Juan Tragedia
La siguiente semana transcurrió en
hogareña armonía para Juan. Parecía haber recuperado su papel de pater
familias, y tanto sus hijos como su mujer le miraban con renovado respeto.
Además, gracias a sus éxitos con las cartas, no necesitó pedir dinero a Pilar,
que pensó que había abandonado sus vicios y aprendido a administrarse, porque,
¿qué mujer no desea confiar en su hombre?
Juan Tragedia estaba muy sorprendido.
Aparte de aquella experiencia, casi un viaje astral, en la que vio o creyó ver
a través de los ojos de su hermano, estaba el asunto de las cartas.
Un buen jugador de gilé, mus o tute
se caracteriza por saber bien qué naipes han salido, cuales quedan en juego y
cuál es su valor, calculando así los que tiene sus adversarios y jugando en
consecuencia. Juan jamás había sido capaz de hacerlo, pero eso había cambiado.
La capacidad de observar, memorizar y calcular se convirtió de pronto en algo
natural e instintivo. Cada vez que alguien repartía él estaba casi seguro de
saber cuales eran las cartas de los distintos jugadores. Y comprendía cada
gesto involuntario de sus contrarios, averiguando cuándo estaban satisfechos
con su mano.
El sexto sentido que desarrolló en
los últimos tiempos demostraba su fuerza en aquellos momentos. Y sería curioso
saber de dónde había salido tal capacidad. Como en muchas otras ocasiones, al
igual que jamas trató de salir de sus continuas apatías, Juan Tragedia no trató
de responder a aquella pregunta.
Aprovechando que su hijo trabajaba y
las mujeres de la casa habían salido a hacer la compra, Juan descolgó el
teléfono para llamar a Manuel. Se suponía que aquél día regresaba a España. En
el último momento recordó la factura detallada de Telefónica y colgó para
evitar que su mujer descubriese la llamada. Paco tenía teléfono en el bar, pero
llamar desde allí suscitaría preguntas que no deseaba responder. Decidió
recorrer las dos manzanas que le separaban de la cabina más próxima, y las
convirtió en tres para evitar el supermercado habitual de Pilar.
-¿Diga? –respondió la voz de Manuel,
y Juan Tragedia sintió un escalofrío, tal vez de placer.
Le preguntó cuándo volvería a verle,
diciéndose a sí mismo que la voz de su hermano sonaba extraña por teléfono.
- Pues, mira. Estoy ya en la M-40.
Pensaba llamarte dentro de un rato, cuando parase a tomar un café. No me gusta
demasiado hablar mientras conduzco.
Juan le pidió perdón, pero Manuel se
rió. Su voz parecía ahora más autentica.
- Bueno, hermanito, siempre hay
excepciones. ¿Qué tal si nos vemos ésta noche, en el bar donde estuvimos la
otra vez?
Juan Tragedia se mostró de acuerdo,
orgulloso del velado cumplido que encerraba la respuesta de Manuel. Con cierta
pena, informó a su interlocutor de que se le acababa el dinero de la llamada y
ambos colgaron.
El resto del día lo pasó dándole vueltas a la idea. La idea que, desde que el
parecido con Manuel se hizo tan evidente, no le había abandonado en ningún
momento. Y aquella noche, repentinamente, la idea se volvió realidad tangible.
Tomaba un Dyc cola, sentado frente a
la máquina tragaperras, arrojando la ceniza sobre el suelo de Metropol blanco,
cuando percibió la presencia de Manuel. Se giró sobre el taburete, ya
levantándose, para verle entrar en el local. Y allí estaba. Se abrazaron con
emoción. Manuel le revolvió el poco pelo que le quedaba, y Juan rió como un
niño pequeño. Y se dio cuenta de dos cosas. La primera, harto evidente, era que
Manuel se había dejado crecer la barba. Eran ahora tan idénticos que resultaban
indistinguibles. La segunda, una especie de alarma de su sexto sentido, un
zumbido sordo en sus oídos. Nadie les miraba. Nadie se sorprendía lo más
mínimo, a nadie llamaba la atención ver a dos personas tan parecidas. Nadie, de
nuevo.
- Bueno, Juan. Ya he terminado mis
asuntos en Alemania. Parecía muy satisfecho. Juan le preguntó cuánto tiempo
pensaba quedarse en España. La respuesta tuvo que esperar la llegada del
camarero con las copas. Manuel sonrió al contestar, y superó todas las
perspectivas de Juan.
- Definitivamente. Me quedaré a vivir
aquí, con mi familia.
Brindaron por ello. Entonces, con una
sonrisa pícara y a la vez dulce en los labios, Manuel sacó un sobre del
bolsillo interior de su americana. Lo tendió a Juan, que le interrogó con la
mirada.
- Puedes abrirlo, muchacho. Es para
ti.
Juan obedeció, sintiendo con total
nitidez el tacto poroso de papel reciclado y el olor penetrante de la goma de
pegar. El sobre contenía una libreta bancaria, una tarjeta de crédito y varios
papeles, documentos de apertura de una cuenta. Al preguntar Juan qué era
todo aquello, su hermano le ofreció una
estilográfica de oro macizo.
- He decidido, como ya te expliqué,
restituirte lo que es tuyo por derecho. Esto es el principio. Abrí ésta cuenta
a tu nombre y ahora sólo falta que firmes los documentos.
Sorprendido, encantado, íntimamente
satisfecho. Así se sintió Juan Tragedia en aquél instante. La vida empezaba a
devolverle todo lo que le negó durante tantos años.
- No intentes negarte, Juan –rogó
Manuel -. Sé que tu orgullo te incita a no aceptar mi regalo. Después de todo,
a mí me pasaría lo mismo. Pero ten en cuenta que eres tú quien me hace un favor
a mí, no al contrario, permitiéndome que lo haga. Tenlo por seguro.
Desde luego, el orgullo que pudiera
quedarle a Juan no tenía ninguna objeción que hacer al regalo. Sin embargo, le
encantó mantener esa posición de poder frente a su hermano incluso a la hora de
recibir algo de él. Así que presentó una débil resistencia, seguro de que
Manuel insistiría. Así fue, y finalmente firmó los papeles.
- Eres un gran tipo, Juan. No sabes
lo que te lo agradezco. ¿Pero ni siquiera piensas abrirla?
Divertido por el juego, Juan asintió.
Esperaba recibir unos cientos de miles de pesetas, que desde luego le vendrían
muy bien. Sacó la libreta de la funda de plástico, pero dio a su gesto un aire
flemático, indolente, como si tampoco tuviese mayor importancia. Las manos
callosas abrieron el documento por la primera página, donde figuraba él como
único titular. Con el nombre de Juan Muñoz Casal.
- Ya arreglaremos lo de los apellidos
–dijo Manuel.
Juan se mostró nuevamente conforme.
No había prisa ninguna. Pasó la página, deseando que su hermano hubiese llegado
al medio millón, y que no notase ahora el temblor de sus manos. Leyó. Se quedó
sin respiración, sin preocuparse del temblor ni de ningún otro detalle. Apenas
consiguió articular la cifra reflejada, encerrándola entre dos signos de
interrogación, buscando la confirmación de Manuel.
- Sí, Juan. Son exactamente – sonreía
con oculta satisfacción, la sonrisa canina entre los dientes – cincuenta
millones de pesetas. Y son tuyos. Te los mereces.
No podía creérselo. Cincuenta
millones de pesetas a su nombre. Podría vivir toda la vida con aquél dinero.
Comprarse un piso, un coche nuevo, viajar... Cumplir todos los sueños que
siempre tuvo que negarse. De pronto, Manuel le arrebató de las manos los
papeles, y vio cómo se esfumaban de golpe todas las ilusiones que había
concebido. A punto estuvo de golpear a su hermano. Pero él le sonreía,
tranquilizador.
- ¿No me escuchas, Juan? Te estaba
diciendo que necesito esto para formalizar el papeleo en el banco. Tranquilo.
Juan suspiró, aliviado y avergonzado.
Claro, no hay problema. Manuel devolvió los papeles al sobre, y éste a su
americana. Después tomó un sorbo de su bebida y jugó con el vaso, haciéndolo
rodar entre las palmas de sus manos.
- Oye, Juan, ¿le has contado a tu
familia algo de mí?
La respuesta parecía de gran
importancia para él. Y la respuesta era, evidentemente, no. Pensaba hacerlo,
claro, pero todavía no lo había hecho.
- Veras- parecía relajado ahora -, he
pensado que podríamos aprovechar nuestro parecido para gastarles una broma, y,
de paso, que yo les conociese un poco. Si estás de acuerdo, claro.
Por supuesto, Juan se mostró de
acuerdo. Incluso se le había ocurrido a él. Se sintió satisfecho al ver cómo la
idea tomaba forma de una manera tan simple, sin esfuerzo. Decidieron hacerlo en
aquél mismo instante.
Llegaron a los Jardines del Sol en el
coche de Manuel. Tras aparcar, éste le dio las llaves a Juan, riendo ante la
idea de tener que llamar a un taxi. La casa estaba oscura, pero aún así Juan
percibió la amplitud de las estancias, el lujo y el confort que emanaba del
lugar. Sin embargo, cuando se encendieron las luces, el esplendor le sobrecogió. Manuel le guió
por las habitaciones, mostrándoselo todo. Salón con mueble bar, pantalla de
plasma, equipo de música con sonido envolvente, sistema DVD. Una estantería de
cedro con todos los libros que merecían ser leídos en el mundo ocupaba una
pared completa. Los tres cuartos de baño poseían bañera de hidromasaje, tan
grande que toda su familia podría bañarse junta, según afirmó Juan para
regocijo de su hermano.
La habitación de Manuel, la más
grande de la planta alta, estaba equipada con otro sistema audiovisual como el
del salón. Sobre la mesilla, de roble, descansaban los mandos a distancia y un
ejemplar de “El retrato de Dorian Grey”, de Wilde
- Un tema apasionante, la
inmortalidad – comentó Manuel- ¿No crees? –Juan le dio la razón – Si tú
tuvieses la posibilidad de vivir para siempre, ¿no estaría dispuesto a
cualquier cosa por conseguirlo?
Juan afirmó que, desde luego, así sería.
Y la respuesta pareció satisfacer a Manuel, que le miró sin embargo con un deje
nostálgico en los ojos.
- Bien, muchacho, ésta es tu casa.
Juan sonrió, asintiendo. Acaricio el
raso de la ropa de cama, abrió el armario empotrado, sorprendido y encantado
por la cantidad y calidad de su contenido,
y sugirió a su hermano que se cambiasen de ropa para que su familia no
sospechase. Tras hacerlo, ambos tomaron una copa en el porche, esperando al
taxi que Manuel llamó desde su móvil. Se pusieron de acuerdo respecto al
comportamiento que Manuel debería observar en casa de Juan, y éste se quedó con
el móvil para poder mantener el contacto. Manuel prometió que tendría resuelto
el asunto del banco en los dos días que duraría la broma y se despidieron al
ver aparecer el taxi en la verja de entrada.
- Toma –ofreció Manuel -, quédate con
la tarjeta de crédito. No tengo dinero en efectivo en casa y puedes
necesitarlo.
Juan quiso rechazarla, pero el otro
insistió.
- Tengo más, tranquilo. ¿Qué tal si
nos vemos en el bar de hoy, dentro de dos días, a las nueve de la noche?
Juan Tragedia se mostró de acuerdo.
Así podrían intercambiar impresiones y decidir si era momento de presentar
formalmente a Manuel ante su familia. Incluso podrían celebrar una fiesta,
sugirió.
- Buena idea. Me encantan las fiestas. Además, hace siglos
que no voy a una.
El claxon del taxi se hizo oír, y los
dos hombres se despidieron con un abrazo.
- Hasta pronto, muchacho. Disfruta de
la casa.
Juan aseguró que así sería. Se quedó
solo, viendo alejarse el coche, y preguntándose por qué su hermano tenía los
ojos húmedos, como si estuviese a punto de llorar.
Entró en el chalé y subió a la
habitación, acompañado de un vaso ancho lleno de whisky de importación que sacó
del mueble bar. Durmió toda la noche de un tirón, feliz de hallarse por fin en
el lugar que realmente le correspondía.
A la mañana siguiente se despertó
tarde, desperezándose en la inmensa y mullida cama, sintiéndose el rey del
mundo. Tomó el batín de seda que colgaba del galán y se levantó. Al bajar las
escaleras le sorprendió oír ruido en la cocina. Se dirigió hacia allí con todo
el silencio de que fue capaz. El olor de café recién hecho y pan en la
tostadora le tranquilizaron casi tanto como la figura de mujer que se dedicaba
a servir la mesa para uno. Claro, era Marta, la madura asistente de su hermano.
- Buenos días, señor.
- Buenos días –respondió él. Y le
gustó cómo sonaba su voz entre aquellas paredes.
Se sentó a la mesa, dejándose servir
por la mujer. Café con leche, dos tostadas con margarina y una deliciosa
naranja. Entonces la asistenta le tendió un plato de delicada porcelana, sobre
el que bailaban tres pastillas de diferentes colores.
- ¿Qué es esto? –interrogó Juan.
- Su medicina para el corazón, desde
luego –parecía sorprendida –Ya lo sabe.
Le tocó a Juan sorprenderse. Manuel
no le había comentado que sufriese ninguna enfermedad, y menos del corazón.
¿Qué estaba ocurriendo?
- Hoy no las tomaré –se excusó -. Me
siento muy bien.
La mujer le miró con reproche.
Sacudió la cabeza a ambos lados y dejó el plato sobre la mesa.
- A su edad no se debe jugar con la
salud, señor. No le conviene saltarse la medicación.
¿A su edad? ¿Qué quería decir con
eso? La mujer no parecía mucho más joven que Juan y Manuel.
- En fin, usted verá. Yo me voy a por
el pan y el periódico – salió de la cocina -. Hasta luego, don Jacinto.
Y abandonó la casa, sin darle tiempo
a replicar. Juan se levantó para seguirla, pero un súbito y lacerante dolor en
el pecho le detuvo. Se sintió confuso,
perdido. Era como si se hubiese equivocado de casa. Llegó al salón, y
allí, parado en medio de la estancia, miró a su alrededor. Era, desde luego, la
misma casa. La misma alfombra, la misma decoración, las mismas fotografías...
Se fijó por primera vez en las
fotografías que adornaban con profusión muebles y paredes. Tomó una de ellas,
que representaba a un hombre mayor ante una fábrica de automóviles. El hombre
representaba unos setenta años, y Juan se preguntó si sería su padre. Pero era
imposible. Según su hermano, su padre había muerto en accidente de circulación
a una edad mucho más temprana. Si es que todo lo que Manuel dijo era verdad. El
mismo hombre, solo o acompañado, protagonizaba todas las demás imágenes. Juan
buscó personas familiares, alguien que pudiese ser o haber sido su padre, su
hermano, su madre... sin hallarlos. Se dio cuenta entonces de algo que había
dicho Manuel en su primera conversación, algo a lo que no dio importancia en
aquél momento, nervioso como estaba. Él dijo que su madre le había contado toda
la historia, y después que su padre, antes de morir, le pidió que le buscase.
¿Cómo podría haberlo hecho, si murió de forma repentina? La mentira de Manuel
se hizo evidente de forma súbita y dolorosa. Encendió un cigarrillo con manos
temblorosas, e inmediatamente le sobrevino un ataque de tos que a punto estuvo
de ahogarle. Apagó el cigarro una vez recuperado y sacó un pañuelo para
limpiarse la saliva de los labios. Con creciente horror, vio que la tela estaba
manchada de sangre. Escupió sobre ella y
un esputo sanguinolento impregnó aún más el pañuelo. Subió las escaleras a toda
velocidad, sintiendo una fuerte punzada en el pecho y un molesto entumecimiento
en el brazo izquierdo. Abrió y cerró el puño repetidamente para reactivar la
circulación. Una vez en la planta alta, se obligó a respirar profundamente y
serenarse. Después se vistió con la ropa de Manuel, o de don Jacinto, y cogió
el teléfono móvil. La pantalla de cristal líquido estaba oscura, sin vida, y no
pudo hacerla revivir. Necesitaba hablar con Manuel, imperiosamente. Tenía que
haber una explicación para todo aquello. Y, si no la había, ¿quién era la
persona a la que había entregado la llave de su casa, a la que dejó a solas con
su familia?
Cogió las llaves del coche y salió
hacia su barrio. Al atravesar la verja se fijó en el salpicadero. La luz de
reserva estaba encendida, y faltaban más de cinco kilómetros para llegar a su
casa. Se obligó, pese al sentimiento de urgencia que le sofocaba, a conducir
despacio hasta llegar a una estación de servicio. El dolor del pecho era
punzante, intenso. Se ahogaba y sudaba como si estuviese en una sauna.
Llegó a la gasolinera, maniobrando
con brusquedad para adelantarse a otro coche que intentaba entrar.
- Llene el depósito – ordenó al
empleado. Su voz le pareció vieja y cascada.
Fueron unos segundos angustiosos. Sin
bajarse del coche, entregó al hombre la tarjeta de crédito. No tenía nada en
efectivo. Mientras el empleado entraba en la oficina, Juan encendió el motor
para irse en cuanto firmase el ticket. No pensó que aquella firma no sería
valida, ni fue necesario tener ese detalle en cuenta. El empleado regresó, el
rostro tenso.
- Oiga, abuelo, ésta tarjeta no tiene
fondos.
Maldiciendo en voz alta a su hermano,
Juan pisó el acelerador. Estuvo a punto de atropellar al empleado, pero no le
importó demasiado. Pasase lo que pasase, su familia era más importante. Por
primera vez en su vida, era lo primero.
Sudoroso, con el pecho a punto de
estallar, Juan se dirigió a su barrio a toda velocidad. Ignoró dos semáforos en
rojo y se llevó por delante el carro de la compra de una mujer que no cruzó la
carretera con suficiente prontitud. Miró por el retrovisor para asegurarse de
no haberla atropellado. Allí estaba, rodeada de verduras y huevos rotos, con el
asa del carro estúpidamente colgada de una mano. Pero sana. Juan supuso que
pronto tendría detrás a algún policía, y volvió a observar la carretera a sus
espaldas por el espejo. Casi se salió de la carretera por la impresión. Su
cabeza, reflejada parcialmente en el retrovisor, mostraba una calva casi
completa, con tan sólo algunos cabellos blancos sobresaliendo como estandartes
abandonados en el campo de batalla. Y lo peor eran las manchas que tachonaban
toda la superficie de piel visible.
Frenó, sin darse cuenta de que lo hacía a menos de cien metros del bar
de Paco, y movió el retrovisor lo suficiente como para ver todo su rostro. Sólo
que no era su rostro, sino el del hombre de las fotografías. El anciano que
necesitaba medicarse para que su corazón siguiese funcionando.
Juan no pudo más. La delgada barrera
entre el nerviosismo y la histeria se rompió en aquél mismo instante, y las
lágrimas brotaron como una explosión descontrolada. Dejó caer la cabeza sobre
el volante, palpando con manos temblorosas su cuerpo fofo y anciano. Entreabrió
los ojos para contemplar aquellas manos, y las vio surcadas por venas delgadas
y azules, la piel plagada de aquellas mismas manchas. Su vientre estaba
abultado, blando, caído, muy diferente
del plano estomago de Juan Muñoz. No podía ser real. Era imposible, pero ahí
estaba. Su cuerpo había cambiado en el transcurso de aquella noche,
transformándose de alguna manera en el de un anciano de setenta años. El
corazón le dolía cada vez más, y su brazo izquierdo estaba inmovilizado, presa
de un calambre. Sin saber por qué, tal vez en un resto de aquella increíble
percepción de la que disfrutó unos días atrás, se le ocurrió abrir la guantera.
Entre otros variados objetos encontró una caja metálica, pequeña y elegante que
contenía varias píldoras blancas. Se metió una en la boca, dejando que se
deshiciese y sintiendo un gran alivio a medida que la medicina actuaba.
Pasaron unos minutos. Juan alzó la
vista, dándose cuenta de que estaba ya en su barrio. Podía ver el bar de Paco,
su portal, el garaje de Chapas... Por fin encontraría ayuda. La puerta del bar
se abrió entonces, y Juan alzó la mano para llamar la atención del parroquiano
de turno. Su gesto quedó congelado en el aire seco al ver quién era el hombre
que salía por aquella puerta. Manuel, o Jacinto. Su hermano, o el mismo
demonio.
Con paso seguro, como si hubiese
estado esperándole, el Manuel que se vestía con la ropa de Juan y llevaba la
barba de Juan se acercó al vehículo. Juan Tragedia tembló, intentó abrir la
puerta con sus manos de anciano, olvidada la posibilidad de encender el motor y
escapar de aquél ser. El terror le envolvió, incapacitándole para todo lo que no fuese quedarse allí,
acurrucado casi en posición fetal sobre el asiento del copiloto, esperando.
Manuel llegó al coche y miró a su alrededor, como si quisiera asegurarse de que
nadie le prestaba atención. Abrió la puerta del conductor y se sentó, lanzando
una mirada repleta de la vieja ternura al bulto patético y balbuciente en que
se había transformado Juan.
- Hola, muchacho –saludó -. Supuse
que vendrías.
Sin esperar respuesta, arrancó y se
alejo de la ciudad.
Recorrieron en completo silencio unos
diez kilómetros, hasta detenerse en las afueras, lejos de cualquier posible
ayuda. Juan sintió que el terror crecía dentro de él, pero seguía siendo
incapaz de moverse o hablar. Manuel encendió dos cigarrillos, ofreciéndole uno
a Juan.
- Vamos, hombre – susurró al ver que
éste no se movía -. Uno no va a matarte. Y, en tu situación, ¿qué importancia
tendría?
Juan cogió el cigarro, cuidando de no
rozar la mano que se lo ofrecía. Sentía una fuerte repugnancia por el ser que
había a su lado, pero logró calmarse y sentarse en una posición más digna.
- ¿Qué está pasando aquí, Manuel?
–acertó a preguntar.
- Como ya puedes imaginar, no me
llamo Manuel. Sólo fue un nombre que escogí para acercarme a ti. No tiene
importancia cómo me llamo, puesto que ni yo mismo lo sé con certeza. Desde
luego, no soy tu hermano. Hasta donde yo sé, no tienes hermanos, ni otros
padres que los que conociste.
- ¿Por qué ha cambiado mi cuerpo?
¿Por qué soy viejo? –el tono de Juan se acercaba nuevamente a la histeria.
-¿Recuerdas nuestra conversación de
ayer, cundo te pregunté qué harías si tuvieses la posibilidad de ser inmortal?
–Juan asintió -. Estabas dispuesto a todo por conseguirlo. Y yo también lo
estoy, así que espero que me comprendas. No soy humano, al menos de la forma en
que tú lo eres. Te engañé con toda la historia sobre el hermano perdido porque
necesitaba tu cuerpo. Esa es mi manera de ser inmortal. Habito un cuerpo hasta
que la vejez o la enfermedad lo corrompen. Cuando la muerte de ese cuerpo está
próxima, he de buscar otro para vivir. Y el tuyo es ideal. Relativamente joven,
sano. Un cuerpo al que aún le queda mucho de vida. Y, lo que es más importante,
un alma pusilánime y blanda en su interior.
- ¿Qué quieres decir? ¿Por qué..?
- ¿Por qué tú? Siempre te preguntas
lo mismo, Juan. Cada vez que algo malo te ocurre, te sientes un desgraciado y
te hundes, en lugar de luchar para mejorar las cosas. Alguien como tú es lo que
yo necesito. Puedo olerlos, sentirlos
cerca. Son mis presas. Y no hago más que cazar para sobrevivir. No
puedes reprocharme eso, muchacho.
Acarició la anciana cabeza de Juan
con su mano callosa, como si realmente se sintiera conmovido. Y lo estaba.
- No me gusta, ni disfruto con ello.
Pero lo necesito. Tengo tan pocos deseos de morir como tú. Y muchas más ganas
de vivir que las que tú has demostrado.
Es mejor, en mi opinión, robar tu cuerpo que el de alguien como... no sé, tu
hijo, sin ir más lejos.
- ¿Qué ocurrirá ahora conmigo? ¿Y con
mi familia?- Juan notó cómo la apatía le inundaba de nuevo. No se puede luchar
con lo inevitable.
- Tu familia vivirá bien, te lo
garantizo. Después de todo, tengo cincuenta millones en el banco, y puedo
falsificar tu firma con la misma facilidad con que falsifico todos tus gestos.
Los niños irán a la universidad, tu mujer vestirá ropas caras, y todo estará
bien hasta que tu cuerpo sea demasiado viejo, o hasta que yo encuentre algo
mejor. Tú deberás aprender a ser don Jacinto. En la casa hay muchos papeles con
su firma, y te queda dinero de sobra en el banco para vivir una buena vida.
Mejor de la que mereces.
- Joder, siempre yo...- murmuró Juan,
echándose a llorar de nuevo.
- Te llevaré a casa, muchacho –dijo
la criatura, a su lado, mientras una lágrima solitaria recorría su hirsuta
mejilla.
Y llega el momento de apagar las
luces y bajar el telón. De esperar los aplausos o los abucheos. De rogar a
algún dios olvidado que el trabajo haya merecido la pena.
No importa demasiado qué fue de Juan
Tragedia de aquí en adelante, aunque si te lo llegas a preguntar será porque he
conseguido, al menos en parte, lo que pretendía. Tal vez la historia de Juan
resulte increíble, porque narra el encuentro de un hombre con alguna monstruosa
y fantástica criatura, desconocida pero terrible por su poder. Tal vez sea sólo
una historia cotidiana, la de un hombre normal que se rinde con tal facilidad
que arruina su propia vida sin haberla vivido, envejeciendo sin darse cuenta.
Yo no lo sé. Sólo sé que Juan Tragedia estaba aquí, como un susurro constante
en mi oído, una historia que deseaba ser narrada. Puede que fuese Manuel quien
me dictase al oído en las largas noches de trabajo, no lo sé. Sólo sé que no
fue fácil, y sólo espero, amigo lector, que te emocione en algún sentido y te
dé qué pensar, al menos un poco. Ahora, las luces se apagan.
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