viernes, 28 de noviembre de 2014

EL RENCOR DE LOS DIOSES VIVIENTES. ONCE.










11
Extramuros
¿Cuál es el mejor día de una guerra?

Quizá pueda definirse a una persona por cómo respondería a esta pregunta. Un alma ingenua dirá que el mejor día de una guerra será el último, aquél que da paso a una nueva esperanza, a la paz, al fin de la muerte y el peligro. Pensarán que en ese día bendito, las bayonetas se fundirán para forjar arados y el mundo será mejor.
Los ambiciosos, los visionarios, dirían que el mejor día de una guerra es el de la victoria, sin contemplar otro objetivo ni otro final posible que el de resultar vencedores y adquirir poder.
Algunos pensarían que el mejor día de una guerra es cada uno de los que la componen, cada uno de los que mantienen viva la lucha, y se sentirían legitimados sólo mientras su papel de guerreros tenga sentido, mientras puedan pelear por algo mejor que lo que había antes o por defender lo que creen justo. Para algunos, incluso, pelear es la única manera de dar sentido a sus vidas.
Unos pocos dirían que el mejor día de una guerra es el primero.
En el primer día aún no se han cometido errores imperdonables. Aún no existe el rencor, el odio a quienes son diferentes. O si existe, si es la causa de la guerra que se avecina, es tan sólo una semilla seca que todavía no se ha regado con sangre y lágrimas; la guerra, incluso en el día final, sobre todo entonces, trae derrotados y vencedores, sometimiento y soberbia que se enraízan con fuerza en la tierra abonada de lápidas. Ambos bandos se enfrentan a un futuro de vergüenza oculta por los desmanes cometidos, de heridas que no desaparecen y cicatrices que duelen en los días tristes. Tras la guerra forjamos arados que nacen rojos, como oxidados, por la sangre que bebieron las bayonetas. La paz no es siempre olvido, no es nunca perdón. En la paz, los hombres acarician distraídamente sus muñones mientras contemplan las ruinas de las fábricas que antes les dieron trabajo, y las mujeres abrazan a los hijos que engendraron en ellas sus enemigos mediante violación y saqueo, y les aman, porque son suyos, como aman a sus maridos y hermanos, mutilados en carne y espíritu más allá de las fronteras de lo que debió ocurrir. No hay poesía en el último día de la guerra.

El once de noviembre de 1918, a las once de la mañana, la Primera Guerra Mundial llegó a su fin. No fue un buen día.
A las cinco de la mañana de ese lunes, en cierto vagón de tren condenado a la inmortalidad, los grandes hombres firmaban el armisticio. Entraría en vigor a las once de la mañana, pero la noticia trascendió, gritada en todo el mundo por las agencias de prensa, y cientos de miles de almas ingenuas salieron a las calles a festejar que habían sobrevivido, que sus hombres en el frente estaban por fin a salvo.
Mientras las manos soberbias rubricaban la paz en aquél vagón, Fernando Deza soñaba con la maravilla. Caminaba por un campo verde de tallos altos, cruzando un riachuelo recién nacido en su deambular. Música de grillos alegres, de abejas zumbonas, acompañaba su camino hacia las murallas lejanas, titánicas, imposibles, que sustituían al horizonte.
No muy lejos ni muy cerca, en una tierra que fue Francia y era cicatriz y cementerio asustado, un joven cabo llamado Adolf dormía también, con un sueño más inquieto que el del niño, aferrado a la llave de madera que colgaba sobre la piel quemada de su pecho. En su sueño, Adolf caminaba por una tierra yerma, árboles muertos empalando el cadáver del mundo silencioso. La piedra gris de una muralla infinita le esperaba al final del camino y tres dirigibles, mayores que cualquier cosa que hubiera conocido en la guerra, surcaban el cielo. Aquellas naves eran imposibles barcos voladores, con tres mástiles saliendo de su armazón en forma radial, sujetando un aparejo de velas negras como la última esperanza, negras como un amor roto, y más que avanzar parecía que el cielo mismo se apartase a su paso. Adolf no pudo apartar su vista de ellos, fascinado y asustado. De mirar a su alrededor, habría visto la sombra de un niño que avanzaba en paralelo a él, dirigiéndose también a la Ciudad.
Pero ni el niño ni el soldado cruzaron la mirada en su sueño. No cabe preguntarse si eso fue bueno o malo, ni cómo habría cambiado el futuro de ocurrir.
Lo que puede suceder, sucede. El resto es sueño y niebla.

Muchos otros durmieron mientras las manos de los líderes dejaban el bastón de mando para tomar la pluma. Muchos despertaron y asaltaron de nuevo las trincheras que iban a ser abandonadas seis horas después.
En aquellas seis horas los ejércitos aliados, llevados por la rabia, por la desinformación o por el simple ansia de gloria de sus oficiales, atacaron en todo el frente. La artillería disparó más proyectiles que en toda la semana anterior. Cientos de hombres acometieron las posiciones enemigas sólo para que sus mandos pudiesen fotografiarse en ellas, sobre montañas de muertos y banderas conquistadas. Francotiradores ignorantes, aislados, dispararon sobre todo lo que aún se atrevía a respirar. Mensajeros motorizados que portaban órdenes de paz fueron ignorados hasta el mediodía. El último muerto oficial de la guerra fue un soldado americano, a las 11:59 hora local de Francia.
El ejército alemán se retiró, abandonando en la línea de frente todo lo que ya no necesitaban, llevando sobre sus espaldas humilladas mochilas de rencor y vergüenza. La guerra terminó envuelta en una niebla roja.

Intramuros

La misma niebla roja, sólo un poco más sólida, más real y hambrienta, rodeaba aún la ruinosa empalizada que Espejo y los suyos defendían. Cientos de miles de guerreros descansaban y cuidaban sus armas a ambos lados de la niebla, esperando órdenes, esperando que las órdenes no llegasen, que la guerra terminara. Guardias de la Ciudad, ajenos al enfrentamiento entre los tres Poderes en conflicto, patrullaban la muralla inmensa, contemplando sin sorpresa el intermitente río de nuevos Despiertos que la guerra de los durmientes había provocado.
Más de nueve millones de combatientes, sin contar a los civiles, murieron en la Primera Guerra Mundial. No todos despertaron, y sobre el destino de muchos de ellos nada se supo en la Ciudad, ni les importó jamás. Pero muchos lo hicieron en medio del horror, descubriendo su verdadera naturaleza. Algunos siguieron vivos, o en algún estado parecido a la vida, en el mundo durmiente. Tal vez les faltó fuerza para cruzar, tal vez su deseo de permanecer fue más fuerte. Fantasmas mutilados en campos de batalla perdidos, en que las flores luchaban por crecer olvidando las tumbas en que se enraizaban. Vampiros ansiosos de más sangre, hombres transformados en bestias o que conocieron las puertas del poder gracias a oscuros talismanes, humanos que dieron un paso adelante y descubrieron su capacidad de ver y actuar más allá de lo antes resultaba posible.
Muchos otros cruzaron, llegando a la Ciudad por alguna de sus tres Puertas. Así había sido durante toda la guerra, y nadie se sorprendía ya por ello. La Ciudad Oculta se alimentaba a sí misma, y sus muertos eran sustituidos por los recién llegados. Que se uniesen a uno u otro bando, o permaneciesen ajenos a la contienda, era algo que no parecía depender más que de ellos mismos. Toda vida, incluso más allá de la vida, depende de sus propias decisiones.
Hubo algo en común para nuevos y viejos habitantes, algo que todos vieron de la misma manera cuando alzaron su cabeza para contemplar el cielo.
La Ciudad se sumió en un silencio expectante, pesado como terciopelo mojado, cuando los tres dirigibles se elevaron desde el inmenso patio del palacio de Binah.
Cada uno de ellos medía casi trescientos metros de largo, englobando en su estructura de duraluminio veinte bolsas de helio, pues los forjadores y alquimistas de la Ciudad habían aprendido pronto que el hidrógeno utilizado por los durmientes es mucho más inflamable. Tras un ascenso casi vertical los tres dirigibles se separaron, desplegando tres mástiles en forma radial que sustentaban una arboladura de velas negras, invisibles en la noche que moría, destinada a dirigir e impulsar las naves inmensas.
Poco a poco, lentas como una amenaza, las naves cruzaron la Ciudad, separándose despacio. Ninguna mirada se despegó de ellas. En las zonas neutrales, la gente salió a balcones y azoteas, contemplando el horror que se avecinaba.
Durante las cinco horas que los dirigibles, a una velocidad estable de ciento diez kilómetros por hora, tardaron en recorrer el espacio entre el palacio de Binah y la empalizada, nadie se movió. Todos ellos especularon sobre lo que iba a ocurrir. Muchos recordaron los bombardeos que la Ciudad había sufrido en tiempos anteriores a los Pactos, y se preguntaron si la Maestra Madre estaba tan loca como para incumplirlos. El Maestro Justicia y sus sirvientes se desplegaron en las torres de observación, dispuestos a registrar todo lo que ocurriese. Aunque los Justicias tenían, tal vez, el poder de detener a las naves, no era esa su función. Simplemente tomarían notas sobre sus tablillas de cristal y esperarían.
La luz inundó la Ciudad por delante de los dirigibles, como si tuviese prisa por llevar el amanecer y negar la oscura sombra, o tal vez estuviese sólo ansiosa por dejar ver la tragedia. Quién sabe qué desea la luz.
El ejército de Binah se puso en marcha cuando los globos pasaron sobre sus posiciones, empujando las altas torres hacia delante a fuerza de brazos. Formaron para el ataque, temerosos de la niebla que se revolvía, como hambrienta, a los pies de la empalizada. Sus oficiales sudaban bajo las armaduras, sabiendo que la carnicería sería terrible. Pero las órdenes de Binah eran claras, y morir bajo la espada o devorado por la niebla sería menos doloroso que desobedecer a la madre.
Espejo preparó a sus huestes. La luz de sus ojos ardía, tratando de penetrar la estructura de duraluminio para ver qué se avecinaba, pero nubes de hechizos cubrían cada centímetro de las pesadas cabinas que colgaban de los aparatos, y el Maestro no veía más que depósitos de agua. No tenía sentido, a no ser que sus enemigos estuviesen tan locos como para bombardearle con alguna sustancia química. Eso violaría claramente los pactos y el Maestro Justicia actuaría. Frunció las cejas.
-Avisad a Anteo –ordenó con voz queda–, que sus nefáridas estén preparados para cualquier cosa.
Menendo corrió a cumplir la orden, mientras los arqueros preparaban sus flechas.

Binah iba a cumplir su promesa. 

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4 comentarios:

  1. Pensé que era buena cosa ir hablando más de los entresijos de la Ciudad, de cómo es posible llegar a ella, y el camino más claro es a través del enfrentamiento del individuo con lo que realmente es. Una guerra, creo, es una situación que nos empuja a ser ángeles o demonios, por decirlo de una forma simple.

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  2. Bueno de lo escrito del capítulo de hoy, como siempre muy bueno amigo, ansiosa a la batalla final.
    En el tema de la música .....sin comentario, sólo la escuche con los cascos, las imágenes ni verlas :)

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  3. Me gusta tu forma de contar historias los cientos de pequeños detalles que dan color al relato. Voy a por el siguiente capítulo.

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  4. Ando releyendo capítulos en busca del primer nefárida. . .

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Ya podéis comentar tranquilos, sin palabras ilegibles ni más trámites. No os cortéis, vuestras opiniones me vienen muy bien.