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viernes, 30 de enero de 2015

EL RENCOR DE LOS DIOSES VIVIENTES. 19










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Extramuros
La guerra acabó mucho antes de que la Muerte hubiese terminado su trabajo. La Alemania de 1919 no era sólo una tierra agotada, vacía de jóvenes que habitaban cementerios lejanos. Era también una tierra de ambiciones y necesidades. Un lugar que buscaba su imagen de libertad, su camino de progreso.
Algunos se miraron en el cercano espejo de Rusia, envuelta en una revolución obrera que más bien era una guerra civil, tan sangrienta y absurda como todas.
Para otros el camino de la reconstrucción pasaba por el orden, la disciplina y la obediencia al régimen establecido.
Mercedes Deza, viuda de Agustín, siguió con ansiedad las noticias sobre la Revolución de los Espartaquistas en Alemania, gracias más a las cartas enviadas por los amigos que allí conservaba que a las parciales interpretaciones de los periódicos. Lloró en silencio al conocer la muerte de Rosa Luxemburgo, la mujer que había hablado de libertad, de conciencia obrera y de derechos sociales hasta que, en enero de aquél año, fue detenida y sumariamente ejecutada por los antiguos combatientes de la guerra, movilizados en cuerpos paramilitares al servicio del régimen. O convertidos en guardianes de la paz y el orden, dependiendo del punto de vista de cada uno.
Rosa Luxemburgo fue arrastrada por los soldados, capturada en el vestíbulo del Hotel Edén y sacada a golpes entre los insultos y la pasividad de los asistentes. Algunos testigos afirmaron que, mientras el coche se alejaba llevando a la sangrante mujer a la cárcel, se escuchó el disparo que acabó con su vida. Jamás llegó a prisión. Su cadáver fue encontrado meses después en el canal, carne putrefacta y olvidada, reconocible sólo por sus ropas.
Cada mañana, mientras acudía a la escuela para dar clase a los niños, Mercedes recordaba las palabras que Brecht había escrito en recuerdo de la mujer.
“La rosa roja ahora también ha desaparecido.
Dónde se encuentra es desconocido.
Porque ella a los pobres la verdad ha dicho,
Los ricos del mundo la han extinguido”
Mercedes no dejaba de pensar en su marido muerto, en Rosa y en aquellos que seguían cayendo por defender la verdad, cualquiera que fuese para ellos. Parecía estúpido que la verdad fuese tan distinta, que las vidas se consumiesen en una lucha tan vacía. El triunfo de una idea, pensaba Mercedes, no la legitimaba como cierta, ni siquiera como más adecuada para guiar a la sociedad o al Estado. Así pues, ¿qué hacía buena una idea?
Mercedes no tenía la respuesta. Nadie la tenía.
La convicción de defender un ideal, el valor necesario para actuar en consecuencia, es finalmente un acto de arrogancia que convierte al ser humano en un animal estúpido. Porque la fuerza necesaria para mantener esa lucha en la vida real, más allá de las conversaciones de barra de taberna, no deja de convertir a las personas en fanáticos que han de estar dispuestos a enfrentarse a todo y a todos. La convicción acerca de una verdad se transforma pronto en necesidad de extenderla, en un intento cada vez más radical de atraer a otros al propio bando. Antes o después, el choque contra quienes defienden una verdad opuesta o incompatible es inevitable. Y entonces el hombre recurre al insulto, al asesinato, a la guerra. Al fanatismo.
Mercedes suspiró, entristecida por la línea de pensamiento que no podía abandonar mientras leía la última carta recibida de sus amigos alemanes.
Estaba sentada a la mesa de la escuela. Ricardo y Fernando Deza barrían el suelo con escobas de raíces, recogían tizas y en general convertían el acto de ordenar la clase en un juego silencioso que amenazaba con convertirla en un caos mayor. La lección del día había acabado media hora antes, y los veinticuatro alumnos de Mercedes se marcharon a disfrutar del sol de mayo, o a colaborar con sus padres en las tareas diarias. Pero la profesora quería inculcar una mayor disciplina en sus hijos y sobrinos, por lo que cada día, al terminar las clases, dos de ellos se quedaban para recoger el aula y mantenerla limpia.
Dobló cuidadosamente la carta, guardándola en su bolso, y pensó en lo triste que resultaba la condición humana, en apariencia condenada a luchar contra sí misma para buscar su camino.
-Si vis pacem, para bellum –dijo mientras se levantaba de su silla.

Lanzarote refrenó su caballo, colocándose frente al último de los enemigos. Vencidos en singular combate por el poder de su brazo, los otros caballeros observaban ansiosos, esperando que su líder fuese capaz de derrotar al retador. Tras ellos estaba el puente que Lanzarote había jurado proteger del paso de todo caballero armado hasta que uno de ellos fuese capaz de vencerle en liza.
El puente en sí mismo no tenía ningún valor, ni había contienda alguna en la que el caballero estuviese implicado; simplemente, y no era poco, Lanzarote estaba probándose como el mejor de los guerreros.
Llevaba varias semanas guardando el paso, y caballeros de todos los rincones del joven reino habían viajado para enfrentarse a él y demostrar su valía. Ninguno fue capaz de desmontarle.
Aquella mañana un grupo de guerreros llegó del camino del norte, tratando de cruzar el puente. Lanzarote permitía que cualquier plebeyo que lo necesitase hiciera uso del paso, pero ningún caballero podría cruzar sin enfrentarse a él. Cuando el que dirigía aquella comitiva quiso retarle, sus acompañantes dieron un paso al frente. Con todo respeto pero con firmeza obligaron al barbudo y joven líder a retroceder, enfrentándose a Lanzarote uno por uno. Todos cayeron en justa y noble lucha. Lanzarote se disponía ahora a enfrentarse al último de ellos. Tal vez un noble señor o un reyezuelo, teniendo en cuenta la deferencia con que el resto le trataba.
-Por última vez, señor –dijo el joven– os conmino a apartaros y dejar el paso franco. Éste es el camino del rey.
-Estoy esperando al mismo rey. Y nadie más me apartará de este puente.
El joven barbudo desenvainó su espada, que pareció atrapar el brillo esmeralda de la vegetación preñada de luz y rocío. Lanzarote sintió que estaba ante algo diferente a todo lo conocido. Sintió que presenciaba la maravilla.
-Yo soy el rey –dijo su oponente– y ésta es Excalibur, espada de reyes a lo largo de las eras. ¿Quién sois vos?
-Yo soy Lanzarote del Lago, y…
“Si vis pacem, para bellum” dijo entonces la dulce voz de la Dama del Lago, haciendo que Lanzarote y Arturo saliesen de su ensoñación, volviendo a ser tan solo Ricardo y Fernando Deza, dos niños cabalgando escobas en el pasillo de un aula, sujetando punteros como espadas bien templadas y dispuestas para el combate.
Intercambiaron una mirada mientras dejaban escobas y punteros, preocupados por la tristeza reflejada en la voz de su tía. Se dirigieron a la tarima mientras ella seguía recogiendo sus enseres.
-¿Estás bien, tía? –preguntó Fernando.
Ella pareció darse cuenta de que no estaba sola, y sonrió a los niños, acariciando la cabeza de Ricardo.
-Sí, cielos. Sólo pensaba en voz alta.
-¿Qué es lo que has dicho? –preguntó Fernando–. Sonaba un poco como las cosas que dice don Urbano en misa.
Mercedes se maravilló, como le ocurría a menudo, de la impresionante intuición intelectual que mostraba el niño. Sus ocurrencias, sus preguntas y sus capacidades eran mucho mayores de lo que su edad haría pensar. La joven viuda se preguntaba hasta dónde podría llegar con una educación adecuada, en vez de corretear todo el día por los campos con Sebastián. Claro, se dijo, que su cuñado no estaba haciendo un mal trabajo.
-Es la misma lengua –explicó–, el latín. Ya os he contado algunas cosas de la Antigua Roma, y ellos hablaban latín.
-Ah, sí –dijo Ricardo– pero no nos dijiste que hablaban raro.
Mercedes sonrió. Sabía que enseñar latín a sus alumnos fortalecería la oposición que ya le mostraba el padre Urbano, y se limitaba a enseñarles a leer y escribir, un poco de gramática y algunos rudimentos de historia, matemáticas básicas –poco más que sumas y restas, o cómo cambiar las medidas en arrobas, fanegas y obradas por el moderno sistema métrico que ella esperaba acabase por imponerse– pero en el caso de sus sobrinos, era diferente. Tal vez, se dijo, pudiera poco a poco darles las bases de una mejor educación.
-Sí que hablaban raro –dijo dirigiéndose a la pizarra con una tiza en la mano–. Veréis cómo escribían las palabras.
Cogió la Biblia que siempre tenía sobre la mesa. Aunque no la utilizaba en sus clases ni la leía a menudo, Mercedes sabía que era bueno para su reputación que los niños, o sus padres al visitar la escuela, viesen el libro allí. Por no hablar del sacerdote, que tenía la costumbre de aparecer en los momentos más inesperados “para ofrecer su apoyo” a la inexperta maestra.
Abrió por una página cualquiera, que resultó ser parte del libro del Apocalipsis, y escribió en la pizarra la primera frase en que se posaron sus ojos.
-…et murus civitatis habens fundamenta duodecim et in ipsis duodecim nomina duodecim apostolorum –leyó en voz alta.
Los niños recorrieron el texto con la mirada, lentamente, susurrando con torpeza las palabras y tropezando con ellas como cachorros inseguros.
-Bueno, significa…  mientras giraba para hablar con los niños, se dio cuenta de la mirada fija y concentrada de Fernando  ¿Qué ocurre?
Fernando había reconocido la tercera palabra de la frase. O más bien, la tercera palabra saltó desde la pizarra hasta algo que estaba más allá de su conciencia y se quedó allí, como si tratase de llamar su atención. Aunque apenas sabía leer algunas frases en castellano, reconoció aquella palabra, más como imagen que como texto. La había visto antes. En el libro, el extraño libro de dos lomos que su familia conservaba y que jamás había abierto, ni leído.
-¿Qué significa esa palabra? La tercera…
Mercedes miró la pizarra antes de responder.
-Significa “Ciudad”. Civitas, civitatis, de la tercera declinación. Es lo que quería explicaros, si me dejáis empezar por el principio.
Fernando escuchó con atención. De pronto, su empeño secreto, su intención de ser el primero en abrir aquél libro, se encontraba con un nuevo obstáculo. Abrirlo no sería suficiente, sino que necesitaría aprender esa extraña lengua para poder leerlo. Y por lo que sabía, su tía Mercedes era la única Deza capaz de enseñarle.

“Aprenderé latín, entonces”, se prometió a sí mismo. “Aunque no sé cómo. No entiendo esto de que escriban las palabras con tantas inclinaciones”


3 comentarios:

  1. Hace eones intenté aprender latín y descubrí una fascinante y extremadamente difícil lengua. Si podían hablarla, es normal que a los romanos lo de conquistar el mundo les sonase a pan comido.
    Yo también caí en la ensoñación de los niños, buen truco don Bartolomé.
    La reflexión sobre la validez de las ideas me ha parecido excelente, y puñeteramente movilizadora, como nos tienes acostumbrados.
    Así no hay quien te abandone. Un abrazo, José

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  2. Gracias, Maga. Creo que le estoy cogiendo el gusto a eso de leer periódicos antiguos :)
    Hay tanto que parecemos haber olvidado y deberíamos recordar, tanto que explica en qué mundo vivimos hoy...

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Ya podéis comentar tranquilos, sin palabras ilegibles ni más trámites. No os cortéis, vuestras opiniones me vienen muy bien.

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