UNA PARADOJA CHUNGA
Supongo que es natural que Fran
fuera el líder del grupo. Era el más alto, el más fuerte y el más gracioso.
Aquél día de verano, cuando sólo teníamos trece años, las chicas no importaban
demasiado, pero con el tiempo Fran también sería el mejor en ese campo.
Yo le admiraba, igual que Rober,
Sancho y Juanmi, el resto de la pandilla. Pero creo que también le odiaba un
poco. Ya sabes, le envidiaba.
Aquél día habíamos quedado en la
Plaza Pequeña, como siempre. Estábamos en agosto, lucía el sol y todo iba bien.
Yo llevaba puestos mi bañador y mi camiseta de Fido-Dido, de la que Fran solía
burlarse porque, según él, éramos los dos igual de flacos. Tenía mi bici, mi
toalla, seis euros y mi balón de baloncesto. Perfecto.
Estaba particularmente orgulloso de
ese balón, porque lo gané en un partido de “leyendas del Real Madrid”, donde
jugaron Corbalán, del Corral, Romay… ya sabes, los de la época gloriosa del
básquet. Fue difícil conseguir el balón.
Rober y Sancho llegaron juntos,
echando una carrera por la calle Artillería. La calle es muy larga y un poco
cuesta arriba y Sancho, que es como un galgo, sacó mucha ventaja a Rober. Rober
es gordo y siempre tiene las mejillas rojas.
Juanmi llegó después, llevando su
bici de la mano.
Estábamos jugando a pasarnos el
balón, tratando de botar entre las piernas y todo eso, cuando Fran apareció
pedaleando a toda velocidad. Saltó el bordillo metiéndose entre Rober y yo,
tratando de interceptar el balón. Rober retrocedió, a punto de caer, y el balón
se escapó hacia la carretera. “Mi balón”, grité yo. Y claro, pasó lo que tenía
que pasar. Una furgoneta de reparto arrolló mi balón, que reventó bajo sus
ruedas con un estampido sordo. Mientras los cinco mirábamos desde la acera, el
conductor frenó, se bajó y comprobó los neumáticos. El muy imbécil creería que
alguno había reventado.
Nos echó una mirada suspicaz y
afilada, esa que los adultos reservan para los grupos de niños, esa de “sois
jóvenes y potencialmente peligrosos, así que tendremos que vigilaros”. Luego se
subió a la furgoneta y se fue sin llegar a ver el balón, que había ido a parar
a la cuneta.
Fran se bajó de su bici y recogió
lo que quedaba de mi balón.
-Lo siento, tío-dijo-. Lo siento
mucho.
Pero sus ojos decían otra cosa. Una
parte de él, una parte pequeña pero muy real, estaba riéndose. Y sus ojos
brillaban, delatándolo. Le odié. Deseé hacerle daño.
-Mi balón…-repetí.
Fran hizo un gesto de impaciencia y
metió la pelota en mi mochila.
-Vamos, hombre. Sólo es un balón.
Ya lo arreglaremos.
-Claro –dijo Rober-, ya lo
arreglaremos.
-Sí –remató Sancho-. Sólo es un
balón.
Juanmi asintió. No había pasado
nada. Claro. Porque la humanidad entera adoraba a Fran, y todo se le perdonaba,
como siempre.
-No había pasado ni un coche hasta
ahora –me lamenté.
Fran se encogió de hombros otra
vez.
-Una paradoja chunga –sentenció.
Todos sonrieron. Esa era una de las
frases mágicas de Fran. Tenía una capacidad casi mística para calmar a la gente
con una simple frase simpática. Me ofreció su mano. Los demás me miraron. ¿Qué
iba a hacer? Estreche su curiosa mano.
Explicaré lo de “curiosa”, porque
tiene su importancia. Una vez, siendo Fran muy pequeño, su madre preparó
galletas con moldes de esos en forma de estrellas, corazones, flores, ya sabes.
Fran quiso coger una, sin darse cuenta de que aún estaba dentro del molde, y se
quemó la palma de la mano izquierda, que quedó marcada con una estrella de
cinco puntas.
-De todas formas –dijo Fran- hoy no
nos hará falta el balón.
-¿Dónde vamos? – preguntó Rober.
-A la cerámica.
La cerámica San Pablo, a dos
kilómetros del pueblo, era territorio fantasma. Así lo llamaba Fran, territorio
fantasma. Doce años atrás, la cerámica se había incendiado, y veinte
trabajadores murieron en su interior. Corrían oscuras leyendas sobre aparecidos
y ruidos nocturnos. Era territorio fantasma, y entrar allí constituía una
prueba de valor para nuestras mentes infantiles. Además, a veces se encontraban
cosas allí. Fran decía que había encontrado un hueso humano calcinado, pero
nunca lo habíamos visto. Yo no me lo creía.
Llegamos a la cerámica empapados en
sudor. Habíamos recorrido los dos kilómetros pedaleando como locos, hasta que
en la última cuesta abajo a Rober le dio una pájara y casi se desmaya. Estaba
lívido, con sólo dos puntos carmesí intenso en los mofletes, como una Heidi
hiperventilada.
-El tío más pesado del grupo, y se
pone malo bajando una cuesta –se rió Sancho.
-Eso es…-empezó Fran.
-¡Una paradoja chunga! –coreamos
todos, riendo.
Bajamos la cuesta andando juntos,
riéndonos aún. Amigos de nuevo, diréis. Un huevo. Ese imbécil había roto mi
balón, y unas risas fáciles no lo arreglarían.
Aunque lo más extraño del día
estaba aún por llegar, hubo otra cosa. Justo en la entrada, donde el murete de
ladrillo se cortaba en una verja oxidada, encontramos una cazadora. Era una
cazadora muy vieja, de esas acolchadas como a cuadros. En un tiempo debió ser
roja, de un rojo brillante. Ahora parecía casi rosa de tan desgastada, con la
cremallera rota y el forro descosido en varios puntos. No habría tenido mayor importancia
si no fuese porque aquél tipo de cazadoras se habían puesto de moda el último
invierno y porque estábamos en agosto, aunque podía llevar meses allí.
-Mira –dijo Sancho-, esa cazadora
es como la que tú querías, Fran.
Fran asintió, apoyando su bici en
el murete.
-¿Esa no es una paradoja chunga?
–pregunté.
Fran me miró como miro yo a las
cucarachas, porque le había dolido mucho no poder comprarse la cazadora, uno de
los pocos caprichos que sus padres le negaron. Ver ahora que algún pijillo
cansado de ella la había tirado tras un solo invierno de uso le dolía aún más.
Los demás entraron en la cerámica,
pero yo me entretuve registrando la cazadora. Había un DNI gastado, un paquete
de Pall-Mall con tres cigarros y un mechero Bic negro, de esos pequeños. Me
guardé el DNI, pensando que podría devolvérselo a su dueño. En una mirada
rápida, el nombre me resultó familiar, así que supuse que era alguien del
pueblo a quien conocería de oídas.
Entramos en el viejo edificio, una
nave inmensa de cristales reventados, paredes negras y adornada ahora por el
crujido constante de nuestros pasos sobre los restos de baldosas, ladrillos y
cristal. El aire olía aún a hollín, era seco y espeso, como imagino que será al
entrar en la tumba de un antiguo faraón.
Deambulamos un rato por la nave,
rebuscando entre los escombros, aunque no encontramos nada de interés, ni
huesos ni nada. Excepto una colilla de Pall-Mall.
Eran más de las siete cuando
llegamos a la base de la chimenea. El lugar mágico, la prueba definitiva de
valor. Medía más de veinte metros, y tenía adosada una escalera, de esas
verticales que llaman “de gato”. Una invitación a subir y demostrar el propio
valor, superando el vértigo y a los fantasmas.
Sólo conocíamos a un chico que
hubiese llegado arriba, un chico de mi barrio que estaba ya en el instituto.
Según él, las abrazaderas que sujetan la escalera a la chimenea chirrían
mientras subes, como si estuvieran a punto de desprenderse.
Ninguno de nosotros había subido
nunca, y todos pensábamos que sería Fran el primero en hacerlo.
Mirábamos hacia arriba. Nadie
habló. Fran dio un paso adelante, como tanteando el terreno. O tanteándose a sí
mismo. Extendió la mano marcada por la estrella, casi acariciando el primer
peldaño. Un segundo después la retiró. Tal vez se había dejado el resto de su
valor en casa, y yo me alegré.
Cuando retrocedió pasaron tres
cosas. La primera, todos soltamos un aliento que conteníamos sin saberlo. La
segunda, bajé la vista hasta sus pies y vi una colilla en el suelo. No necesité
agacharme para saber que era un Pall-Mall. El del misterioso dueño de la
cazadora. Toqué el DNI en mi bolsillo.
La tercera, decidí desafiar a Fran.
Sí. Justo en aquél momento decidí
que estaba harto de su arrogancia, que alguien debía, por una vez, ganarle en
algo. Me lo debía, por el balón.
Así que empecé a subir por aquella
escalera maldita. Fido-Dido, el primer escalador del grupo.
¿Qué tal la paradoja, Fran, es o no
chunga?
Podría contaros el miedo que pasé
subiendo, sin distinguir el chirrido de las abrazaderas del que producían mis
dientes apretados, la de veces que mis pies perdieron asidero en los
herrumbrosos escalones. Casi me meo encima. Pero eso no importa. Lo único
importante es que llegué. Pasé una pierna por encima de la oscura boca y miré
abajo, a los enanitos que eran mis amigos. Me sentí el rey del mundo. Y hasta
eso da igual.
Lo importante es lo que había en el
interior de la chimenea. Al principio lo que me sorprendió, sentado allí arriba
con una pierna dentro y otra fuera de la boca de la chimenea, fue ver una
escalera en el interior de la chimenea. Más tarde supuse que serviría para
trabajos de limpieza, pero eso fue más tarde. En aquel momento todo mi cerebro
estaba ocupado observando el fondo de la chimenea y a la figura humana que allí
yacía.
Mientras mis amigos me vitoreaban
por mi hazaña, yo bajé las escaleras y llegué al fondo de la chimenea. El
hombre estaba muerto. Sucio, flaco, cubierto de moscas zumbonas, verdes y
gordas. Definitivamente, muerto.
-¿Estás bien?- preguntó Fran desde un millón
de kilómetros de distancia.
-¡Sí!- contesté – ¡Todo bien!
Aquel si era un descubrimiento.
Aquella sí era una aventura. Fran se moriría de envidia al enterarse.
Vencido el miedo por la
fascinación, decidí acercarme más al cadáver, que tenía unos veintiséis o
veintisiete años de edad, pensé.
Estaba boca arriba. Su cara,
extrañamente familiar, estaba tumefacta, cubierta de moretones donde la lividez
no reinaba, y el cuello torcido en un ángulo absurdo. Junto a su mano derecha
había una botella de Jim Bean, rota como si hubiese caído desde un sitio alto.
Comprendí que el hombre se había precipitado desde lo alto de la chimenea,
matándose con el golpe. Y que eso había ocurrido poco tiempo antes, tal vez
unas horas o un par de días. Estuve a punto de vomitar.
Me repuse y decidí coger alguna
prueba que mostrase a mis amigos lo cerca que había estado del cuerpo. Me
decidí por el reloj del muerto, y me agaché para quitárselo. Entonces vi la
cicatriz en forma de estrella sobre su hinchada palma izquierda.
Alucinado, sin saber qué ocurría,
saqué el DNI de mi bolsillo. El familiar nombre era Francisco Herrero. La foto
mostraba a un Fran futuro, de unos veinte o veinticinco años de edad. Faltaban
seis años para el día en que el carné fue expedido.
Salí de allí sin el reloj y sin
contar nada a nadie. Aquél verano, el resto de mis amigos treparon a lo alto de
la chimenea, excepto Fran. Ninguno vio nada extraño.
Durante los años siguientes, cuando
Fran se ligaba a todas las chicas, mientras nos humillaba con sus bromas y superior
inteligencia, yo sonreía y le dejaba hacer. Fran Herrero se aficionó al Jim
Bean y al Pall Mall, se compró un “plumas” rojo y siguió siendo el mejor.
Mientras fuimos amigos, Fran jamás
trepó a la chimenea de la cerámica, porque tenía vértigo, un vértigo terrible.
Cuando llegó el momento, yo me fui
del pueblo para estudiar en la universidad, y perdí el contacto con Fran.
Nuestro simulacro de amistad acabó ahí, aunque seguí sabiendo de él gracias a
Rober, que aún vive en el pueblo.
Fran fracasó en sus estudios, y
dejó de ser aquel ganador, aquel campeón de callejón, y su aura se borró como
se borran las malas pinturas.
A los veinticuatro años,
alcohólico, sin oficio ni futuro, desapareció del pueblo sin dejar noticias, y
no se le ha vuelto a ver. Cuando, en las fiestas del pueblo que aún saben a
verano antiguo, los viejos amigos volvemos a juntarnos, compartir copas y
buenos momentos, Rober, Sancho y Juanmi fantasean con un Fran triunfante en
algún lugar lejano y exótico, un Fran que superó el alcoholismo, la mala suerte
y el vértigo. Yo sigo callando, y jamás volveré a la chimenea de la cerámica,
ni miraré en su interior.
Y esa, si es una paradoja chunga.
FIN
Hola! genial escrito !! :D
ResponderEliminarAquí me quedo, te sigo!
Me gustaría que te pases por mi blog literario para ver qué te parece y si te gusta, sígueme :).
saludos desde http://buscandotelibro.blogspot.com.ar/
Muchas gracias, Kosmisch. Ahora mismo me paso por tu blog, nos leemos.
EliminarMuchas gracias. A ver si voy cogiendo el ritmo... este viernes, vamos con otra historia.
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