EXHUMACIÓN
Me llamo Jonathan Silencio, y soy un
detective preternatural; un investigador de lo oculto, vuestro
protector ante brujas y fantasmas, espectros y maldiciones.
Esto significa que mi trabajo suele
desarrollarse en la solitaria noche de los cementerios, bajo la
silenciosa sombra de los cipreses y ante la oscura soledad de los
panteones. Por eso, mientras trataba de abrirme paso entre la
multitud de periodistas, simpatizantes de derechas e izquierdas,
curiosos y agentes del orden, me pregunté una vez más qué carajo
hacía yo allí.
-¿Qué carajo hago yo aquí, Nacho?
-interrogué a mi compañero.
Él se giró, usando su hercúlea
complexión para abrir un camino. Era policía nacional, destinado en
Valladolid, y habíamos trabajado juntos en varios casos. No llegaba
a ser un amigo, pero casi. Por eso le había acompañado al Valle de
los Caídos cuando me lo pidió. Exmilitar y tirador de élite, Nacho
estaba allí por un viejo compañero del ejército, ahora capitán de
la Guardia Civil. Una cadena de favores cuyo último eslabón parecía
ser yo.
-Mi amigo, el capitán Velasco, cree
que puede haber lío durante la exhumación. Ha tenido hombres
infiltrados en las últimas semanas, y pensamos que aquí puede haber
algo de lo tuyo.
-Claro que habrá lío. Mira toda esta
gente -traté de abarcar a la multitud con un gesto de mi brazo
derecho, pero nada más alzarlo un grupo de vejetes empezó a cantar
el Cara al Sol y decidí meterme las manos en los bolsillos-, la
mitad han venido a montar gresca. Y la otra mitad, a grabarlo para
las redes.
-Velasco y los suyos se encargarán de
mantener el orden, por eso no te preocupes. Nuestra misión es
confirmar o desmentir que haya problemas del otro tipo.
Llegamos a las primeras filas de
aquella multitud hirviente de murmullos. Traté de cerrar mi visión
en segundo plano, la percepción extrasensorial que me permite ver
auras y detectar emociones. La sobrecarga me habría matado con la
misma seguridad que un orgasmo de media hora; y si podía elegir, me
quedaba con el orgasmo. Las miles de personas concentradas en la
zona, desde el acceso por carretera hasta la calle Arriba España,
donde se había formado el cordón policial, estaban enfurecidas,
exultantes, ofendidas, ilusionadas y, en general, vertiendo emociones
que saturaban mi percepción. En cuanto a los guardias civiles y
policías nacionales, formaban una sólida barrera de músculo, armas
antidisturbios y emoción contenida.
-Aquí va a haber ostias para todo el
mundo y no quiero llevarme ninguna, Nacho. No me pagas por eso.
-Mira -dijo, señalando la entrada al
edificio donde Franco descansaba-, los curas han decidido ponerse
brutos. Va a haber que desalojarlos a la fuerza.
-Bueno -me encogí de hombros-, soltad
un monaguillo en pelotas por la explanada y ya saldrán ellos solos.
-No seas cabrón. El forense y toda la
peña que va a levantar la lápida están en El Escorial, aguantando
en el helicóptero hasta que esto se despeje. Y va para largo.
A mi lado, un tipo con rastas y altavoz
había empezado a cantar el “Bella Ciao”, coreado por decenas de
personas que tampoco sabían italiano, mientras el grupo de mi
derecha gritaba algo sobre sus madres y chupar pollas por mil
pesetas. Me resultaba imposible escuchar a Nacho.
-Tío, nada de eso tiene que ver
conmigo -protesté, mientras me agachaba para esquivar una rasta
latiguera.
-Velasco y los suyos, te decía, se han
infiltrado en los últimos días. Y han vigilado por las noches.
Todos ellos han tenido problemas. Han visto cosas, luces y tal.
También han escuchado sonidos extraños y han notado eso que tú
llamas “puntos fríos” en las cercanías de las tumbas de Franco
y Jose Antonio. Además, las flores se marchitan a las pocas horas de
ser colocadas.
Encendí un cigarrillo y di un trago a
mi petaca. Nacho siguió hablando, pero el ruido de la multitud y la
sobrecarga sensorial hacían que me costase entenderle. Eso y que me
la pelaba su historia.
-Varios agentes con mucha experiencia
han hablado de fenómenos extraños, y las escuchas en el dormitorio
del prior resultan inquietantes. Sus oraciones nocturnas parecen
conjuros de película de terror. Velasco sabe que tengo un amigo
dedicado a investigar estos temas y por eso se puso en contacto
conmigo. Quiere que entres antes que ellos.
-Tú estás tonto. Y tu colega Velasco,
más tonto. Los dos tenéis más tonterías que la maleta de un
payaso.
Traté de girarme y largarme de allí
con una salida dramática, pero me choqué con un par de tipos que
extendían una bandera preconstitucional y me di de boca con el
pollo, lo que debió parecerles un atentado, porque el de mi derecha
intentó sacudirme un puñetazo. Me agaché para esquivarlo, me
levanté clavando mi codo izquierdo bajo su mandíbula y agarré la
bandera para envolver al otro en ella, soltándole un par de
rodillazos en los riñones. Cayó al suelo, arrastrando a un chaval
melenudo. El compañero de este, que portaba una tricolor igualmente
preconstitucional, trató de golpearme con el asta. Detuve el golpe
con mi antebrazo y Nacho se interpuso entre nosotros, mostrando su
placa.
-Tranquilitos todos, eh. -dijo.
-¡Brutalidad policial! ¡Brutalidad
policial! -gritó el melenudo, lanzándose al suelo en posción
fetal.
-Vámonos de aquí antes de que se
monte -dijo Nacho, arrastrándome lejos de los dos grupos, muy
ocupados en insultarse y empujarse.
-Hay que ampliar este país, macho -me
quejé-, o se nos caen los tontos por los dos lados.
España es así, nos resulta más fácil
liarnos a golpes que ver qué quieren nuestros interlocutores.
-Mira, tío, es muy sencillo -dijo,
sacando de su chaqueta un sobre grueso-, aquí tienes quinientos
euros. Lo único que te pedimos es que eches un ojo antes de que
vengan los de la exhumación.
Puse cara de mala leche, como si me
hubieran insultado. La verdad es que debía doscientos pavos en la
pensión y tres o cuatro menús en el restaurante cutre donde las
cucarachas y yo solemos comer, así que mal no me vendrían. Pese a
ello, intenté sacar algo más.
-Mira, Nacho. Aquí hay más de treinta
mil personas enterradas. Rojos o fachas, me la pela. Treinta mil.
Personas. Y un cura loco atrincherado, otros miles de vivos pegando
voces, gente armada... yo no pienso meterme ahí. Quinientos euros no
son suficiente.
Nacho me miró, hinchando el pecho
hasta parecer una rueda de tractor, inentando intimidarme con su
mirada de poli malo. Yo hice lo mismo, aunque mi torax es bastante
menos espectacular. Pero he mirado a los ojos a la muerte, y un
policía cachas no tiene comparación. La muerte nunca pestañea.
-Vale -dijo al cabo de un minuto-,
doblaré la cifra. Sólo tienes que entrar, hacer... esas movidas que
tú haces y asegurarte de que el cadáver no va a salir de ahí.
-¿Pero la movida esta no la habéis
montado precisamente para que salga?
-Bueno, joder, ya sabes. Que no lo haga
por su propio pie.
Siempre me he preguntado qué diría
Freud sobre una cruz de ciento cincuenta metros de duro y cilíndrico
hormigón armado. La fase fálica y todo eso de los conflictos
emocionales. Alguien con más tiempo libre que yo debería estudiar
el tema. En todo caso, reflexioné sobre ello mientras, mochila al
hombro, seguía a un par de intrépidos guardias civiles hasta lo
alto de la base. Como la discreción era imprescindible, lo hicimos a
las bravas, trepando como cabras silvestres, en lugar de usar el
funícular o las escaleras. Recuperamos el aliento junto a los
evangelistas, representados en el impresionante basamento de la cruz,
y aproveché para fumarme un par de cigarrillos y repasar el
contenido de mi mochila. Cuatro botes de gasolina para encendedores,
cuatro bolsas de un kilo de sal, un detector de electromagnetismo,
linterna, cargadores de repuesto, palanca, bocadillo de tortilla,
unos clavos de hierro y una petaca con whisky. La tortilla era de
patata con cebolla.
-Supongo que estáis seguros de lo que
vamos a hacer -pregunté mientras les alargaba la petaca.
-Claro, no se preocupe -el sargento al
mando dio un buen trago y la pasó a su compañera-, conocemos el
camino.
Miré hacia abajo, que es el único
punto al que se puede mirar desde allí. La explanada, la luz de la
luna llena, la basílica, los cientos de tipos cabreados acampados en
ella y el entorno natural, que el arquitecto Mendez definió como “un
valle bravo y recio, en modo de garganta bellísimamente dispuesta”
y que a mí me parecía la puerta de Minas Morgul, formaban un
conjunto capaz de sobrecoger y emocionar a cualquiera, más allá de
las ideas políticas que cada uno tenga.
Claro que yo no tengo ninguna. De
hecho, estoy bastante a salvo de esas consideraciones en cualquier
ambiente; no sé en qué bando estuvieron mis abuelos, ni si lo
hicieron de forma voluntaria u obligados por las circunstancias; no
sé si mi familia fue de las que ganó o perdió la Guerra Civil; no
sé si cavaron tumbas en las cunetas o fueron enterrados en ellas.
Hace ya varios años que morí. Al
volver a la vida, dotado de ciertas capacidades que superan a lo
humano, empecé a trabajar en esto de combatir monstruos, y lo hice
sin más recuerdos que el día de mi regreso. Aquello fue más o
menos... bueno, no quiero desviarme del tema. Ya contaré en otro
momento lo de mi resurrección.
Después de apurar mi whisky, el
sargento me guió a través de la base del complejo, mientras su
compañera tomaba posición en el exterior, junto a otro agente
equipado con prismáticos que ya estaba allí, armada con un Accuracy
AXMC 338, un cacharro de calibre 7,62 que, en manos de un experto,
puede abatir a una mosca a un kilómetro largo.
-Supongo que sabe usted manejar ese
cacharro, agente -dije antes de irme.
-Supongo que no se ha fijado usted en
todas sus medallas y distinciones -dijo el sargento, algo mosqueado-.
Es la mejor tiradora de precisión que puede encontrar.
-¿Sería un chiste malo decir que
es... francotiradora? -sugerí.
Ella habló sin abandonar la posición
de decúbito supino.
-Nosotros no somos francotiradores. Un
francotirador, según nuestra doctrina, es una persona que no está
adscrita a ningún Ejercito y que combate por medios e iniciativa
propias, nadie le dice ni ordena lo que tiene que hacer. No combate
según la reglas de enfrentamiento de una coalición o un Ejército
regular. Nosotros estamos aquí para defender la ley y a los
ciudadanos, siguiendo las órdenes del poder legítimo hasta sus
últimas consecuencias.
-Vale -me sentí algo incómodo. A fin
de cuentas, aquellos agentes sólo trataban de cumplir con su deber.
Y yo estaba allí, haciendo bromas, por un montón de billetes. No me
molesta que me llamen mercenario, es lo que soy, pero entiendo que a
ellos, capaces de sacrificarlo todo por sus ideales, les moleste la
comparación-. Les pido disculpas a los tres.
Ninguno de ellos respondió, pero pude
atisbar un leve estremecimiento bajo los bigotazos del sargento. Tal
vez fue una sonrisa.
Muy pocas personas saben, aunque no es
ningún secreto, que el Valle de los Caídos alberga las
instalaciones del Laboratorio de Geodinámica Externa. Tres complejos
situados en gran parte bajo la basílica, formados por un laboratorio
de mareas terrestres, un laboratorio de gravedad absoluta y una línea
de calibración de gravímetros. Instalaciones complejas que
aprovechan la excelente situación y condiciones del valle para...
bueno, para investigar cosas.
Eso resultó ser una suerte para mí,
que ya me veía lanzándome en paracaídas desde lo alto de la cruz o
infiltrándome a saber cómo entre los cientos de manifestantes
acampados en los alrededores. Gracias al sargento y a que las
instalaciones científicas estaban vacías por lo de la exhumación,
pude atravesar discretamente cientos de metros de túneles hasta
llegar a mi punto de entrada; el crucero de la basílica.
Sí, las instalaciones, dependientes
del CSIC, se encuentran justo debajo de la basílica y comunican con
la base de la cruz y otros puntos del valle, y permiten a quienes
conozcan su complejo entramado la posibilidad de moverse con toda
discreción por esa roca horadada de secretos. Si no es el recorrido
más alucinante que he hecho en mi vida, poco le falta. Caminar por
allí, en la casi completa oscuridad que sólo las luces de
emergencia desafiaban, siguiendo las anchas espaldas de mi guía,
tenía ya mucho de aventura. No lo suficiente como para impresionar a
alguien de mi talante y experiencia, pero mucho. Dejar que mi visión
en segundo plano y mi conciencia expandida despertasen, siquiera en
parte, era casi suicida. Terrible, si tenemos en cuenta que los más
de treintamil muertos que alberga el valle son, según distitnas
fuentes, en realidad setenta mil. Y que muchos creen que están tan
fusionados con el edificio que sería imposible separarlos de él.
Hay quien dice que no sólo se enterró gente en la cripta, sino
también en decenas de huecos y cimentaciones. Que muchos forman ya
parte del propio edificio, y que los problemas de humedad han hecho
que el agua mezcle y transporte los restos.
Aunque quizá no sea cierto. Lo cierto
y verdad es que escuchaba en el fondo de mi conciencia los gritos que
venían de las paredes, del suelo, del aire mismo; gritos y saludos
orgullosos en algunos casos, almas que se sentían privilegiadas de
estar allí porque ese era el símbolo supremo de que habían
cumplido su deber; alaridos quejumbrosos en otros, que odiaban su
encierro eterno, que sentían cómo su vida había sido robada por
las circunstancias, por las creencias de quienes dirigían los
ejércitos. No sé si existió reconciliación en la génesis del
monumento, ni sé si lo construyó el revanchismo. No sé si sería
mejor dinamitarlo desde los cimientos o glosarlo como símbolo de la
historia. Sólo sé que hombres y mujeres, miles, decenas de miles,
se vieron privados del derecho a elegir. Del derecho a vivir una vida
que no determinase el capricho o la conveniencia de quienes
ostentaban el poder. Estos cambiaban, cambian, de un día para otro.
Y el humilde, el que sólo pretende ganarse el siguiente plato de
lentejas, paga las consecuencias de no recordar qué himno conviene
cantar en cada momento. Qué bandera es la correcta. Qué doctrina es
la adecuada. Y no pretendo convencer a nadie de cuál es esa
doctrina. A veces, como en aquellos túneles lóbregos, plagados de
las últimas tecnologías pero cimentados en sangre y hueso, sólo
quisiera que el resto del mundo percibiese lo que yo percibo. A veces
sólo quisiera que todos y cada uno de nosotros nos viésemos, por un
mintuo, solos en la última trinchera de la razón, sin saber si
somos defensores o atacantes. Comprendiendo, tal vez, que somos
personas. Tan simple y complicado como eso.
Claro que en la mayoría de las
ocasiones me limito a cumplir con mi trabajo en silencio, coger la
pasta y guiñarle el ojo a la chica mientras sonrío de medio lado.
Nadie va a salvarnos, y yo menos que nadie. Tú sonríe, cabrón, tú,
sonríe.
El sargento me ordenó detenerme con un
gesto al llegar a un tramo de escaleras que parecían acabar en el
techo del pasillo. Levantó después la loseta que daba acceso al
crucero y me invitó a subir con un ademán.
-¿Usted no viene? -pregunté.
-Mis órdenes son escoltarle hasta aquí
y esperar su regreso -me alargó un colgante con dos pulsadores-.
Apriete el botón blanco para que le abra si todo va bien, o el negro
si necesita ayuda urgente.
-Claro -musité-, y supongo que usted
siempre cumple las órdenes.
-Mientras tenga aliento.
-Aquí hay como treintamil tíos que
pensaban lo mismo -dije, tratando de picarle.
-Tal vez estamos aquí porque unos y
otros tenían razón.
Joder con el filósofo, pensé. Pero
como era el único capaz de sacarme de aquél laberinto una vez
terminado mi trabajo, asentí con complicidad fingida y preparé la
Jericó para una ensalada de plomo. Iba cargada con viruta salada,
que es como llamo a la munición que contiene hierro y sal. La más
efectiva contra espíritus, muertos vivientes, zombies y cuñados.
-Ya sabe qué hacer -dijo él-. Eche un
vistazo, haga sus pruebas, no toque nada y no se deje ver.
-Tranquilo, sargento -dije sonriendo de
medio lado-, seré tan discreto que ni desplazaré el aire a mi paso.
Me deslicé por la trampilla y rodé
para alejarme. Ninguna luz me acompañaba. Lo normal.
Desde el centro del crucero se puede
ver un altar de granito impresionante, presidido por un Cristo
crucificado del escultor Julio Beovide y policromado por Zuloaga. Es
la leche. Y en aquel momento, al igual que durante la celebración de
la misa, las únicas luces de la estancia estaban centradas en él. O
Él, para los creyentes. Estuve a punto de meterle dos balas en el
pecho antes de darme cuenta de que no estaba vivo.
Me arrastré hacia el presbiterio, sin
quitar ojo a las cuatro figuras de bronce que representan a cuatro
arcángeles, y que están hechas a partir del bronce de cañones de
guerra, como símbolo de que ésta había terminado. Felizmente para
unos, tristemente para los muertos de cualquier bando.
Apenas tuve tiempo de esconderme tras
el altar de granito, ante el que se sitúan las tumbas de Franco y
Primo de Rivera, cuando los monjes entraron en silenciosa procesión.
Por lo que me había contado mi escolta
mientras atravesábamos los túneles, ese era el punto fuerte de la
actividad paranormal. Los agentes habían tenido esa extraña
sensación de ser observados por las estatuas, y notado un frío
súbito y excesivo en los puntos situados entre el altar y las
lápidas. Algunos decían haber escuchado voces, como susurros agudos
y rápidos compleamente ininteligibles. Las flores que había a la
vista estaban marchitas, como si llevasen allí meses, y su olor
dulzón impregnaba el aire. Mientras un grupo de monjes, o al menos
de hombres vestidos con hábito, entraba en lenta y silenciosa
procesión, conecte mi CEM para detectar la energía electromagnética
que suele acompañar a los espíritus. Los números empezaron a subir
a toda velocidad, hasta que la pantalla parpadeó, la luz del display
tililó y una grieta, acompañada de un leve crujido, rompió la
carcasa del cacharro.
-Joder -musité. Nunca había
encontrado una manifestación tan fuerte-. Me parece que he llegado
justo a tiempo.
Media docena de monjes habían formado
un semicírculo frente a la tumba de Franco, dando la espalda a Jose
Antonio. Otro, supuse que el jefe de la cuadrilla, estaba frente a
ellos, con la lápida en medio. Los seis en semicírculo portaban
grandes velas, y el otro portaba un libro voluminoso y de aspecto
antiguo. La cosa se parecía demasiado a una invocación de película
ochentera, así que dejé los restos del CEM en el suelo y saqué de
mi bota la daga Matamuertos, que rescaté hace tiempo en una tumba
romana y que puede herir a vivos y muertos por igual.
Resultaba evidente que se estaba
poniendo en marcha algún tipo de ritual, seguramente precipitado por
los acontecimientos. Aquellos tipos sabían que era la última noche
de que disponían antes de que la exhumación se llevase a término.
-¡Ph’nglui mglw nafh Francisco
R’lyeh wgah’nagl fhtagn! -rugió la voz, potente aunque algo
amanerada, del monje -, ¡l’a k’nark Franco kyr’w qu’ra cylth
drehm’n El-aL U’gnya kraayn!
Ya no cabía ninguna duda. Aquél loco
estaba utilizando una antigua invocación para traer de vuelta al
ocupante de la tumba. La atmósfera pareció condensarse, y un horror
atávico, hebefrénico, lisérgico y más adjetivos pedantes, se
filtró por cada poro de mi piel. Cualquiera en su sano juicio habría
tenido un ataque de locura al percibir simplemente la magia que
llenaba la estancia, aunque sus terríficos efectos aún no fuesen
visibles. Pero yo no soy cualquiera y sólo me acojoné un poco.
Usando ese miedo, el chorro de
adrenalina que me recorrió, como un impulso, salté limpiamente el
altar con la daga en la mano derecha y la Jericó en la izquierda, y
corrí hacia el invocador mientras él continuaba con su conjuro.
-¡V’kresn vuy-kn grany’h arksh
ty’h nzal’s naaghs wh’rag-ngla oth’e tryn-yaJ El-da...!
Mi primer disparo interrumpió el
hechizo, aunque el proyectil no alcanzó su objetivo, y el grupo me
miró durante un segundo, antes de salir corriendo en todas
direcciones. No se lo reprocho, claro. Un tío armado, gritando a
todo pulmón y disparando a lo loco impresiona bastante, que es lo
que yo esperaba.
Pero el jefe de la cuadrilla contaba
con más redaños. Vencido o convencido, el tipo tenía intención de
seguir hasta el final. Supongo que la gente con convicción es la más
peligrosa.
Mi segundo disparo arrancó lascas de
piedra del suelo, a sus pies, pero no dio un paso atrás y siguió
con su oración, mientras uno de los acólitos, tal vez contagiado
del valor de su jefe, se lanzaba a por mí. Me dejé caer sobre las
rodillas, aprovechando mi impulso para deslizarme, y le rajé el
estómago sin detenerme. Muy Kill Bill, la verdad. Disparé otras
tres veces al jefe antes de pararme y volver a ponerme en pie. Una
bala alcanzó su pecho y otra destrozó el libro, y la sangre se
mezcló con un humo aceitoso, de color óxido, que surgió de las
antiguas páginas. Aquello no podía ser bueno.
El humo surgió más rápido y denso,
formando una nube sobre el cuerpo yacente del sacerdote, y se
contrajo sobre sí mismo para después explotar en ocho haces
tentaculares que atravesaron la estancia a toda velocidad mientras el
grueso libro empezaba a arder. Cuatro de los sacerdotes fueron
alcanzados, y dos haces más se metieron entre las rendijas de la
lápida, que de inmediato empezó a temblar y sacudirse.
No perdí el tiempo viendo qué ocurría
con los sacerdotes, que temblaban como derviches epilépticos, y
vacié el cargador disparando contra ellos. Mientras lo hacía pude
ver cómo sus rostros cambiaban, su aspecto caucásico mutado en piel
oscura y rasgos africanos, su anterior mirada aterrorizada
transmutándose en odio salvaje y furia decidida. Conseguí abatir a
dos de ellos antes de que se me acabaran las balas, y sin tiempo para
recargar, enfrenté a los otros dos daga en mano.
Ellos me atacaron con las manos
desnudas, sin miedo, sin restricciones, y su entusiasmo creció
cuando un crujido de piedra rota, seguido de un grito agudo, llenó
la cámara.
-¡Valientes soldados marroquíes, os
prometo que cuando acabe la contienda, a los mutilados os daré un
bastón de oro!
Aunque la voz parecía emanar de un
dibujo animado que respirase helio, los invocados rugieron de alegría
al escucharla, redoblando la fiereza de su ataque. Uno logró encajar
una patada en mis costillas, y el otro aprovechó mi desconcierto
para darme dos rápidos puñetazos en la mandíbula que me hicieron
caer al suelo, sangrando por el labio roto. Me revolví; sabía que
en aquella lucha no habría segundas oportunidades ni piedad. Lancé
una coz que alcanzó al primero en la rodilla, haciéndole caer, y le
agarré por el cuello, atenazando su nuez. Era como agarrar nieve
prensada, un tacto a medio camino entre la carne del huesped y el
frío etéreo del fantasma ocupante, pero aguanté y usé su cuerpo
para cubrirme del ataque de su compañero. Este intentó rodearle,
que era lo que yo esperaba, y rodé por el suelo hacia el otro lado,
poniéndome en pie y corriendo hacia el altar. Me persiguieron de
cerca, rugiendo, hasta que llegué al ara de piedra, apoyé en ella
mi pie izquierdo y lancé el derecho hacia arriba mientras encorvaba
la espalda. Un limpio salto mortal hacia atrás, que hizo que
aterrizase justo detrás de ellos. Degollé al primero antes de
incorporarme del todo, y clavé la Matamuertos en el costado del
segundo mientras aún estaba girando el cuerpo para buscarme.
Miré a mi alrededor, tratando de
recuperar el aliento, e introduje un nuevo cargador en Jericó. El
suelo estaba agrietado en varios puntos por las balas y la energía
mágica desatada, y los cadáveres dejaban charchos de sangre aquí y
allá. El olor a flores pútridas era asfixiante, así que encendí
un cigarrillo para paliarlo. Junto a la tumba, el libro mágico
seguía ardiendo, oscureciendo el mármol, y los cuerpos de los
cuatro poseídos se deshacían en charcos de carne y fantasmocos, que
es como llamo al ectoplasma.
-Tan discreto que ni desplazaré el
aire a mi paso -me dije-. Anda que va a estar contento el sargento...
Me asomé a la tumba mientras sacaba la
sal y la gasolina de mi mochila. Estaba claro que el hechizo había
tenido un éxito parcial, devolviendo a los restos algo parecido a la
vida, pero no la fuerza ni la salud que el hechicero esperaría. Su
agonía era infinita, y de su boca surgía una voz quejumbrosa, de
anciano deshecho, que farfullaba algo sobre un contubernio que
honraba a no sé quién y envilecía a no sé qué otros, mientras
sus miembros sufrían espasmos de dolor. Pensé que, apenas media
hora antes, muchos de los que estaban en la plaza habrían aplaudido
que me deshiciera del cuerpo, y muchos otros me habrían impedido
tocarlo. Tal vez algunos cambiarían de opinión al ver lo que yo
veía. Tal vez algunos deseasen que lo dejase así, en eterna agonía,
y otros me pedirían ahora que pusiera fin a ese sufrimiento. Me
gustaría pensar que todos ellos opinarían teniendo en cuenta sólo
el sufrimiento de un alma y no llevados por el fanatismo o el
revanchismo.
-¿Y qué habrías hecho tú con tus
enemigos, de verlos así? -pregunté mientras hacía lo mío con la
sal y la gasolina.
Usé el libro mágico, aún en llamas,
y volví a la trampilla, pulsando el botón para que el sargento me
sacase de allí.
Las tareas de limpieza y la posterior
exhumación se llevaron a cabo sin mi intervención. Presenté un
informe y volví a mi habitación, siguiendo el resto de la historia
por los periódicos. Nada tenía que ver con el resto de la historia,
aunque conociese su verdad más que tertulianos, periodistas y
líderes políticos. Aunque aquella verdad no me ofreciese respuestas
a las preguntas que me hice junto a la tumba. Casi nunca hay
respuestas absolutas, y casi nunca nos hacemos las preguntas
adecuadas, me dije mientras seguía las noticias por la televisión
del bar y bebía un whisky que hacía arder mi labio roto. De todas
formas, más allá de eso, el caso estaba cerrado.
Si quieres saber más sobre el detective Jonathan Silencio, lo tienes aquí
Ya sabes ,paciente escritor que este no es mi genero favorito ,pero no puedo negar que Silencio le da un puntito .Por otra parte no me cabe la menor duda que con relatos como este conseguiras muchos nuevos amigos ...jajaja.
ResponderEliminarResumiendo mi opinion sobre el relato en una frase :
OLE TUS HUEVOS.
Muchas gracias :) De momento al menos no ha habido comentarios negativos ni exaltados, la verdad. Y si he conseguido que disfrutes ese puntito de Silencio, me doy por muy satisfecho.
Eliminar