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Extramuros
Todas las llaves que había sobre la mesa eran
iguales a primera vista. Todas planas, compuestas de ángulos rectos desde el
vástago hasta el ojo. Fernando, en silencio, las observó una por una. Había
sutiles diferencias en las acanaladuras, en su número y tamaño, en su longitud.
Los adultos permanecían también callados mientras el niño contemplaba las
llaves, penetrando en la atmósfera de solemne maravilla que llenaba la
estancia.
Lentamente, Isidro desliza las llaves sobre
el tablero. Hace coincidir los dientes de una con los huecos de la que hay a su
lado, y Fernando ve cómo la madera de ambas se funde, cómo las líneas de
separación desaparecen para convertir las dos llaves en una sola pieza. Isidro
sigue con la siguiente llave. Lo hace muy despacio, con la mirada fija en el
niño, y Fernando siente que todos esperan de él que aprenda el orden en que lo
hace. Se concentra en el despacioso movimiento de las manos, en la sabiduría
antigua que surge de esa piel recia. Las muescas van encajando, y el niño
siente que la presencia de sus familiares se hace etérea, como si no estuvieran
ahí, como si sólo las llaves y las manos que mueven esas llaves contasen, como
si la suave luz de la habitación se centrase en el tablero.
En un par de minutos no hay llaves sino un
tablero irregular, con huecos rectos en sus extremos y en el interior. Un leve
olor a rosas emana del tablero, como si estuviese formado de tallos y pétalos
secos. Fernando no se atreve a romper el silencio hasta que su padre le pone
una mano en el hombro y le pregunta.
-¿Entiendes lo que estamos haciendo?
El niño asiente, aunque no está muy seguro de
poder expresar con palabras lo que percibe. Tiene un nudo en la garganta, un
nudo de llanto que quiere romper y reír y cantar. Traga saliva y abre la boca,
demasiado seca como para hablar, y carraspea.
Sebastián le acerca un vaso y Fernando toma
un sorbo de aguardiente. Tose otra vez ante el ardiente sabor y dos lágrimas
asoman desde sus ojos, como si quisieran contemplar por sí mismas el mágico
tablero. El nudo se aparta dejándole hablar.
-Es como... como cuando aramos la tierra para
luego sembrar, para que la tierra saque el alimento de las cosechas. Como
cuando removemos los rescoldos del fuego para que crezca otra vez.
Los hombres Deza sonríen, satisfechos. El
niño ha comprendido. Entiende en esa manera sencilla y natural en que sólo los
niños y los locos comprenden los milagros que las llaves se alimentan de sí
mismas, renuevan su poder mediante el mutuo contacto, regresando por la unión
física a su propia raíz, a su propia esencia. O al menos, tan cerca de ella
como pueden estar.
-Verás que hay huecos en la tabla –dice
Sebastián.
El niño asiente.
-Uno es la llave del tío Agustín –responde
sin pensar.
-Uno es la llave del tío Agustín –contesta su
padre– y otros son de llaves que están perdidas, que no sabemos dónde están. Si
las tuviésemos todas tal vez seríamos más fuertes y capaces.
-Nunca –siguió Isidro– han estado todas
juntas. Nunca desde que nosotros recordamos, por lo menos. Y ahora hemos
perdido una.
-Somos más débiles –remachó Jacinto– y
tenemos que ser más cuidadosos.
Fernando asintió, aunque no estaba seguro de
cuál era la amenaza de la que debían cuidarse. Isidro le miró, como si
entendiese su pregunta no formulada. Isidro siempre parecía saber qué pensaba
la gente, y el niño supuso que ése era el poder de la llave que portaba. Una
breve sonrisa del adulto, junto a un leve arqueamiento de las cejas, le dijo
que había dado en el clavo.
-Tenemos que tener cuidado con todo,
Fernando. Con la gente que nos envidia, y con la gente que quiere nuestra
ayuda. Algunos abusarían de esa ayuda y nos secarían, chupando esta fuerza como
el muérdago la savia de los pinos. El muérdago necesita del árbol para vivir,
pero no lo sabe, y eso le pasa a algunas personas.
-Otros –siguió Sebastián– quieren para sí el
poder de las llaves. A saber qué son capaces de hacer todas juntas.
Mientras Fernando digería lentamente la
información, Isidro repitió la operación a la inversa, retirando con parsimonia
las llaves. No hubo crujidos ni más ruido que el suave deslizar de madera sobre
madera, y en un minuto todas las llaves estaban separadas, como si nunca
hubieran estado de otra manera.
-¿Por qué son llaves?
Todos miraron al niño. No esperaban esa
pregunta.
-¿Por qué son llaves? ¿Qué abren? –insistió
Fernando.
-Ya os he dicho que no se levanta perdiz a la
que no ladre–dijo Sebastián, sonriendo con cierto orgullo.
Mientras cada uno recogía su llave y se la
colgaba de nuevo al cuello, Sebastián se agachó bajo la mesa, abriendo una
trampilla oculta en la parte inferior del tablero, y sacó de ella un grueso
libro que colocó sobre ella, cerca del niño.
El libro era tan grande y pesado que
Sebastián tenía que usar ambas manos para moverlo, y estaba encuadernado en
piel oscura, más oscura por el tiempo que sin duda había pasado por él. Las
letras del título, que Fernando no sabía leer, mostraban un relieve desgastado
y antiguo. Un dibujo cubría el resto de la tapa; un círculo perfecto, en cuyo
interior Fernando contó diez puntos, unidos entre ellos por líneas de distinto
grosor que conformaban un extraño dibujo al que el niño no pudo verle ningún
sentido.
Lo más extraño del libro era que tenía dos
lomos, uno en el lado izquierdo y otro en el lado corto, sobre el título. Ambos
tenían lengüetas de cuero con cerraduras de bronce, que impedían que se abriese
el libro. Aún abriendo las dos cerraduras, pensó el niño, no se podría abrir
porque sólo dos de sus lados estaban libres.
-¿Está mal hecho? –preguntó señalando los dos
lomos.
-No lo sabemos –confesó su padre- porque
nunca hemos tenido las llaves que lo abren.
Fernando se inclinó sobre la mesa, y tal vez
el cambio de posición, tal vez un reflejo nuevo de las luces o tal vez otra
cosa, algo que sólo podía llamarse maravilla, recorrió los surcos del relieve
con una vibración casi imperceptible, una música tan leve que el niño la
percibió con algo que no eran los oídos, que no era la mente consciente.
Le pareció que la vibración recorría el
relieve, luz y movimiento a un nivel tan bajo de reverberación que la piel de
sus manos parecía erizarse en consonancia con lo que los ojos no veían, y un
fuego invisible iluminó levemente el punto más bajo del dibujo, un punto casi
pegado al círculo. Fernando sintió un pensamiento que tal vez no era suyo, pero
de cuya certeza no dudó ni entonces ni durante el resto de su vida.
“Es la Puerta”.
En ese momento el niño decidió que él
encontraría las dos llaves y revelaría el secreto del libro.
Seguiré aquí cada viernes, mientras quede historia por contar.
ResponderEliminarUn abrazo.
Hasta aquí llegué en el libro TIEMPO EN RUINAS y me gustó muchísimo como cerró aquella parte, pero era indudable que esto tenía que continuar y por ello he venido corriendo a saber qué pasa.
ResponderEliminarUn saludo y felicidades por esta novela.