19
Extramuros
La guerra acabó mucho antes de que la Muerte
hubiese terminado su trabajo. La Alemania de 1919 no era sólo una tierra
agotada, vacía de jóvenes que habitaban cementerios lejanos. Era también una
tierra de ambiciones y necesidades. Un lugar que buscaba su imagen de libertad,
su camino de progreso.
Algunos se miraron en el cercano espejo de
Rusia, envuelta en una revolución obrera que más bien era una guerra civil, tan
sangrienta y absurda como todas.
Para otros el camino de la reconstrucción
pasaba por el orden, la disciplina y la obediencia al régimen establecido.
Mercedes Deza, viuda de Agustín, siguió con
ansiedad las noticias sobre la Revolución de los Espartaquistas en Alemania,
gracias más a las cartas enviadas por los amigos que allí conservaba que a las
parciales interpretaciones de los periódicos. Lloró en silencio al conocer la
muerte de Rosa Luxemburgo, la mujer que había hablado de libertad, de
conciencia obrera y de derechos sociales hasta que, en enero de aquél año, fue
detenida y sumariamente ejecutada por los antiguos combatientes de la guerra,
movilizados en cuerpos paramilitares al servicio del régimen. O convertidos en
guardianes de la paz y el orden, dependiendo del punto de vista de cada uno.
Rosa Luxemburgo fue arrastrada por los
soldados, capturada en el vestíbulo del Hotel Edén y sacada a golpes entre los
insultos y la pasividad de los asistentes. Algunos testigos afirmaron que,
mientras el coche se alejaba llevando a la sangrante mujer a la cárcel, se
escuchó el disparo que acabó con su vida. Jamás llegó a prisión. Su cadáver fue
encontrado meses después en el canal, carne putrefacta y olvidada, reconocible
sólo por sus ropas.
Cada mañana, mientras acudía a la escuela
para dar clase a los niños, Mercedes recordaba las palabras que Brecht había
escrito en recuerdo de la mujer.
“La rosa roja ahora también ha desaparecido.
Dónde se encuentra es desconocido.
Porque ella a los pobres la verdad ha dicho,
Los ricos del mundo la han extinguido”
Mercedes no dejaba de pensar en su marido
muerto, en Rosa y en aquellos que seguían cayendo por defender la verdad,
cualquiera que fuese para ellos. Parecía estúpido que la verdad fuese tan distinta,
que las vidas se consumiesen en una lucha tan vacía. El triunfo de una idea,
pensaba Mercedes, no la legitimaba como cierta, ni siquiera como más adecuada
para guiar a la sociedad o al Estado. Así pues, ¿qué hacía buena una idea?
Mercedes no tenía la respuesta. Nadie la
tenía.
La convicción de defender un ideal, el valor
necesario para actuar en consecuencia, es finalmente un acto de arrogancia que
convierte al ser humano en un animal estúpido. Porque la fuerza necesaria para
mantener esa lucha en la vida real, más allá de las conversaciones de barra de
taberna, no deja de convertir a las personas en fanáticos que han de estar
dispuestos a enfrentarse a todo y a todos. La convicción acerca de una verdad
se transforma pronto en necesidad de extenderla, en un intento cada vez más
radical de atraer a otros al propio bando. Antes o después, el choque contra
quienes defienden una verdad opuesta o incompatible es inevitable. Y entonces
el hombre recurre al insulto, al asesinato, a la guerra. Al fanatismo.
Mercedes suspiró, entristecida por la línea
de pensamiento que no podía abandonar mientras leía la última carta recibida de
sus amigos alemanes.
Estaba sentada a la mesa de la escuela. Ricardo
y Fernando Deza barrían el suelo con escobas de raíces, recogían tizas y en
general convertían el acto de ordenar la clase en un juego silencioso que
amenazaba con convertirla en un caos mayor. La lección del día había acabado
media hora antes, y los veinticuatro alumnos de Mercedes se marcharon a
disfrutar del sol de mayo, o a colaborar con sus padres en las tareas diarias. Pero
la profesora quería inculcar una mayor disciplina en sus hijos y sobrinos, por
lo que cada día, al terminar las clases, dos de ellos se quedaban para recoger
el aula y mantenerla limpia.
Dobló cuidadosamente la carta, guardándola en
su bolso, y pensó en lo triste que resultaba la condición humana, en apariencia
condenada a luchar contra sí misma para buscar su camino.
-Si vis pacem, para bellum –dijo mientras se
levantaba de su silla.
Lanzarote refrenó su caballo, colocándose
frente al último de los enemigos. Vencidos en singular combate por el poder de
su brazo, los otros caballeros observaban ansiosos, esperando que su líder
fuese capaz de derrotar al retador. Tras ellos estaba el puente que Lanzarote
había jurado proteger del paso de todo caballero armado hasta que uno de ellos
fuese capaz de vencerle en liza.
El puente en sí mismo no tenía ningún valor,
ni había contienda alguna en la que el caballero estuviese implicado;
simplemente, y no era poco, Lanzarote estaba probándose como el mejor de los
guerreros.
Llevaba varias semanas guardando el paso, y
caballeros de todos los rincones del joven reino habían viajado para
enfrentarse a él y demostrar su valía. Ninguno fue capaz de desmontarle.
Aquella mañana un grupo de guerreros llegó del
camino del norte, tratando de cruzar el puente. Lanzarote permitía que
cualquier plebeyo que lo necesitase hiciera uso del paso, pero ningún caballero
podría cruzar sin enfrentarse a él. Cuando el que dirigía aquella comitiva
quiso retarle, sus acompañantes dieron un paso al frente. Con todo respeto pero
con firmeza obligaron al barbudo y joven líder a retroceder, enfrentándose a
Lanzarote uno por uno. Todos cayeron en justa y noble lucha. Lanzarote se
disponía ahora a enfrentarse al último de ellos. Tal vez un noble señor o un
reyezuelo, teniendo en cuenta la deferencia con que el resto le trataba.
-Por última vez, señor –dijo el joven– os
conmino a apartaros y dejar el paso franco. Éste es el camino del rey.
-Estoy esperando al mismo rey. Y nadie más me
apartará de este puente.
El joven barbudo desenvainó su espada, que
pareció atrapar el brillo esmeralda de la vegetación preñada de luz y rocío. Lanzarote
sintió que estaba ante algo diferente a todo lo conocido. Sintió que
presenciaba la maravilla.
-Yo soy el rey –dijo su oponente– y ésta es
Excalibur, espada de reyes a lo largo de las eras. ¿Quién sois vos?
-Yo soy Lanzarote del Lago, y…
“Si vis pacem, para bellum” dijo entonces la
dulce voz de la Dama del Lago, haciendo que Lanzarote y Arturo saliesen de su
ensoñación, volviendo a ser tan solo Ricardo y Fernando Deza, dos niños
cabalgando escobas en el pasillo de un aula, sujetando punteros como espadas
bien templadas y dispuestas para el combate.
Intercambiaron una mirada mientras dejaban
escobas y punteros, preocupados por la tristeza reflejada en la voz de su tía. Se
dirigieron a la tarima mientras ella seguía recogiendo sus enseres.
-¿Estás bien, tía? –preguntó Fernando.
Ella pareció darse cuenta de que no estaba
sola, y sonrió a los niños, acariciando la cabeza de Ricardo.
-Sí, cielos. Sólo pensaba en voz alta.
-¿Qué es lo que has dicho? –preguntó Fernando–.
Sonaba un poco como las cosas que dice don Urbano en misa.
Mercedes se maravilló, como le ocurría a
menudo, de la impresionante intuición intelectual que mostraba el niño. Sus ocurrencias,
sus preguntas y sus capacidades eran mucho mayores de lo que su edad haría
pensar. La joven viuda se preguntaba hasta dónde podría llegar con una
educación adecuada, en vez de corretear todo el día por los campos con Sebastián.
Claro, se dijo, que su cuñado no estaba haciendo un mal trabajo.
-Es la misma lengua –explicó–, el latín. Ya os
he contado algunas cosas de la Antigua Roma, y ellos hablaban latín.
-Ah, sí –dijo Ricardo– pero no nos dijiste
que hablaban raro.
Mercedes sonrió. Sabía que enseñar latín a
sus alumnos fortalecería la oposición que ya le mostraba el padre Urbano, y se
limitaba a enseñarles a leer y escribir, un poco de gramática y algunos
rudimentos de historia, matemáticas básicas –poco más que sumas y restas, o
cómo cambiar las medidas en arrobas, fanegas y obradas por el moderno sistema
métrico que ella esperaba acabase por imponerse– pero en el caso de sus
sobrinos, era diferente. Tal vez, se dijo, pudiera poco a poco darles las bases
de una mejor educación.
-Sí que hablaban raro –dijo dirigiéndose a la
pizarra con una tiza en la mano–. Veréis cómo escribían las palabras.
Cogió la Biblia que siempre tenía sobre la
mesa. Aunque no la utilizaba en sus clases ni la leía a menudo, Mercedes sabía
que era bueno para su reputación que los niños, o sus padres al visitar la escuela,
viesen el libro allí. Por no hablar del sacerdote, que tenía la costumbre de
aparecer en los momentos más inesperados “para ofrecer su apoyo” a la inexperta
maestra.
Abrió por una página cualquiera, que resultó
ser parte del libro del Apocalipsis, y escribió en la pizarra la primera frase
en que se posaron sus ojos.
-…et murus civitatis habens fundamenta
duodecim et in ipsis duodecim nomina duodecim apostolorum –leyó en voz alta.
Los niños recorrieron el texto con
la mirada, lentamente, susurrando con torpeza las palabras y tropezando con
ellas como cachorros inseguros.
-Bueno, significa… –mientras giraba para hablar con los niños, se dio
cuenta de la mirada fija y concentrada de Fernando – ¿Qué
ocurre?
Fernando había reconocido la
tercera palabra de la frase. O más bien, la tercera palabra saltó desde la
pizarra hasta algo que estaba más allá de su conciencia y se quedó allí, como
si tratase de llamar su atención. Aunque apenas sabía leer algunas frases en
castellano, reconoció aquella palabra, más como imagen que como texto. La había
visto antes. En el libro, el extraño libro de dos lomos que su familia
conservaba y que jamás había abierto, ni leído.
-¿Qué significa esa palabra? La
tercera…
Mercedes miró la pizarra antes de
responder.
-Significa “Ciudad”. Civitas,
civitatis, de la tercera declinación. Es lo que quería explicaros, si me dejáis
empezar por el principio.
Fernando escuchó con atención. De pronto,
su empeño secreto, su intención de ser el primero en abrir aquél libro, se
encontraba con un nuevo obstáculo. Abrirlo no sería suficiente, sino que
necesitaría aprender esa extraña lengua para poder leerlo. Y por lo que sabía,
su tía Mercedes era la única Deza capaz de enseñarle.
“Aprenderé latín, entonces”, se
prometió a sí mismo. “Aunque no sé cómo. No entiendo esto de que escriban las
palabras con tantas inclinaciones”
SEGUIMOS CON EL CAPÍTULO 20
PARA CONOCER LA OPINIÓN DE LOS LECTORES DE "DE ILUSIÓN TAMBIÉN SE MUERE" EN AMAZON...
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Hace eones intenté aprender latín y descubrí una fascinante y extremadamente difícil lengua. Si podían hablarla, es normal que a los romanos lo de conquistar el mundo les sonase a pan comido.
ResponderEliminarYo también caí en la ensoñación de los niños, buen truco don Bartolomé.
La reflexión sobre la validez de las ideas me ha parecido excelente, y puñeteramente movilizadora, como nos tienes acostumbrados.
Así no hay quien te abandone. Un abrazo, José
No me abandones ☺
EliminarGracias, Maga. Creo que le estoy cogiendo el gusto a eso de leer periódicos antiguos :)
ResponderEliminarHay tanto que parecemos haber olvidado y deberíamos recordar, tanto que explica en qué mundo vivimos hoy...