EL BAÚL DE LOS RECUERDOS
A primera vista, el baúl no tenía nada de particular. De
base rectangular, casi un metro de largo por cuarenta centímetros de ancho y
medio metro de alto, herrajes negros en la curvada tapa y en los ángulos, asas
de bronce laterales y un hermoso candado de latón que lo mantenía cerrado. En
resumen, un baúl.
No había en él nada ominoso, ninguna amenaza atávica y
siniestra emanaba de su cuarteado barniz.
Lo único que molestaba a Julio era que ocupaba mucho
sitio. A sus ocho años, Julio estaba acostumbrado a disfrutar de un amplio
espacio. Su hermano, Miguel, tenía habitación propia. A veces se sentaban
juntos allí, y jugaban a la Play Station o al Risk, o Miguel tocaba su guitarra
mientras Julio escuchaba, embelesado.
Estas reuniones fraternales eran más habituales desde que
el abuelo y su baúl llegaron a casa. El abuelo había ocupado una habitación que
antes se destinaba a invitados, porque el médico le había diagnosticado
Alzheimer y su padre no quería dejarle en una residencia. Como la habitación no
era muy grande y estaba, además, amueblada, el dichoso baúl no tenía cabida
allí y acabó en el cuarto de Julio, mucho más amplio.
Además, su padre contrató a una enfermera por horas para
que ayudase a atender al abuelo.
-¿No te importa que el baúl esté aquí? –preguntó una
noche su padre mientras le arropaba.
Julio se encogió de hombros.
-No, no me importa.
Su padre miró el baúl, colocado junto a la puerta. La luz
de la luna entraba por la ventana, reflejándose tenuemente, casi como si no se
atreviese, en los herrajes. El candado, cerrado, brillaba como una estrella.
Su padre suspiró, sonriéndole después mientras le
revolvía el pelo y Julio, sorprendido, descubrió algo en aquellos ojos maduros
y sabios.
A su padre sí le preocupaba el baúl.
Al día siguiente, Julio le preguntó a su abuelo qué
contenía el baúl. El hombre le miró con cierta tristeza en sus ojos zarcos y acuosos, de mar agonizante.
-Sólo mis recuerdos, hijo –contestó.
En aquellos días, el abuelo aún no estaba muy grave, y la
mayor parte del tiempo permanecía lúcido. Disfrutaba de aquél tiempo hablando
con Julio y contándole sus aventuras de juventud, aunque ya entonces se notaban
ligeras lagunas en sus recuerdos.
También le gustaba contar cómo había sacado a flote su
empresa (ahora del padre de Julio), convirtiendo su triste trabajo de afilador
ambulante en cinco prosperas ferreterías, con la representación exclusiva de un
par de fabricantes de maquinaria agrícola bastante importantes. Pero, respecto
a su trabajo, las lagunas eran mayores.
-Tuviste que trabajar mucho, ¿verdad, abuelo? –le
preguntó un día Julio, sentado sobre la tapa del baúl.
El anciano sonreía, pero con una sonrisa cansada y
amarillenta, como un mantel usado demasiadas veces, tendido a secar bajo
demasiados soles.
-Sí, creo que sí –murmuró-. Dejé muchas horas y muchos
recuerdos, mucha vida… en esa empresa.
El abuelo siguió en casa varios meses más. Durante ese
tiempo, olvidó cómo vestirse, cómo usar los cubiertos o dónde vivía. En varias
ocasiones salió a la calle solo y fue incapaz de regresar sin ayuda. Una vez
llegó a la oficina de su hijo en albornoz, calzando las zapatillas de Miguel,
que tenían forma de garra de dinosaurio.
Sin embargo, jamás olvidó cerrar el baúl con su candado
de latón y guardar la llave en su gastada cartera de cuero marrón.
Cada día, Julio estaba más intrigado por el contenido del
baúl, pero su abuelo siempre decía lo mismo; “Es el baúl de los recuerdos,
hijo. Sólo el baúl de los recuerdos”
Poco antes de Navidad, la primera que el abuelo pasaría
con ellos, el anciano sufrió un ataque. Fue de madrugada, y sus padres tuvieron
que llevarle al hospital en coche, porque los de la centralita de urgencias les
dijeron que no habría ambulancias disponibles en una hora.
-Eso significa que tardarán dos, como poco –se quejó su
padre.
Así que le llevaron en el coche, dejando a Julio y Miguel
solos.
-¿Qué hacemos ahora, Miguel? –preguntó Julio.
Miguel se encogió de hombros. Para él, la situación era
tan nueva como para su hermano.
-Intenta dormir, canijo –dijo afablemente -. Ya me quedo
yo al loro del teléfono.
-¿Se va a morir el abuelo?
Miguel sacudió la cabeza, contestando con un rápido “no,
claro, que no”. Demasiado rápido, le pareció a Julio, como para ser
convincente.
Julio le dejó en el salón y subió a su cuarto. Al llegar
al descansillo se quedó mirando la puerta de la habitación del abuelo. Recordó
la conversación de aquella mañana. Había vuelto a preguntar al abuelo por el
contenido del baúl, y él respondió, como siempre, “mis recuerdos”.
-¿Cómo puede haber tantos recuerdos en el baúl, con la de
cosas que a ti se te olvidan?-preguntó Julio.
El abuelo rió, encantado por el desparpajo y la
curiosidad del niño.
-Pues por eso, hijo. Por eso.
Aquella conversación le había intrigado mucho, aunque a
primera vista parecería de lo más simple, un sencillo intercambio de
banalidades entre un anciano y un niño.
“A lo mejor”, pensó, “al abuelo se le olvidan las cosas
porque se las deja en el baúl. Si encuentro la llave, a lo mejor puedo sacarlas
y devolvérselas.”
Y así, guiado por la mejor intención y la más infantil de
las lógicas, Julio entró en la habitación, cogió la llave de la cartera y entró
en su propio cuarto.
Abrió el cerrojo, retirándolo y dejándolo en el suelo.
Acarició la tapa, siguiendo con su rollizo dedo índice los contornos metálicos
de los herrajes.
Recordó repentinamente el rostro asustado de su padre
aquella noche, cuando le preguntó si le molestaba la presencia del baúl. Por
eso, y sólo por eso, resistió la tentación de alzar la tapa.
Recordó otros momentos junto a su padre, rezando con él
cada noche, antes de dormir.
-¿Tenemos que darle gracias a Dios por todo, papá?-
preguntaba él.
-A Dios y al abuelo. Ellos nos lo han dado todo, hijo.
El abuelo, pensó Julio. Les había dado todo; trabajo,
dinero, amor… sacrificando día a día su tiempo y, de alguna manera, sus
recuerdos.
¿Pero cómo?, se preguntó, acariciando de nuevo el baúl.
No tenía respuesta, ni tenía allí al abuelo o a su padre
para preguntarles, así que decidió recurrir a Dios. Se arrodilló frente al baúl
– pudo hacerlo en cualquier otro sitio, pero lo hizo allí- y empezó a rezar en
voz alta.
-Por favor, que el abuelo se cure. De verdad, por favor,
quiero al abuelo y quiero que se cure. Perdóname si soy egoísta, pero necesito
al abuelo-sollozó- Déjale que se cure y viva otro poco…
La tapa del baúl vibró, alzándose con lentitud.
Una luz negra y difusa, casi como hilos de niebla oscura
y brillante, salió arrastrándose por el aire quieto. Una voz, un susurro amable
y melancólico, le preguntó:
-¿Qué estás dispuesto a dar a cambio?
El abuelo se recuperó del ataque con rapidez. De hecho,
el doctor calificó su recuperación de “milagrosa”. Desde luego, no fue un
milagro. O al menos, no fue un milagro en el sentido estricto. Dios no tuvo
nada que ver con ello. Y, aunque la Fuerza que obró el milagro no era
exactamente un opuesto a Dios, tampoco estaba de su lado. Era completamente
ajena a Él.
Quisieron celebrar la recuperación del abuelo con un
viaje de fin de semana. El padre solucionó los asuntos importantes, delegó el
resto en sus empleados y reservó habitaciones para todos en un hotel de Sevilla
en el que habían estado el verano anterior.
-¿Te acuerdas de Isla Mágica, Julio? -le preguntó su
padre.
-Lo pasamos de puta…-empezó Miguel-, digo, muy bien.
Su padre le dio una cariñosa colleja. Aquel día su buen
humor era una fortaleza inexpugnable. Ni siquiera la sucia boca de Miguel podía
estropearlo.
-Si. Claro. Muy bien – dijo Julio.
Pero, la verdad no tenía ni idea. No conservaba recuerdo
alguno de aquellos días, ni de Isla Mágica. Pero lo consideraba un precio
pequeño por la vida de su abuelo.
Las vacaciones fueron geniales, pero Julio se pasó los
cuatro días como soñando, desconcertado, luchando para afianzar unos recuerdos
que ya tenía, pero que había perdido.
Por su parte, el abuelo disfrutó enormemente, montó en
casi todo y compró toneladas de chucherías, gorras, tazas y camisetas. Miguel y
él llegaron a escaparse de la vigilancia paterna y montar en la lanzadera. El
abuelo casi sufrió otro infarto, pero bajó riendo como un niño y palmeando la
espalda de Miguel, que también parecía a punto de reventar de risa. Y Julio se
sintió feliz y agradecido por aquellas horas de risa, de abrazos y algodón de
azúcar. Por un tiempo de prestado. Por unos minutos comprados, y pagados muy
caros.
“Ha merecido la pena”, pensó. Pero luego se dijo, ¿qué es
lo que ha merecido la pena? No lo recordaba.
El abuelo murió un año después. Fue algo absurdo, en
realidad, que no tuvo que ver con el Alzheimer. Un domingo por la mañana, casi
a las siete. Sol carmesí elevándose sobre nubes finas, que huían prestas,
robadas por un viento suave. El día perfecto para seguir viviendo.
El abuelo se levanto perfectamente lúcido, se afeitó y se
acicaló como un dandy, cruzó tres calles, recorrió dos manzanas y entró en la
churrería “El Castillo”. Compró churros para siete (para que hubiese de sobra,
que ya bastante hambre había pasado de joven) y volvió a casa silbando “La
Internacional”. Por el camino lanzó un piropo a una joven barrendera, que se
perdió de vista sonriendo, desmigó un churro para las palomas del parque y
decidió comerse él otro antes de que se enfriasen. La masa caliente se le pegó
en la garganta y el abuelo empezó a toser. La saliva se le atragantó y su
rostro enrojeció, mientras el aire se le escapaba.
Murió asfixiado absurdamente, a cien metros de casa. A
esas horas no había nadie en la calle para ayudarle.
Durante el funeral, Julio trató de comprender. No
entendía que, tras su sacrifico, el abuelo hubiese muerto de aquella forma tan
estúpida.
Por eso le preguntó a su padre el por qué.
El eterno por qué. Por qué nacemos, por qué morimos. Por
qué preguntamos lo que no tiene respuesta. Por qué estamos.
-Cuando seas mayor lo entenderás- fue lo único que supo
contestar el padre, demasiado atónito por lo ocurrido como para reaccionar
mejor. La muerte, aún la más esperada, desconcierta y vacía al ser humano, le
despoja de raciocinio.
No entendemos por qué, para qué, morimos. Si toda nuestra
vida tiene un objetivo, un motivo, ¿de qué sirve la muerte?
Pero Julio tampoco podía entender eso. Regresó a casa
solo, y volvió a rezar ante el baúl. Quería entender y, según su padre, eso
solo lo conseguiría al ser mayor. Pero no podía esperar tanto tiempo.
A no ser que…
Cuando Miguel, su padre y su madre llegaron a casa,
encontraron al hombre desnudo en la habitación de Julio. El niño no estaba en
casa, ni había rastro alguno de él. La puerta no estaba forzada, ni había
signos de violencia, pero el niño no estaba, y aquel hombre desnudo de mirada
vacía y desconcertada era la única persona de la casa.
-¿Quién es usted?¿Dónde está mi hijo?- gritó, enfurecido
y desconcertado, el padre de Julio.
El hombre le devolvió una mirada bovina y vacía, como si
no recordase ni su nombre, y luego miró el baúl de los recuerdos.
ESTE Y OTROS RELATOS ESTÁN A TU DISPOSICIÓN EN VERSIÓN AUDIO AQUÍ
ESTE Y OTROS RELATOS ESTÁN A TU DISPOSICIÓN EN VERSIÓN AUDIO AQUÍ
intrigante
ResponderEliminarMuchas gracias, espero que lo hayas disfrutado y vuelvas por aquí.
EliminarNo sé cómo no te había contestado... Gracias por compartir espacio y reflexiones, compi. Abrazote.
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