Hoy vamos a colgar un relato de Jonathan Silencio, pero no un capítulo nuevo de la historia que tenemos en marcha, ni siquiera escrito por mi.
Se trata de un relato que me ha regalado mi buena amiga Lorena, autora del blog http://lalunaticadetuvida.blogspot.com.es/ y en él nos muestra su particular visión de Silencio. Sobra decir que me encanta cuando los amigos y lectores dan su opinión y crean estas joyas aprovechando el entorno que cada semana trato de compartir con vosotros, y que es un orgullo colgar en el Tatuaje esta colaboración de Lorena. Espero que os guste tanto como a mí.
https://www.youtube.com/watch?v=cGa3zFRqDn4
Historia de Navidad
Cuando
un cuchillo atraviesa la piel humana no siempre la sangre brota instantánea de
la herida. Esta era una de esas ocasiones.
La
punta de la daga Matamuertos se hundió en mi brazo y me dio el tiempo exacto de
beber el último trago de whisky antes de atesorar mi propia sangre en el vaso
de cristal. Una hechicera a ultranza se escandalizaría ante la mezcla pero como
los conjuros funcionan mejor cuanto más cercanos son al destinatario, era
perfecta. Mi sangre y el whisky son viejos amigos, casi hermanos. Esa noche yo
era el mago y la víctima, con todo el derecho a decidir.
Tan
solo dos días antes caminaba sin prisa por el barrio viejo de Girona. Había
cerrado un caso sencillo y lucrativo. Un empresario me contrató para encontrar
a su hija, supuestamente secuestrada por una secta. En setenta y dos horas
contacté con los secuestradores, acordamos un rescate y realizamos el
intercambio sin inconvenientes. La
muchacha volvió sana y salva, con un extraño brillo en los ojos, y el comando
de ex soldados serbios se embolsó, como yo, una buena suma. Tenían de secta lo
que yo de votante de derechas, pero era su manera de borrar rastros.
—Usted
es más efectivo que la policía y más barato —dijo al despedirse el empresario.
Nunca
pensé que la corrupción fuese un beneficio para mi trabajo, pero me gustaba la
idea.
Paseaba
por la orilla del Onyar admirando los puentes que lo cruzaban y maldiciendo,
como de costumbre, la cercana Navidad. Después de dos mil años ya podrían hacer
una fiesta de cumpleaños más discreta al Nazareno. Lo único bueno de las
Fiestas era que aumentaban las peleas de pareja y el sexo de consolación o
venganza estaba asegurado en enero.
Cuando
llegué a la avenida del Parque de la Devesa me detuve a encender un cigarro
mientras esperaba el semáforo de peatones. La combinación sonora de tacones y
ruedas de maleta me hizo levantar la cabeza. Fueron apenas cuatro segundos, no
hizo falta más. Pasó a mi lado y como las tormentas tropicales borró todo a su
alrededor.
No
fueron sus ojos color miel, ni su pelo negro ensortijado, ni sus piernas
eternas, ni siquiera sus tetas insinuadas por el abrigo abierto lo que me dejó
detenido en la nada. Algo se rasgó dentro de mi cabeza y el cuerpo acusó
recibo. Un calambre recorrió mi espalda, el estómago se contrajo y un sabor
amargo llenó mi boca. Apreté los párpados y me apoyé en el semáforo para no
caerme. Y allí estaba ella otra vez, una imagen que nacía de la oscuridad, un
recuerdo. La veía desnuda, con una sonrisa ardiente y ojos de dueña. Las mujeres
que aman y son correspondidas se saben reinas. En ese fragmento de vida que observaba
eran mis manos las que acariciaban su cuerpo, mi boca la que probaba su piel y
marcaba territorio.
—Señor,
¿se encuentra bien?
Abrí
los ojos. Un chaval con móvil nuevo y acné antiguo me miraba preocupado. Solté
un gruñido por respuesta y crucé la avenida sin mirar atrás. Prefería que me
atropellaran antes que cruzarme con ella otra vez.
Llevaba
años viviendo sin noticias del pasado y en un momento mi castillo de naipes se
derrumbó. ¿Quién era esa mujer? ¿Esto que dolía tanto es lo que los Durmientes
buscan sentir? ¿Cómo se volvía atrás?
Eran
demasiadas preguntas para un jueves por la noche, y cuando faltan respuestas
sobran bares. Busqué el menos glamoroso para beber un gin tonic sin tener que
quitarle la ensalada. Después del cuarto ya teorizaba sobre el pasado con el
dueño. El hombre sonreía mientras servía un quinto al anciano que me miraba
callado desde el final de la barra.
—Lo
dicho, en un momento el pasado viene a cobrar tus deudas —dije con un seseo
preocupante.
La
ginebra me pone filosófico y estúpido. Bueno, más lo segundo que lo primero.
—Esta
ciudad respira historia, es normal que el pasado pese más que el presente aquí
—agregó el dueño.
Me
encantan los filósofos de bayeta en mano. Son capaces de dar consejos,
profetizar y mirar culos a la vez.
El
viejo del fondo terminó lo suyo, pagó y caminó hacia la puerta. Al pasar detrás
de mí susurró entre dientes.
—Estás
en la cuna de la Cábala. ¿Esperabas salir ileso de esta visita, Silencio?
Salté
del taburete por instinto y llevé mi mano a la sobaquera. El hombre me miraba
fijo desde el otro lado del cristal de la puerta y no necesité la visión del
segundo plano para ver el aura negra que lo envolvía.
Dejé
un par de billetes sobre la barra y salí deprisa a la calle para comprobar lo
que temía. Ni rastro del viejo. Caminé hasta la pensión donde me alojaba y
ocupé el resto de la noche en repasar lo ocurrido detalle por detalle.
La
luz del sol me encontró devanándome los sesos. Tenía mi biblioteca de
emergencia sobre la cama. Las imágenes de las páginas consultadas danzaban en
el aire mezcladas con la de esa reina desnuda. Parecía una puñetera película de
Spielberg.
Cada
vez que ella aparecía la angustia aumentaba. Era como tener una muela partida
con el nervio expuesto, si algo roza ese sitio el dolor se apodera de la razón
y uno considera la posibilidad de tirarse por la ventana. Salí al aire de la
madrugada para templar los nervios. Los barrenderos y las putas en retirada
eran los únicos en la calle a esas horas.
Desde
la plaza del Vino un Tió me sonreía. Los catalanes tienen una tradición
interesante. Unos días antes de Navidad llega a las casas el tió, un tronco con
patas, cara y barretina que los niños deben alimentar. En Nochebuena se cantan
villancicos y los más pequeños de la casa le dan una buena tunda de bastonazos
al tronco para que cague regalos. Esta extraña asociación de violencia y
recompensa será un escándalo para psicólogos infantiles, pero a mí me parece
una lección práctica invalorable.
Perderse
por esas calles era pisar los umbrales de otra época. La visión del segundo
plano era un festín para los sentidos. Presencias de todo tipo impregnaban las
piedras y las partes de la Torá se repetían en susurros. Siglos de búsqueda de
la verdad habían dejado su huella.
«Lamnatséaj
Ledavíd, Badonáy jasíti, ej tomerú lenafshí, núdi harjém tsipór.
Ki hiné
harsha'ím ydrejún quéshet konénu jitsám 'al-yéter, lirót bemo-ófel leyshre-léb.
Ki hashatót
yeharesún, tsadíq ma-pa'ál.
Adoná y
behejál qodshó, Adonáy bashamáym kis.ó, 'enáv yejezú, 'af'apáv ybjanú bené
adám.
Adonáy tsadíq
ybján, verashá' veohéb jamás, saneá nafshó.
Yamtér
hal-resha'ím pajím, esh vegofrít verúaj zil'afót menát kosám.
Ki-tsadíq
Adonáy tsedaqót ahéb, yashár yejezú fanémo.»
Una
oleada de aire tibio me pilló por sorpresa. Venía de un pasaje oscuro que
conducía a un pequeño patio. Los Durmientes evitan estos sitios húmedos y
estrechos por temor, pero las mayores atrocidades se cometen a plena luz del
día en salas de reuniones lujosas. En el
patio una fuente circular ocupaba el espacio central. Un cuenco redondo de
piedra tallada apoyado sobre una pequeña columna del mismo material. Me acerqué
a ella y en el fondo del agua cristalina un destello llamó mi atención. Dos
piedras pequeñas resaltaban allí con
símbolos grabados. Hundí mi brazo derecho y las saqué. Eran dos runas. ¿Qué
hacían dos símbolos celtas en una fuente de la judería?
Mannaz
representa el poder de la mente racional y la memoria. Y Perth que significa
secreto, está vinculada al tiempo, la causa y el efecto. No iba a salir ileso
de esa ciudad pero algo, o alguien, acababa de darme una pista para salir
cuerdo.
Al
caer el sol de ese día preparé lo necesario para el conjuro. Debía borrar el
recuerdo de esa mujer para siempre. El que fui había muerto y el pasado con él.
No se puede combatir la oscuridad con la espalda descubierta. Puedo vencer a
teriántropos, vampiros y fantasmas pero no puedo imaginar una victoria sobre
esa necesidad, ese desasosiego.
Llené
el vaso de whisky y brindé en voz alta.
—Por
Menelao, Paris, Romeo y Otelo. ¡A vuestra salud, compañeros!
Allí
estaba, en una pensión de mala muerte juntando mi sangre para derrotar la
memoria en Nochebuena. Puse un cuadrado de gasa y un poco de esparadrapo sobre
la herida cuando tenía un dedo de sangre en el vaso. Mojé la punta de la daga
Matamuertos en el líquido rojo y utilicé la magia del Trazo para dibujar en una
hoja de papel los símbolos de las runas. El papel era una de las hojas en
blanco del final de mi Guía Tobin que arranqué sin misericordia. Mientras
dibujaba debía fijar el recuerdo a borrar así que como una cuarentona
divorciada abrí la memoria al dolor para sufrir a gusto.
Su
melena morena desaparecía en las sábanas negras de la cama y su piel de marfil
brillaba con luz propia. Susurraba en mi oído promesas de pasión y reía ante
mis respuestas. Un par de líneas en el vértice de sus ojos demostraban cuánto
solía reír. Era imperfecta y real como suelen ser las mujeres inolvidables, las
que traspasan la muerte y los demonios.
Dejé
que el calor y la tristeza hicieran añicos mi armadura porque sabía que era la
última vez que sentiría aquello. ¡Malditos humanos y su masoquismo!
Al
terminar los trazos encendí en un cuenco una pequeña hoguera de fuego impío.
Llevaba media tarde invocando al dybbuk, un espíritu oscuro judío. Cuando cobró
forma el fuego oí un zumbido extraño. Giré la cabeza y uno de los cristales de
la ventana estaba negro por fuera. Un enjambre de moscas estaba pegado a él.
Moscas en diciembre, bien.
Acerqué
el papel para quemarlo y de mi boca salió una frase que ni en mis más
disparatadas pesadillas imaginé pronunciar.
—Adiós,
amor mío.
Las
campanadas de la medianoche resonaron sobre los tejados. Llegué como pude a la
cama y me acurruqué sobre ella. ¿Cómo sobreviven los Durmientes a esto? Me
pregunté mientras cerraba los ojos.
Un
rayo de sol me dio en plena cara y consiguió despertarme. Puse los pies en el
suelo y observé la escena intrigado. Un vaso con sangre, un cuenco con cenizas
y mi daga manchada. Cogí la botella de la mesa y fui hacia el baño. Me desnudé
y revisé minuciosamente en el espejo cada parte de mi cuerpo. Para mi alivio la
juerga no había terminado con un tatuaje de la Legión.
Levanté
la botella y miré a ese tío ojeroso que me devolvía el espejo.
—¡Meri
crismas, J!
Un precioso regalo! :)
ResponderEliminarNi en sus mejores sueños se habría el autor imaginado a Silencio en una de estas.
ResponderEliminarAprende, enano ;)