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viernes, 9 de enero de 2015

EL RENCOR DE LOS DIOSES VIVIENTES. DIECISÉIS.





16
Extramuros
Todas las llaves que había sobre la mesa eran iguales a primera vista. Todas planas, compuestas de ángulos rectos desde el vástago hasta el ojo. Fernando, en silencio, las observó una por una. Había sutiles diferencias en las acanaladuras, en su número y tamaño, en su longitud. Los adultos permanecían también callados mientras el niño contemplaba las llaves, penetrando en la atmósfera de solemne maravilla que llenaba la estancia.
Lentamente, Isidro desliza las llaves sobre el tablero. Hace coincidir los dientes de una con los huecos de la que hay a su lado, y Fernando ve cómo la madera de ambas se funde, cómo las líneas de separación desaparecen para convertir las dos llaves en una sola pieza. Isidro sigue con la siguiente llave. Lo hace muy despacio, con la mirada fija en el niño, y Fernando siente que todos esperan de él que aprenda el orden en que lo hace. Se concentra en el despacioso movimiento de las manos, en la sabiduría antigua que surge de esa piel recia. Las muescas van encajando, y el niño siente que la presencia de sus familiares se hace etérea, como si no estuvieran ahí, como si sólo las llaves y las manos que mueven esas llaves contasen, como si la suave luz de la habitación se centrase en el tablero.
En un par de minutos no hay llaves sino un tablero irregular, con huecos rectos en sus extremos y en el interior. Un leve olor a rosas emana del tablero, como si estuviese formado de tallos y pétalos secos. Fernando no se atreve a romper el silencio hasta que su padre le pone una mano en el hombro y le pregunta.
-¿Entiendes lo que estamos haciendo?
El niño asiente, aunque no está muy seguro de poder expresar con palabras lo que percibe. Tiene un nudo en la garganta, un nudo de llanto que quiere romper y reír y cantar. Traga saliva y abre la boca, demasiado seca como para hablar, y carraspea.
Sebastián le acerca un vaso y Fernando toma un sorbo de aguardiente. Tose otra vez ante el ardiente sabor y dos lágrimas asoman desde sus ojos, como si quisieran contemplar por sí mismas el mágico tablero. El nudo se aparta dejándole hablar.
-Es como... como cuando aramos la tierra para luego sembrar, para que la tierra saque el alimento de las cosechas. Como cuando removemos los rescoldos del fuego para que crezca otra vez.
Los hombres Deza sonríen, satisfechos. El niño ha comprendido. Entiende en esa manera sencilla y natural en que sólo los niños y los locos comprenden los milagros que las llaves se alimentan de sí mismas, renuevan su poder mediante el mutuo contacto, regresando por la unión física a su propia raíz, a su propia esencia. O al menos, tan cerca de ella como pueden estar.
-Verás que hay huecos en la tabla –dice Sebastián.
El niño asiente.
-Uno es la llave del tío Agustín –responde sin pensar.
-Uno es la llave del tío Agustín –contesta su padre– y otros son de llaves que están perdidas, que no sabemos dónde están. Si las tuviésemos todas tal vez seríamos más fuertes y capaces.
-Nunca –siguió Isidro– han estado todas juntas. Nunca desde que nosotros recordamos, por lo menos. Y ahora hemos perdido una.
-Somos más débiles –remachó Jacinto– y tenemos que ser más cuidadosos.
Fernando asintió, aunque no estaba seguro de cuál era la amenaza de la que debían cuidarse. Isidro le miró, como si entendiese su pregunta no formulada. Isidro siempre parecía saber qué pensaba la gente, y el niño supuso que ése era el poder de la llave que portaba. Una breve sonrisa del adulto, junto a un leve arqueamiento de las cejas, le dijo que había dado en el clavo.
-Tenemos que tener cuidado con todo, Fernando. Con la gente que nos envidia, y con la gente que quiere nuestra ayuda. Algunos abusarían de esa ayuda y nos secarían, chupando esta fuerza como el muérdago la savia de los pinos. El muérdago necesita del árbol para vivir, pero no lo sabe, y eso le pasa a algunas personas.
-Otros –siguió Sebastián– quieren para sí el poder de las llaves. A saber qué son capaces de hacer todas juntas.
Mientras Fernando digería lentamente la información, Isidro repitió la operación a la inversa, retirando con parsimonia las llaves. No hubo crujidos ni más ruido que el suave deslizar de madera sobre madera, y en un minuto todas las llaves estaban separadas, como si nunca hubieran estado de otra manera.
-¿Por qué son llaves?
Todos miraron al niño. No esperaban esa pregunta.
-¿Por qué son llaves? ¿Qué abren? –insistió Fernando.
-Ya os he dicho que no se levanta perdiz a la que no ladre–dijo Sebastián, sonriendo con cierto orgullo.
Mientras cada uno recogía su llave y se la colgaba de nuevo al cuello, Sebastián se agachó bajo la mesa, abriendo una trampilla oculta en la parte inferior del tablero, y sacó de ella un grueso libro que colocó sobre ella, cerca del niño.
El libro era tan grande y pesado que Sebastián tenía que usar ambas manos para moverlo, y estaba encuadernado en piel oscura, más oscura por el tiempo que sin duda había pasado por él. Las letras del título, que Fernando no sabía leer, mostraban un relieve desgastado y antiguo. Un dibujo cubría el resto de la tapa; un círculo perfecto, en cuyo interior Fernando contó diez puntos, unidos entre ellos por líneas de distinto grosor que conformaban un extraño dibujo al que el niño no pudo verle ningún sentido.
Lo más extraño del libro era que tenía dos lomos, uno en el lado izquierdo y otro en el lado corto, sobre el título. Ambos tenían lengüetas de cuero con cerraduras de bronce, que impedían que se abriese el libro. Aún abriendo las dos cerraduras, pensó el niño, no se podría abrir porque sólo dos de sus lados estaban libres.
-¿Está mal hecho? –preguntó señalando los dos lomos.
-No lo sabemos –confesó su padre- porque nunca hemos tenido las llaves que lo abren.
Fernando se inclinó sobre la mesa, y tal vez el cambio de posición, tal vez un reflejo nuevo de las luces o tal vez otra cosa, algo que sólo podía llamarse maravilla, recorrió los surcos del relieve con una vibración casi imperceptible, una música tan leve que el niño la percibió con algo que no eran los oídos, que no era la mente consciente.
Le pareció que la vibración recorría el relieve, luz y movimiento a un nivel tan bajo de reverberación que la piel de sus manos parecía erizarse en consonancia con lo que los ojos no veían, y un fuego invisible iluminó levemente el punto más bajo del dibujo, un punto casi pegado al círculo. Fernando sintió un pensamiento que tal vez no era suyo, pero de cuya certeza no dudó ni entonces ni durante el resto de su vida.
“Es la Puerta”.
En ese momento el niño decidió que él encontraría las dos llaves y revelaría el secreto del libro.

2 comentarios:

  1. Seguiré aquí cada viernes, mientras quede historia por contar.
    Un abrazo.

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  2. Hasta aquí llegué en el libro TIEMPO EN RUINAS y me gustó muchísimo como cerró aquella parte, pero era indudable que esto tenía que continuar y por ello he venido corriendo a saber qué pasa.

    Un saludo y felicidades por esta novela.

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Ya podéis comentar tranquilos, sin palabras ilegibles ni más trámites. No os cortéis, vuestras opiniones me vienen muy bien.

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