EL OJO
Cuando despertó, el ojo flotaba ante ella, pasajero
ingrávido en un rayo de luna que, entrometido, asomaba desde la calle, apenas
recortado por la forma oscura de la casa de enfrente. En el primer momento,
Soraya se sobresaltó ante la visión de aquel globo ocular aislado, de pupila
fija, oscura, inyectada en sangre, que colgaba del nervio óptico y parecía
contemplarla con obsesiva atención.
Después, sonrió al darse cuenta de que era sólo el
complicado tatuaje que adornaba la nuca de su amante de aquella noche, un
tatuaje que ya había llamado la atención de Soraya en el bar donde se
conocieron y que parecía vigilar el local mientras su portador jugaba a los
dardos con sus amigos.
Acarició la ancha espalda del hombre, sintiendo entre sus
piernas la casi molesta desazón que había dejado en su sexo el cuerpo de él al
retirarse, su barba de cuatro días y el firme y repetido empuje de sus caderas,
mantenido con la férrea precisión de un metrónomo. Sintiendo un escalofrío
satisfecho, se tensó como un gato goloso que se despereza antes de lanzarse a
por el plato de comida, y una sensación cálida, un cosquilleo que deseaba ser
húmedo de nuevo, recorrió su entrepierna como un calambre ligero y
anticipatorio.
Se acercó más a él, dispuesta a despertarle con sus caricias
y sus besos, a excitarle de nuevo, a disfrutarle mientras la luna aún les diese
tiempo, mientras no necesitase conocer su nombre ni recordar con claridad su
rostro.
Fue entonces cuando el ojo pestañeó.
Aquella noche, las chicas habían salido a cenar juntas, seis
amigas solteras o divorciadas, hartas todas ellas de sus relaciones con hombres
que no las merecían ni comprendían. Hacía tiempo, meses, que no se reunían
todas, que no compartían esos momentos de catarsis, intimidad e intercambio de
penas y alegrías, y regaron el encuentro con lo que en otras ocasiones habrían
considerado un exceso de alcohol.
Miriam, la más liberal de ellas, no dejó de contar chistes
verdes, de bromear con el camarero del restaurante sobre lo sabrosa que estaba la
carne y lo mucho que le gustaba caliente y jugosa, bromas que el joven mesero,
entre avergonzado y expectante, siguió con buen humor.
Tras la comida, en la que cayeron cinco botellas de buen
vino de la Ribera, todas ellas tenían la risa fácil y las mejillas teñidas de
rubí. El camarero, quizá cinco o seis años más joven que cualquiera de ellas,
apareció con la carta de postres, y una botella de licor de hierbas de parte de
la casa. Pegada sobre la etiqueta había una pequeña hoja de su libreta, con su
nombre, su número de teléfono y un breve mensaje, “Salgo dentro de dos horas,
bar El Potemkin, os invito a una copa”
Las chicas leyeron la nota, agrupándose sobre ella como un
equipo de baloncesto que discute la táctica a seguir en un tiempo muerto, y se
separaron riéndose, algunas abanicándose el rostro enrojecido, otras tapándose
la boca con espontánea timidez.
Miriam, incapaz al parecer de sentir vergüenza ninguna,
guardó el papel en el generoso escote de Soraya, con sus ojos pardos y
profundos clavados en el camarero, que sonreía desde la barra.
Durante las dos horas siguientes, las chicas recorrieron
varios pubs y tomaron algunos copas, divirtiéndose con el flirteo suave de las
primeras horas de la noche, cuando los hombres aún no son demasiado atrevidos
ni demasiado torpes. Después, Lidia sugirió ir al Potemkin, donde sin duda el
camarero, Julián, las esperaba ansioso.
-Que espere –dijo Miriam, lasciva-, cuanto más espere más
manejable será.
-Eres una loba –dijo Soraya, tratando de mostrarse seria
ante su díscola amiga.
Miriam rió, poniendo sus manos sobre los pechos de Soraya y
moviéndolos arriba y abajo.
-Pero no llevo el escote hasta el ombligo, putón.
Siguieron riendo y compartiendo bromas obscenas,
confidencias y deseos ocultos durante dos horas más hasta que, casi sin
pensarlo, se encontraron en la puerta del Potemkin, un bar con fama de antro,
en el que era más fácil encontrar un cigarro de marihuana que un vaso limpio, y
que ninguna de ellas solía frecuentar.
Era un sitio amplio, de luces bajas y negras, con altavoces
de gran tamaño en todas las esquinas y música que ellas sólo podían clasificar
como ruido heavy. A la izquierda de la gran barra había dos mesas de billar, en
las que un grupo de chicos y chicas jugaba en ese momento, y la pared de la
derecha estaba cubierta por cuatro dianas electrónicas.
En una de ellas, ocho jugadores disputaban una partida,
comentando las jugadas y entrechocando sus manos tras cada tirada, sin que
fuese posible distinguir quién se enfrentaba a quién.
En los altavoces, Whitesnake entonaba “Here I go again”,
afirmando que no perdería más su tiempo colgado de las promesas de las
canciones de ayer.
Soraya se fijó por primera vez en el ojo cuando el chico fue
a buscar los dardos que acababa de lanzar. El foco de la diana iluminó su
espalda mientras los desclavaba, mostrando el peculiar tatuaje que parecía
vigilar toda la sala, como esos retratos que consiguen seguir al espectador con
la mirada independientemente de su posición ante ellos, y destacando la ancha
espalda que la holgada prenda no podía camuflar del todo. El hombre se dio la
vuelta, serio el gesto, y ella leyó el mensaje estampado en la camiseta, “Esto
no es una barriga cervecera, es un deposito de combustible para mi máquina del
amor”, sin poder evitar un estallido de risas.
Miriam la observó, siguiendo su mirada, y comentando algo
sobre el discreto y severo atractivo del chico, y lo fácil que sería descubrir
qué tal era el rendimiento de ese combustible. Después, viendo que Julián, el
camarero, era uno de los que estaban en la partida de dardos, sonrió y empujó a
sus amigas hacia la barra, segura de que pronto el joven las vería y empezaría
el juego.
Así fue; cuando Julián recogió sus dardos y, entre los
saludos de sus compañeros, recorrió con la mirada el bar, las localizó
inmediatamente, y alzó la mano para saludarlas. Ellas, coquetas y divertidas,
respondieron al saludo con una fingida falta de entusiasmo. El chico del ojo
estaba de espaldas, pero aún así se giró para mirar de frente, directamente, a
Soraya, como si aquel tatuaje extraño le hubiese permitido situarla sin
equivocación posible en su posición exacta.
En ese momento, por pura casualidad, la canción de
Whitesnake decía “como un vagabundo nací para caminar solo, pero he decidido no
perder más tiempo” y el hombre del tatuaje sonrió.
Soraya no pudo evitar sonreírle en respuesta, y a partir de
ese momento todo vino rodado.
Aún tenía la mano en su espalda cuando el ojo pareció
pestañear, cobrando vida en un movimiento tan rápido e imperceptible que Soraya
supo que no fue su cerebro consciente quien lo percibió, sino tal vez una parte
más primitiva, más ligada al puro instinto animal, una parte a la que quizá no
habría prestado atención en condiciones normales.
De pronto, sintió nauseas y escalofríos. El ojo sin párpado
pareció entrecerrarse, lo que era tan absurdo como verle pestañear, pero
también era la única manera en que Soraya podía explicarse el extraño cambio en
la expresividad de aquella cosa inerte.
Trató de retirar la mano, pero sintió que estaba pegada,
soldada a la piel del hombre con una fuerza inamovible, como si algo físico la
retuviese allí. Tenía miedo a retirar su mirada de la de aquel ojo maligno,
como lo habría tenido de apartar sus ojos de los de un perro amenazante, sabiendo
que cualquier despiste, cualquier muestra de miedo, puede precipitar el ataque
del predador.
Escuchó un susurro, como una mano rozando seda, y pudo
percibir claramente cómo unos dedos fuertes se cerraban sobre los suyos. Tragó
saliva, y le pareció que la expresión del ojo se volvía regocijada, pérfida,
como si supiera que ya había logrado acorralar a la presa.
En la periferia de su visión, Soraya pudo percibir cómo la
piel de la espalda del hombre se abultaba, se deformaba, y cómo algo pugnaba
por salir y tomaba cuerpo, formando una, dos, tres manos capaces de atraparla,
de arrastrarla hacia algún horror innombrable si no actuaba, y rápido.
Pero era incapaz siquiera de respirar, atrapada por la
mirada del ojo, aún sabiendo que algo peor que la muerte la esperaba en su
pupila tatuada.
Una luz de un sucio blanco amarillento, potente y cruda,
entró en la habitación cruzando el cristal, repentina e inesperada.
El ojo, la conciencia que había en su fondo, retrocedió por
un segundo, acobardada y sorprendida, y la presión de aquellas manos imposibles
se relajó apenas un instante.
Fue suficiente para que Soraya, su parte animal e
instintiva, saltase atrás, cayendo de la cama, liberada por la súbita explosión
de luz que, desde la casa de enfrente, un vecino madrugador había lanzado sobre
la habitación sin saber de su efecto milagroso.
No pudo evitar el grito al caer, y su amante despertó,
sobresaltado, dando la luz de la mesilla y mirándola con una mezcla de regocijo
y preocupación.
-¿Estás bien?
Ella era consciente de su grotesca apariencia, sentada en el
suelo, desnuda, la piel cubierta de frío sudor. Se levantó de golpe, cogiendo
en un apretado hatillo su ropa dispersa por la habitación.
-Tengo que irme. Es tarde.
Él se giró de nuevo para coger un cigarrillo del paquete que
descansaba sobre la mesilla, como si estuviera acostumbrado a que las mujeres
actuasen así al despertar. Quizá era una reacción normal ante el monstruo que
llevaba dentro. Quizá ahora se levantaría, liberando a la bestia, lanzándola
contra ella. Quizá sólo era un hombre solitario, familiarizado ya con la
sensación de acostarse con alguien, pero muy poco con la de despertar junto a
nadie.
Ella observó su espalda esperando ver a aquella cosa que
salía para atacarla, pero era un territorio virgen de horrores, cuyo único
relieve lo formaban los músculos al moverse, y el ojo no era más que un tatuaje
inerte y curioso que parecía clavado en el techo.
-¿No quieres que te acompañe a casa? –dijo mientras encendía
el cigarrillo-. Es tarde y hay mucho torpe por la calle.
Ella negó con la cabeza mientras terminaba de vestirse, y le
lanzó un beso con la mano al salir de la habitación, tratando de dar apariencia
de normalidad a la situación.
-¿Volveré a verte? –preguntó él en alta voz, mientras la
chica se dirigía a la puerta de la casa.
-Claro. Claro –dijo ella-, ha sido genial. Yo te llamo.
Se fue con un portazo, y el joven, algo desconcertado, se
encogió de hombros y se tumbó boca arriba con los brazos en la nuca y el
cigarro humeando entre los labios.
-Siempre dicen lo mismo, y nunca llaman –dijo a la
habitación vacía y a cualquier conciencia presente que pudiera escucharle-. No
entiendo por qué.
Buen relato, como de costumbre.
ResponderEliminarMuchas gracias, me alegra que te guste.
EliminarAy!! Nuestros subconscientes, la imaginación y las copas nos pueden jugar malas pasadas, pero ¿y si esa tripa cervecera llena de combustible era de mujeres que no tuvieron tiempo de escapar?
ResponderEliminarMuy bien, José, y es original cien por cien.
Un abrazo, amigo.
Volveré pronto.
Jeje, tal vez lo fuese. Gracias, Ricardo, y también por tus valoraciones en Amazon. Un abrazo y que las letras te sean propicias.
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