Lo que fue una conversación con una amiga, que me regaló la primera versión de la leyenda, ha crecido a su ritmo y con su tiempo, dando como resultado el cuento, la narración de la Lunática y el caso de Silencio, que algún día formará parte (corregido y mejorado) de una nueva novela. Inesperado, como todas las maravillas que me van ocurriendo ultimamente en lo literario.
Por otras interacciones con blogueros, escritores y lectores he pensado que no sería mala cosa retomar lo de los relatos cortos, mostraros algunos trabajos en ese campo, y aprovecharlo también para mostraros nuevos caminos y orígenes de personajes del mundo de la Ciudad Oculta y otros anteriores. Hoy quiero mostraros dos relatos de uno de mis viejos personajes, al que guardo especial cariño, material escrito en 2006. Además de los cuentos, protagoniza algunas de mis primeras novelas, y viene de las partidas de rol que jugaba con mis amigos en aquella casi lejana juventud. Si ellos me leen, entenderán ese cariño. Después de todo, aquellos juegos nos hicieron dioses.
PRIMERA SANGRE
El joven enano estaba cada vez más seguro; se había perdido.
Caminaba por el bosque, en las laderas agrestes del Clavo, buscando lo que los
umdhui llamaban “la percha”. Se trataba de un largo cable sujeto en ambos
extremos por postes de acero, que salvaba una distancia de cien metros y un
fuerte desnivel de casi ciento cincuenta.
Los enanos, cuando cazaban osos, muflones o yerais en la
montaña, tenían por costumbre enviar la carne y las pieles en paquetes
etiquetados con el nombre del cazador lanzándolos por la percha. Abajo, en un
refugio de caza, Gem el Tuerto los recogía, pesaba y entregaba a los
mercaderes, cobrando según las tarifas fijadas por los inspectores reales y
entregando después su parte a los cazadores, que sólo descendían de la montaña
al final de la campaña.
Aquella era la primera expedición de caza para Muf, que
contaba diecisiete años. Su padre y el resto de la cuadrilla le habían cargado
con una mochila repleta de pieles de yerai, el castor blanco, y el joven
caminaba encorvado por el peso, cada vez más angustiado al ver que la noche
caía, y que tal vez tendría que sobrevivir hasta el amanecer armado tan solo
con un cuchillo de caza, en una montaña llena de lobos, qimeros y quién sabe
qué otras amenazas.
Sin embargo fue la luna de zafiro la que le salvó,
iluminando los altos postes de metal de la percha. Muf respiró aliviado al ver
el destello entre los robles, y se dirigió tan directamente como pudo hacia
allí. A punto estaba de echar a correr cuando oyó el crujido.
Temiendo la presencia de algún depredador, el enano se
agazapó tras un tronco, llevando la mano a la empuñadura del cuchillo, pero sin
desenvainarlo para que ni su brillo ni su sonido delatasen la posición que
ocupaba. Aguzó los oídos, y pronto el crujido se repitió. Muf rodeó el árbol,
desembarazándose sigilosamente de la mochila, y observó.
Al otro lado, avanzando entre los troncos, cuatro enanos de
extraño aspecto portaban un saco. Los enanos vestían ropa de algodón teñida de
negro, y sus rostros estaban embozados y cubiertos por capuchas. De los
cinturones pendían cortos machetes curvos, un arma que no gustaba a los umdhui
de las montañas. “¿Qué está pasando aquí?”, se preguntó Muf, seguro de que
aquellos no eran cazadores. Lo que más le extrañó fue su calzado. En lugar de
las pesadas botas de piel, aptas para caminar durante mucho tiempo y soportar
el frío, llevaban ligeras botas de gamuza, untadas en grasa. Aquél era el
calzado típico de los marineros. ¿Y qué hacía un grupo de marineros en lo alto
de la montaña?
Los extraños enanos se detuvieron, al parecer para que el
que llevaba el saco se lo pasase a un compañero. Ninguno hablaba, ni llevaban
antorchas o lámparas para iluminar el camino. En ese momento, Muf captó un
movimiento en el interior del saco, como si llevasen un animal vivo.
-Cuidado –dijo uno de los enanos-, creo que está
despertando.
-Será incómodo llevarla si está despierta, pero no temáis.
La mordaza y las ligaduras son fuertes.
Aquello resultaba cada vez más sospechoso, y el joven Muf
echó de menos la compañía de su padre o alguno de sus amigos. Sin embargo,
decidió seguir al grupo, más llevado por la imprudencia que por el valor. Tal
vez poseía ya la osadía que en tantos problemas habría de implicarle en el
futuro.
Durante media hora, el grupo avanzó, siempre pendiente
abajo. Sin embargo, no había seguridad en sus pasos, y cada poco tiempo tenían
que detenerse para orientarse por las estrellas, lo que demostraba que no eran
hombres de la montaña.
-Descansemos un poco, hermanos –dijo uno de ellos-. Estoy
agotado.
El resto se mostró de acuerdo. Depositaron el saco en el
suelo, y un nuevo movimiento indicó que la presa acusaba su falta de
delicadeza.
-Prudencia, hermano –dijo el que parecía mandar el grupo-,
si el Shaba ve demasiados cardenales en la presa, te hará azotar.
-Imploro tu perdón, contramaestre, el saco ha resbalado.
Muf abrió unos ojos como platos. La curiosa forma de hablar
de los enanos y el título de contramaestre habían sido reveladores. Sí, eran
marinos. Pero el “shaba”, sin lugar a dudas, era el título que los señores
piratas de las Islas Yeshde se daban a sí mismos. Los enanos que tenía delante
eran, por tanto, piratas. Muf sabía que aquellas alimañas solían abordar barcos
y atacar ciudades costeras, e incluso enviaban hombres al interior para
secuestrar a personas importantes y lograr así suculentos rescates. Pero,
¿quién podría interesarles en medio de la montaña? ¿Y quién valía tanto como
para arriesgarse así? Estaban a kilómetros del puerto más cercano…
Galen y el resto de la cuadrilla de caza empezaban a
inquietarse por la suerte de Muf. El cazador paseaba nervioso en torno a la
hoguera, temiendo que su inteligente pero despistado hijo se hubiese
extraviado. Cuando oyeron el ruido entre los arbustos, al borde del claro,
todos pensaron que Muf había regresado por fin. Sin embargo, una recia voz les
sorprendió a todos.
-¡En nombre del rey, alzad las manos!
-¿Quién vive? –gritó Galen por respuesta, desenvainando su
cuchillo.
-Justicia del rey –respondió la voz.
Los cazadores se miraron entre sí, más sorprendidos que
asustados. Nada debían temer de los soldados del rey Grenort, si realmente eran
ellos. Así pues, se levantaron de sus lechos de hojas y mostraron las manos en
alto, pero sin alejarlas mucho de las armas. No sería la primera vez que los
bandidos atacaban a los tramperos para robar su botín.
-Muéstrate, entonces –gritó Galen.
Diez hombres, vistiendo la librea azul de las tropas reales,
entraron en el círculo de luz.
-Soy Kanalem, teniente de la tropa del rey.
-Galen, cazador y herrero. ¿Qué puedo hacer por ti?
-Tengo intención de registrar tu campamento, cazador.
Buscamos algo muy valioso que el rey echa en falta. Ruega al buen Tonf porque
no lo encuentre aquí.
Galen enarcó las cejas, molesto por la insolencia del
oficial. Sin embargo, aquél enano parecía nervioso y tenso, y además él no
tenía nada que ocultar, así que se forzó a reaccionar con calma.
-Todo lo mío es del rey, oficial.
El teniente asintió, en principio satisfecho. Los soldados
registraron con prontitud el campamento y sus alrededores, mientras dos de
ellos vigilaban a los seis enanos que componían el grupo de caza.
-Ni rastro, mi teniente –informó minutos después uno de los
guerreros.
-Está bien, cazadores –dijo Kanalem -, disculpadnos y que la
caza os sea propicia.
Cuando se disponían a marcharse, Galen se interpuso.
-Esperad un momento, soldados –dijo-. No sé qué misión
tenéis, pero si hay algo que podamos hacer para ayudaros, contad con ello.
El resto del grupo asintió.
-¿Arriesgarás tu vida sin saber por qué, cazador?
-Arriesgaré mi vida por mi rey, ahora y mil veces que me lo
pida. Además, hace unas horas envié a mi hijo a la Percha con unas pieles, y si
hay algún peligro en el bosque, quiero saberlo, pues por él arriesgaría mi
alma.
El teniente pareció debatirse entre el silencio y la
confianza, y finalmente se decidió.
-Está bien, Galen –dijo-. La princesa Briada provir Grenort
ha sido raptada esta noche, y sus captores huyen ahora por la montaña.
Probablemente Muf se habría quedado de piedra si hubiese
escuchado al teniente, pues a su edad ya sabía que, para los hombres humildes,
mezclarse en los asuntos de los grandes no es sino fuente de problemas. Sin
embargo, no sabía dónde se estaba metiendo. Así que siguió a los piratas
durante un buen rato, y escuchando su conversación dedujo que llevaban
secuestrada una joven, destinada al harén de su señor, el shaba.
“No pienso consentirlo”, se dijo el joven. “Además, si mi
padre se entera de que he visto esto y no hago nada, me despreciará toda su
vida”. Y es que Muf estaba aún en esa edad en que el padre es la figura
suprema, un héroe por encima de reyes y leyendas, un ídolo que no puede ser
vencido por su propia cotidianeidad y al que imaginamos siempre dispuesto a
todo. Así que el joven umdhu trató de pensar en lo que haría Galen en su
situación, añorando la tranquila sonrisa y la determinación del padre en aquél
instante. Cuando los piratas hicieron alto de nuevo, ya varios kilómetros por
debajo de la Percha y del campamento de cazadores, Muf decidió actuar.
Mientras ellos examinaban las estrellas para confirmar el
rumbo y el que portaba el bulto (es decir, a la princesa), lo depositaba en el
suelo, Muf subió a la copa de un árbol joven y calculó la distancia hasta el
siguiente, justo encima de los piratas. Satisfecho, el osado enano optó por la
táctica directa. Saltó a la rama cercana y se dejó caer sobre el enemigo,
gritando como un loco y enseñando los dientes mientras atacaba con su cuchillo.
Los piratas, sorprendidos y asustados, retrocedieron unos
pasos, y Muf aprovechó el momento para coger el bulto del suelo, echárselo
sobre los hombros y lanzarse a una loca carrera bosque adentro.
Desde luego, ni Galen ni cualquier enano con dos dedos de
frente habría actuado así, pero Muf era joven e inexperto.
Los piratas tardaron unos segundos en reaccionar, y
comenzaron la persecución. Uno de ellos había sufrido un corte superficial en
la pierna, que Muf causó más por suerte que por destreza. El resto, aunque
cansados, estaban en mejores condiciones físicas que el joven.
Sin embargo, Muf pudo mantener cierta ventaja gracias a su
conocimiento del terreno. Había vivido y crecido en la montaña, y sus ojillos
de halcón distinguían y esquivaban cada rama, cada piedra y cada raíz antes de
que su cerebro fuese consciente de haberlas visto. Tropezando y maldiciendo,
los piratas trataban de alcanzarle.
Soldados y cazadores se unieron en la búsqueda de la joven
princesa. Según explicó el teniente Kanalem al padre de Muf, la familia real se
había trasladado a su refugio de caza en secreto, intentando descansar de las
responsabilidades del trono. Era evidente que alguien, un miembro de la corte,
estaba confabulado con los piratas, y había facilitado el secuestro.
-Sin duda –dijo el teniente-, para pedir un rescate
cuantioso.
-No soy quien para llevarte la contraria, teniente –dijo
Galen mientras observaba una rama rota e indicaba el rumbo al resto-, pero no
creo que esa sea su intención.
-¿Ah, no? ¿Y qué piensas tú que van a hacer?
-Pues, si yo fuera un shaba ambicioso, me casaría con la
princesa.
El teniente palideció durante un segundo. Según la ley
umdhui, si una muchacha contraía matrimonio siendo virgen, no tenía posibilidad
de divorciarse. Muchos enanos conservaban un anticuado punto de vista, y
pensaban que la mujer y el hombre debían llegar vírgenes al matrimonio, y que
después el divorcio sólo era legal en casos extremos. De hecho, no pocas
jóvenes se habían visto forzadas a casarse con sus secuestradores, y no pocas
habían fingido ser secuestradas por el hombre que amaban, para desposarse con
él a despecho de sus familias, si éstas se oponían a la relación. Según la teoría
de Galen, si el shaba se casaba con la princesa virgen sería muy difícil que
ella encontrase un nuevo marido después, y tal vez el rey se viese obligado a
aceptar ese matrimonio impuesto antes que dejar a su hija en la vergüenza. Era
un plan audaz, casi loco, y más cuando el joven rey Grenort trataba de cambiar
y modernizar leyes como esta. Pero podría salir bien, puesto que Grenort sería
muy criticado si modificaba una ley justo cuando eso beneficiaba a su familia.
No eran pocos los intrigantes que aprovecharían para enfrentarse a Grenort con
excusas más baladíes, ya que el trono de los enanos, al que había subido
recientemente, era ambicionado por varios jefes de clan y príncipes menores.
-¡Adelante, soldados! –rugió- ¡Debemos encontrar a Briada!
Muf había equivocado de nuevo el camino. No corría hacia sus
compañeros de campamento, que ya estaban buscando a la princesa junto a los
soldados. Había perdido toda referencia con ellos, y sólo se le ocurrió
dirigirse a la Percha, el único vinculo geográfico que tenía. Azuzado por el
sentido del deber y por el miedo, el joven cobraba ventaja a sus perseguidores,
pero no sería suficiente. Cuesta arriba, el peso de la muchacha pronto sería
excesivo. Y tampoco tenía tiempo de bajar a la joven de sus hombros y
liberarla. Desesperado, siguió adelante y arriba. A veces, al girar la cabeza,
podía ver a sus perseguidores, sombras oscuras entre las ramas, reflejos de la
luna azul sobre el acero.
Cuando pensaba ya que sus pulmones estallarían y que sus
piernas se quebrarían como ramas jóvenes, el muchacho vio la Percha. Llevado
por su instinto valiente y suicida, giró hacia donde había visto al grupo por
primera vez y llegó al lugar donde había dejado su bulto de pieles. Sin ningún
miramiento, arrojó la carga humana que portaba y recogió las pieles.
-No sé quién eres ni qué quieren de ti-jadeó, tratando de
susurrar-, pero si quieres vivir es mejor que no te muevas ni hagas ruido.
Inmediatamente, sin esperar a ver si su consejo era
escuchado, Muf se echó las pieles al hombro y siguió corriendo, gritando para pedir ayuda y para atraer sobre
él la atención de sus perseguidores.
En las sombras de la noche, los piratas no distinguieron el
bulto que su presa llevaba a la espalda. Pensaban que el enano, aparecido quién
sabía de donde, llevaba aún a la princesa. Y sabían que su jefe no perdonaría
que la perdieran.
Continuaron la persecución, animados al ver que se
recortaban las distancias y que el perseguido se dirigía recto al borde del
acantilado. Entonces, capturando la luz de la luna, la Percha brilló.
Muf no detuvo su loca carrera en ningún momento. Sabía que
los piratas eran superiores en número, mejor armados y mejores luchadores.
Sabía que no perdonarían su intromisión ni su engaño, y que no tenía
posibilidades contra ellos. Y sabía que en la Percha existía una posibilidad de
salvarse. Corrió y corrió, colocándose las correas del fardo como una mochila,
sin detenerse a pensar en la locura que estaba cometiendo. Y al llegar al borde
del barranco, simplemente saltó.
La Percha es un largo cable metálico, de acero trenzado. El
soporte está pensado para aguantar mucho peso, y desciende por la fuerza de la
gravedad hasta los puestos de cazadores cuando se cuelga un peso suficiente.
Para evitar que los cazadores se queden sin percha de la que colgar su captura,
el cable pasa por una polea doble sujeta en lo alto del poste. En el cable de
vuelta hay otro soporte, también sujeto al cable. Al colgarse peso de uno de
ellos, el otro sube impulsado por el descenso del primero, y se cruzan a medio
camino. Cuando el cargado llega abajo, el que está libre llega arriba, y el
proceso puede repetirse indefinidamente. En eso se basaba la esperanza de Muf.
Se agarró con fuerza al cable, y su peso le llevó a un
descenso de locura a toda velocidad mientras el grupo de piratas llegaba al
borde del barranco y le miraba, impotente e incrédulo. A mitad de recorrido, la
segunda percha se cruzó con Muf y éste, en un esfuerzo supremo, estiró su mano
y consiguió agarrar el segundo soporte. Si no lo hubiese logrado, habría bajado
a más de cien kilómetros por hora y se habría matado al llegar al suelo. Sin
embargo, y aunque la sacudida estuvo a punto de arrancarle el brazo, logró
aguantar y mantener sujetos ambos soportes. Después, muy despacio, colgando a
más de ciento cincuenta metros de altura, Muf empezó a quitarse la mochila y a
sujetarla en el soporte de bajada.
Puede parecer muy valiente por su parte lo que hizo, y desde
luego lo fue. Sin embargo, también es cierto que el enano lloró de puro pánico
mientras se debatía, sacudido por el frío viento de la montaña, tratando de
engancharse con las piernas al soporte de subida. Sus manos temblaban y los
dientes le castañeteaban con tal fuerza que se habría amputado la lengua de
habérsela pillado. Bajo él sólo había oscuridad y vacío, la promesa de una
muerte cierta por ayudar a una desconocida. Pero era algo justo, y Muf tenía
que hacerlo.
Los cuatro piratas no sabían muy bien qué hacer. La ventaja
de tiempo que pudieran tener se esfumaba rápidamente, y aquél loco tenía a la
princesa colgando sobre el abismo.
-Debemos bajar –dijo uno de ellos.
-Tú estás loco. Nos mataremos.
El que había hablado primero se encaró con su compañero.
-¿Y crees que será mejor volver junto al shaba sin la presa?
¿O esperar aquí a los soldados del rey?
-El grupo de apoyo llegará pronto-dijo el otro- y nos
ayudarán.
-Si el grupo de apoyo nos encuentra, que lo dudo tras
nuestro cambio de ruta, es posible que nos maten ellos mismos, por
incompetentes. Las órdenes son llevar a la princesa virgen hasta el punto de
encuentro, y el último que desobedeció al shaba es ahora comida para cuervos…
Sin decir palabra, los asustados piratas improvisaron un
soporte con correas y cuerdas, formando nudos corredizos alrededor del cable.
Dos de ellos descendieron por el cable que había usado Muf, y otro lo hizo por
el que traía el soporte de vuelta. El cuarto, el jefe del grupo, se quedó
arriba “por si acaso”, aunque sus compañeros protestaron enérgicamente.
Abajo, con lágrimas de miedo brotando de sus ojos pardos,
Muf esperaba. Unos sesenta metros le separaban del borde del barranco, y casi
igual distancia del suelo en el lejano puesto de cazadores. Aunque Gem el
Tuerto mantenía un montón de paja y tierra listo para amortiguar la llegada de
las mercancías, Muf dudaba que fuese suficiente para salvarle si caía.
Los piratas habían recorrido ya la mitad de la distancia que
les separaba, y Muf no podía esperar más para saber si su maniobra resultaba.
No era sólo el miedo y el cansancio, sino también el ansia de saberse más listo
que el enemigo, la excitación loca y salvaje del guerrero en su elemento, la
locura de la lucha. Con las piernas fuertemente entrelazadas en el soporte de
subida y el pesado bulto de pieles atado al de bajada, Muf soltó las manos.
El peso de las pieles era mayor que el de Muf, y a esto se
unían los dos piratas sujetos al cable. Así que el enano y el tercer pirata,
que descendía por su lado del hilo de acero, se vieron inmediatamente
impulsados hacia arriba a toda velocidad. Los piratas que bajaban,
sobrecogidos, no pudieron evitar la caída, y descendieron a la misma velocidad.
Su compañero, que ascendía, se golpeó de espaldas contra el soporte de la
Percha y se soltó, conmocionado por el impacto. Cayó al borde del barranco,
rebotó como un pelele y se precipitó hacia abajo, a la negrura sin fondo
visible, gritando desesperado.
Muf estaba listo para la llegada a la cima. Antes de golpear
contra el soporte y seguir el destino de su enemigo, el joven se soltó y rodó
al tocar tierra, empujado por la inercia, y se llevó un buen golpe en las
costillas y la cabeza.
El viento ahogaba los gritos de los piratas, y éstos
callaron definitivamente cuando golpearon contra el muro de tierra y paja del
Tuerto.
El último pirata no daba crédito a lo ocurrido. Cuando Muf,
con la imberbe cara arrasada en lágrimas, se puso en pie y buscó su cuchillo,
el enano no esperó más. Se giró, dispuesto a huir, y se encontró de frente con
una joven de ojos verdes, pelo oscuro y mirada furiosa. La princesa Briada, que
había escapado por fin de su sarcófago de pieles, empujó con fuerza al pirata.
Este, desconcertado y desequilibrado, habría caído por el
barranco de no sujetarle Muf.
-Creo que tendrás que dar muchas explicaciones, amigo –dijo
el joven enano.
En ese momento se oyó el ruido seco de unas ramas
quebrándose, delatando el paso apresurado del grupo de apoyo de los piratas. El
prisionero, con una sonrisa salvaje, se deshizo de la presa de Muf.
-Tú le darás explicaciones a Tonf esta noche, osado niñato.
Muf vio aparecer al primero de los nuevos enemigos, y no se
entretuvo en contarles. Dio un torpe puñetazo al pirata, para evitar que
pudiese retenerle, y corrió hacia Briada, tomándola de la mano y lanzándose en
una loca carrera hacia la protección del bosque.
-¿Dónde me llevas? –gritó la princesa.
-No tengo la menor idea –respondió Muf, jadeando.
Los piratas perdieron unos segundos en hacerse cargo de la
situación, y partieron enseguida tras los jóvenes. Eran siete, frescos y bien
armados. Y Muf estaba agotado y sólo tenía un cuchillo.
Galen había perdido al resto del grupo. Su instinto y sus
conocimientos de rastreo le llevaban por una pista clara, que le condujo sin
dudas hacia la Percha. No se entretuvo en saber lo que había ocurrido allí,
sino que encontró pronto el rastro de su hijo.
-Lleva con él a la chica…de momento –dijo.
Y corrió tras ellos, con una flecha dispuesta en la cuerda
de su arco.
La montaña parecía un canoso gigante, descansando tras una
vida de lucha, y aquellas nieves de su cumbre alimentaban multitud de
riachuelos casi helados y poco profundos. Muf cruzó varios de ellos, siempre
arrastrando a Briada, siguiendo su cauce unos metros arriba o abajo y saliendo
después por la otra orilla, siempre por la zona de más densa vegetación.
Los piratas, poco acostumbrados a aquel ambiente, cayeron en
la trampa. Perdieron el rastro del joven, y tuvieron que dedicarse a buscar
ramas rotas o huellas en las orillas, lo que dio a los fugitivos una buena
ventaja.
Sin embargo, la suerte no quiso ayudar al enano. Casi tan
desorientado como sus perseguidores, aturdido por el golpe y la Percha, Muf
corrió hasta introducirse en un estrecho cañón, tan cubierto de arbustos y
matorral que no supo dónde estaba hasta que casi chocó de frente con la pared.
-¿Dónde me has traido? –preguntó Briada, jadeando.
-A un callejón sin salida –respondió Muf con la vista
clavada en lo alto de la pared de piedra.
Y cayó de rodillas, desesperado y agotado.
Los marineros consiguieron encontrar el rastro, pero habían
perdido más de media hora sobre su objetivo. Les azuzaba el miedo al shaba,
pues conocían muy bien a su señor y sabían que no perdonaría un error en
aquella misión. Así que sonrieron como lobos cuando se dieron cuenta de que el
camino de Muf se introducía en el cerrado cañón. Las luces del amanecer
dibujaban ya el alto perfil de la pared, coronada de árboles que parecían los
dientes rotos de alguna mítica criatura. Desenvainando las armas, los piratas
se abrieron en abanico y se dispusieron a matar al audaz enano y recuperar a su
rehén.
Sin embargo, lo que encontraron en el fondo del desfiladero
fue distinto de lo que esperaban. Tumbada en el suelo, Briada dormía tranquila.
Ante ellos, de pie, con el cuchillo en la mano, una tira de tela vendando su
antebrazo y una fiera resolución pintada en el rostro juvenil, Muf esperaba
para enfrentarles. La princesa, sucia de hojas y tierra, tenía la falda
manchada de sangre seca y sus piernas estiradas mostraban también hilillos
coagulados allí donde la falda no la cubría. Los piratas se detuvieron,
conmocionados.
-Podéis matarme y llevárosla, escorias –dijo Muf, decidido-
pero lo que deseáis de ella ya me lo he llevado yo…
Los piratas intercambiaron miradas aterradas.
-¿Quieres decir…-dijo uno de ellos- que tú y la princesa…?
Muf asintió con la cabeza.
-¿Y que ella ya no es virgen…?
Muf denegó con la cabeza.
-¿Entonces, vosotros…?
Muf asintió de nuevo, señalando la sangre que manchaba las
piernas de la princesa. Briada despertó en ese momento, y se levantó asustada,
refugiándose tras la espalda de Muf. Éste la abrazó con la mano libre, interponiéndose
entre los piratas y ella. La intimidad de aquellos gestos convenció a los
marineros del fracaso de su misión. Aturdidos por el inesperado giro de los
acontecimientos, los piratas no sabían qué partido tomar.
-Yo digo que les matemos de todas maneras-opinó uno.
-Volvamos al barco antes de que acaben con nosotros los
guardias del rey –dijo otro.
-Matemos al chico y huyamos –opinó un tercero.
En ese momento, un cuerno de caza sonó sobre ellos. Galen
había llegado, rodeando el desfiladero y trepando por su cornisa, hasta
situarse enfrente y encima de los fugitivos. Oculto por los matorrales, disparó
dos rápidas flechas contra los piratas, y corrió después por la cornisa,
cambiando de posición y disparando de nuevo. El cuerno volvió a romper el
viento con su nota orgullosa y desafiante.
-¡Nos atacan desde la cornisa!-gritó uno de los piratas-
¡Huyamos!
Otra flecha voló, atravesando la pierna del pirata que
dirigía el grupo. El resto, aterrorizados, creyendo que un grupo de arqueros
les rodeaba, miraron indecisos alrededor. Entonces, el cuerno de los soldados
del rey respondió al de Galen, y los piratas huyeron a través del bosque antes
de verse completamente rodeados.
-Así que la princesa y yo estuvimos hablando, sabiendo que ya
no podíamos huir más –explicó Muf a los rescatadores-. Suponíamos que el shaba
quería casarse con ella, aprovechando esa estúpida ley, y decidimos que sólo
había una solución.
Todos los adultos se miraban entre sí, pasmados. Si
realmente aquel joven había yacido con Briada, lo más probable era que Grenort
le despellejase vivo o le convirtiera en príncipe, y nada se habría
solucionado.
-Muf se hizo un corte en el antebrazo con su cuchillo de
caza –siguió Briada la de los verdes ojos –y me manchó con su sangre, para dar
a entender que era mi primera sangre… luego, cuando los piratas llegaron,
creyeron que yo… bueno, que él…, bueno, que ya no tenía sentido secuestrarme. Y
en eso estaban al llegar vosotros.
El teniente y Galen respiraron aliviados. Así pues, todo
había sido una treta del ingenioso joven, y la virtud de Briada estaba a salvo.
Sin poder evitarlo, se echaron a reír en medio del bosque.
-Bien puede decirse, joven Muf –dijo su padre-, que ésta sí
ha sido tu primera sangre.
Así cuentan las crónicas que se conocieron Briada la de los
ojos esmeralda y Muf Leddalsord, y así comenzó su romance. El resto, leyenda o
historia, merece un relato aparte y debe ser contado en otra ocasión. Pronto,
tal vez.
No se supo más de los piratas huidos, excepto un cadáver
encontrado por los cazadores dos días después, con el cuello roto por una mala
caída, y semidevorado por los carroñeros del bosque. El shaba, sin duda,
recibió las noticias de sus hombres, pues no reintentó el secuestro de Briada.
Aunque sí muchas otras cosas contra el imperio de Grenort.
El muro de Gem el Tuerto quedó destrozado por el tremendo
impacto de los piratas, y se tardó varios días en limpiar de sangre y sesos el
soporte de la Percha. Gem, a quien no le interesaban cuentos sobre princesas
secuestradas y héroes de tres al cuarto, presentó una demanda formal contra los
cazadores por daños y perjuicios, y el primer sueldo de Muf como cazador se
gastó en pagar las pérdidas para evitar que Gem les llevase a los tribunales,
lo que provocó las vehementes protestas del joven, que aseguró que jamás
volvería a ayudar a damas en apuros.
Galen no pudo evitar reírse y, tras hacer efectivo el pago,
se alejó de allí dando a su hijo uno de sus escasos y entrañables abrazos, y
Muf se sintió el rey del mundo.
SANGRE FRESCA (continuación de PRIMERA SANGRE)
Briada la de los verdes ojos respiró hondo, saboreando con
fruición el fresco aire de la montaña. La temporada de caza había llegado de
nuevo, y de nuevo su padre, Grenort, emperador de todos los enanos, había
decidido pasar unos días de vacaciones en la Montaña de los Cazadores, alejado
del bullicio de la corte y sus intrigas. Hasta ese momento, las visitas de la
familia real a la montaña se habían mantenido en un estricto secreto, tratando
de velar por su seguridad. Pero el año anterior, cierto reyezuelo pirata había
enviado a un grupo de secuestradores con la intención de incorporar a la
princesa a su harén, y sólo la intervención de dos cazadores, Galen y su hijo
Muf, evitó la tragedia. Así pues, Grenort decidió mantener sus costumbres, pero
esta vez hizo pública la visita, y desplegó una verdadera demostración de
fuerza, haciéndose acompañar por cincuenta soldados de elite y anunciando a
bombo y platillo su viaje. Sin embargo, la mayor fuerza del señor de los umdhui
no estaba en aquellos soldados, sino en cuatro modestos camareros, miembros
habituales de su séquito.
Los cuatro eran Sombras de Piedra, una unidad del ejército
umdhui tan secreta y poderosa que ni el mismo emperador conocía a sus miembros.
Las comunicaciones entre la corona y la unidad de los Sombras se hacían a
través de mensajes ocultos, sin que nadie llegase jamás a identificar a los
enigmáticos soldados, pero Grenort sabía que estaban allí, y que serían fieles
a él hasta más allá de la muerte. Por eso Briada respiraba tranquila mientras
su yegua era detenida por uno de los pajes frente al refugio de caza de Gem el
Tuerto, lugar habitual de encuentro para los cazadores enanos.
Muf, junto a los otros seis enanos que componían su partida
de caza, se levantó respetuosamente al entrar el emperador y su séquito en la
posada de Gem. El dueño, ya advertido por los correos reales de la ilustre
visita, había hecho los preparativos de la mejor manera posible (lo que
equivale a decir que fregó el suelo por primera vez en tres años, y contrató a
dos jóvenes de la aldea para que limpiasen las manchas de grasa y tabaco de las
paredes), y salió a recibirles con altanera dignidad. Todos los presentes
rindieron homenaje a sus señores, aunque las reverencias no fueron demasiado
largas ni demasiado pronunciadas. Si hay algo que define a un enano, es su
orgullo.
Muf no pudo evitar que sus ojos resbalasen lentamente sobre
Briada. Tal vez el amor a primera vista no sea real, y tal vez sí. Pero Muf
llevaba un año pensando en ella, esa es la verdad. Galen, su padre, atento como
siempre, captó la indiscreta mirada del joven y le propinó un suave pisotón.
-Recoge tus ojos del suelo, chico –le dijo con su voz áspera
y firme-, se te van a salir. Muf enrojeció, pero su padre lanzó una de sus
escasas sonrisas, y el cielo del joven se iluminó de nuevo. Rieron juntos
mientras sus compañeros pedían una nueva ronda de cerveza.
Los cazadores pensaban subir a la montaña el día siguiente.
Allí vivirían durante algunas semanas, alimentándose de la carne de los
animales cazados, y entregando sus pieles a Gem para que comerciase por ellos.
Era una forma dura de vivir, pero era una buena vida. Compañía, amigos, cuentos
y tradiciones; la hosca terquedad de la naturaleza, el juego eterno de la vida
y la muerte; el hambre, para quienes no lograsen cazar; el miedo a ser las
presas de algún depredador más inteligente. La sensación de estar vivo, en
definitiva. Muf estaba deseando subir, aunque eso le separaría de la princesa.
Sin embargo, la madrugada antes de la partida, ocurrió algo que cambió los
planes de todos ellos.
El cadáver fue encontrado por Mesh, uno de los mozos de la
taberna. Al anochecer se acercó al almacén de Ahnú, que era el proveedor de
aquel pequeño pueblo de las montañas. Traía de la capital vino y cerveza,
aceites, ropa y muchas otras cosas, y vendía los productos artesanales y
agrícolas. Mesh fue a verle para comprobar si había recibido el envío de
cervezas que la taberna necesitaba. La época previa a la caza era buena para
vender cerveza. Aunque ningún grupo de cazadores llevaba comida a las montañas,
respetando el antiguo principio de “comer sólo lo cazado”, respecto a la
cerveza eran más permisivos, y la mayoría de ellos ascendían las laderas
portando barriles sobre las anchas espaldas. Cuando Mesh llegó al almacén se
encontró con la puerta cerrada, así que rodeó el establecimiento hasta llegar a
las puertas de atrás. También estaban cerradas. El joven camarero trepó sobre
unas cajas que había en el exterior y se asomó a las sucias ventanas. Dentro,
tendido sobre varios sacos, estaba el viejo Ahnú. La sangre empapaba el suelo,
y Mesh, espantado, salió corriendo hacia la taberna, gritando a pleno pulmón
“Han matado a Ahnú, han matado a Ahnú”.
Los cazadores, el tuerto Gem y un pequeño grupo de guardias
corrieron hasta el almacén, mientras la mayoría de los soldados cerraban filas
en torno al rey y la princesa. Muf, junto a su padre, llegó de los primeros a
la puerta. Los guardias, entorpecidos por el peso de sus armaduras, lanzas y
escudos, tropezaban en la nieve y se retrasaron unos metros. Galen trató de
abrir la puerta. Al comprobar que estaba cerrada, rodeó el edificio.
-También está cerrada –dijo Ulmar, otro de los cazadores del
grupo.
-Por la entrada de la
bodega –decidió Galen.
Los guardias
llegaron, intentando hacerse cargo de la situación. El sargento ordenó a los
cazadores que se apartasen, pero la mayoría ni siquiera le escucharon.
Levantaron la trampilla que daba paso a la bodega, y varios de ellos se
deslizaron por el tobogán que Ahnú había usado siempre para descargar las mercancías.
Muf, zafándose con facilidad de los coléricos guardias, se lanzó tras ellos.
Galen, Muf, Ulmar y dos cazadores más subieron las escaleras que daban al
establecimiento, cruzando la bodega a toda velocidad. La escalera daba a una
pequeña habitación, una especie de despacho amueblado con una mesa maciza, un
armario y tres sillas. Allí era donde Ahnú negociaba sus tratos con los
proveedores. Había tres puertas en la habitación; la que habían usado los
enanos para entrar, la que daba a la tienda propiamente dicha, y una tercera,
en apariencia cerrada.
-Echad un vistazo por aquí –ordenó Galen-, a ver si han
robado algo.
Los cazadores obedecieron, mientras Muf y su padre entraban
en la tienda. Pronto llegó el sargento junto a dos de los soldados. El
espectáculo que encontraron era realmente tétrico. Ahnú yacía sobre unos sacos
de harina, boca arriba. En el techo había dos poleas, engranadas en dos
carriles de metal, que se usaban para alzar los sacos y fardos de mercancías y
colocarlos en las estanterías o llevarlos hasta la puerta. Los asesinos habían
usado las poleas para torturar al viejo enano, atando sus brazos con sedal,
pasando el fino y fuerte hilo por las poleas, y atando el otro extremo a los
sacos. Ahora los sacos estaban en el suelo, y los brazos del enano, amputados a
la altura del codo, donde se habían atado los hilos, colgaban del techo. Bajo
el cuerpo había dos sacos más, completamente cubiertos de sangre. Muf sintió
una nausea, pero la controló a tiempo. Su padre le agarró por el brazo con firmeza,
pero sin brusquedad, y Muf encontró en ese gesto fuerza suficiente para seguir
mirando. Galen y el sargento avanzaron juntos hasta el cadáver.
-La sangre está seca
–dijo el sargento-. Hace horas que murió.
Galen asintió, agachándose y tocando con la punta de los
dedos la mancha de sangre. Aún estaba algo viscosa, pero muy espesa y casi
completamente coagulada.
-Está fría.
Después se dedicó a observar el rostro de Ahnú, pálido y
crispado. El pobre viejo debía haber sufrido horriblemente antes de morir.
-Le amordazaron para que no gritase –dijo Galen.
Muf sintió que se mareaba. Había visto la muerte de los
animales, incluso había matado a algunos hombres. Pero eso había sido el año
anterior, cuando tuvo que luchar por su vida y la de la princesa. Aquello era
un asesinato, un crimen frío y sin sentido, una crueldad innecesaria. Miró a su
padre. Galen también estaba algo pálido, pero ni sus gestos ni su voz temblaron
cuando, delicadamente, hizo girar el cuerpo muerto. Su padre haría lo
necesario, y eso reconfortó al joven enano. Cuando el cuerpo del anciano rodó
sobre los sacos y pudieron ver la espalda, todos contuvieron el aliento. El
sargento retrocedió corriendo, y vomitó en un rincón.
-¿Qué es lo que ha
ocurrido exactamente? –preguntó el rey una hora después, en el cálido refugio
del local de Gem.
-Es un asesinato, sin duda –informó el sargento-. Un
asesinato cruel, la obra de un loco.
-Pero, ¿en qué estado
se encontraba el cuerpo? ¿Cómo fue?
El sargento dudó antes de hablar, mirando a la princesa.
Briada se sentaba junto a su padre, tratando de aparentar serenidad, como
correspondía a su papel. Galen, menos delicado, dio un paso al frente y
respondió con voz serena.
-Majestad, al parecer el asesino o asesinos quería torturar,
castigar a Ahnú. Le alzó del suelo usando las poleas del almacén, después de
amordazarlo para que no gritase. Después, laceró su espalda con un cuchillo de
caza o algo similar –Galen lanzó un vistazo a la princesa, que aún mantenía la
serenidad. Sonrió con aprobación y continuó-. Mientras los pesos desgarraban
lentamente los brazos de Ahnú, el asesino le desolló la espalda, y arrancó sus
riñones. Hemos encontrado algunos órganos en el suelo, así como la columna del
pobre viejo. Pero el hígado no ha aparecido.
Grenort movió la mano, buscando la de su hija. Se
estrecharon unos instantes.
-Entiendo –musitó el emperador, impresionado-. Galen, tu
consejo y tu sabiduría me ayudaron el año pasado. Quiero que vuelvas a hacerlo.
Dime qué piensas.
-Creo que el asesino disfrutó de lo que hizo. No sé para qué
puede querer el hígado, pero desde luego tenía formas más sencillas de hacerse
con él. Además, para hacer lo que hizo tenía que estar bajo el cuerpo.
Bañándose en su sangre…
Muf, siempre atento al entorno, vio cómo dos de los
camareros del rey intercambiaban algunos gestos rápidos. Uno de ellos tomó una
capa verde oscuro de la percha y salió de la estancia, perdiéndose en la noche.
Muf, al darse cuenta de que nadie le prestaba la menor atención, decidió seguir
al camarero. Ya había anochecido, pero el camarero se movía con paso seguro,
como si fuese un lugareño que conociera el trazado de las calles. Apenas un par
de lámparas de gas alumbraban el poblado. Poca gente se aventuraba a pasar frío
en aquellas largas noches de invierno. El camarero –Muf estaba bastante
convencido de que no era otra cosa- dobló una esquina, entrando en la pequeña y
despejada plaza mayor. Cruzando la plaza llegaría a la calle donde Ahnú tenía
–tuvo- su almacén. Muf llegó a la esquina, asomándose muy despacio, aguantando la
respiración para que una nubecilla de blanco aliento no le delatase si el
camarero miraba atrás. Pero la plaza estaba vacía. Inmediatamente Muf se
agazapó, llevando la mano al largo cuchillo de monte, y miró a su alrededor. La
inconfundible figura del hombre, embozado en su verde capa, se alejaba por la
calle por la que habían llegado. Sorprendido, el joven tardó un par de segundos
en reaccionar.
-Agagaznar –murmuró, maldiciendo en la Vieja Lengua- ¿Cómo
lo ha hecho?
Se puso en pie, dispuesto a seguir el rastro del hombre.
Éste dobló una esquina, al parecer de regreso a la hospedería de Gem. Muf
volvió a repetir la maniobra, acechando desde el cruce. Pero al asomarse, la
presa había desaparecido de nuevo. Y en el suelo cubierto de fina nieve no
había más huellas que las suyas. Por puro instinto desenvainó el puñal,
dejándose caer al suelo y rodando hacia la pared. Algo golpeó el muro sobre su
cabeza, y dos sombras se abalanzaron sobre él. Dio una voltereta hacia atrás,
abriendo las piernas y lanzándolas hacia arriba en un intento de sorprender a
sus atacantes. Pero fue él el sorprendido cuando un par de férreas manos
atraparon su tobillo derecho, dejándole colgado cabeza abajo, y la puntera de
una bota pateó su estómago.
-Un chico listo –dijo una voz.
-Pero demasiado lento –dijo la otra. Y el tono de esta
segunda voz fue tan frío que la nieve parecía una cálida manta. No es fácil
saber qué habrían hecho los Sombras de Piedra a continuación. Por regla
general, estos soldados de elite tienden a eliminar a cualquiera que les
descubra; también es cierto que Muf sólo era un muchacho, y que no había hecho
más que seguirles. Pero los falsos camareros no tuvieron tiempo de decidir. En
ese momento, una sombra cruzó la plaza del pueblo, apenas visible entre la
niebla que ya tomaba las calles. Parecía un hombre, un humano excepcionalmente
alto, tal vez. Tenía algo entre las manos, algo que se llevaba a la boca con un
horrible sonido de succión. Los dos camareros alzaron la vista, a la vez. Antes
de que Muf fuese consciente de lo que ocurría ambos habían desenvainado dos
anchas y largas dagas, forjadas en un metal mate que no reflejaba la escasa
luz. Los dos hombres corrieron hacia la figura que, a su vez, les había visto,
y corría también tratando de escapar. Arrojó al suelo lo que llevaba en las
manos, y se perdió en la noche.
-¡Vuelve a la posada, chico! –ordenó el más alto de los
camareros.
Muf tardó unos segundos en recuperar la respiración y
decidir su siguiente paso. Se acercó poco a poco hasta el centro de la plaza, buscando
el objeto arrojado por el humano. No fue difícil de encontrar. Era un trozo de
carne, un corazón, al parecer. Pero resultaba casi imposible identificarlo,
porque aquel hombre, aquel ser, lo había estrujado y sorbido como un niño
sediento haría con una naranja. Muf paseó la vista por el rastro de sangre y
huellas, que se perdía en la dirección de donde había venido el ser.
-Agagaznar –musitó, antes de caer de rodillas y vomitar todo
el contenido de su estómago. Así permaneció, de rodillas y sufriendo arcadas,
hasta que los espasmos de su cuerpo fueron cortados por un grito horrísono, un
grito que parecía expresar más dolor del que un ser humano puede sentir. Un
grito que procedía de la dirección en la que habían corrido los camareros. Muf
se levantó, temblando de frío y miedo, y caminó lentamente hacia el grito. Al
fondo, sólo la oscuridad parecía mirarle. Y Muf la miró también, con el puñal
apretado en la mano y los dientes clavados en sus labios ateridos. Esperando lo
que viniese.
El camarero apareció cojeando, arrastrando la pierna
izquierda sobre la nieve. Muf vio que trataba de atarse el cinturón a la altura
del muslo, intentando contener la hemorragia. Incluso desde esa distancia era
posible distinguir cómo su pierna chorreaba, cómo caía la sangre empapando y
derritiendo la nieve. Muf corrió hacia el camarero, o lo que fuese, con
intención de ayudarle. Pero el hombre alzó la cabeza y le gritó:
-¡Corre junto al rey!¡Es un nefárida!
La tronante voz no dejaba lugar a la desobediencia. Muf, que
no tenía la menor idea de qué era un nefárida, envainó el puñal y salió
corriendo hacia el local de Gem, sin mirar atrás. Fuese lo que fuese la alta
figura, el destino del hombre estaba decidido, y Muf sería incapaz de
enfrentarse a ese ser que había acabado, sin duda, con ambos camareros. Llegó a
la posada, jadeante y pálido. Los presentes se abrieron, dejando un pasillo
abierto que el muchacho recorrió hasta caer de rodillas ante el rey.
-Es un nefárida –dijo sin más ceremonia-. Los camareros… los
camareros se enfrentaron a él, pero…
Galen se colocó junto a su hijo, posando su fuerte mano en
el hombro del joven.
-Debí haberles ayudado –susurró Muf.
Su mayor temor no era el nefárida, ni la reacción del rey o
la de cualquiera de los hombres. Sólo temía que su padre le considerase un
cobarde, que Galen no estuviese orgulloso de él. Que le despreciase, en
resumen.
-Si te hubieses quedado, tendríamos otra muerte que
lamentar. Ponte en pie, hijo. Tenemos trabajo.
Muf obedeció, aliviado. Su padre le palmeó la espalda y luego
le entregó su arco. Redhú, otro de los cazadores de su grupo, se dirigía ya al
establo, para recoger las flechas que guardaban en los carros. Otros cazadores
hacían lo mismo.
-¿Dónde creéis que vais, vosotros? –tronó Grenort.
-Hay que cazar a esa cosa –dijo Redhú.
Grenort negó con cabeza. De un salto, el joven rey subió a
una de las mesas, para así quedar bien a la vista de todos los presentes.
-Hay un nefárida en las calles –dijo-. Un nefárida, para
quienes no sepan de qué hablamos, es un ser de otro mundo. Un chardu muerto
tiempo atrás, y condenado por sus delitos ante los dioses, a un Mundo Posterior
terrible. Un lugar donde todos los que son como él se persiguen, se cazan y se
torturan unos a otros por toda la eternidad. Un mundo de asesinos, donde no hay
redención posible.
Grenort se calló, dejando que los hombres asumiesen sus
palabras. Respiró hondo, con los ojos perdidos en algún recuerdo lejano.
-No creo que podamos detenerle con las armas –dijo, aunque
hablaba más para sí mismo que para los demás.
Galen se adelantó un paso, decidido. Comprendía lo que el
rey había dicho, pero no era hombre que se rindiese con facilidad. Ni el origen
del ser ni su supuesto poder eran motivo para dejar las cosas como estaban. No
para Galen.
-Debemos cazar a esa cosa, sea lo que sea –dijo.
-No lo entiendes, buen Galen –Grenort sacudió la cabeza-. En
tiempos de mi bisabuelo, un nefárida escapó del Mundo Posterior, sólo los
dioses saben cómo. Y apareció en el Clavo. Todos soltaron un jadeo expectante,
un murmullo de incredulidad- Sí. En el Clavo, el palacio de nuestros padres. El
símbolo de nuestro poder. Cazó para alimentarse, ansioso de carne fresca, de
sangre fresca. Según me contó mi padre, los nefáridas sólo disponen de un
tiempo para permanecer en nuestro mundo. Una vez saciada su hambre, o cumplido
ese tiempo, la voluntad de Tonf o de otros dioses le devuelve a su lugar. Sólo
podemos escondernos y esperar a que eso ocurra.
-¿Sugieres que nos quedemos aquí, como viejas que esperan
junto a la hoguera que pase la tormenta, y no hagamos nada? –dijo Galen.
Grenort frunció el ceño, furioso ante la expresión
desafiante del cazador. Clavó sus ojos en Galen, pero éste no apartó la mirada.
Fue el rey quien acabó por hacerlo.
-No lo sugiero –dijo al fin-. Lo ordeno. Tengo que
ordenarlo. Todos los habitantes del pueblo deben refugiarse aquí. Ahora, esta
noche. En cualquier sitio. Mis hombres vigilarán el perímetro, pondremos
barricadas y esperaremos.
-¿Y cómo sabremos que se ha ido? –preguntó una voz desde el
fondo de la sala.
-No lo sé –reconoció Grenort-. Ya pensaremos algo. Si
logramos salir de esto con sólo tres muertes…
-Cuatro –dijo Muf. Todos los presentes le miraron.
-Cuando vimos a esa cosa, llevaba un corazón en las manos. Y
Ahnú no había perdido el corazón…
A lo largo de la noche, los umdhui se afanaron en obedecer a
su rey. Las patrullas trajeron a todos los habitantes del pueblo al local de
Gem. Aquella manzana de casas se convirtió en el refugio en el que se hacinaban
casi trescientos hombres, mujeres y niños. Varias casas de alrededor fueron
derribadas, y sus vigas y tablones se convirtieron en materia prima para las
barricadas que pretendían protegerles de un fantasma de otro mundo. Grenort
dejó la organización del trabajo en manos de Galen y el sargento de su guardia,
y entró en la habitación de su hija.
- Ojalá hubiese
traído la Leddalsord conmigo –dijo mientras acariciaba los oscuros cabellos de
la niña.
-¿Leddalsord tiene poder para acabar con el nefárida, padre?
Grenort sonrió. Leddalsord, forjada por Tonf en el principio
de todo, tenía poder para acabar con los mismos dioses. Pero Briada aún era una
niña, y resultaba prematuro revelarle algunas cosas tan pronto.
-Sí, hija mía. Podría hacerlo.
-Pues es una pena que no la tengamos –dijo la niña, con una
mirada huidiza a las cortinas que cubrían la ventana-. Deberías mandar por
ella.
Grenort, demasiado ocupado en negros pensamientos para
captar aquella mirada, sacudió la cabeza.
-Está en el palacio de invierno, en Tarmhusel. Tardaríamos
varios días en traerla, y arriesgaría la vida de quien fuese a buscarla. Espero
que el nefárida desaparezca antes. Ahora, duerme. Nosotros velaremos por ti.
Besó a su hija en la frente, saliendo después de la
habitación. Un momento más tarde, abrió la puerta de nuevo.
-Ah, hija mía –dijo-. El camarero me ha pedido que le digas
al joven Muf que, pese a que agradecemos su interés en protegerte, esconderse
tras la cortina de la habitación de una dama no es muy galante.
Briada se sonrojó, tapándose con la manta, mientras Muf
salía de detrás de la cortina.
-¿Cómo te atreves, jovenzuelo? –le reprochó- ¡Soy la
princesa de los umdhui, no una camarera! ¡Sal de aquí y no vuelvas!
Muf, más confuso que azorado, obedeció. Se quedó con ganas
de decirle a Grenort que la misma Briada le había pedido que se quedase allí,
protegiéndola, pero no lo hizo. No habría sido galante. Así que pasó junto al
rey, con la cabeza muy alta, mientras éste sonreía. Grenort cerró la puerta y
le alcanzó en las escaleras.
-Un momento, hijo. Muf se detuvo. -Tengo que pedirte un
favor. Algo importante.
Muf hizo una breve y torpe reverencia, más azorado que
antes.
-Mi vida por ti, sheré.
Grenort suspiró, como si le costase decir lo que quería. Era
una decisión difícil. Pero lanzó una mirada a la sala común, atestada de gente.
La luz del amanecer se colaba por las ventanas, plomiza y triste, iluminando
los cansados rostros de los enanos. Mujeres angustiadas, niños que lloraban,
hombres que vigilaban el exterior sin saber bien qué acechaba allí.
-Ya has oído que Leddalsord está en Tarmhusel, en el palacio
de invierno. Tú conoces bien esta región. Puedes llegar allí en dos o tres
días, y traer la espada.
-¿Es lo único que acabará con el nefárida?
-De forma normal, sí –dijo Grenort-. Una estocada de
Leddalsord le destruirá para siempre. Un arma normal podría matarle, pero muy
lentamente. No se detienen por el dolor, ni por las heridas. Mi bisabuelo vio
cómo veinte guardias caían a manos del nefárida mientras las flechas y las
espadas atravesaban su cuerpo.
-Pero en el Clavo teníais la Leddalsord –dijo Muf- ¿Por qué
no la usó tu bisabuelo, sheré?
-Eso no importa ahora. Al final, mi abuelo, Ganaert el
Justo, acabó con él usando la espada. Grenort no quería hablar del tema. Su
bisabuelo fue un buen rey, pero un mal hombre. Adúltero y violento, su esposa y
sus hijos habían pagado en sus propias carnes la agresividad del rey, hasta que
un día, Leddalsord se cansó. La espada, dotada de voluntad propia, se negaba a
salir de su vaina cuando la mano del rey la tocaba. El nefárida había llegado en
aquel tiempo, y Leddalsord decidió no actuar. El bisabuelo de Grenort huyó ante
el nefárida y fue su hijo menor, el abuelo de Grenort, quien pudo tomarla en
sus manos y defender al pueblo. Aquel día fue elegido como sucesor de su padre.
Muf asintió.
-Traeré la espada.
Muf partió a mediodía, mientras los cansados hombres dormían
en cualquier rincón. Llevaba un mensaje firmado por el rey, sin el que los
soldados jamás le entregarían la Leddalsord. Tenía la firme intención de
regresar con el mágico arma y una hueste de buena infantería enana, y
convertirse en un héroe a los ojos de su padre y de Briada. No había hablado
con Galen antes de irse. Sabía que su padre, pese a obedecer al rey, no vería
con buenos ojos su misión. Como decía Grenort, tendría más posibilidades de
escapar al nefárida él solo, mientras el ser buscaba víctimas por el pueblo
desierto, que si le acompañaba un grupo numeroso. Lanzó una mirada a su padre,
que dormitaba junto a la puerta, con el arco entre las manos, y se fue en
silencio. Logró salir del pueblo sin novedad, atento a cualquier sonido a su
alrededor. Llevaba una aljaba repleta de flechas, el arco y dos espadas cortas,
además de una lanza y una rodela de madera y cuero. Se sentía como un soldado,
como un hombre. Descendió la ladera, siempre en dirección noroeste. De vez en
cuando se detenía, escuchando cualquier sonido que el viento le trajese. Pero
no había nada, sólo silencio blanco. Empezó a nevar al atardecer, y Muf lo
agradeció. Sabía que, si el nefárida había decidido seguirle, la nieve sería su
aliada, tapando las huellas que pudiese dejar.
-¿Seguirme? –dijo, hablando consigo mismo-. ¿Y por qué iba a
seguirme? No seas absurdo, Muf.
Caminó unos metros más, observando el musgo helado en los
troncos de los árboles y la inclinación de los círculos de hada para
orientarse.
-Estará allí arriba, pelándose de frío y acechando a los
demás –siguió diciendo, para tranquilizarse-. Seguro.
Pero el miedo seguía creciendo en él, tratando de hacer
presa en su corazón con afilados dientes de rata, rebuscando en su interior.
Caía la noche, una noche de luna nueva. Las estrellas se hicieron invisibles
tras la capa de nubes, y Muf se detuvo. Los sonidos de la montaña parecieron
crecer. Lo que antes era fácilmente identificable –las carreras de los rebecos,
los jadeos juguetones de algún zorro de las montañas, el trinar inquieto de los
chotacabras blancos- se convirtió ahora en un ominoso mar de fondo, en una
serie de amenazas veladas por la oscuridad creciente.
-Y si está por aquí, ya le habría odio –se dijo Muf-. A no
ser que sea tan silencioso como en la plaza, claro. Allí no le oímos caminar
sobre la nieve hasta que pudimos verle…
Miró a su alrededor una vez más. La nieve empezaba a caer,
cegándole en parte. ¿Qué era aquello? Algo se había movido al sur, entre los
árboles. No, no había nada. Siguió avanzando. El llano ya estaba cerca. Un
crujido. A su espalda. Se giró, lanza en ristre. Una rama, demasiado cargada de
nieve, no había soportado el peso de la nueva ventisca. Sólo eso.
Por si acaso, avanzó de espaldas, sin dejar de sostener la
lanza con manos temblorosas. Otro crujido, muy cerca. Saltó hacia delante,
dejando escapar un alarido. Al ver lo que era, río de alivio. Había pisado un
charco helado, y el sonido era el hielo, crujiendo bajos su pies. Sólo eso, y
nada más. Controló su risa, dándose cuenta de que era demasiado estridente.
Casi un kilómetro más tarde, la nieve le llegaba hasta las
pantorrillas. Se detuvo, descolgó la mochila de su espalda, y se calzó las
raquetas de nieve. -Ahora podré avanzar como un maldito elfo –se dijo. Al
ponerse en pie lo vio.
Quince, quizá veinte metros más arriba. Casi oculto por la
nieve que caía, pero perfectamente visible para los ojos de un enano, que
pueden perforar la oscuridad natural. Dos metros de alto, quizá más. Flaco,
hierático y terrible. En cada mano sujetaba una daga curva, brillante aunque no
hubiese ninguna luz que reflejar. La figura alzó la mano derecha y agitó la
daga, en una especie de saludo. Muf se lanzó a la carrera, ladera abajo, sin mirar
atrás. La cosa, el nefárida, parecía volar sobre el terreno, sin hundirse en la
nieve ni importarle los accidentes de la ladera. De vez en cuando soltaba una
breve carcajada, como si le divirtiese el juego de la caza. Muf se supo perdido
cuando escuchó la carcajada justo sobre su hombro. Un segundo después, un dolor
lacerante recorrió su espalda. El nefárida había atacado, rasgándole sobre el
omoplato. Ni siquiera había clavado su arma en la carne del joven, tal vez para
no estropear el juego.
-Tonfporfavor, Tonfporvafor… -susurró el joven mientras
seguía corriendo.
Azuzado por el terror, Muf logró unos metros de ventaja.
Miró a su alrededor, buscando un refugio. Casi paralelo a él corría un río, una
torrentera ahora casi anegada por la nieve, y helada en sus orillas. Al otro
lado, al este, sólo espacio abierto, con algunos grupos de arbolillos que poco
o ningún refugio podían ofrecerle. Antes de que la criatura le alcanzase de
nuevo, Muf se dejó caer sentado en el suelo. Había comprendido que el nefárida
deseaba herirle, desgastarle lentamente, para que ofreciese menos resistencia.
Como una presa que huye, desangrándose, hasta que el cazador la atrapa sin
esfuerzo. Y Muf no pensaba ser una presa fácil. Se dejó caer, girando sobre el
trasero con la lanza al frente, y el nefárida, que ya estaba encima de nuevo,
chocó contra ella, clavándosela en el muslo. Muf rodó a un lado, soltando la
lanza. El nefárida, sorprendido, rodó también cuesta abajo. Ambos fueron
arrastrados por la inercia, deteniéndose unos metros más allá. El joven enano
se puso en pie y empezó a correr hacia el este, esperando poder cruzar el río
si el hielo aguantaba. Su enemigo pesaba más que él, así que la opción parecía
la mejor. Llegó a la orilla, musitando una oración a la diosa de las aguas,
Norkili, para que el hielo le soportase. El nefárida se puso en pie. Con un
gesto de desprecio, arrojó la rota lanza al suelo, sin molestarse en desclavar
la punta de su carne. Se miraron durante un instante. La piel de la criatura
era pálida, surcada de venas varicosas. Le faltaba un ojo, cubierto aún por el
pus de una herida reciente, tal vez causada por las Sombras de Piedra, los
camareros que Muf conoció. Bajo la andrajosa túnica negra, la carne aparecía
cubierta de cicatrices y laceraciones, algunas de ellas cosidas con alambres de
puntiagudo espino. Sobre las cejas y alrededor de los labios, el nefárida
exhibía pequeños clavos herrumbrosos, fruto tal vez de alguna tortura del Mundo
Posterior. La cosa sacó la lengua, una lengua larga y roja, y se relamió,
señalando a Muf. El joven no necesitó que le azuzasen para cruzar el río. El
nefárida se lanzó tras él. Muf resbaló en el centro del riachuelo, y cayó sobre
la espalda. El nefárida aulló de risa, saltando sobre él con las dagas por
delante. Muf se revolcó, tratando de extraer su propia daga, pero el peso del
asesino le aplastó, sacándole el aire de los pulmones. El hielo crujió, a punto
de romperse. El nefárida atacó con una daga, pero Muf se revolvió como pudo y
sólo se clavó en la aljaba. Inmediatamente, el joven mordió la muñeca del
nefárida. Sintió nauseas ante el sabor de aquella carne muerta, pero no soltó
la presa. Sujetó con las dos manos la otra muñeca de la criatura, mientras
ambos rodaban hacia abajo, se deslizaban por la fina capa de hielo y se
pateaban con rabia. Así combatieron, a cara de perro, sin reglas ni tregua.
Como dos niños que se muerden, patalean y se arañan. Las dagas cayeron durante
el combate, y el hielo se quebró en un remanso poco profundo. Muf sintió el
agua helada, el dolor en su carne descubierta. Sintió más miedo aún que en la
Percha, pero no se atrevió ni a llorar. No podía perder el tiempo en eso. De
pronto, sus pies tocaron fondo. Pudo asentarlos en el limoso lecho del río, y
aprovechó para afianzar su posición. El nefárida hizo lo mismo, y ambos
retrocedieron un par de pasos, contemplándose. La criatura sonrió, jadeando, y
Muf no pudo evitar que una sonrisa, canina y hambrienta, asomase también a sus
labios.
Ambos sangraban por varios cortes y heridas, y el frío empezaba
a hacer mella en ellos. Pero Muf volvió a sentir la excitación de la lucha, de
la caza. El sabor cobrizo de la sangre, propia y del enemigo, calentando su
alma indómita.
-Tú eres como yo –dijo la criatura, con un susurro ronco.
Muf no dijo nada. Sólo buscó su espada, pero la mano se
cerró sobre el aire vacío. La había perdido en la lucha. Sin embargo, aunque la
sonrisa del nefárida se hizo más profunda al darse cuenta, Muf no pestañeó.
-Estás desarmado –dijo el ser-. Y yo aún tengo mis dagas.
Deberías suplicar por tu vida.
-No suplicaré por lo
que ya he perdido. Si me matas tú, o si te mato y muero de frío al regresar, no
importa. Pero voy a intentar quitarte de en medio. El nefárida lanzó una
risotada áspera, ronca. Cuando echó la cabeza hacia atrás Muf pudo ver que
tenía la garganta rasgada, sangrante. Había sido él durante la lucha, pero ni
siquiera sabía cuándo.
-Tienes razón, umdhui –dijo el nefárida-. Hoy morirás. Y yo
regresaré a mi lugar, en el Mundo Posterior. La criatura habló con pesar, como un
amigo que se tiene que despedir de sus seres queridos antes de un largo viaje.
-Me queda algo de tiempo Astayer –miró a su alrededor-. Pero lo perdería
buscando un lugar poblado donde cazar. Me has fastidiado bien la pierna,
¿sabes?
Muf se encogió de hombros.
-Era mi deber.
El nefárida le observó unos instantes más, mientras el enano
trataba de controlar el temblor de sus miembros.
-¿Cuál es tu nombre, niño?
-Soy Muf Leddalsord, hijo de Galen.
-El orgullo llena tu voz, hijo de Galen, y fortalece tus
manos –hizo una leve reverencia-. Yo soy Mnemestro, y saludo tu valor.
Con un rápido gesto de la mano izquierda, la criatura arrojó
su daga, clavándola a los pies de Muf, en el lecho del río.
-Lleva esto a los tuyos, como prueba de que me he marchado.
Has vencido por esta vez, hijo de Galen, y tu nombre debe ser pronunciado con
reverencia por los umdhui. Al menos por algún tiempo. Pronto serás un hombre,
hijo de Galen, y yo estaré curado de mis heridas. Decidiremos entonces si
mereces ser llamado guerrero, o si hoy fue sólo tu noche de suerte. Muf
asintió, sin dejar de mirar los ojos de la criatura, temiendo una traición.
-Me matarás en cuanto me de la vuelta –dijo.
-Te mataré en el futuro –la voz de la Mnemestro era suave,
una caricia de frío y perdición-. Cuando tengas algo que perder. Recuérdalo
siempre, hijo de Galen. Volveré cuando pueda arrebatarte algo, cuando tu valor
se rompa por el miedo a perder lo que amas. Hasta entonces, esta daga es mi
regalo a tu fuerza, a tu coraje.
Muf se agachó lentamente, apartando los ojos de Mnemestro
sólo un segundo, para arrancar la brillante daga del lecho del río. Cuando alzó
la mirada, estaba solo.
Al día siguiente, Galen y sus cazadores encontraron a Muf en
la ladera, a un par de kilómetros del poblado. Había viajado durante la noche,
venciendo por simple fuerza de voluntad a la debilidad, al frío y al miedo.
Redhú le encontró, medio muerto, aferrado a la brillante daga que despedía un
extraño calor, tal vez el suficiente como para mantenerle vivo y consciente,
pero no más. Entraron en la sala común donde los enanos aguardaban, y todos se
colocaron a su alrededor. Gem el Tuerto, sin una palabra, puso a calentar una
olla de vino con miel, pimienta y albahaca, para que los expedicionarios
entrasen en calor.
-Todo ha terminado
–dijo Muf cuando sus ateridos labios le permitieron hablar-. Ya no está.
Grenort y Briada llegaron junto a él.
-¿Está bien? –preguntó Briada, la de los verdes ojos.
-Está bien –dijo Galen, con voz neutra. Después se alejó,
sin decir ni una palabra. Gem llevó el vino a los cazadores y a Muf. Luego, con
una jarra llena y dos copas, salió al exterior. Galen se había sentado en una
de las vigas que servían como barricada, ya inútiles. Gem le puso una copa en
la mano y la llenó. Después se sentó junto a él, liando un par de cigarros, y
ofreció uno al maduro cazador.
-Tu chico es un
valiente –dijo-. Puedes estar orgulloso de él.
Galen asintió. El rey salió de la posada, con una copa en la
mano, sonriendo.
-Todo ha terminado bien –dijo-. Mejor de lo que yo esperaba.
Sé que te prohibí salir del refugio, pero me alegro de que lo hicieses y
encontrases a Muf. Sois unos valientes.
Alzó su copa para brindar con Gem y Galen, pero ninguno de
los dos correspondió a su gesto. Galen dio un trago, calentándose el cuerpo.
-Somos hombres, mi rey –dijo-. Y cumplimos nuestro deber
como hombres. Si vuelves a enviar a mi niño a una misión de hombres sin mi
consentimiento, haré lo que un hombre, y un padre, debe hacer. Y Briada reinará
antes de tiempo.
Sin decir más, Galen se puso en pie, vació el vino en el
suelo, y se alejó seguido de Gem. El emperador de todos los enanos se quedó
mirando aquella mancha carmesí sobre la nieve, que se extendía como sangre
fresca.
Sí, los nefáridas llevan años paseando por mis pesadillas... es bueno exórcizarles juntos. Tengo que revisar mis historias de Muf, me ha gustado reencontrarle.
ResponderEliminarYo, que llevo años recorriendo tus letras, celebro esta nueva puerta que has abierto. Es como entrar al desván de una casa vieja, donde hay cajas olvidadas cargadas de señales y respuestas.
ResponderEliminarNosotros, los de entonces, ya no somos los mismos diría Neruda, pero cuánta frescura llega cuando el ayer nos visita.
Me ha gustado, mucho.
Un abrazo, loco lindo
Qué razón tenía Neruda... supongo, es difícil verse a uno mismo y sigo considerándome un aprendiz de novato, pero creo que voy a abrir más la puerta del viejo desván. Abrazo, Luna buena.
EliminarAgagaznar! Recuerdo la carcajada la primera vez que leí la expresión.
ResponderEliminarPara todos aquellos que acaben de conocer al enano Muf: engancha.
Un universo que creció y a algunos nos hizo viajar con extraños compañeros a lugares que sólo este autor podría recrear.
Espero que Tonf permita que sigamos pudiendo disfrutar de él otros tantos años al menos.
Agagaznar! Recuerdo la carcajada la primera vez que leí la expresión.
ResponderEliminarPara todos aquellos que acaben de conocer al enano Muf: engancha.
Un universo que creció y a algunos nos hizo viajar con extraños compañeros a lugares que sólo este autor podría recrear.
Espero que Tonf permita que sigamos pudiendo disfrutar de él otros tantos años al menos.
Jajajaja, recuerdo que estábamos hartos de Aznar y su yerno, lo que dio origen a esta maldición enana que aún nos hace reír. Qué tiempos, compañero. A ver si Tonf no me abandona y pueden recuperarse más cosas.
EliminarMuy bueno y eso que, al principio este enano Muf no me entraba por el ojillo. Demasiado inconsciente y alocado. Pero ha logrado vencer mi escaso resquemor y me he sumergido en sus aventuras.
ResponderEliminarMucho mejor para mi gusto la segunda, con el nefárida que me recuerda a La Ciudad Oculta y Mnmestro, el inmisericorde, que aquí sí que lo era, por lo visto.
La primera tampoco está mal pero como es la introducción a un mundo nuevo, es prácticamente su entera descripción y en la segunda ya estás en faena, aunque haya menos acción.
Me alegro de que cuelgues relatos de cuando sean que se leen fácilmente por ser cortos y adictivos.
Un abrazo.
Me gustaría saber, solo por curiosidad, a qué juegos hacías referencia, con tus historias, porque en los que yo jugué no figura nada ni parecido. Y debían ser buenos.
ResponderEliminarAl principio, jugábamos a Dungeons & Dragons. Creo que probamos todo lo existente, Ragnarok, Aquelarre, Séptimo Mar, Vampiro... jugábamos muchas horas y los masters, gentes inquietas, pronto empezamos a diseñar nuestras propias criaturas y hechizos para sorprender a los jugadores. Ahí empezó todo, y ahora me apena haber perdido tanto material... veremos qué puede recuperarse. Ya he puesto el segundo título en rojo, a ver si trabajo un poco la maquetación porque lo colgué tal cual y claro, por aquella época yo era aún más torpe que ahora. Un abrazo.
EliminarYo fui más de la época de Zelda en la Game Boy en blanco y negro y mucho antes, con los juegos de rol de pc que venían gratis en las revistas de pc-player y otras así. No había pasta para juegos.
EliminarUna vez me regalaron Master of Universe y nunca, nunca, nunca pasé de la primera pantalla. No pude interactuar con nada. Fue una pesadilla y aún no lo he conseguido.
Creo que nos pasaba a todos, cuando había tiempo para juegos, no había pasta, y ahora que tal vez andemos mejor económicamente, no hay tiempo... triste ironía.
EliminarOtra cosa, deberías poner en rojo el título del segundo relato, Sangre Fresca, para distinguirlo del anterior y para que sean iguales en forma.
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