SAGRADO
Con
la primera lámpara a punto de apagarse, comprobó el estado del yeso en la
pared. Aún estaba fresco, húmedo, pero no demasiado. Justo a punto para empezar
el trabajo. Miró a su compañero, el albañil que había dado aquella capa en la
pared, y asintió. El albañil asintió a su vez, satisfecho. Encendió dos nuevas
lámparas, una a cada lado del pintor, y se retiró.
Sólo
el pintor debía ver aquella obra. Nadie más.
A
fin de cuentas, era la obra maestra de su vida. Una pintura que representaría a
los dioses protectores, aquellos que sellarían con su fuerza la entrada a la
tumba del rey. Ningún mortal tenía derecho a ver aquella obra, so pena de
muerte, pues ese era el único castigo posible para la profanación.
Se
arrodilló frente a los platos que contenían los pigmentos y empezó a trabajar.
Embebido del poder, del orgullo que aquello reportaba a su obra, a su persona,
el pintor no se dio cuenta del transcurso del tiempo hasta que empezó a
faltarle la luz. Con un suspiro, sustituyó las lámparas por otras nuevas.
Aprovechó
la forzosa parada para estirar las piernas, arrepintiéndose al instante cuando
el crujido de sus rodillas rompió el silencio. Parecía impropio. Contempló su
obra. El dios de la muerte y la diosa de la justicia ya estaban terminados,
sublimes en su sencillez, en su colorista encarnación. El tercer dios del
retablo, el señor supremo de la vida, que recibiría al rey al final de su
viaje, estaba ya perfectamente delineado, y sólo faltaba rellenar de color su
rostro divino, imbuirle de la luz y el espíritu que ya había plasmado en sus
compañeros. Se permitió un segundo para sentir orgullo, el orgullo del artesano
que ve su obra maestra, la mejor de su vida, y que conoce el valor que tiene.
El valor de lo sagrado.
Las
generaciones venideras recordarían su nombre. Era él, el pintor de la corte, el
que había realizado aquellas maravillas, el que había decorado palacios,
templos, casas de nobles. El que había retratado a la familia real, vigilado
tan sólo por los sacerdotes que, celosos, evitarían que las almas de los reyes
y los príncipes quedasen capturadas en los lienzos. Sonrió. Una gota de sudor
resbaló por su frente rasurada, y se apresuró a secarla con el dorso de la mano
para evitar que mancillase el suelo sagrado.
Sí,
su nombre sería recordado por las generaciones venideras. Los hijos de sus
hijos se beneficiarían aún de su reputación.
Siguió
pintando.
Terminó
justo a tiempo, justo antes de que el yeso perdiese su frescura. A fin de
cuentas, era un artista. Antes de que las lámparas se extinguiesen, encendió
una más. Revisó su obra, detalle por detalle, palmo a palmo, repasando
rápidamente algunos trazos para convertirla en su obra maestra, en su obra
perfecta.
Lo
era, sin duda. Se alejó unos metros, retirando de la pared los útiles de
pintura, las lámparas gastadas y los platos de pigmentos. Con una palmada,
llamó a uno de los esclavos. El hombre llegó con la cabeza alta, orgulloso como
él de servir al rey muerto hasta el final, y retiró todo el instrumental del
pintor sin mirar hacia la pared, aunque la lejanía de las lámparas la convertía
ya en parte de la negrura, y sólo el pintor, el alma del rey y los mismos
dioses verían aquella obra, aquél conjuro de protección eterna plasmado en la
pared.
Ambos,
esclavo y pintor, se retiraron a la antecámara. Allí se sentaron junto al
albañil que había sellado la tumba, el sacerdote que la había bendecido, la
guardia real y los demás esclavos, cada uno con los útiles de trabajo que había
usado durante toda su vida. Se sentaron, y se sonrieron mientras sus miradas
furtivas se centraban, poco a poco, en el cuerpo yacente del rey.
Ahora
eran sagrados.
Las
lámparas acabaron por extinguirse. Todo fue oscuridad.
Casi
todos murieron de inanición en la segunda semana. El pintor tardó algo más. No
le importó.
Hasta en la muerte hay clases, y eso es así tal vez por el conformismo que sentimos ante el poder establecido... abrazo fuerte, compi.
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