MAÑANA FUE NUNCA, final.
Lo bueno de los cuentos de hadas no es que nos muestren a
los dragones, sino que nos enseñan a creer que podemos vencerlos. Chesterton.
Leo la frase, bordada en pulcra letra negra sobre un tapete
de color crema, que cuelga en la pared del despacho de mi jefe, Sebastián
Olmedo.
Siempre, cada vez, he
sonreído al leerla, pensando en las hábiles manos de su esposa, que tejieron
aquella pequeña obra de arte años atrás.
Ahora, el 12 de mayo de 2014, no sonrío. Hace un año que
enterré a Carolina, y al bebe nonato de ocho meses que habría sido mi hijo.
Ninguno de los dos cayó víctima de la pandemia, lo que habría sido quizá un
consuelo, pues mi desgracia estaría compartida con la de los familiares de setecientos
ochenta millones de personas.
Yo les maté, eso fue lo que ocurrió, con ayuda de este
hombre enflaquecido y severo que se sienta tras el escritorio.
Sebastián Olmedo enciende un cigarro, y me ofrece uno a mí.
Ambos sabemos que el cáncer de pulmón no nos matará, o si lo hace no estará
causado por el tabaco, así que fumamos tranquilos mientras él estudia los
nuevos datos que le he pasado, pulcramente mecanografiados a doble espacio. Ya
no nos fiamos de los ordenadores, no son seguros, no son privados.
Doy una calada al cigarro y trato de hacer un anillo, pero
nunca se me ha dado bien. Miro hacia atrás, a través de las cristaleras que
tabican el despacho.
La oficina de redacción está ocupada por apenas ocho
personas, la tercera parte de las que debería haber en cualquier momento. Los
ocho fuman. Manolo Rodríguez incluso está bebiendo una cerveza. Era nuestro
experto en deportes, pero ahora no hay ninguna competición en marcha en todo el
continente, yo he matado a mi familia y nunca más jugaremos la Champions, y mi
mujer se pudre bajo tierra, metida en un féretro, féretro ella misma de mi
hijo.
Sacudo la cabeza y doy otra larga calada al oír la voz de
Sebastián. Eso me da tiempo para borrar las imágenes y sorber con fuerza por la
nariz, deteniendo así las lágrimas.
-Voy a sacar esto a la luz –me dice con voz segura.
Me encojo de hombros. En este breve tiempo, hemos alcanzado
los setecientos noventa millones, poco más o menos.
-Nos matarán si lo hacemos –sentencio, y mi voz es tan
desapasionada y grotesca como el grito de un orgasmo fingido.
-Nos matarán de todas formas –sus ojos, planos y cansados,
se posan sobre mi anillo de bodas-. Por lo menos, morir matando.
Se levanta y me da una palmada en la espalda, fuerte, viril.
Otro tal vez habría dicho, hoy hace un año del atropello de
tu mujer, lo siento. Pero él es así.
Retrocedo de un salto. La oficina desaparece, estoy en medio
de una calle, esperando que el semáforo se ponga en verde para los peatones. Al
otro lado de la calle, ella sonríe y me saluda con la mano.
Lleva un vestido estampado de flores, veraniego. El día es
caluroso y a mí me sobra la corbata. Le lanzo un beso y alzo mi ramo de flores,
como un campeón victorioso. La gente muere alrededor, la pandemia está
comenzando, pero aún hay flores para los amantes, aún se puede vencer a los
dragones.
Eso creemos.
El semáforo se pone en verde, y ella empieza a cruzar,
haciéndome señas para que espere. Sobre el vientre abultado, el mágico cofre de
mi tesoro, flamea un estandarte de primavera.
El coche pasa a toda velocidad, escuchamos a la vez el motor
demasiado revolucionado, giramos las cabezas a la vez, morimos a la vez cuando
el conductor la embiste a más de sesenta kilómetros por hora, cuando sus gafas
de sol salen despedidas, cuando la sangre salpica el suelo y su cuerpo, sus
cuerpos, nuestros cuerpos, ruedan por el asfalto.
El ramo de flores se me cae de las manos, y las gafas de
sol, con los cristales rotos, golpean el bordillo, rebotan en mis piernas y se
posan como una mariposa muerta junto a las flores.
-Los Depuradores están empezando a actuar con todo descaro.
Ningún gobierno está ya capacitado para detener sus Brigadas de Limpieza –digo
mientras cruzamos la oficina.
Sebastián asiente, objetivo. Constata un hecho que no parece
preocuparle.
Llama la atención de todos con dos fuertes palmadas. Ha
perdido quince kilos desde que empezó el fin, pero aún exuda energía y fuerza.
En un breve parlamento, casi una arenga, explica a los
supervivientes de la agencia nuestros descubrimientos, más bien la confirmación
de nuestros temores.
La vacuna contra la gripe ha matado a... ochocientos
millones de personas. Alguien manipuló el timerosal, una sal de mercurio que se
ha usado siempre en las vacunas por sus capacidades antimicrobianas. Los
muertos de nuestro fin del mundo están cayendo como moscas por exposición al
mercurio.
Ahora sabemos cómo. Ahora sabemos quién.
En el exterior suenan sirenas de policía. Uno de los efectos
de la vacuna, de la sobreexposición al mercurio, es el aumento de la irritabilidad.
En parte, eso ha detonado los disturbios, el vandalismo y las agresiones. Al
principio. Luego, la falta de recursos agravó el problema.
La gente muere por crisis nerviosas, la gente se queda
ciega, la gente muere por afecciones galopantes de riñón, cerebro, trastornos
conocidos pero que se desarrollan a velocidades hasta entonces nunca vistas.
Daremos luz a la noticia. Los Depuradores vendrán a por
nosotros, como hace un año fueron a por mi familia y después, en un ramo de
flores que enviaron para el funeral, me dejaron una tarjeta que sólo rezaba
“Abandona mientras puedas”.
Sebastián nos ofrece la oportunidad de irnos, de
desvincularnos de la agencia. Nadie lo hace.
Casi todos han perdido ya a familiares y amigos, o padecen
algún trastorno que les matará pronto.
Todos están cansados de vivir en este nuevo mundo, plagado
de predicadores, supermercados vacíos, empresas en quiebra, guerras que sacuden
las fronteras de los países desarrollados desde un mundo que antes era pobre y
emigraba, y ahora es pobre y ataca.
Sebastián asiente. Todos estamos juntos. Los datos vuelan
hacia todas las agencias de información, todos los ministerios, todos los
corresponsales. Vamos a morir hoy mismo.
Ochocientos diez millones. Subiendo.
Me despierto con un grito apenas contenido. Un motor que se
aleja. Tres horas después, me atrevo a asomar la cabeza fuera de la bodega en
la que me he refugiado al oír llegar a los Depuradores, o quien fuera.
Llevo un CETME, robado a un soldado muerto hace año y medio,
pero no sé si podría dispararlo.
No lo sabré hoy. Se han ido. Sigo vivo.
Tengo que terminar en seguida. Esta noche huiré a las
montañas, el pueblo ya no es seguro. Dejaré estas páginas ocultas en el sótano,
y escaparé con lo imprescindible.
No puedo perder más tiempo.
La OMS había previsto que una pandemia como la que se
esperaba de la Gripe A mataría a ciento ochenta millones de personas en todo el
mundo. El mercurio de la vacuna mató veinte veces más.
Los sistemas sanitarios se colapsaron, la fabricación de
alimentos, medicinas, de todo lo necesario para que el mundo siguiese su curso
normal... todo ello, simplemente terminó.
Huí de Madrid pocas horas después de que nuestra
investigación se distribuyera a todas las agencias de noticias que aún
trabajaban en el planeta, publicándose también en Internet.
No sabíamos hasta qué punto la red era controlada por
quienes habían desatado el caos en el planeta, pero teníamos que pensar que no
había tiempo para nosotros.
Salir de Madrid, con tan sólo unas latas de conservas en una
mochila y mucho miedo, fue más sencillo de lo que creía. Pero también fue la
experiencia más deprimente de mi vida.
Las calles estaban plagadas de coches mal aparcados, muchos
con los cristales rotos o las puertas forzadas. El atasco era mayor cuanto más
lejos del centro me llevaban mis pasos. Patrullas del ejército recorrían toda
la ciudad, cargando en camiones descubiertos los cuerpos de los muertos.
Algunas casas ardían, reducidas a escombros, brasas
gigantescas que escupían su humo dulzón, fragrante de carne humana abrasada, a
un cielo cada vez más gris.
Toda la ciudad olía a muertos enterrados, a descomposición,
a seres humanos fallecidos solos y olvidados en sus casas, en sótanos, en
garajes, muertos de nadie que nadie había recogido ni retirado.
Supongo que murió más gente por las infecciones y los
disturbios que por la vacuna asesina. No sé si estaba previsto así, o si a
nuestros verdugos se les escapó el control de la situación.
En todo caso, esto es lo que ocurrió.
El mayor inversor a nivel
mundial en laboratorios de investigación clínica, es decir la iglesia católica,
había decidido mezclar ciencia y creencia a un nivel hasta entonces
desconocido, sólo soñado por los locos.
Durante años, investigaron y probaron, testeando en sus
modernos laboratorios alquímicos hasta conseguir una vacuna capaz de matar, de
envenenar por la acción del mercurio a quienes se la inoculaban.
Cuando la consiguieron, probando con conejillos de indias
humanos en sus misiones del tercer mundo, donde la gente moría sin salir en
ningún noticiario, sólo tuvieron que poner en marcha su inmensa maquina
publicitaria, creando la psicosis de la pandemia.
Y después, el llamamiento del Papa a la fe, a recurrir a
Dios como remedio para el mal, confiando en Él y no en la medicina.
Quienes no escucharon ese llamamiento, quienes a ojos de la
iglesia no tuvieron fe, fueron castigados. Castigados con una vacuna que en
realidad mataba. Fabricada y distribuida a nivel mundial por ellos. Controlada
por ellos. Diseñada por ellos.
Millones de personas nos vacunamos, los países desarrollados
en primer lugar, y millones cayeron enfermos. Murieron, castigados por la falta
de fe, por no haber obedecido el mandamiento papal.
Algunos sobrevivimos a la vacuna, quién sabe por qué. Los
Depuradores, grupos armados de fanáticos religiosos, más letales que cualquier
integrista con un cinturón de bombas, recorren el planeta buscando a esos
supervivientes, a quienes ahora se niegan a apoyar y reconocer al único
gobierno coherente que permanece, poderoso e incólume, protegido por miles de
hombres armados, en las antiguas salas del Vaticano.
Somos proscritos en nuestro propio planeta, mientras el
mundo se desangra en una guerra en la que cada hombre es un ejército.
Muchos viven escondidos, como yo. Otros se organizan en
bandas armadas, viviendo del caos, paseando como señores de ciudades vacías y
alimentándose de lo que roban o cultivan en solares abandonados.
Otros tratan de reorganizarse, de volver a la civilización
que conocíamos. Pero el control es de los Depuradores, una horda alimentada por
ejércitos inagotables, hombres y mujeres provenientes de los países
tercermundistas, donde no se distribuyeron las vacunas.
Son los mismos que, por su fe, hicieron caso a los distintos
pontífices y se negaron a usar preservativos durante décadas, prefiriendo morir
de Sida que desobedecer lo que su fe les indicaba, o tal vez muriendo por
simple ignorancia.
La diferencia no es importante, supongo.
Sólo importa lo que ocurrió, y sus consecuencias. Sólo
importa que el mundo ha muerto, reducida su población en un sesenta por ciento.
El planeta es grande, aunque no sé si tan grande para enterrar a todos los
muertos.
El pontífice de Roma ha proclamado el reino de Dios en la
Tierra, y el Infierno posterior para quienes lo desobedezcan.
Yo no veo la diferencia.
Genial. Y como ya dije, plenamente vigente. No sé en qué generación ni desde qué confesión religiosa nos llegará, pero tal y como está el patio...
ResponderEliminarUna duda: no me queda clara la implicación en el atropello de ninguno de los personajes (aunque confieso que no lo he releído). Aclarámelo tú si eso.
Bueno, el atropello es algo completamente accidental, tan sólo una de esas tragedias sin sentido que acompañan a los héroes trágicos de cualquier buena historia, e incluso de las malas que yo perpetro, jeje.
EliminarLa documentación fue lo más complicado, sin duda. Aunque, como suele ocurrir (magia?) en el desarrollo de la historia, todo cuadraba por sí mismo... lo de la máquina de escribir, haztelo mirar, compi, jajajaja.
ResponderEliminarY lo malo es que alguna vez esto pasara...y no nos daremos cuenta.
ResponderEliminarCreo que está muy cerca, la verdad. Gracias por estar. Abrazo.
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