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sábado, 19 de octubre de 2019

EXHUMACIÓN





EXHUMACIÓN

Me llamo Jonathan Silencio, y soy un detective preternatural; un investigador de lo oculto, vuestro protector ante brujas y fantasmas, espectros y maldiciones.
Esto significa que mi trabajo suele desarrollarse en la solitaria noche de los cementerios, bajo la silenciosa sombra de los cipreses y ante la oscura soledad de los panteones. Por eso, mientras trataba de abrirme paso entre la multitud de periodistas, simpatizantes de derechas e izquierdas, curiosos y agentes del orden, me pregunté una vez más qué carajo hacía yo allí.

-¿Qué carajo hago yo aquí, Nacho? -interrogué a mi compañero.
Él se giró, usando su hercúlea complexión para abrir un camino. Era policía nacional, destinado en Valladolid, y habíamos trabajado juntos en varios casos. No llegaba a ser un amigo, pero casi. Por eso le había acompañado al Valle de los Caídos cuando me lo pidió. Exmilitar y tirador de élite, Nacho estaba allí por un viejo compañero del ejército, ahora capitán de la Guardia Civil. Una cadena de favores cuyo último eslabón parecía ser yo.
-Mi amigo, el capitán Velasco, cree que puede haber lío durante la exhumación. Ha tenido hombres infiltrados en las últimas semanas, y pensamos que aquí puede haber algo de lo tuyo.
-Claro que habrá lío. Mira toda esta gente -traté de abarcar a la multitud con un gesto de mi brazo derecho, pero nada más alzarlo un grupo de vejetes empezó a cantar el Cara al Sol y decidí meterme las manos en los bolsillos-, la mitad han venido a montar gresca. Y la otra mitad, a grabarlo para las redes.
-Velasco y los suyos se encargarán de mantener el orden, por eso no te preocupes. Nuestra misión es confirmar o desmentir que haya problemas del otro tipo.
Llegamos a las primeras filas de aquella multitud hirviente de murmullos. Traté de cerrar mi visión en segundo plano, la percepción extrasensorial que me permite ver auras y detectar emociones. La sobrecarga me habría matado con la misma seguridad que un orgasmo de media hora; y si podía elegir, me quedaba con el orgasmo. Las miles de personas concentradas en la zona, desde el acceso por carretera hasta la calle Arriba España, donde se había formado el cordón policial, estaban enfurecidas, exultantes, ofendidas, ilusionadas y, en general, vertiendo emociones que saturaban mi percepción. En cuanto a los guardias civiles y policías nacionales, formaban una sólida barrera de músculo, armas antidisturbios y emoción contenida.
-Aquí va a haber ostias para todo el mundo y no quiero llevarme ninguna, Nacho. No me pagas por eso.
-Mira -dijo, señalando la entrada al edificio donde Franco descansaba-, los curas han decidido ponerse brutos. Va a haber que desalojarlos a la fuerza.
-Bueno -me encogí de hombros-, soltad un monaguillo en pelotas por la explanada y ya saldrán ellos solos.
-No seas cabrón. El forense y toda la peña que va a levantar la lápida están en El Escorial, aguantando en el helicóptero hasta que esto se despeje. Y va para largo.
A mi lado, un tipo con rastas y altavoz había empezado a cantar el “Bella Ciao”, coreado por decenas de personas que tampoco sabían italiano, mientras el grupo de mi derecha gritaba algo sobre sus madres y chupar pollas por mil pesetas. Me resultaba imposible escuchar a Nacho.
-Tío, nada de eso tiene que ver conmigo -protesté, mientras me agachaba para esquivar una rasta latiguera.
-Velasco y los suyos, te decía, se han infiltrado en los últimos días. Y han vigilado por las noches. Todos ellos han tenido problemas. Han visto cosas, luces y tal. También han escuchado sonidos extraños y han notado eso que tú llamas “puntos fríos” en las cercanías de las tumbas de Franco y Jose Antonio. Además, las flores se marchitan a las pocas horas de ser colocadas.
Encendí un cigarrillo y di un trago a mi petaca. Nacho siguió hablando, pero el ruido de la multitud y la sobrecarga sensorial hacían que me costase entenderle. Eso y que me la pelaba su historia.
-Varios agentes con mucha experiencia han hablado de fenómenos extraños, y las escuchas en el dormitorio del prior resultan inquietantes. Sus oraciones nocturnas parecen conjuros de película de terror. Velasco sabe que tengo un amigo dedicado a investigar estos temas y por eso se puso en contacto conmigo. Quiere que entres antes que ellos.
-Tú estás tonto. Y tu colega Velasco, más tonto. Los dos tenéis más tonterías que la maleta de un payaso.
Traté de girarme y largarme de allí con una salida dramática, pero me choqué con un par de tipos que extendían una bandera preconstitucional y me di de boca con el pollo, lo que debió parecerles un atentado, porque el de mi derecha intentó sacudirme un puñetazo. Me agaché para esquivarlo, me levanté clavando mi codo izquierdo bajo su mandíbula y agarré la bandera para envolver al otro en ella, soltándole un par de rodillazos en los riñones. Cayó al suelo, arrastrando a un chaval melenudo. El compañero de este, que portaba una tricolor igualmente preconstitucional, trató de golpearme con el asta. Detuve el golpe con mi antebrazo y Nacho se interpuso entre nosotros, mostrando su placa.
-Tranquilitos todos, eh. -dijo.
-¡Brutalidad policial! ¡Brutalidad policial! -gritó el melenudo, lanzándose al suelo en posción fetal.
-Vámonos de aquí antes de que se monte -dijo Nacho, arrastrándome lejos de los dos grupos, muy ocupados en insultarse y empujarse.
-Hay que ampliar este país, macho -me quejé-, o se nos caen los tontos por los dos lados.
España es así, nos resulta más fácil liarnos a golpes que ver qué quieren nuestros interlocutores.
-Mira, tío, es muy sencillo -dijo, sacando de su chaqueta un sobre grueso-, aquí tienes quinientos euros. Lo único que te pedimos es que eches un ojo antes de que vengan los de la exhumación.
Puse cara de mala leche, como si me hubieran insultado. La verdad es que debía doscientos pavos en la pensión y tres o cuatro menús en el restaurante cutre donde las cucarachas y yo solemos comer, así que mal no me vendrían. Pese a ello, intenté sacar algo más.
-Mira, Nacho. Aquí hay más de treinta mil personas enterradas. Rojos o fachas, me la pela. Treinta mil. Personas. Y un cura loco atrincherado, otros miles de vivos pegando voces, gente armada... yo no pienso meterme ahí. Quinientos euros no son suficiente.
Nacho me miró, hinchando el pecho hasta parecer una rueda de tractor, inentando intimidarme con su mirada de poli malo. Yo hice lo mismo, aunque mi torax es bastante menos espectacular. Pero he mirado a los ojos a la muerte, y un policía cachas no tiene comparación. La muerte nunca pestañea.
-Vale -dijo al cabo de un minuto-, doblaré la cifra. Sólo tienes que entrar, hacer... esas movidas que tú haces y asegurarte de que el cadáver no va a salir de ahí.
-¿Pero la movida esta no la habéis montado precisamente para que salga?
-Bueno, joder, ya sabes. Que no lo haga por su propio pie.


Siempre me he preguntado qué diría Freud sobre una cruz de ciento cincuenta metros de duro y cilíndrico hormigón armado. La fase fálica y todo eso de los conflictos emocionales. Alguien con más tiempo libre que yo debería estudiar el tema. En todo caso, reflexioné sobre ello mientras, mochila al hombro, seguía a un par de intrépidos guardias civiles hasta lo alto de la base. Como la discreción era imprescindible, lo hicimos a las bravas, trepando como cabras silvestres, en lugar de usar el funícular o las escaleras. Recuperamos el aliento junto a los evangelistas, representados en el impresionante basamento de la cruz, y aproveché para fumarme un par de cigarrillos y repasar el contenido de mi mochila. Cuatro botes de gasolina para encendedores, cuatro bolsas de un kilo de sal, un detector de electromagnetismo, linterna, cargadores de repuesto, palanca, bocadillo de tortilla, unos clavos de hierro y una petaca con whisky. La tortilla era de patata con cebolla.
-Supongo que estáis seguros de lo que vamos a hacer -pregunté mientras les alargaba la petaca.
-Claro, no se preocupe -el sargento al mando dio un buen trago y la pasó a su compañera-, conocemos el camino.
Miré hacia abajo, que es el único punto al que se puede mirar desde allí. La explanada, la luz de la luna llena, la basílica, los cientos de tipos cabreados acampados en ella y el entorno natural, que el arquitecto Mendez definió como “un valle bravo y recio, en modo de garganta bellísimamente dispuesta” y que a mí me parecía la puerta de Minas Morgul, formaban un conjunto capaz de sobrecoger y emocionar a cualquiera, más allá de las ideas políticas que cada uno tenga.
Claro que yo no tengo ninguna. De hecho, estoy bastante a salvo de esas consideraciones en cualquier ambiente; no sé en qué bando estuvieron mis abuelos, ni si lo hicieron de forma voluntaria u obligados por las circunstancias; no sé si mi familia fue de las que ganó o perdió la Guerra Civil; no sé si cavaron tumbas en las cunetas o fueron enterrados en ellas.
Hace ya varios años que morí. Al volver a la vida, dotado de ciertas capacidades que superan a lo humano, empecé a trabajar en esto de combatir monstruos, y lo hice sin más recuerdos que el día de mi regreso. Aquello fue más o menos... bueno, no quiero desviarme del tema. Ya contaré en otro momento lo de mi resurrección.
Después de apurar mi whisky, el sargento me guió a través de la base del complejo, mientras su compañera tomaba posición en el exterior, junto a otro agente equipado con prismáticos que ya estaba allí, armada con un Accuracy AXMC 338, un cacharro de calibre 7,62 que, en manos de un experto, puede abatir a una mosca a un kilómetro largo.
-Supongo que sabe usted manejar ese cacharro, agente -dije antes de irme.
-Supongo que no se ha fijado usted en todas sus medallas y distinciones -dijo el sargento, algo mosqueado-. Es la mejor tiradora de precisión que puede encontrar.
-¿Sería un chiste malo decir que es... francotiradora? -sugerí.
Ella habló sin abandonar la posición de decúbito supino.
-Nosotros no somos francotiradores. Un francotirador, según nuestra doctrina, es una persona que no está adscrita a ningún Ejercito y que combate por medios e iniciativa propias, nadie le dice ni ordena lo que tiene que hacer. No combate según la reglas de enfrentamiento de una coalición o un Ejército regular. Nosotros estamos aquí para defender la ley y a los ciudadanos, siguiendo las órdenes del poder legítimo hasta sus últimas consecuencias.
-Vale -me sentí algo incómodo. A fin de cuentas, aquellos agentes sólo trataban de cumplir con su deber. Y yo estaba allí, haciendo bromas, por un montón de billetes. No me molesta que me llamen mercenario, es lo que soy, pero entiendo que a ellos, capaces de sacrificarlo todo por sus ideales, les moleste la comparación-. Les pido disculpas a los tres.
Ninguno de ellos respondió, pero pude atisbar un leve estremecimiento bajo los bigotazos del sargento. Tal vez fue una sonrisa.

Muy pocas personas saben, aunque no es ningún secreto, que el Valle de los Caídos alberga las instalaciones del Laboratorio de Geodinámica Externa. Tres complejos situados en gran parte bajo la basílica, formados por un laboratorio de mareas terrestres, un laboratorio de gravedad absoluta y una línea de calibración de gravímetros. Instalaciones complejas que aprovechan la excelente situación y condiciones del valle para... bueno, para investigar cosas.
Eso resultó ser una suerte para mí, que ya me veía lanzándome en paracaídas desde lo alto de la cruz o infiltrándome a saber cómo entre los cientos de manifestantes acampados en los alrededores. Gracias al sargento y a que las instalaciones científicas estaban vacías por lo de la exhumación, pude atravesar discretamente cientos de metros de túneles hasta llegar a mi punto de entrada; el crucero de la basílica.
Sí, las instalaciones, dependientes del CSIC, se encuentran justo debajo de la basílica y comunican con la base de la cruz y otros puntos del valle, y permiten a quienes conozcan su complejo entramado la posibilidad de moverse con toda discreción por esa roca horadada de secretos. Si no es el recorrido más alucinante que he hecho en mi vida, poco le falta. Caminar por allí, en la casi completa oscuridad que sólo las luces de emergencia desafiaban, siguiendo las anchas espaldas de mi guía, tenía ya mucho de aventura. No lo suficiente como para impresionar a alguien de mi talante y experiencia, pero mucho. Dejar que mi visión en segundo plano y mi conciencia expandida despertasen, siquiera en parte, era casi suicida. Terrible, si tenemos en cuenta que los más de treintamil muertos que alberga el valle son, según distitnas fuentes, en realidad setenta mil. Y que muchos creen que están tan fusionados con el edificio que sería imposible separarlos de él. Hay quien dice que no sólo se enterró gente en la cripta, sino también en decenas de huecos y cimentaciones. Que muchos forman ya parte del propio edificio, y que los problemas de humedad han hecho que el agua mezcle y transporte los restos.
Aunque quizá no sea cierto. Lo cierto y verdad es que escuchaba en el fondo de mi conciencia los gritos que venían de las paredes, del suelo, del aire mismo; gritos y saludos orgullosos en algunos casos, almas que se sentían privilegiadas de estar allí porque ese era el símbolo supremo de que habían cumplido su deber; alaridos quejumbrosos en otros, que odiaban su encierro eterno, que sentían cómo su vida había sido robada por las circunstancias, por las creencias de quienes dirigían los ejércitos. No sé si existió reconciliación en la génesis del monumento, ni sé si lo construyó el revanchismo. No sé si sería mejor dinamitarlo desde los cimientos o glosarlo como símbolo de la historia. Sólo sé que hombres y mujeres, miles, decenas de miles, se vieron privados del derecho a elegir. Del derecho a vivir una vida que no determinase el capricho o la conveniencia de quienes ostentaban el poder. Estos cambiaban, cambian, de un día para otro. Y el humilde, el que sólo pretende ganarse el siguiente plato de lentejas, paga las consecuencias de no recordar qué himno conviene cantar en cada momento. Qué bandera es la correcta. Qué doctrina es la adecuada. Y no pretendo convencer a nadie de cuál es esa doctrina. A veces, como en aquellos túneles lóbregos, plagados de las últimas tecnologías pero cimentados en sangre y hueso, sólo quisiera que el resto del mundo percibiese lo que yo percibo. A veces sólo quisiera que todos y cada uno de nosotros nos viésemos, por un mintuo, solos en la última trinchera de la razón, sin saber si somos defensores o atacantes. Comprendiendo, tal vez, que somos personas. Tan simple y complicado como eso.

Claro que en la mayoría de las ocasiones me limito a cumplir con mi trabajo en silencio, coger la pasta y guiñarle el ojo a la chica mientras sonrío de medio lado. Nadie va a salvarnos, y yo menos que nadie. Tú sonríe, cabrón, tú, sonríe.

El sargento me ordenó detenerme con un gesto al llegar a un tramo de escaleras que parecían acabar en el techo del pasillo. Levantó después la loseta que daba acceso al crucero y me invitó a subir con un ademán.
-¿Usted no viene? -pregunté.
-Mis órdenes son escoltarle hasta aquí y esperar su regreso -me alargó un colgante con dos pulsadores-. Apriete el botón blanco para que le abra si todo va bien, o el negro si necesita ayuda urgente.
-Claro -musité-, y supongo que usted siempre cumple las órdenes.
-Mientras tenga aliento.
-Aquí hay como treintamil tíos que pensaban lo mismo -dije, tratando de picarle.
-Tal vez estamos aquí porque unos y otros tenían razón.
Joder con el filósofo, pensé. Pero como era el único capaz de sacarme de aquél laberinto una vez terminado mi trabajo, asentí con complicidad fingida y preparé la Jericó para una ensalada de plomo. Iba cargada con viruta salada, que es como llamo a la munición que contiene hierro y sal. La más efectiva contra espíritus, muertos vivientes, zombies y cuñados.
-Ya sabe qué hacer -dijo él-. Eche un vistazo, haga sus pruebas, no toque nada y no se deje ver.
-Tranquilo, sargento -dije sonriendo de medio lado-, seré tan discreto que ni desplazaré el aire a mi paso.
Me deslicé por la trampilla y rodé para alejarme. Ninguna luz me acompañaba. Lo normal.

Desde el centro del crucero se puede ver un altar de granito impresionante, presidido por un Cristo crucificado del escultor Julio Beovide y policromado por Zuloaga. Es la leche. Y en aquel momento, al igual que durante la celebración de la misa, las únicas luces de la estancia estaban centradas en él. O Él, para los creyentes. Estuve a punto de meterle dos balas en el pecho antes de darme cuenta de que no estaba vivo.
Me arrastré hacia el presbiterio, sin quitar ojo a las cuatro figuras de bronce que representan a cuatro arcángeles, y que están hechas a partir del bronce de cañones de guerra, como símbolo de que ésta había terminado. Felizmente para unos, tristemente para los muertos de cualquier bando.
Apenas tuve tiempo de esconderme tras el altar de granito, ante el que se sitúan las tumbas de Franco y Primo de Rivera, cuando los monjes entraron en silenciosa procesión.
Por lo que me había contado mi escolta mientras atravesábamos los túneles, ese era el punto fuerte de la actividad paranormal. Los agentes habían tenido esa extraña sensación de ser observados por las estatuas, y notado un frío súbito y excesivo en los puntos situados entre el altar y las lápidas. Algunos decían haber escuchado voces, como susurros agudos y rápidos compleamente ininteligibles. Las flores que había a la vista estaban marchitas, como si llevasen allí meses, y su olor dulzón impregnaba el aire. Mientras un grupo de monjes, o al menos de hombres vestidos con hábito, entraba en lenta y silenciosa procesión, conecte mi CEM para detectar la energía electromagnética que suele acompañar a los espíritus. Los números empezaron a subir a toda velocidad, hasta que la pantalla parpadeó, la luz del display tililó y una grieta, acompañada de un leve crujido, rompió la carcasa del cacharro.
-Joder -musité. Nunca había encontrado una manifestación tan fuerte-. Me parece que he llegado justo a tiempo.
Media docena de monjes habían formado un semicírculo frente a la tumba de Franco, dando la espalda a Jose Antonio. Otro, supuse que el jefe de la cuadrilla, estaba frente a ellos, con la lápida en medio. Los seis en semicírculo portaban grandes velas, y el otro portaba un libro voluminoso y de aspecto antiguo. La cosa se parecía demasiado a una invocación de película ochentera, así que dejé los restos del CEM en el suelo y saqué de mi bota la daga Matamuertos, que rescaté hace tiempo en una tumba romana y que puede herir a vivos y muertos por igual.
Resultaba evidente que se estaba poniendo en marcha algún tipo de ritual, seguramente precipitado por los acontecimientos. Aquellos tipos sabían que era la última noche de que disponían antes de que la exhumación se llevase a término.
-¡Ph’nglui mglw nafh Francisco R’lyeh wgah’nagl fhtagn! -rugió la voz, potente aunque algo amanerada, del monje -, ¡l’a k’nark Franco kyr’w qu’ra cylth drehm’n El-aL U’gnya kraayn!
Ya no cabía ninguna duda. Aquél loco estaba utilizando una antigua invocación para traer de vuelta al ocupante de la tumba. La atmósfera pareció condensarse, y un horror atávico, hebefrénico, lisérgico y más adjetivos pedantes, se filtró por cada poro de mi piel. Cualquiera en su sano juicio habría tenido un ataque de locura al percibir simplemente la magia que llenaba la estancia, aunque sus terríficos efectos aún no fuesen visibles. Pero yo no soy cualquiera y sólo me acojoné un poco.
Usando ese miedo, el chorro de adrenalina que me recorrió, como un impulso, salté limpiamente el altar con la daga en la mano derecha y la Jericó en la izquierda, y corrí hacia el invocador mientras él continuaba con su conjuro.
-¡V’kresn vuy-kn grany’h arksh ty’h nzal’s naaghs wh’rag-ngla oth’e tryn-yaJ El-da...!
Mi primer disparo interrumpió el hechizo, aunque el proyectil no alcanzó su objetivo, y el grupo me miró durante un segundo, antes de salir corriendo en todas direcciones. No se lo reprocho, claro. Un tío armado, gritando a todo pulmón y disparando a lo loco impresiona bastante, que es lo que yo esperaba.
Pero el jefe de la cuadrilla contaba con más redaños. Vencido o convencido, el tipo tenía intención de seguir hasta el final. Supongo que la gente con convicción es la más peligrosa.
Mi segundo disparo arrancó lascas de piedra del suelo, a sus pies, pero no dio un paso atrás y siguió con su oración, mientras uno de los acólitos, tal vez contagiado del valor de su jefe, se lanzaba a por mí. Me dejé caer sobre las rodillas, aprovechando mi impulso para deslizarme, y le rajé el estómago sin detenerme. Muy Kill Bill, la verdad. Disparé otras tres veces al jefe antes de pararme y volver a ponerme en pie. Una bala alcanzó su pecho y otra destrozó el libro, y la sangre se mezcló con un humo aceitoso, de color óxido, que surgió de las antiguas páginas. Aquello no podía ser bueno.
El humo surgió más rápido y denso, formando una nube sobre el cuerpo yacente del sacerdote, y se contrajo sobre sí mismo para después explotar en ocho haces tentaculares que atravesaron la estancia a toda velocidad mientras el grueso libro empezaba a arder. Cuatro de los sacerdotes fueron alcanzados, y dos haces más se metieron entre las rendijas de la lápida, que de inmediato empezó a temblar y sacudirse.
No perdí el tiempo viendo qué ocurría con los sacerdotes, que temblaban como derviches epilépticos, y vacié el cargador disparando contra ellos. Mientras lo hacía pude ver cómo sus rostros cambiaban, su aspecto caucásico mutado en piel oscura y rasgos africanos, su anterior mirada aterrorizada transmutándose en odio salvaje y furia decidida. Conseguí abatir a dos de ellos antes de que se me acabaran las balas, y sin tiempo para recargar, enfrenté a los otros dos daga en mano.
Ellos me atacaron con las manos desnudas, sin miedo, sin restricciones, y su entusiasmo creció cuando un crujido de piedra rota, seguido de un grito agudo, llenó la cámara.
-¡Valientes soldados marroquíes, os prometo que cuando acabe la contienda, a los mutilados os daré un bastón de oro!
Aunque la voz parecía emanar de un dibujo animado que respirase helio, los invocados rugieron de alegría al escucharla, redoblando la fiereza de su ataque. Uno logró encajar una patada en mis costillas, y el otro aprovechó mi desconcierto para darme dos rápidos puñetazos en la mandíbula que me hicieron caer al suelo, sangrando por el labio roto. Me revolví; sabía que en aquella lucha no habría segundas oportunidades ni piedad. Lancé una coz que alcanzó al primero en la rodilla, haciéndole caer, y le agarré por el cuello, atenazando su nuez. Era como agarrar nieve prensada, un tacto a medio camino entre la carne del huesped y el frío etéreo del fantasma ocupante, pero aguanté y usé su cuerpo para cubrirme del ataque de su compañero. Este intentó rodearle, que era lo que yo esperaba, y rodé por el suelo hacia el otro lado, poniéndome en pie y corriendo hacia el altar. Me persiguieron de cerca, rugiendo, hasta que llegué al ara de piedra, apoyé en ella mi pie izquierdo y lancé el derecho hacia arriba mientras encorvaba la espalda. Un limpio salto mortal hacia atrás, que hizo que aterrizase justo detrás de ellos. Degollé al primero antes de incorporarme del todo, y clavé la Matamuertos en el costado del segundo mientras aún estaba girando el cuerpo para buscarme.
Miré a mi alrededor, tratando de recuperar el aliento, e introduje un nuevo cargador en Jericó. El suelo estaba agrietado en varios puntos por las balas y la energía mágica desatada, y los cadáveres dejaban charchos de sangre aquí y allá. El olor a flores pútridas era asfixiante, así que encendí un cigarrillo para paliarlo. Junto a la tumba, el libro mágico seguía ardiendo, oscureciendo el mármol, y los cuerpos de los cuatro poseídos se deshacían en charcos de carne y fantasmocos, que es como llamo al ectoplasma.
-Tan discreto que ni desplazaré el aire a mi paso -me dije-. Anda que va a estar contento el sargento...

Me asomé a la tumba mientras sacaba la sal y la gasolina de mi mochila. Estaba claro que el hechizo había tenido un éxito parcial, devolviendo a los restos algo parecido a la vida, pero no la fuerza ni la salud que el hechicero esperaría. Su agonía era infinita, y de su boca surgía una voz quejumbrosa, de anciano deshecho, que farfullaba algo sobre un contubernio que honraba a no sé quién y envilecía a no sé qué otros, mientras sus miembros sufrían espasmos de dolor. Pensé que, apenas media hora antes, muchos de los que estaban en la plaza habrían aplaudido que me deshiciera del cuerpo, y muchos otros me habrían impedido tocarlo. Tal vez algunos cambiarían de opinión al ver lo que yo veía. Tal vez algunos deseasen que lo dejase así, en eterna agonía, y otros me pedirían ahora que pusiera fin a ese sufrimiento. Me gustaría pensar que todos ellos opinarían teniendo en cuenta sólo el sufrimiento de un alma y no llevados por el fanatismo o el revanchismo.
-¿Y qué habrías hecho tú con tus enemigos, de verlos así? -pregunté mientras hacía lo mío con la sal y la gasolina.
Usé el libro mágico, aún en llamas, y volví a la trampilla, pulsando el botón para que el sargento me sacase de allí.

Las tareas de limpieza y la posterior exhumación se llevaron a cabo sin mi intervención. Presenté un informe y volví a mi habitación, siguiendo el resto de la historia por los periódicos. Nada tenía que ver con el resto de la historia, aunque conociese su verdad más que tertulianos, periodistas y líderes políticos. Aunque aquella verdad no me ofreciese respuestas a las preguntas que me hice junto a la tumba. Casi nunca hay respuestas absolutas, y casi nunca nos hacemos las preguntas adecuadas, me dije mientras seguía las noticias por la televisión del bar y bebía un whisky que hacía arder mi labio roto. De todas formas, más allá de eso, el caso estaba cerrado.

Si quieres saber más sobre el detective Jonathan Silencio, lo tienes aquí



2 comentarios:

  1. Ya sabes ,paciente escritor que este no es mi genero favorito ,pero no puedo negar que Silencio le da un puntito .Por otra parte no me cabe la menor duda que con relatos como este conseguiras muchos nuevos amigos ...jajaja.
    Resumiendo mi opinion sobre el relato en una frase :
    OLE TUS HUEVOS.

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    1. Muchas gracias :) De momento al menos no ha habido comentarios negativos ni exaltados, la verdad. Y si he conseguido que disfrutes ese puntito de Silencio, me doy por muy satisfecho.

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Ya podéis comentar tranquilos, sin palabras ilegibles ni más trámites. No os cortéis, vuestras opiniones me vienen muy bien.

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