Mientras lees esto, yo sigo con una nueva historia de Silencio. Pero no es la única puerta, ni el único que camina cerca de la Ciudad.
EL HOMBRE DE LOS TATUAJES (UMBRAL EN LA PIEL)
http://www.youtube.com/watch?v=c6Z2v7iTs_4
“De esta forma, los Familiares permanecerán atados al Caminante, otorgándole sus dones mientras el Caminante no rompa sus vínculos con el símbolo, incluso aunque este Caminante ignore el poder de los símbolos ejecutados”
De Oculta Civitatis.
“El ejecutor de los símbolos ha de tener buen cuidado en escoger al Caminante, eligiendo a aquellos cuya conciencia esté cerca del despertar, pues de lo contrario, sólo puede esperar que el Caminante sea arrastrado por las sombras fronterizas hacia la absoluta locura”
De Oculta Civitatis
Hace tres meses que trabajo en la cantera, sin que llegue el consuelo de la muerte. Tres meses, un plazo que me convierte en uno de los prisioneros más antiguos.
Somos centenares, y cada día llegan más. Rostros nuevos, pálidos, asustados por las torturas que acompañan siempre a la detención, por el viaje en camiones tapados o en vagones de ganado, por la indignidad sufrida, y sobre todo por la ignorancia acerca del destino que les espera al llegar al campo.
También yo fui así, hace una eternidad. Hace tres meses.
Esta noche apenas he dormido, despertado cada poco tiempo por las toses sanguinolentas de los hombres que tragan polvo de piedra cada día, por las quejas de aquellos cuyos músculos y huesos ya casi se han dado por vencidos, por el llanto de quienes añoran a sus familias. Es el sonido de los muertos de mañana, el lamento de hombres que ya se han rendido.
Algunos otros aún no queremos rendirnos, aún buscamos una excusa para no morir, aunque sólo sea la absurda ilusión de tomarlo como una venganza contra nuestros captores. El gris oscuro de sus uniformes es el telón de fondo de cada pesadilla, y también la única motivación que encuentro para seguir respirando. Quiero sobrevivir para ver su derrota.
Esta noche han entrado en los barracones y se han llevado a uno de los nuevos, un antiguo periodista que escribió artículos en su contra cuando aún existía la libertad de prensa. Tiene unos cincuenta años y el cuerpo flojo de un hombre dedicado al trabajo sedentario. Se ha ido con la cabeza alta, con el mismo valor que mostró en sus escritos cuando aún tenía voz.
Hemos oído las risas de los guardias y el ladrido nervioso, expectante, de los perros. Los sonidos se han alejado con la noche. Supongo que han jugado a cazarle.
Al levantarnos, no había vuelto. No volverá.
Ha llegado un nuevo camión de prisioneros. No sabemos si vienen de alguno de los territorios conquistados, presos políticos que se opusieron a los invasores, o se trata de soldados derrotados y capturados en el frente. En muchos casos se mezclan.
La mayoría irán destinados a la cantera, donde morirán en cuestión de semanas. Otros serán juguetes para los guardianes, adiestramiento para los perros ahítos de sangre humana, dianas móviles para practicar la puntería.
Sólo son maneras de morir.
El jefe de campo ha decidido que varios de nosotros dejaremos la cantera y pasaremos a trabajar en la ampliación del campo. Nuevos barracones, lo que requiere deforestar parte del terreno circundante, ampliar las vallas y construir algunas torres de vigilancia.
Es un trabajo menos duro que el de la cantera, y puedo ver la esperanza famélica, de mascota triste, reflejada en los rostros de mis compañeros. Me repugna la idea de que mi propia cara muestre la misma expresión suplicante, pero el gesto es tan involuntario como una sonrisa. Soy uno de los elegidos.
Curiosamente, uno de los nuevos prisioneros es destinado a nuestra brigada de trabajo. Se trata de un hombre aún joven, quizá cercano a los cuarenta. Hay algo en él, en su presencia tranquila y resignada, que me hace prestarle atención.
Le rodea un aura extraña, sólida casi, un aspecto de seguridad en sí mismo que choca con el infierno de muertes arbitrarias en que estamos. Quizá sea un completo idiota, un loco que no es consciente de dónde ha acabado.
En todo caso, incluso los guardias parecen percibir esa presencia de ánimo. Como siempre, se burlan de los presos, les empujan, acercan a los amenazantes perros, que ladran y tratan de lanzarse sobre los temblorosos presos, mientras los soldados mantienen las correas tensas, dejando a los animales a unos centímetros de sus víctimas. Pero parecen ignorar al joven prisionero. Pasan a su lado sin mirarle, hasta que uno pronuncia su nombre en alto –se llama Ricardo Deza, un nombre español con reminiscencias hebreas- para ordenarle que se una a la brigada de trabajo que ampliará el campo.
Él lo hace, obediente, sin que ninguno de los guardias se acerque, le empuje ni se burle. Le ignoran.
No sé de dónde saca fuerzas Ricardo. Llevamos dos semanas trabajando en la explanada junto a la cerca, alisando el terreno, cavando, construyendo los cimientos de los nuevos barracones, y él parece fresco y fuerte como el primer día.
Parece como si el frío, ya intenso en este mes de septiembre, no le afectase de la misma manera que al resto. Trabaja con gesto serio, concentrado, pero a la vez algo ajeno a lo que le rodea, como si fuera un hombre inmerso en algún problema intelectual que ocupa su cuerpo en una tarea manual sólo por distraerse. Muchos prisioneros le observan con cierto recelo, conscientes de la actitud de los guardias hacia él, temiendo que sea un espía.
Sin embargo, Ricardo aprovecha esa permisividad para ayudar al resto. Cuando alguien tiene que mover algo pesado, allí está él para ayudar. Cuando alguien cae al suelo, Ricardo intenta llegar a él antes que los guardias, levanta al caído y vierte un susurro de ánimo en sus oídos antes de alejarse.
Parece dotado de una fuerza y resistencia mayores que cualquier hombre, como aquel Juro Jánošík de las leyendas de mi juventud, el buen ladrón cuyo cinturón mágico le daba la fuerza de un gigante. Sin embargo, no es un cinturón lo que ayuda a Ricardo. Ninguno de nosotros tiene un cinturón.
Después de observarle durante tantos días, estoy convencido de que son sus tatuajes lo que le convierten en alguien especial.
Por supuesto, todos estamos tatuados en el campo. Un número que nuestros captores han tatuado en nuestro antebrazo, que nos animaliza, nos esclaviza aún más que la simple acción física del encierro.
Pero Ricardo es diferente también en eso, ya que todo su pecho está recubierto de dibujos y letras que conforman un laberinto de tatuajes. Algunos puedo entenderlos, al menos en parte. Algunos son números, parecen fórmulas matemáticas cuyos signos me son desconocidos parcialmente, y cuyo significado se me escapa. En el centro de su pecho, cubriendo el esternón, hay algo parecido a un árbol, algo que uno de los prisioneros judíos me dice que le recuerda al árbol de la vida de su religión.
De las ramas de este árbol surgen muchas de las fórmulas y frases en alfabeto latino, en alfabeto cirílico y en esos signos extraños que no conocemos.
En algunos momentos, cuando los guardias se acercan a él, o cuando ayuda a otros presos, Ricardo introduce su mano bajo la camisa de trabajo. Creo que lo hace para, de alguna manera, utilizar sus tatuajes.
Sé que es una locura, que no tiene nada de racional esto que digo, pero no lo parece en medio de la explanada, no lo parece cuando un hombre casi desnutrido y deshidratado es capaz de levantar a otro en sus brazos, o cavar durante horas para compensar con su trabajo el de sus compañeros débiles. Nada parece una completa locura en este rincón del infierno, porque en el infierno hay más fe. Ojalá Ricardo durmiese en mi mismo barracón, para que pudiese hablar con él y saber qué hay de cierto sobre sus tatuajes, y qué misterio le rodea.
Segundo capítulo, AQUI
ENLACES A OTRAS HISTORIAS
Tus universos siempre me han fascinado por la conexión que tienen con la realidad. En este capítulo, la tragedia por todos conocida y repudiada, genera el ambiente perfecto para la monstruosidad, fantástica y humana. Excelente! Un abrazo de koala, Bartolomé
ResponderEliminarTe agradezco el detalle de simplificar este asuntillo de los comentarios. Era un coñazo.
ResponderEliminarPara eso estamos, Rosa. Un abrazo.
EliminarMe acabo de dar cuenta de un olvido imperdonable en el blog y que no sé si te lo señalé. Falta un "Translate" un gadget, que figure en la parte de arriba a la izquierda, antes que nada, para que cada cual pueda leer en su propio idioma, pues mis amigos extranjeros no han podido leerlo por lo que el número de visitas mengua. Así que... ¡a ello!
ResponderEliminarSaludos.
PD. Aún no lo he leído así que nada te puedo comentar, pero lo otro es urgente, si tú quieres, claro.
En eso tengo mis dudas, algunos compañeros me han dicho que las herramientas de traducción automática dan resultados muy... incoherentes. Aunque es algo en lo que estoy trabajando :)
EliminarEvidentemente como toda traducción automática no es fiel, pero sirve para la prosa, no para la poesía, salvo para la que ahora dicen ser "poesía", es decir, prosa en forma de versos. A mí me sirve, incluso me leen en chino y vietnamita con eso te digo todo, jajajajaja... y muchos franceses.
EliminarVaya, pues sí que parece una opción interesante.
EliminarMuy buen capítulo, te mete el árido tema archi-conocido de los campos de exterminio pero lo hace de una manera ágil e intrigante que hace seguir leyendo este tema, que no soporto ya (he leído demasiado y hay horrores que avergüenzan al ser humano tanto que no puedo leerlos).
ResponderEliminarInteresante nuestro Ricardo Deza. Me gusta la coincidencia del nombre.
Sigo leyendo.
La música esta vez le va al pelo al lugar "horribilis" descrito.
ResponderEliminarEnhorabuena!!!
Gracias. Supongo que hablar de lo horrible me parece una forma de no olvidarlo. Es necesario recordar para no repetir, ya sabes.
EliminarMe ha parecido genial.
ResponderEliminarPoco más puedo decir sin atreverme a analizarlo.
Atrévete. analiza. De eso aprendo, de vosotros y vuestras opiniones. Gracias por leerlo y por comentar :)
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