ESPERÁBAMOS
SU VISITA.
Marisol
aparcó junto al Centro de Recepción de Visitantes, regalándose
unos segundos para contemplar el impresionante castillo de la Mota,
aquél que había acompañado sus sueños infantiles de ser princesa,
vigilado sus primeros besos y botellones en los pinares circundantes,
e inspirado su carrera en Historia del Arte cuando llegó el momento
de tomarse la vida en serio.
Desde
el coche no podía ver la parte superior de la torre del homenaje,
situada a cuarenta metros de altura, pero eso podía esperar. Lo
primero, primero.
Sacó
su teléfono móvil y llamó al Centro de Recepción, reservando
dieciocho de las veinte plazas para la visita teatralizada a la torre
del mes siguiente. Era octubre, temporada baja, así que no hubo
problemas para hacerlo, como ya esperaba. Cosas del destino.
Tras
formalizar la reserva y dar los datos de su tarjeta, Marisol bajó
del coche y entró en el Centro. La estructura de oscura madera
albergaba no sólo la recepción y tienda de regalos, sino también
unos interesantes restos neolíticos que se hallaron al cavar su
cimentación. Sobre dichos restos estaban los vestigios de algunos
antiguos silos para grano, de la época medieval. Siempre le había
sobrecogido el ciclo inagotable que llevaba a la humanidad a
asentarse en lugares como la Mota.
Casi
mil años atrás, alguien excavó los silos buscando un lugar seguro
donde guardar la cosecha, preservándola del acoso de sus enemigos y
las inclemencias del clima, para encontrarse paredes antiguas y
suelos de piedra que otros humanos construyeron milenios antes. Y
siglos después, los actuales pobladores se reencontraron con aquel
olvido.
“¿Quién
vendrá más tarde a desempolvar nuestros cimientos?”, se
preguntaba siempre.
-Hola
-saludó al llegar al mostrador-, venía para reservar dos pases para
la visita a la torre. Para el diecisiete de octubre.
-Uy,
pues por los pelos -dijo la simpática recepcionista sin necesidad de
consultar su ordenador-. Acabo de cerrar un grupo para entonces y
justo han sobrado dos...
La
muchacha sacó las dos entradas, que Marisol pagó en efectivo. Por
suerte, no parecía haberse dado cuenta de que la voz era la misma
que le habló por teléfono un minuto antes. Marisol se despidió,
contenta del buen desarrollo de su plan.
Paseó
alrededor del castillo, admirando su planta trapezoidal, su baluarte
de ladrillo mudejar que había desafiado a la artillería de un
imperio, su inquebrantable fortaleza, tachonada de grietas y muescas
provocadas por esa artillería. Piel antigua y sólida cuyas
cicatrices la hacían más hermosa, más fuerte y real. Seguro que a
Joaquín le encantaría la visita personalizada.
Joaquín
dejó su Audi A5 Sportback en el aparcamiento del hotel Villa de
Ferias.
Se
detuvo para encender un cigarrillo y observar la lejana silueta del
castillo de la Mota, vigilante eterno de la villa que dormía a sus
pies.
La
noche se le había echado encima en la carretera por culpa del
intenso tráfico y de un camión accidentado que le obligó a
desviarse, pero la visión de la fortaleza iluminada, suspendida en
apariencia en el aire nocturno, hizo que se alegrase. Aunque la
pequeña colina estaba habitada, las farolas de sus calles eran
apenas visibles. La luz anaranjada que ilumina el lienzo y la torre
del castillo lo convertían en algo ingrávido, un coloso etéreo que
se cernía sobre un mundo dormido. Aspiró con fuerza el humo del
cigarrillo y sintió un leve escalofrío. Había algo de hermoso pero
también de terrible en la imagen. Sacudió la cabeza, riéndose de
sí mismo, y entró en la cafetería del hotel.
Había
visitado varias veces la pequeña ciudad. Como profesor de Historia
del Arte, y en algunas excursiones particulares. Siempre merecía la
pena ver el castillo, la Colegiata y muchos otros monumentos que
adornaban sus calles, pero nunca pensó que lo haría en compañía
de una chica como Marisol.
Se
conocieron en la facultad. No fue su mejor alumna, pero sí la más
inquieta y divertida. Él, un joven profesor con la seguridad que da
poseer una inteligencia extraordinaria y tener el respaldo de una
familia adinerada; ella, una becaria ambiciosa y dispuesta a discutir
por todo. La diferencia de edad, llamativa pero no escandalosa. Fue
difícil que Joaquín no perdiese los papeles en un par de ocasiones,
iniciando una relación que ella evidenciaba desear, y que habría
ido contra los principios del maestro y las reglas de la Facultad.
Ahora
había pasado el tiempo, Marisol ya no era su alumna, y el destino o
la casualidad les habían reunido de nuevo en un proyecto de
investigación sobre el antiguo Palacio Testamentario de Medina del
Campo, donde había muerto Isabel la Católica.
La
atracción seguía siendo fuerte, la ocasión era inmejorable, y
ambos decidieron pasar juntos el fin de semana anterior al inicio de
los trabajos. Marisol le había invitado a visitar el castillo,
restaurado en los últimos años, y disfrutar de las visitas
teatralizadas que ahora ofrecía. Eso sería al día siguiente, por
supuesto. Esta noche sólo tenía que darse una buena ducha, ponerse
guapo y cenar con ella en el comedor del hotel.
Echó
una última mirada a la ciclópea torre, achacando el escalofrío que
le sobrevino a los nervios que le producía tener una cita tras tanto
tiempo de celibato y soledad. ¿Qué otra cosa iba a ser?
Llegaron
hasta el castillo paseando, pese a que el frío parecía filtrarse
por cada poro descubierto. Ambos tenían guantes, y ambos los habían
dejado en los bolsillos de sus abrigos, disfrutando del tacto de la
mano del otro, entrelazados en una ilusión nueva. Cruzaron el patio
diez minutos antes de la hora de inicio de la visita. Los dos
conocían muy bien el resto del monumento y no les valía la pena
pasar frío recorriendo el exterior.
Habían
pasado la noche juntos, disfrutando de la tímida complicidad y del
deseo aplazado, descubriéndose palmo a palmo hasta que la luna se
retiró, tal vez agotada de tanto mirar. Después, Marisol se había
dormido, la cabeza sobre el pecho de Joaquín, y él había intentado
hacerlo. Pero algo, unos nervios nuevos y desconocidos que la pasión
no había calmado, le mantuvo despierto hasta el amanecer.
El
paseo le había tranquilizado, la suave risa y la conversación
imparable de ella le distrajeron, y aún así sentía una fría
inquietud al llegar la pie de la lujosa escalera que llevaba al
interior de la torre. Lo achacó de nuevo a la falta de costumbre,
aunque no pudo evitar la sensación de que entre aquellos muros hacía
mucho más frío que en la calle.
-Hola
-saludó una de las guías del castillo, bajando la escalera-, soy
Araceli, bienvenidos al castillo de la Mota ¿Venís para la visita
de las doce?
-Hola,
buenos días -Marisol sacó de su bolso las entradas-. Sí, somos
nosotros.
-Vale,
genial. Empezará en unos minutos. Es que estamos esperando al resto
del grupo, que tenía concertada la misma visita, pero no han llegado
aún...
Marisol
sonrió. Su teléfono móvil, en modo silencio, había vibrado varias
veces desde que llegaron. La organización preocupándose por el
ficticio grupo, supuso. Pero aquél día la torre era sólo suya, y
la visita resultaría inolvidable.
-Claro,
esperamos, tranquila.
-Siento
el frío y la espera -se excuso la joven-. De verdad que si no
llegan, en cinco minutos empezamos. La visita es teatralizada, como
saben. Uno de los actores les recibirá aquí mismo, al pie de esta
escalera, que es una réplica de la del hospital de la Latina, en
Madrid, al igual que nuestra portada gótica. Después irán
ascendiendo y los actores les contarán muchos más detalles.
-Genial,
estoy deseando verlo -dijo Joaquín, tratando de sonreír pese al
nudo que crecía en su estómago.
-Voy
a comprobar si llega el grupo y en un minuto empezamos. Siento de
verdad la espera -dijo la guía, retirándose hacia la entrada del
patio.
-La
gente no tiene formalidad -se quejó Joaquín cuando la perdieron de
vista.
-Pobre,
no es culpa suya. Es muy maja.
Él
sonrío y le robó un rápido beso.
-Lo
digo por los del grupo, tonta.
-Esperábamos
su visita -dijo una voz de mujer surgida de la umbría escalera-.
Sean bienvenidos, señores.
Marisol
y Joaquín dieron un pequeño salto atrás, asustados. Unos escalones
por encima de ellos había una mujer, alta y morena, vestida de
blanco, reflejando la luz tenue de las escasas bombillas en sus
brocados y puntillas, como flotando sobre la piedra con la solemnidad
de una luna naciente.
La
ilusión pasó al sonreír ella mientras bajaba otro escalón,
invitándolos a subir mientras les daba la bienvenida como si ellos
fuesen ricos comerciantes de Flandes, llegados a Medina del Campo
para participar en sus ferias comerciales, tal y como ocurría en el
siglo XVI.
La
mujer se presentó como doña Beatriz, guardesa de la fortaleza, y
les contó, mientras llegaban a la primera de las cinco plantas de la
torre, que su esposo, don Fernando, les atendería en seguida,
disculpando su tardanza por estar él preocupado en asuntos relativos
al inventario de las bodegas. El tono de sorna y los gestos pícaros
de la actriz sugerían claramente que don Fernando estaría catando
los vinos, y que esa era una costumbre habitual en él.
-Qué
bien lo hace -susurró Joaquín al oído de Marisol-, y qué
vestuario tan realista y detallado.
-Ya
te dije que te gustaría. Se lo curran mucho.
Marisol
estaba encantada. Había conseguido una visita única, con todo el
encanto de la actividad para turistas pero mucho más exclusiva. Al
salir, explicaría a Joaquín su maniobra para que él valorase aún
más la experiencia.
Doña
Beatriz mantuvo abierta la puerta para que la pareja pasase,
contándoles algunos detalles sobre la arquitectura de la torre, sus
muros de ladrillo con un espesor de más de tres metros en algunos
puntos y su planta octogonal de boveda plana, que en cada nuevo piso
cambiaba el número de sus lados. Cerró la puerta tras ellos,
quejándose de las corrientes de aire y lo que costaba calentar las
estancias como haría cualquier ama de casa. Los visitantes sonrieron
mientras avanzaban, cogidos de la mano, hacia la siguiente escalera.
Las
luces eléctricas parpadearon, zumbando como moscas ansiosas, y los
tres se detuvieron un momento. Joaquín creyó escuchar un crujido de
llaves viejas a su espalda y miró hacia la pesada puerta. No, seguro
que había sido el crepitar de las luces.
Desde
la escalera de la segunda planta llegó el sonido de pasos
apresurados, y apareció un hombre joven, ataviado con una rica
camisa blanca, jubón y calzas, todo ello de noble tejido pero
llevado con descuido. Incluso se veían algunas manchas de vino tinto
en la pechera.
-Ya
estás aquí -dijo doña Beatriz con voz alegre, acercándose a su
marido-. Poca vergüenza tienes para dejarme a mí recibiendo a
nuestras nobles visitas mientras tú te pierdes entre los toneles,
mal hombre.
Lo
dijo en un susurro fingido, destinado a ser escuchado por los
turistas, y él contestó en el mismo tono.
-Mi
señora, es responsabilidad de un buen anfitrión elegir los mejores
caldos para agasajar convenientemente a nuestros ilustres invitados,
y en ello sacrificaba un tiempo que, sin duda, preferiría pasar
entre vuestros brazos.
-Malandrín
-dijo ella, dándole una fuerte palmada en el pecho.
-Estrella
de mi cielo -dijo él, zalamero.
-Desgraciado
-una nueva palmada, más suave, casi cariñosa.
-Sólo
cuando mis ojos no te contemplan.
La
pareja se besó apasionadamente mientras Marisol y Joaquín sonreían
ante la representación. Beatriz y Fernando hacían un gran papel de
matrimonio que se quiere y no se soporta, y la picaresca complicidad
que exhibían resultaba divertida. Tras el beso, ella abofeteó a
Fernando, tachándole de descarado, y se retiró escaleras arriba.
-Ah,
mujeres -se quejó el joven, pasándose la mano por su recia perilla
negra-. En qué pensaría Dios nuestro señor al arrancarnos la
costilla, si con ella se llevó tanto de nuestro discernimiento.
Marisol
y Joaquín rieron de nuevo.
-Sigamos
con el recorrido de vuestro nuevo hogar, mis señores -dijo el
actor-. ¿Es esta la primera vez que visitáis tierras castellanas?
-Yo
soy de aquí -dijo Marisol-, y él de Granada, pero sus antepasados
eran castellanos, ¿a que sí?
Joaquín
asintió, encantado de participar en una visita tan interactiva.
-Estoy
investigando mi genealogía -explicó- y aunque no estoy muy seguro,
creo que mis raíces están aquí o en Zamora, en la zona de Toro.
Fernando
señaló con un ademán la escalera y empezó a subir, seguido de los
visitantes.
-Tenéis
sin duda el porte de un buen castellano, nuestra frente noble y
nuestra sobria hombría. Apostaría las rentas de este castillo, si
fuese mío, a que vuestro linaje procede de estas tierras en las que
Dios dejó su firma.
Siguió
contándoles la historia de Medina, haciéndolo en tiempo presente,
como si estuviesen en esos años del siglo XVI en que, fallecida la
reina Isabel, el emperador alemán don Carlos llegó a gobernar las
Españas. Llegaron a la segunda planta mientras Fernando explicaba
cómo la llegada del rey Carlos, con sus leyes alemanas y sus
costumbres extranjeras, provocó un enfrentamiento armado contra el
pueblo castellano que la historia conocería como Guerra de los
Comuneros.
Las
escaleras eran estrechas, irregulares, con unos escalones más altos
o anchos que los otros. Una de las muchas medidas defensivas que
confundían y retrasaban el avance de cualquier invasor. Marisol
tropezó al fallar de nuevo las luces, y habría caído de no
sujetarla Joaquín.
-Cuidad
dónde ponéis los pies, mi señora -dijo el actor en tono
preocupado-, sería lástima que tuviéramos que detenernos antes de
llegar a la torre del caballero, cúspide y culmen de esta
estructura, desde donde podréis ver el mundo todo como nunca antes
lo vistéis.
Araceli
llegó a la puerta del patio mientras llamaba al Centro de Recepción
para comprobar si tenían noticias del grupo. Se giró hacia la
escalera noble justo a tiempo de ver a los dos turistas iniciando el
ascenso, precedidos por una figura blanca y difusa, apenas percibida
entre la balaustrada. La joven guía pensó que los actores habían
empezado la visita puntualmente, y se sintió algo molesta porque no
hubieran esperado la confirmación para hacerlo.
-Bueno
-se encogió de hombros-, seguro que la pareja lo pasa bien, con todo
el castillo para ellos solos.
Marisol
y Joaquín jadeaban ligeramente al llegar a la cuarta planta, poco
acostumbrados a escaleras tan empinadas y estrechas. Su anfitrión
les sonreía desde el rellano, animándoles a seguir.
-Reposaremos
las piernas y los corazones en esta estancia, mis señores -dijo al
abrir-, donde el gran César Borgia, que el diablo lo guarde en
profundo abismo, estuvo preso tras su enfrentamiento con el Papa y su
traición a nuestros Reyes Católicos. Cuentan que César, tan
malvado como valiente, escapó descolgándose por la ventana que
ahora veréis, y que sucedió esto en una noche de octubre de 1506,
sin que los más de treinta metros de altura doblegasen el valor de
nuestro fugitivo.
Entraron
en la estancia, encontrando a doña Beatriz que, sentada en el
alféizar de la ventana, bordaba aprovechando la tibia luz del sol de
octubre.
A
Joaquín le sobrecogió la belleza de la escena; la luz parecía
enmarcar y a la vez atravesar los blancos ropajes, como si la mujer
no estuviese presente del todo, como si sólo el rostro, enmarcado
por los negros cabellos, fuese del todo real. Allí, flotando en su
rayo de luz, parecía tan eterna y antigua como el mismo castillo,
presa de un hechizo sin tiempo.
-¡Ah,
aquí está la luz de mis ojos! -exclamó don Fernando-. Querida,
deja esos bordados y sírvenos una copa de vino de Rueda, que mi
garganta se seca de tanto contar las hazañas de nuestro tiempo, y la
subida por esos escalones ha dejado sin aliento a nuestros amigos.
-Cualquier
excusa te parece buena para remojar tu lengua mentirosa -se quejó
ella, dejando el bordado sobre el alfeizar y sirviendo el vino, que
esperaba sobre una mesa cercana, junto a cuatro copas.
Los
dos visitantes, embriagados por el entorno y distraídos por la
representación, no se extrañaron de que hubiese una bandeja con
cuatro copas cuando la visita estaba prevista para un grupo de veinte
personas, limitándose a disfrutar del refrigerio mientras doña
Beatriz y don Fernando les contaban la historia del gran incendio de
Medina.
Araceli
regresó al patio para tomar un café. Aunque el Centro disponía de
varias máquinas expendedoras, el personal de limpieza tenía una
cafetera de verdad y siempre había de sobra para todos.
Se
extrañó al encontrarse allí con los actores que encarnaban a doña
Beatriz y don Fernando, cómodamente sentados a la mesa.
-¿Ya
habéis terminado la visita? -preguntó.
-Si
no ha ido nadie -dijo Fernando-, el grupo no se ha presentado.
-Pero...
pero la pareja... si te he visto subir con ellos -dijo, mirando a la
mujer.
-¿A
mí? -se extrañó ella-. Yo he estado con éste todo el rato. Nos
habéis dicho que el grupo no venía y hemos aprovechado para echar
un café.
-Pues
yo he visto a alguien subir con ellos, y llevaba un vestido blanco.
Araceli
se dirigía ya hacia la puerta mientras hablaba, seguida de los
actores.
-Alguien
se ha colado -se quejó Fernando-, llama al de Seguridad por si
acaso.
Los
tres cruzaron el patio apresuradamente en dirección a la torre.
Las
luces volvieron a parpadear, apagándose definitivamente, mientras
don Fernando contaba cómo, en la Guerra de los Comuneros, la
fortaleza de Medina del Campo había sido guardiana de la artillería
real; en aquel año de 1520 del que los actores hablaban como si
hubiese sido ayer, las tropas del rey Carlos tenían intención de
atacar Segovia, plaza fuerte del ejército rebelde, cuyos ciudadanos
habían ejecutado sumariamente a Rodrigo de Tordesillas, procurador
en las cortes.
Así,
siguió narrando doña Beatriz mientras don Fernando encendía
algunas velas y una linterna sorda, un ejército de mil quinientos
hombres llegó a Medina del Campo para recoger esa artillería y
usarla en el ataque, ya que la ciudad de Segovia estaba bien
defendida por milicias llegadas de Toledo y Madrid, y sus líderes,
Padilla, Zapata y Bravo, no tenían intención de acatar la autoridad
de un rey extranjero. Los medinenses, que en su mayoría apoyaban la
lucha por la libertad, colocaron barricadas en los puntos
principales, negándose a entregar los cañones y plantando cara al
invasor.
Terminado
el vino y alumbrados sólo por la vieja linterna, los cuatro subieron
el último tramo de escaleras hasta llegar a la azotea. Las sombras
danzando lentamente y el frío, que no hacía más que aumentar,
provocaron la incomodidad de Joaquín, que estaba cada vez más
tenso, más agobiado, mientras Fernando retomaba la narración y les
contaba cómo las tropas reales, ante la resistencia de los
medinenses, decidieron tomar medidas drásticas. La voz del actor
adquirió un tinte profundo, cavernoso, que Joaquín achacó a la
extraña acústica de las escaleras, aquí más empinadas y
estrechas, hasta que salieron juntos a la azotea. Por un momento, el
espectacular paisaje hizo que olvidase su aprensión, y tomando de la
mano a Marisol, caminó hasta las almenas, disfrutando de una
panorámica increíble de la villa de Medina, sus campos y hasta
algunos de los pueblos cercanos, caminos antiguos que atravesaban los
pinares como si fueran las venas de la tierra y manchas pardas,
amarillas y verdosas tapizando de cultivos el paisaje.
-Mi
señor Joaquín -dijo doña Beatriz con tono suave-, nos contásteis
a vuestra llegada que vuestro noble linaje podría tener origen en
estas tierras.
-Así
es -dijo él, mientras caminaba con Marisol junto a las almenas,
disfrutando las vistas.
-También
Antonio de Fonseca, uno de los capitanes del ejército sitiador,
procedía de Toro -comentó don Fernando-. Cuando los medinenses se
empecinaron en guardar para sí la artillería, fue este Antonio de
Fonseca quien negoció con nosotros, adulándonos primero,
amenazándonos después, y decidiendo finalmente prender fuego a las
calles y almacenes de la villa, sumiéndola en la muerte y la ruina
más profundas.
Joaquín
y Marisol miraban el patio del castillo, que en ese momento cruzaban
tres personas a paso rápido. Reconocieron a la guía que les había
recibido, aunque su sorpresa vino al fijarse en los otros dos, un
hombre y una mujer ataviados como sus anfitriones, que desde aquella
altura inmensa parecían versiones en miniatura de éstos.
-Imaginad
-dijo la voz de doña Beatriz, sollozando- el dolor, la ira y la
impotencia de los jóvenes señores del castillo, cuya protección y
cuidado les había encomendado esta ciudad que ahora arde por la
crueldad de los ejércitos reales.
-Imaginad
-siguió Fernando- la desesperación de ver cómo arde todo lo que se
ama, la rabia de esos jóvenes, enamorados, felices hasta entonces,
que en una sola tarde de agosto quedaron sin futuro, despojados de
tierras y honores, proscritos ante el rey, ciudadanos de una villa
arruinada.
Joaquín
y Marisol se giraron lentamente, como si el vino, el frío u otra
fuerza extraña les atontase, entorpeciendo sus movimientos. Sus
anfitriones eran ahora dos cuerpos antiguos, deformados, cuya piel
grisácea aparecía reventada, sus ricos paños cubiertos de sangre y
tierra, sus rostros jóvenes enmohecidos y desecados por el tiempo.
-Imaginad
cómo el dolor les llevó a cometer el mayor de los pecados contra
Dios y los hombres, y cómo ambos, juntos, saltaron desde estas
almenas buscando en la muerte el consuelo que la vida les había
robado.
-Imaginad
-dijo la boca muerta de Beatriz- cuánto hemos tenido que esperar
para que el último de los Fonseca regrese a nosotros.
Antes
de que Joaquín pudiese decir nada, los dos espectros dieron un paso
al frente, las manos extendidas, empujando con fuerza a la pareja.
Araceli
y los actores llegaban al pie de las escaleras cuando los gritos les
hicieron detenerse y mirar hacia el patio. Nada pudieron hacer,
excepto sobrecogerse al escuchar el crujido húmedo de los cuerpos
estrellándose contra las viejas piedras.
Acabo de llegar. Ponme un cafelito que vengo a leer😍
ResponderEliminarMaravilloso. Me supo a pastel de manzana caliente durante un buen rato. No diré más para no revelar el desenlace.
ResponderEliminarBravísimo, amigo mío.
Me alegro de que te haya gustado :)
EliminarMagnífico relato con tintes clásicos de las historias de fantasmas, pero conservando ese estilo de narrar tan tuyo, me encantaría también escucharlo.
ResponderEliminarPues probaré a pasarlo a audiorelato. Gracias.
EliminarPues este relato además de estar bien escrito enseña cosas muy interesantes sobre historia y, por si fuera poco, nos sorprende con un giro inesperado al final.
ResponderEliminarEn definitiva, muy recomendable.
Muchas gracias. La mayoría de los detalles históricos son ciertos. Alguna licencia narrativa hay, claro, pero ya sabes, es divertido.
EliminarMuy bueno! Y una gran lección de historia medinense. Enhorabuena, Jose.
ResponderEliminarPor cierto, una curiosidad: si es el Antonio de Fonseca de Toro su mujer era Isabel Freyre, la supuesta amada de Garcilaso de la Vega.
Gracias, profe. Es que nuestra historia da para mucho, jeje.
EliminarApunto el dato de Isabel, lo desconocía.
Magnífico relato. Gracias👏👏😘
ResponderEliminarMil gracias a ti
EliminarQue pasada me a encantado la historia más o menos la conocía pero ese final inesperado es magnífico
ResponderEliminarGracias, compañero :)
EliminarMe ha atrapado desde el principio y según el discurrir de su lectura iba presintiendo algún desenlace inesperado, pero el final me ha parecido sublime, máxime cuando, a pesar de ser medinenses mis ascendentes y cuantiosas mis visitas a Medina del Campo, no tenía conocimiento de tal historia.
ResponderEliminarSoberbio, primo Jose.
Gracias, primo. Una gozada compartir esta tierra y sus historias con vosotros. Un abrazo.
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