio donde Ana y Marta, de doce y diez años, respiraban de esa forma tranquila y acompasada en la que sólo los niños, dormida su madurez, aún no soñada la edad adulta, son capaces de respirar. Esbozando una sonrisa, Juan se apartó del umbral en penumbra. La sonrisa, como siempre, se borró rápidamente al chocar su mirada con la puerta cerrada del dormitorio de enfrente. La habitación, el territorio, de su hijo Pedro, un estudiante brillante y ambicioso que siempre, desde hace años, atranca su puerta durante las noches. Juan pensaba, muy a menudo, que el chico ya no necesitaba  un padre que velase su sueño desde el umbral. Y, desde luego, él no se había molestado en tratar de abrir aquella puerta, en intentar la arriesgada exploración de aquél territorio, del submundo de trabajo, melancolía y ambición solitaria que su hijo usaba para protegerse.
Al entrar en su propio cuarto se desnudó, siempre silencioso, y se acostó. Sintió la tibieza del cuerpo femenino a su lado, y los castigados muelles del colchón crujieron al girarse ella para colocarse frente a él. Juan apretó los dientes involuntariamente, sintiéndose como un niño al que sorprenden en una falta.
-Hola – saludó ella, cariñosa y somnolienta.
Él respondió en un saludo quedo, embotado por el alcohol y el sueño.
-Has venido muy tarde, Juan –la mano, ajada por mil años de fregadero, acarició el pecho desnudo.
Juan le explicó lo ocurrido, exagerando tal vez un poco el papel del villano, un cruel jefe de personal envidioso de sus méritos, intercalando múltiples quejas sobre la situación de los trabajadores en España, y alargando el tiempo en que se desarrolló su despido para así cubrir dignamente su retraso. En conclusión, el mundo estaba lleno de hijoputas ricos que les robaban oportunidades a los tipos como él. Y cabe decir en su defensa que estaba firmemente convencido de la veracidad del argumento, lo que le dio un tono mucho más creíble. Ante la desesperación de su marido, ella no tuvo más remedio que adoptar una actitud consoladora y tranquila, como hará cualquier mujer enamorada en esa situación.
- Oh, cariño –las caricias se prodigaron, reconfortantes -, no te preocupes.
Sin embargo, un nudo de angustia trató de abrirse paso en su garganta, lento y espeso como una cucharada de miel fría.
Durante las horas siguientes, ambos examinaron la situación con calma, en tal vez el primer dialogo constructivo que habían mantenido en los dos últimos años. Surgieron de la mesilla de noche las cartillas del banco, las facturas pendientes y los proyectos de nuevas compras. Ella se despidió con tristeza del lavavajillas que esperaba poder adquirir por Navidad, y él del nuevo coche de segunda mano. Cuando por fin se durmieron, el amanecer trepaba ya por el horizonte.

Sí. El amanecer trepaba ya por el horizonte, y la noche había sido corta. Sin embargo, fue algo menos oscura que las anteriores. Y mucho más clara que las que, llegados a éste punto, esperan a Juan. Aquella noche la cordillera de arrugas descendió de forma tangible, y la oscuridad también. Pero nadie percibió el cambio. Lo que me lleva a pensar que  tal vez sea cierto que los mejores momentos de nuestra vida, las oportunidades reales, pasan a nuestro lado sin ser percibidas si no prestamos una gran atención.

Juan Tragedia durmió hasta tarde y se despertó  con la boca pastosa y la cabeza pesada. Cerca de mediodía salió para arreglar los papeles del paro, lo que le ocupó, como es indudable, más tiempo del que suponía y mucho más del que sería lógico.
Tras aquella maraña de formularios, Juan siente la presencia del omnipotente fantasma de la desesperación, el espantajo del paro, el espíritu oscuro del fracaso, la negación del hombre como tal. Y la conversación de la noche anterior, con todo su benéfico efecto, se disuelve en las sombras destiladas por los espectros. Por eso, cuando Juan Tragedia abandona el edificio de oficinas no se lo piensa dos veces y entra en el bar más cercano. Es un bar con cierta clase, punto de reunión a estas horas de ventanillas cerradas y letreros de “Vuelvo en diez minutos”, que deberían estar en las oficinas que acaba de abandonar. En este bar se sirven más variedades de café de las que Juan conoce, y a un precio más elevado.
Sin embargo, los detalles no tienen importancia. Lo único que despierta su interés son las luces amarillas, rojas y verdes que la máquina le envía, como señales codificadas que un faro le mandase sólo a él, intentando guiarle hasta la costa. Intentando llevarle allí donde debe estar para que su vida, definitivamente, sea transformada.

Juan entró en la cafetería y buscó un hueco libre en la barra. No le fue difícil. Se sentó en un taburete dotado de respaldo y cómodamente acolchado. Mientras esperaba que un camarero de mirada recelosa le atendiese, paseó su mirada tímida por el local. Los escasos clientes vestían buenas ropas, y portaban maletines negros o hablaban por teléfonos móviles.
Las paredes, de un suave tono pastel, estaban decoradas con grabados que reflejaban temas mitológicos, aunque Juan no era intelectualmente consciente de ello. Disfrutó durante unos segundos del fragante capuchino que, por fin, el camarero le sirvió, y de nuevo fue extrañamente consciente de sus sensaciones. El aroma y el sabor del café se tornaron repentinamente intensos, la suavidad de la  crema en sus labios fue casi dolorosa, y el cosquilleo de la espuma deshaciéndose en el extremo de cada pelo de su bigote se convirtió en un picor nervioso, en una comezón anticipatoria,  ¿de qué?
Entonces, sin ninguna razón, giró la cabeza hacia la puerta, tal vez oyendo, antes de que se produjese, el ruido que hizo al abrirse. Un segundo después, el nuevo cliente a quien Juan había presentido con tanta eficacia hacia su entrada en el local. Nuestro amigo quedó tan sorprendido que el café casi se le cayó de las manos. Acababa de contemplar un rostro que jamás habría esperado ver. Al menos, no donde lo vio. En otro hombre,










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