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martes, 4 de febrero de 2014

PUERTA III. EL HOMBRE DE LOS TATUAJES. cap 2

http://www.youtube.com/watch?v=zsRLV5BKFtg

Brecht dijo, con toda razón, "Desgraciado el país que necesita héroes". Y más aún cuando esos héroes luchan en el anonimato, mueren en silencio, sin que sus actos parezcan cambiar nada. Sin embargo, todo acto de valor, toda lucha, por cotidiana, pequeña y banal que pueda parecer, es una espada alzada contra el monstruo del conformismo, de la indiferencia.
Rendirse es la mejor manera de que nada cambie.











Un hombre ha de tener cuidado con sus deseos. A veces, los logramos por los caminos más dolorosos, aún sin desear que así ocurra.
Anoche murió Anielka.

Yo sentía un especial aprecio por Anielka, no sólo porque era un compatriota, un soldado de mi mismo ejército, un hombre que luchó por la misma tierra que yo defendí, sino porque era un héroe.
Era joven, tan joven que parecía mentira que tuviese permiso de sus mayores para luchar en aquella guerra, para enfrentarse a los invasores. Pero lo hizo. Fue capturado en el frente, como yo mismo, y llegó al campo hace seis semanas. Pronto, su rostro de niño, sus ojos claros y dulces como los de una mascota y su aspecto delicado, casi femenino, llamaron la atención de algunos de los guardias.
En su cuarta noche en el campo, ocurrió por primera vez. Cinco de los guardias, soberbios y borrachos, ahítos del poder oscuro que les da el sentirse dueños del mundo y de nuestras vidas, entraron en el barracón y buscaron a Anielka con las linternas. Como siempre, todos nos mantuvimos quietos en nuestros camastros, arropados entre las viejas mantas llenas de piojos, refugiándonos para tratar de pasar desapercibidos, fingiendo dormir porque cerrar los ojos puede hacernos invisibles.
Los guardias encontraron al joven y hermoso Anielka, y le arrastraron fuera. Nos miramos en silencio, murmurando apenas sobre la suerte que iba a correr. Una paliza, tal vez. En el peor de los casos, le pondrían un cubo en la cabeza, le harían algunos cortes leves para hacerle sangrar y le soltarían, con las manos atadas, en el cercado de los perros, riéndose mientras los excitados animales le destrozaban. En el mejor, un misericordioso tiro en la nuca. Nadie creyó que volveríamos a ver a Anielka.
Escuchamos los gritos durante horas, sin atrevernos a movernos.
Y Anielka regresó. Su rostro estaba cubierto de lágrimas y moco, sus zafias ropas de prisionero, desgarradas, y en su cuello, muñecas y tobillos había hematomas recientes, como si le hubieran sujetado con cuerdas apretadas. Llevaba la chaqueta en la mano, apenas un jirón de ropa maltrecha, y la mano libre apoyada en las costillas del lado contrario, donde se veían marcas de golpes nuevos.
Lo peor, lo que le había roto, y nos rompió a todos, era su manera de andar. La sangre que manchaba la parte trasera de sus pantalones. La vergüenza que marcaba su joven cara.
Durante las cinco semanas siguientes, Anielka no recibió ninguna paliza de los guardias. Nunca fue víctima de los juegos de los perros, ni le fue retirada su ración como castigo por algún delito imaginado por los guardias. Pero cada pocas noches, cuando aquellos espectros de uniforme gris bebían demasiado y deseaban mostrar su crueldad, cuando aquellos hombres que habían perdido su humanidad dejaban ver su verdadera naturaleza, la puerta del barracón se abría y Anielka era llevado fuera entre risas y burlas. Siempre volvía llorando, con aquel paso abierto, doloroso, con su dignidad destrozada.
Si el joven no trabajaba, o trataba de resistirse a los lascivos deseos de aquellos demonios, si cometía cualquier falta, los guardianes castigaban al resto del barracón. Y lo hacían dejando bien claro que Anielka era el culpable. Anielka ha perdido su pala, hoy no recibiréis agua. Anielka no ha cumplido su cupo en la cantera, hoy trabajaréis una hora más.
La segunda noche en que fueron a buscarle, Anielka peleó y se resistió a los cuatro guardias que trataban de sacarle de la cama. Algunos, en un gesto de valor tan extraño en aquel infierno que aún no entiendo de dónde surgió, nos levantamos, dispuestos a hacer algo, lo que fuese, para evitar el abuso. El quinto guardia, que permanecía unos metros apartado, sacó su pistola reglamentaria y disparó a bulto, alcanzando a uno de los prisioneros que, acobardado, se refugiaba aún bajo la manta. El seco trallazo del disparo y el grito ahogado parecieron detener el tiempo, paralizándonos en el espacio entre dos latidos.
Nadie se movió. El guardia que había disparado paseó su mirada por el barracón, deteniéndose sólo en Anielka, clavando en él sus ojos negros y vacíos, de espectro cruel.
-Atenderemos al herido cuando acabemos –susurró.
Anielka se fue con ellos sin más resistencia.

Pensamos que cualquier intento de lucha por parte Anielka habría muerto esa noche, que se había resignado a su papel de muñeca, de juguete para los guardias. Un héroe no puede luchar cuando son otros los que sufren las consecuencias. Un héroe sólo admitirá su propio sacrificio como resultado de sus actos. Y Anielka, anoche, decidió ser un héroe.
Los guardias entraron, tan borrachos como siempre, con sus sombras de diablos negros recortándose como alargadas manos sobre las paredes. Dos de ellos se acercaron al camastro de Anielka, mientras los otros paseaban las luces de sus linternas sobre el bulto inhumano, callado, que formábamos todos los cobardes. Anielka se levantó y caminó entre los guardias, y esta vez no había lágrimas en sus ojos. Con una sonrisa que parecía reflejar la inocencia perdida, una sonrisa que seguro mostró tantos meses atrás, al alistarse para defender su tierra contra la negra y creciente sombra que la amenazaba, el joven caminó, la cabeza alta, hasta la puerta. Se detuvo allí un segundo, se giró y nos dijo “adiós”.

Apenas pude ver, a través de los toscos jirones de ropa vieja que colgamos como cortinas de las ventanas del barracón, lo que ocurría fuera. Sólo un par de nosotros nos levantamos para verlo, llamados por el instinto quizá, sabiendo que aquella noche era diferente, que el adiós de Anielka era definitivo.
Nos levantamos despacio, temiendo llamar la atención de los guardias, y nos acercamos a la ventana. Cuando llegamos, asomándonos con furtiva timidez, vimos a Anielka arrodillado en el sucio callejón que formaban nuestro barracón y el de al lado. Los guardias habían dejado sus armas apoyadas en la pared del barracón, y dos de ellos sujetaban al joven por los brazos, mientras otro se había colocado frente a él, muy cerca de su rostro, y se había desabrochado la chaqueta del uniforme. Mientras mirábamos, cobardes e impotentes, se bajó los pantalones.
Los otros dos guardias bromeaban entre ellos, un par de metros por detrás, mientras fumaban cigarrillos. Esperaban su turno.
Las sombras de los guardias, oscuras como sus uniformes, sucias como sus almas, se proyectaban sobre la pared del otro barracón. Supongo que me fijé en ellas porque no podía mirar directamente lo que le estaban haciendo a Anielka. Pero en cuanto las vi, no pude apartar mis ojos.
Aquellas no eran las sombras de seres humanos. Eran sombras demasiado altas, demasiado estrechas, sombras de seres elásticos, de extremidades acabadas en garras y largos cuellos provistos de crestas. No era un juego de luces de focos y luna. Era lo más parecido a una pesadilla que podríamos ver despiertos, una alucinación que podíamos ver sin enloquecer por completo.
Las sombras monstruosas siguieron moviéndose sobre la sombra humana, arrodillada, rendida, de Anielka, robándole su dignidad mientras sujetaban su cabeza entre las piernas del guardia, que balanceaba atrás y adelante sus caderas, sus jadeos de placer y burla mezclándose con el gemido ahogado del prisionero, que en aquella tragedia ni siquiera tenía el consuelo de gritar, ni apenas la posibilidad de respirar.
Estuve a punto de vomitar, y lo habría hecho si hubiese tenido algo en el estómago.
Anielka mordió con toda su fuerza.
Los siguientes segundos fueron una caos, una danza de la muerte terrible e inesperada. Los guardias que sujetaban los brazos de Anielka tiraron de él, tratando de apartarlo del guardia que estaba frente a su boca, pero sólo empeoraron el daño. El joven apretaba los dientes con fuerza, y un chorro de sangre surgía de la entrepierna del soldado, empapando a nuestro compañero y convirtiendo su rostro en una máscara roja y gris.
Las sombras de la pared se retorcían, furiosas, y sus movimientos no parecían corresponderse ya con los de los soldados, como seres independientes, que tratasen de liberarse del encierro en que les dejaban no sé que extraños designios, cerniéndose sobre Anielka como si tratasen de atacarle.
Los dos soldados que se mantenían aparte tiraron sus cigarrillos, con el espanto reflejado en sus ojos, y se incorporaron a la trifulca.
Uno de ellos empezó a golpear a Anielka con sus pesadas botas, lanzando patadas a su cabeza que resonaban entre los gritos agónicos del guardia atrapado por sus dientes y los ladridos de los cercanos perros, despertados por el ruido y el olor de la sangre, que formaba ya un charco en el suelo y en el pecho del joven.
El otro guardia cogió su arma, cargó una bala y acercó el cañón a la espalda de Anielka. El seco trallazo del disparo paralizó la noche.
Los pocos que habían permanecido en las ventanas corrieron a ocultarse, temiendo las represalias de los guardias, espantados por lo que pudiera pasar.

En mi barracón, sólo yo seguí mirando. Frente a mí, en la ventana del otro barracón, el hombre de los tatuajes me miraba a los ojos. 




CAPÍTULO 3 Y ÚLTIMO, AQUI

1 comentario:

  1. Una pieza que conecta piezas, Maga. Incluso a mí me está resultando complejo, por las conexiones. Menos mal que me queda bourbon...Y gracias por lo de la música. Es complicado, con mi oído de ladrillo.

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Ya podéis comentar tranquilos, sin palabras ilegibles ni más trámites. No os cortéis, vuestras opiniones me vienen muy bien.

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