Tiene su origen en una anécdota que un compañero de Twitter, @Er_Killo_ , compartió en la red hace unos días.
Le doy las gracias por permitir que use su experiencia para convertirla en este humilde relato que quiero compartir contigo y que he llamado...
OTRA VEZ SERÁ
Apagó la luz cuando ella salió de la habitación, dejando que el
efecto calmante de las pastillas entumeciese sus agarrotados músculos
y le condujese a un sueño tranquilo. Había sido una mala semana,
dura en el trabajo, agitada en casa por las pesadillas del pequeño.
“Menuda herencia le dejo”, pensó Carlos por enésima vez.
Por suerte, Alicia seguía siendo un ángel capaz de apaciguar
tormentas. La parte egoísta de Carlos deseaba que ella durmiese a su
lado, que estuviese ahí cuando sus propias pesadillas le
despertasen, para decirle que todo estaba bien, para abrazarle y
acariciarle el rostro, espantando al espanto, conjurando un sueño
nuevo y dulce. Su otra parte, el padre protector, sabía que lo mejor
para los niños era tenerla cerca, al menos hasta que esas pesadillas
fuesen desapareciendo.
Su brazo izquierdo, el más cercano al interruptor de la lámpara de
noche, quedó laxo, deslizándose lentamente hasta que colgó fuera
de la cama. Sintió un desapego cada vez más acusado hacia su propio
cuerpo, y se durmió sin darse cuenta de que dormía.
El terror se acercó a hurtadillas, sólo una sombra que se separaba
de las demás sombras, esquivando los perdigones de luna que
atravesaban la persiana, sorteando toda luz mientras disminuía la
distancia hasta su mano desprotegida. Tal vez un ruido afilado, de
garra arañando el parquét, tal vez sólo un viejo instinto de macho
de la manada, despertaron una parte de su conciencia dormida. Ni
siquiera abrió los ojos, las pastillas de melatonina y el Orfidal no
se lo permitían, pero una mínima parte de su mente empezó a
percibir ese algo que se deslizaba y gritó con fuerza. La siguiente
señal de alarma fue el cálido y leve aliento sobre la palma de su
mano, algo que sólo la sensibilidad de esa parte en alerta de su
mente pudo notar. La caricia de una pluma no habría sido tan leve,
ni tan terrible el roce de una hoja afilada.
Carlos deseó despertar, y a la vez seguir dormido, ignorando el
aliento que pronto se convirtió en el húmedo tacto de un tentáculo
viscoso, o tal vez una lengua ansiosa por captar el sabor de su carne
indefensa. Una carne que sin duda probaría pronto el ser extraño,
garra y lengua, que se había deslizado hasta él entre las sombras.
La parte animal de su mente, la que aún era capaz de reaccionar,
gritó tan alto como pudo, sin que ese grito saliese de sus labios
dormidos. Una inyección de adrenalina recorrió su sangre a golpe de
corazón mientras aquella lengua húmeda y fría se deslizaba entre
sus dedos como los viscosos gusanos de la tumba que a todos nos
aguarda. Trató de mover el brazo, de levantarlo, de gritar para que
Alicia le escuchase y pusiera a salvo a los niños. El terror siguió
lamiendo, acariciando con pequeños dientes afilados que aún no
mordían su carne trémula, y Carlos supo que aquella bestia o
demonio le despedazaría antes de atacar a su familia.
Aquello fue lo que le hizo reaccionar. El miedo a morir era menor que
el miedo a perder a los suyos, y el instinto de protegerlos hizo que
por fin abriese los ojos, que moviese sus manos aún pesadas de sueño
para encender la luz y enfrentar al terror.
Sus gritos histéricos se unieron al ruido de la mesilla de noche al
caer, derribada a manotazos, del estruendo húmedo que produjo el
vaso de agua al estallar contra la pared, y del aullido frustrado que
el terror, aún en el suelo, aún hambriento, lanzó en protesta
contra sus movimientos confusos. Loco de miedo, Carlos agitó los
brazos y las piernas, sin saber si lo que oprimía su cuerpo y
dificultaba sus movimientos era la sábana, enredada por su convulsa
agitación, o los tentáculos y garras de aquél terror sin forma ni
nombre.
La luz del techo se encendió, rompiendo el hechizo del terror, y
Alicia, pálida y asustada, le preguntó desde la puerta qué pasaba.
Carlos pudo por fin sentarse en la cama y retirar las sábanas que le
atenazaban, y miró inmediatamente al suelo, donde Oris, el chihuahua
de la familia, temblaba encogido en un rincón. Carlos se pasó la
mano por el pelo, empapado en sudor frío, y tragó saliva antes de
contestar.
-Lo... lo siento, ha sido una pesadilla.
Al otro lado del pasillo se escuchaba el llanto inquieto de su hijo
menor, que se unía a los gañidos tristes de Oris.
-Creo que Oris me ha lamido la mano y me ha asustado.
Ella miró atrás, deseando ir a consolar a su hijo.
-Está bien, cariño, está bien -dijo con su voz más dulce-, no te
preocupes. Deja que duerma al niño. No pasa nada.
Se fue, dejándole solo con el perro, que se acercó temblando y
agitando su leve cola, como si pidiera perdón.
Carlos se tumbó de nuevo, jadeando, y acarició el lomo de Oris
hasta que el perro se tranquilizó y se echó en la alfombra del
suelo. Después, ya más tranquilo, el hombre colocó la mesilla de
noche en su sitio y recogió los restos del vaso. Mientras tanto,
Alicia consiguió que los niños se durmiesen de nuevo, como
conseguía siempre. Su ángel, su dulce ángel, pensó Carlos.
Volvió a la cama tras apagar la luz del techo y sonrió, aliviado.
Soy tonto, se dijo de nuevo. No son más que pesadillas.
Y acarició el lomo de Oris hasta que el sueño, esta vez un sueño
tranquilo y sin imágenes, le venció de nuevo.
El Terror deslizó su cuerpo viscoso desde las barras del somier
hasta el suelo, lento como una gota de miel que se desliza por la
cuchara, y se arrastró de una sombra a otra, esquivando cada rayo de
luz lunar, tratando de que sus garras no hiciesen ruido al
deslizarse. Su lengua ansiosa guardaba aún el sabor de la carne del
hombre, pero ya resultaba imposible coger desprevenidos a los
habitantes de la casa. Todos, humanos y perro, dormían un sueño
intranquilo y alerta, y el Terror no podría atacar sin que alguien
encendiese una luz, destruyéndole.
-Otra vez será -se dijo con voz ronca mientras se ocultaba en las
sombras del armario, relamiéndose.
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