LA FORTUNA DE UN HOMBRE
“La fortuna favorece al valeroso y avasalla al cobarde”. Séneca.
Fue sólo la mala fortuna la que hizo que Sergio saliese tarde del trabajo aquella mañana de invierno. La mala fortuna de cruzarse con Israel, un compañero del turno de mañana, siempre dispuesto a hacerle perder el tiempo con absurdas reivindicaciones y protestas incoherentes que Sergio, como miembro del comité de empresa, tenía que aclarar en lo posible.
Aquél día dedicó casi media hora a explicar a su torpe compañero cómo funcionaba el cómputo global de horas y cuántos días de vacaciones le correspondían a final de año.
Así que eran más de las seis y media de la mañana cuando por fin salió a la calle, viéndose sumergido de golpe en una niebla espesa, húmeda y fría como helado medio derretido. Paseó su mirada por el aparcamiento, esperando que quizá algún compañero rezagado pudiese acercarle en coche a su casa, distante casi un kilómetro de la fábrica, pero por supuesto no había nadie entre los coches alineados como una formación de fantasmas expectantes, latentes.
Se envolvió la boca y la nariz con la bufanda, subiéndose la capucha del impermeable para detener en lo posible la cruda humedad, y echó a andar con un suspiro resignado.
El paisaje del polígono, lleno de vida en las horas del cambio de turno, era ahora desolado y frío, plagado de tristes luces de farolas y rótulos, que apenas intentaban horadar la oscuridad previa al amanecer.
Pasó junto al matadero, haciendo una mueca ante el apestoso olor que envolvía el lugar como una manta vieja y polvorienta, un olor más penetrante y real que el de la sangre y la carne muerta, un olor vacuo y triste que quizá exudasen los animales, aterrorizados y resignados, al morir allí, tan solos entre sus iguales; un olor a desolación que le hizo pensar en su propia soledad, en la casa lejana donde ya nadie le esperaba desde que ella, cansada quizá de la rutina de los últimos trece años, se había marchado, dejando sólo una habitación para los niños que se llenaba en fines de semana alternos, Navidad y dos semanas de verano, y un hueco en la cama de matrimonio que no se llenaba nunca, pero que nunca parecía lo suficientemente vacío como para poder, por fin, tumbarse también en él y compensar la ausencia.
La fortuna de un hombre es la desgracia de otro, se dijo, filosófico, mientras salía del polígono a la larga avenida que atravesaba la pequeña ciudad. La fortuna de un hombre, que ahora dormirá abrazándola, que quizá se esté levantando ya para preparar cuatro desayunos, que quizá sienta ahora la tibia humedad de sus labios.
Para Sergio no había tibieza en la humedad que lo envolvía, ni al parecer fortuna.
Se detuvo para encender un cigarrillo, el último del paquete semanal que, agobiado como estaba por la regulación de empleo y la necesidad, legal y personal, de cubrir en lo posible los gastos de sus hijas, era todo lo que podía permitirse.
Bueno, se dijo, es ya domingo por la mañana, no lo llevo mal.
Quizá Sergio podría haber encendido el cigarrillo un paso antes, o quizá un paso después. Pero lo hizo justo allí, junto a la luz parda e intermitente de un semáforo que aún no había empezado su jornada laboral, justo delante de la gastada cartera negra que, como un pájaro herido con las alas abiertas y rotas, yacía en el suelo huérfana de dueño.
La fortuna de un hombre es la desgracia de otro, pensó de nuevo. Alguien había perdido su billetera en aquella calle desierta. Mientras se quitaba el cigarrillo de la boca, exhalando una nube de humo que se confundió de inmediato con la niebla, Sergio miró a su alrededor, girando por completo en busca de un potencial dueño de aquél objeto, hasta quedar de nuevo encarado con la cartera.
Nadie. Soledad, niebla, penumbra. Nadie. Como en su vida.
Se agachó, mirando aún por encima del hombro, como un niño que teme ser pillado en falta. Ni por un momento pensó quedarse con la cartera, sino llevarla a la cercana comisaría, desviándose de su camino apenas un par de calles. Pero sí, se dijo, podría quedarme con diez euros, si los hay, y tomarme un café con los amigos esta tarde, y comprarme una cajetilla de tabaco. Por diez euros no se va a morir nadie.
Hasta que tocó la cartera, esa era su firme y sincera intención.
Pero aquél objeto, cuero viejo y desgastado, extrañamente tibio a pesar del aire helado de la noche, suave y cómodo como unos zapatos usados, estaba preñado y a punto de romper aguas, como notó por su volumen abultado y denso. Al mirar dentro, vio que había un fajo de billetes de diez y veinte euros, grueso como un dedo, y un escalofrío recorrió su espalda.
Miró de nuevo a su alrededor, tratando de cruzar la oscuridad. Alguien debía estar buscando esa cartera repleta. Contó rápidamente los billetes, aunque tuvo que repetir la operación tres veces, porque los nervios y el entumecimiento que entorpecía sus dedos hicieron que perdiese la cuenta. Por fin, se conformó con un cálculo aproximado, determinando que habría unos trescientos euros en billetes pequeños.
Sin poder creer en su suerte, empezó a caminar deprisa, metiendo la cartera en el bolsillo de su impermeable y sujetándola con fuerza con la mano derecha.
Sobre la acera quedó el cigarrillo a medio fumar, olvidado por el nerviosismo y la emoción.
Caminó apresuradamente durante unos minutos, cruzando las calles desiertas en dirección a su casa, olvidando toda intención de devolver la cartera. Trataba de mirar a todas partes a la vez, temiendo que alguien le hubiese visto, y sintiendo como si en cada espesa sombra oscura un observador aguardase para reprocharle su vergonzosa actuación.
Se detuvo por fin, abandonando la avenida y refugiándose en el oscuro refugio de una entrada de garaje, apoyando la espalda en la pared y retirando la bufanda de su boca para respirar aliviado. Sin creer aún en su suerte, sacó la cartera del bolsillo.
Durante unos segundos, prestó atención al frío y vacuo entorno, creyendo por un instante que escuchaba pasos en la distancia. Sin embargo, no había nada.
Sergio sabía que ese espejismo de sonido, así como la sensación absurda pero cierta de sentirse observado por una presencia expectante, ansiosa, eran fruto de su sentimiento de culpabilidad.
Abrió la cartera, tratando de alejar aquellas sensaciones, y contó de nuevo el dinero. Había exactamente cuatrocientos veinte euros.
Dejó escapar una risa floja, nerviosa, que tapó inmediatamente con su mano temblorosa, temiendo que aquel sonido impulsase a actuar a quien quiera que lo observase, y sabiendo a la vez que estaba solo.
Sin embargo, no podía dejar de pensar, de sentir, que alguien le contemplaba en cada momento, aguardando algo, quizá su decisión final.
Miró de nuevo la cartera, fijándose entonces en el abultado compartimiento para monedas, en el que no había reparado hasta entonces. Soltó el botón que lo mantenía cerrado, y sacó del interior una pata de conejo, unida a una cadenita de plata.
Acarició la suave extremidad muerta, sin sorprenderse por su acogedora tibieza, pensando que era el calor natural que su propio cuerpo había transmitido al objeto. La sensación de ser observado le golpeó con fuerza casi física, y levantó de nuevo la mirada para buscar a su alrededor al incómodo espectador. Guardando la cartera, pero con la pata de conejo aún entre sus dedos temblorosos, salió del refugio que la cochera ofrecía, pero ni vio ni escuchó a nadie.
Pensativo, contempló la pata de conejo. El dueño de aquella cartera, un pobre iluso como él, creía también en la fortuna. Esperaba que fuese mejor que la suya.
Con un suspiro que parecía reprochar su propia estupidez, guardó la pata de conejo en el compartimiento para monedas, extrajo un billete de veinte que metió en su propia billetera, y empezó a andar hacia la comisaría, deseando tener un cigarrillo para el camino.
Sintió una extraña relajación, como si hubiera sostenido una cuerda tensa y tirante entre las manos y por fin, con un gesto seco, la hubiese soltado. Como si aquella presencia expectante soltase un aliento largamente contenido.
Llegó a la comisaría unos minutos después, y entró rápidamente, sin darse tiempo a arrepentirse de su acción. En el mostrador de atención al público, un policía leía unos folios, mientras del pasillo que salía hacia la derecha llegaba un segundo agente, con dos tazas de café caliente en las manos.
Ambos saludaron a Sergio, preguntándole amablemente qué deseaba, pero observándole con la presumible sospecha que despertaría un hombre embozado al entrar allí a las siete de la mañana. Sergio observó que el que traía el café se apresuraba en dejar las tazas sobre el mostrador, como si temiese necesitar las manos libres.
Devolvió el saludo, sacando la cartera de su bolsillo, mientras con la otra mano se quitaba la capucha y bajaba la bufanda lo suficiente como para descubrir su rostro, y explicó a los agentes dónde y cómo había encontrado la billetera, y su intención de restituirla al dueño, que seguramente estaría buscándola.
La actitud de los policías cambió al recibir el objeto, hasta el punto de que uno de ellos le ofreció un café, que Sergio, a esas alturas aterido de frío, aceptó gustoso.
Mientras bebía el café, el agente que permanecía sentado sacó de la cartera el fajo de billetes, contándolos y escribiendo la cantidad total y su desglose en un formulario. Es usted un hombre honrado, dijo con sincera admiración, poca gente encuentra esta cantidad de dinero y la devuelve. Sergio enrojeció, sintiéndose mal consigo mismo aunque sabía que aquellos veinte euros que había cogido poco importarían ante la cantidad que había respetado, y apuró el ardiente café de un trago.
Bueno, es mi deber ciudadano, dijo temiendo atragantándose, espero que encuentren al propietario, buenas noches.
Se dio la vuelta para marcharse, pero el agente del café le detuvo a dos pasos del mostrador al preguntarle si no quería dar su nombre y señas.
Sergio preguntó si era necesario, y el agente, con una sonrisa cómplice, le explicó que no sería mala idea hacerlo por si el legítimo dueño de la cartera desease entregarle alguna recompensa por su restitución.
No será necesario, de verdad, dijo Sergio, y siguió caminando hacia la puerta mientras el policía sentado sacaba la documentación y su neutra expresión se tornaba sorprendida. Sergio le oyó murmurar algo, aunque no pudo entender sus palabras porque el otro agente, que le acompañó hasta la puerta y en ese momento la abría para dejarle paso, estaba hablando de alguna trivialidad.
-¡Detén a ese hombre!
El grito del agente del mostrador paralizó a Sergio, y pudo ver que el policía situado a su lado quedaba igualmente sorprendido. Ambos se giraron para mirar al agente del mostrador, que ya estaba desenfundando su arma reglamentaria, con el rostro pálido sólo coloreado por dos puntos de profundo carmesí en las mejillas.
Sobre el mostrador, junto al fajo de billetes, Sergio vio un DNI con su nombre y fotografía, su propio carné de conducir y, salido inexplicablemente del compartimiento para monedas, un dedo largo y delicado, rematado en ambos extremos por una mancha carmesí; por un lado, la uña bien cuidada y pintada de una mujer. Por el otro, una mancha de sangre aún fresca, que había salpicado la cartera y el mostrador.
EXTRAIDO DEL DIARIO LOCAL, AL DÍA SIGUIENTE
ASESINA A SU MUJER Y ENTREGA LAS PRUEBAS EN COMISARIA
Un vecino de esta localidad, que responde a las iniciales S. M. H, de treinta y dos años, fue detenido ayer acusado de la muerte de su ex esposa, L. J.M, de veintinueve años y madre de los dos hijos habidos en el matrimonio. El presunto asesino se personó en la comisaría de la policía nacional, entregando una cartera que afirmó haberse encontrado en la calle momentos antes. Al inventariar el contenido de la cartera, los agentes de guardia hallaron en su interior cuatrocientos euros, así como un dedo índice amputado, según los primeros indicios, con un objeto cortante. Lo más curioso de este macabro incidente es que la documentación hallada en el interior de la cartera correspondía al sospechoso, aunque éste mantiene en su declaración que la encontró en la vía pública. La huella dactilar del dedo mutilado llevó a la policía hasta L.J.M, que fue hallada muerta en su domicilio con cinco cuchilladas en el pecho, habiendo sufrido la amputación traumática de los dedos de la mano derecha. Tras comprobar los movimientos bancarios de la finada, la policía considera que ella retiró del banco cuatrocientos euros, que al parecer, su ex marido robó posteriormente, tras asesinarla y mutilarla.
El sospechoso continúa en las dependencias policiales, donde ha recibido asistencia psicológica al encontrarse, según parece, en un fuerte estado de confusión mental, y defendiendo su inocencia pese a las abrumadoras evidencias.
“La fortuna favorece al valeroso y avasalla al cobarde”. Séneca.
Fue sólo la mala fortuna la que hizo que Sergio saliese tarde del trabajo aquella mañana de invierno. La mala fortuna de cruzarse con Israel, un compañero del turno de mañana, siempre dispuesto a hacerle perder el tiempo con absurdas reivindicaciones y protestas incoherentes que Sergio, como miembro del comité de empresa, tenía que aclarar en lo posible.
Aquél día dedicó casi media hora a explicar a su torpe compañero cómo funcionaba el cómputo global de horas y cuántos días de vacaciones le correspondían a final de año.
Así que eran más de las seis y media de la mañana cuando por fin salió a la calle, viéndose sumergido de golpe en una niebla espesa, húmeda y fría como helado medio derretido. Paseó su mirada por el aparcamiento, esperando que quizá algún compañero rezagado pudiese acercarle en coche a su casa, distante casi un kilómetro de la fábrica, pero por supuesto no había nadie entre los coches alineados como una formación de fantasmas expectantes, latentes.
Se envolvió la boca y la nariz con la bufanda, subiéndose la capucha del impermeable para detener en lo posible la cruda humedad, y echó a andar con un suspiro resignado.
El paisaje del polígono, lleno de vida en las horas del cambio de turno, era ahora desolado y frío, plagado de tristes luces de farolas y rótulos, que apenas intentaban horadar la oscuridad previa al amanecer.
Pasó junto al matadero, haciendo una mueca ante el apestoso olor que envolvía el lugar como una manta vieja y polvorienta, un olor más penetrante y real que el de la sangre y la carne muerta, un olor vacuo y triste que quizá exudasen los animales, aterrorizados y resignados, al morir allí, tan solos entre sus iguales; un olor a desolación que le hizo pensar en su propia soledad, en la casa lejana donde ya nadie le esperaba desde que ella, cansada quizá de la rutina de los últimos trece años, se había marchado, dejando sólo una habitación para los niños que se llenaba en fines de semana alternos, Navidad y dos semanas de verano, y un hueco en la cama de matrimonio que no se llenaba nunca, pero que nunca parecía lo suficientemente vacío como para poder, por fin, tumbarse también en él y compensar la ausencia.
La fortuna de un hombre es la desgracia de otro, se dijo, filosófico, mientras salía del polígono a la larga avenida que atravesaba la pequeña ciudad. La fortuna de un hombre, que ahora dormirá abrazándola, que quizá se esté levantando ya para preparar cuatro desayunos, que quizá sienta ahora la tibia humedad de sus labios.
Para Sergio no había tibieza en la humedad que lo envolvía, ni al parecer fortuna.
Se detuvo para encender un cigarrillo, el último del paquete semanal que, agobiado como estaba por la regulación de empleo y la necesidad, legal y personal, de cubrir en lo posible los gastos de sus hijas, era todo lo que podía permitirse.
Bueno, se dijo, es ya domingo por la mañana, no lo llevo mal.
Quizá Sergio podría haber encendido el cigarrillo un paso antes, o quizá un paso después. Pero lo hizo justo allí, junto a la luz parda e intermitente de un semáforo que aún no había empezado su jornada laboral, justo delante de la gastada cartera negra que, como un pájaro herido con las alas abiertas y rotas, yacía en el suelo huérfana de dueño.
La fortuna de un hombre es la desgracia de otro, pensó de nuevo. Alguien había perdido su billetera en aquella calle desierta. Mientras se quitaba el cigarrillo de la boca, exhalando una nube de humo que se confundió de inmediato con la niebla, Sergio miró a su alrededor, girando por completo en busca de un potencial dueño de aquél objeto, hasta quedar de nuevo encarado con la cartera.
Nadie. Soledad, niebla, penumbra. Nadie. Como en su vida.
Se agachó, mirando aún por encima del hombro, como un niño que teme ser pillado en falta. Ni por un momento pensó quedarse con la cartera, sino llevarla a la cercana comisaría, desviándose de su camino apenas un par de calles. Pero sí, se dijo, podría quedarme con diez euros, si los hay, y tomarme un café con los amigos esta tarde, y comprarme una cajetilla de tabaco. Por diez euros no se va a morir nadie.
Hasta que tocó la cartera, esa era su firme y sincera intención.
Pero aquél objeto, cuero viejo y desgastado, extrañamente tibio a pesar del aire helado de la noche, suave y cómodo como unos zapatos usados, estaba preñado y a punto de romper aguas, como notó por su volumen abultado y denso. Al mirar dentro, vio que había un fajo de billetes de diez y veinte euros, grueso como un dedo, y un escalofrío recorrió su espalda.
Miró de nuevo a su alrededor, tratando de cruzar la oscuridad. Alguien debía estar buscando esa cartera repleta. Contó rápidamente los billetes, aunque tuvo que repetir la operación tres veces, porque los nervios y el entumecimiento que entorpecía sus dedos hicieron que perdiese la cuenta. Por fin, se conformó con un cálculo aproximado, determinando que habría unos trescientos euros en billetes pequeños.
Sin poder creer en su suerte, empezó a caminar deprisa, metiendo la cartera en el bolsillo de su impermeable y sujetándola con fuerza con la mano derecha.
Sobre la acera quedó el cigarrillo a medio fumar, olvidado por el nerviosismo y la emoción.
Caminó apresuradamente durante unos minutos, cruzando las calles desiertas en dirección a su casa, olvidando toda intención de devolver la cartera. Trataba de mirar a todas partes a la vez, temiendo que alguien le hubiese visto, y sintiendo como si en cada espesa sombra oscura un observador aguardase para reprocharle su vergonzosa actuación.
Se detuvo por fin, abandonando la avenida y refugiándose en el oscuro refugio de una entrada de garaje, apoyando la espalda en la pared y retirando la bufanda de su boca para respirar aliviado. Sin creer aún en su suerte, sacó la cartera del bolsillo.
Durante unos segundos, prestó atención al frío y vacuo entorno, creyendo por un instante que escuchaba pasos en la distancia. Sin embargo, no había nada.
Sergio sabía que ese espejismo de sonido, así como la sensación absurda pero cierta de sentirse observado por una presencia expectante, ansiosa, eran fruto de su sentimiento de culpabilidad.
Abrió la cartera, tratando de alejar aquellas sensaciones, y contó de nuevo el dinero. Había exactamente cuatrocientos veinte euros.
Dejó escapar una risa floja, nerviosa, que tapó inmediatamente con su mano temblorosa, temiendo que aquel sonido impulsase a actuar a quien quiera que lo observase, y sabiendo a la vez que estaba solo.
Sin embargo, no podía dejar de pensar, de sentir, que alguien le contemplaba en cada momento, aguardando algo, quizá su decisión final.
Miró de nuevo la cartera, fijándose entonces en el abultado compartimiento para monedas, en el que no había reparado hasta entonces. Soltó el botón que lo mantenía cerrado, y sacó del interior una pata de conejo, unida a una cadenita de plata.
Acarició la suave extremidad muerta, sin sorprenderse por su acogedora tibieza, pensando que era el calor natural que su propio cuerpo había transmitido al objeto. La sensación de ser observado le golpeó con fuerza casi física, y levantó de nuevo la mirada para buscar a su alrededor al incómodo espectador. Guardando la cartera, pero con la pata de conejo aún entre sus dedos temblorosos, salió del refugio que la cochera ofrecía, pero ni vio ni escuchó a nadie.
Pensativo, contempló la pata de conejo. El dueño de aquella cartera, un pobre iluso como él, creía también en la fortuna. Esperaba que fuese mejor que la suya.
Con un suspiro que parecía reprochar su propia estupidez, guardó la pata de conejo en el compartimiento para monedas, extrajo un billete de veinte que metió en su propia billetera, y empezó a andar hacia la comisaría, deseando tener un cigarrillo para el camino.
Sintió una extraña relajación, como si hubiera sostenido una cuerda tensa y tirante entre las manos y por fin, con un gesto seco, la hubiese soltado. Como si aquella presencia expectante soltase un aliento largamente contenido.
Llegó a la comisaría unos minutos después, y entró rápidamente, sin darse tiempo a arrepentirse de su acción. En el mostrador de atención al público, un policía leía unos folios, mientras del pasillo que salía hacia la derecha llegaba un segundo agente, con dos tazas de café caliente en las manos.
Ambos saludaron a Sergio, preguntándole amablemente qué deseaba, pero observándole con la presumible sospecha que despertaría un hombre embozado al entrar allí a las siete de la mañana. Sergio observó que el que traía el café se apresuraba en dejar las tazas sobre el mostrador, como si temiese necesitar las manos libres.
Devolvió el saludo, sacando la cartera de su bolsillo, mientras con la otra mano se quitaba la capucha y bajaba la bufanda lo suficiente como para descubrir su rostro, y explicó a los agentes dónde y cómo había encontrado la billetera, y su intención de restituirla al dueño, que seguramente estaría buscándola.
La actitud de los policías cambió al recibir el objeto, hasta el punto de que uno de ellos le ofreció un café, que Sergio, a esas alturas aterido de frío, aceptó gustoso.
Mientras bebía el café, el agente que permanecía sentado sacó de la cartera el fajo de billetes, contándolos y escribiendo la cantidad total y su desglose en un formulario. Es usted un hombre honrado, dijo con sincera admiración, poca gente encuentra esta cantidad de dinero y la devuelve. Sergio enrojeció, sintiéndose mal consigo mismo aunque sabía que aquellos veinte euros que había cogido poco importarían ante la cantidad que había respetado, y apuró el ardiente café de un trago.
Bueno, es mi deber ciudadano, dijo temiendo atragantándose, espero que encuentren al propietario, buenas noches.
Se dio la vuelta para marcharse, pero el agente del café le detuvo a dos pasos del mostrador al preguntarle si no quería dar su nombre y señas.
Sergio preguntó si era necesario, y el agente, con una sonrisa cómplice, le explicó que no sería mala idea hacerlo por si el legítimo dueño de la cartera desease entregarle alguna recompensa por su restitución.
No será necesario, de verdad, dijo Sergio, y siguió caminando hacia la puerta mientras el policía sentado sacaba la documentación y su neutra expresión se tornaba sorprendida. Sergio le oyó murmurar algo, aunque no pudo entender sus palabras porque el otro agente, que le acompañó hasta la puerta y en ese momento la abría para dejarle paso, estaba hablando de alguna trivialidad.
-¡Detén a ese hombre!
El grito del agente del mostrador paralizó a Sergio, y pudo ver que el policía situado a su lado quedaba igualmente sorprendido. Ambos se giraron para mirar al agente del mostrador, que ya estaba desenfundando su arma reglamentaria, con el rostro pálido sólo coloreado por dos puntos de profundo carmesí en las mejillas.
Sobre el mostrador, junto al fajo de billetes, Sergio vio un DNI con su nombre y fotografía, su propio carné de conducir y, salido inexplicablemente del compartimiento para monedas, un dedo largo y delicado, rematado en ambos extremos por una mancha carmesí; por un lado, la uña bien cuidada y pintada de una mujer. Por el otro, una mancha de sangre aún fresca, que había salpicado la cartera y el mostrador.
EXTRAIDO DEL DIARIO LOCAL, AL DÍA SIGUIENTE
ASESINA A SU MUJER Y ENTREGA LAS PRUEBAS EN COMISARIA
Un vecino de esta localidad, que responde a las iniciales S. M. H, de treinta y dos años, fue detenido ayer acusado de la muerte de su ex esposa, L. J.M, de veintinueve años y madre de los dos hijos habidos en el matrimonio. El presunto asesino se personó en la comisaría de la policía nacional, entregando una cartera que afirmó haberse encontrado en la calle momentos antes. Al inventariar el contenido de la cartera, los agentes de guardia hallaron en su interior cuatrocientos euros, así como un dedo índice amputado, según los primeros indicios, con un objeto cortante. Lo más curioso de este macabro incidente es que la documentación hallada en el interior de la cartera correspondía al sospechoso, aunque éste mantiene en su declaración que la encontró en la vía pública. La huella dactilar del dedo mutilado llevó a la policía hasta L.J.M, que fue hallada muerta en su domicilio con cinco cuchilladas en el pecho, habiendo sufrido la amputación traumática de los dedos de la mano derecha. Tras comprobar los movimientos bancarios de la finada, la policía considera que ella retiró del banco cuatrocientos euros, que al parecer, su ex marido robó posteriormente, tras asesinarla y mutilarla.
El sospechoso continúa en las dependencias policiales, donde ha recibido asistencia psicológica al encontrarse, según parece, en un fuerte estado de confusión mental, y defendiendo su inocencia pese a las abrumadoras evidencias.
A veces ser buen samaritano no es tan buena idea, excelente relato José.
ResponderEliminarDesde luego, hay que tener mucho cuidado con las consecuencias de la bondad. Gracias, búho :)
EliminarEn cierto modo, nuestro protagonista de hoy estaba en su propio matadero... aunque la soledad tiene sus cosas buenas, vuestra compañía siempre es mejor.
ResponderEliminarRecuerda el tono de algunos relatos clásicos del género, como los de Maupassant por ejemplo. El giro fantástico muy bien llevado porque sorprende. Un saludo.
ResponderEliminarMuchísimas gracias, Sandra. Un placer recibir tu comentario y gracias de verdad por el halago, un saludo :)
EliminarMuy bien narrado.Un gustazo releer estas viejas historias y ver que siguen vigentes, sobre todo porque encontrar 400€ hoy en día resulta tan abrumador para muchos como hace 15 años.
ResponderEliminarQué cierto... casi que por esa cantidad, nos pegamos con los policías, bro.
EliminarLo único que cambiaría del relato es la cantidad, la que subiría un poco, pero lo demás es impecable. Me ha gustado mucho este relato y me hubiera perdido una buena lectura si no llega a ser porque te sigo por donde quiera que vas.
ResponderEliminarEnhorabuena, José!!!
Un abrazo.
Muchas gracias, compañero. A este le tengo cierto cariño, creo que el personaje me parece una víctima y me fastidia haberle metido en semejante situación, jeje.
EliminarUn abrazo.