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viernes, 26 de agosto de 2016

SAGRADO

SAGRADO

Con la primera lámpara a punto de apagarse, comprobó el estado del yeso en la pared. Aún estaba fresco, húmedo, pero no demasiado. Justo a punto para empezar el trabajo. Miró a su compañero, el albañil que había dado aquella capa en la pared, y asintió. El albañil asintió a su vez, satisfecho. Encendió dos nuevas lámparas, una a cada lado del pintor, y se retiró.
Sólo el pintor debía ver aquella obra. Nadie más.

A fin de cuentas, era la obra maestra de su vida. Una pintura que representaría a los dioses protectores, aquellos que sellarían con su fuerza la entrada a la tumba del rey. Ningún mortal tenía derecho a ver aquella obra, so pena de muerte, pues ese era el único castigo posible para la profanación.
Se arrodilló frente a los platos que contenían los pigmentos y empezó a trabajar. Embebido del poder, del orgullo que aquello reportaba a su obra, a su persona, el pintor no se dio cuenta del transcurso del tiempo hasta que empezó a faltarle la luz. Con un suspiro, sustituyó las lámparas por otras nuevas.
Aprovechó la forzosa parada para estirar las piernas, arrepintiéndose al instante cuando el crujido de sus rodillas rompió el silencio. Parecía impropio. Contempló su obra. El dios de la muerte y la diosa de la justicia ya estaban terminados, sublimes en su sencillez, en su colorista encarnación. El tercer dios del retablo, el señor supremo de la vida, que recibiría al rey al final de su viaje, estaba ya perfectamente delineado, y sólo faltaba rellenar de color su rostro divino, imbuirle de la luz y el espíritu que ya había plasmado en sus compañeros. Se permitió un segundo para sentir orgullo, el orgullo del artesano que ve su obra maestra, la mejor de su vida, y que conoce el valor que tiene. El valor de lo sagrado.
Las generaciones venideras recordarían su nombre. Era él, el pintor de la corte, el que había realizado aquellas maravillas, el que había decorado palacios, templos, casas de nobles. El que había retratado a la familia real, vigilado tan sólo por los sacerdotes que, celosos, evitarían que las almas de los reyes y los príncipes quedasen capturadas en los lienzos. Sonrió. Una gota de sudor resbaló por su frente rasurada, y se apresuró a secarla con el dorso de la mano para evitar que mancillase el suelo sagrado.
Sí, su nombre sería recordado por las generaciones venideras. Los hijos de sus hijos se beneficiarían aún de su reputación.
Siguió pintando.
Terminó justo a tiempo, justo antes de que el yeso perdiese su frescura. A fin de cuentas, era un artista. Antes de que las lámparas se extinguiesen, encendió una más. Revisó su obra, detalle por detalle, palmo a palmo, repasando rápidamente algunos trazos para convertirla en su obra maestra, en su obra perfecta.
Lo era, sin duda. Se alejó unos metros, retirando de la pared los útiles de pintura, las lámparas gastadas y los platos de pigmentos. Con una palmada, llamó a uno de los esclavos. El hombre llegó con la cabeza alta, orgulloso como él de servir al rey muerto hasta el final, y retiró todo el instrumental del pintor sin mirar hacia la pared, aunque la lejanía de las lámparas la convertía ya en parte de la negrura, y sólo el pintor, el alma del rey y los mismos dioses verían aquella obra, aquél conjuro de protección eterna plasmado en la pared.
Ambos, esclavo y pintor, se retiraron a la antecámara. Allí se sentaron junto al albañil que había sellado la tumba, el sacerdote que la había bendecido, la guardia real y los demás esclavos, cada uno con los útiles de trabajo que había usado durante toda su vida. Se sentaron, y se sonrieron mientras sus miradas furtivas se centraban, poco a poco, en el cuerpo yacente del rey.
Ahora eran sagrados.
Las lámparas acabaron por extinguirse. Todo fue oscuridad.
Casi todos murieron de inanición en la segunda semana. El pintor tardó algo más. No le importó.


1 comentario:

  1. Hasta en la muerte hay clases, y eso es así tal vez por el conformismo que sentimos ante el poder establecido... abrazo fuerte, compi.

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Ya podéis comentar tranquilos, sin palabras ilegibles ni más trámites. No os cortéis, vuestras opiniones me vienen muy bien.

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