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Intramuros
Costas camina entre las abarrotadas
mesas con la satisfacción pintada en su rubicundo rostro. La taberna está
llena, más llena de lo que es habitual, gracias al gran juicio que se celebra
en la Cúpula de Justicia, a pocas calles del establecimiento. Decenas de
ciudadanos aprovechan los descansos del proceso para comer algo, refrescar la
garganta y comentar el desarrollo entre cervezas y aperitivos. La taberna de
Costas es para todos ellos un oasis tranquilo donde pueden sostenerse opiniones
enfrentadas sin miedo a las peleas, en gran parte porque los Verdugos son
clientes habituales, y también porque el propietario mantiene poderosos glifos
de protección sobre el local que impiden el uso de armas.
Deja la bandeja, llena de jarras de
vino espumoso, sobre la mesa común a la que se sientan varios de los clientes
que acaban de entrar. Le gusta darles conversación mientras los camareros
atienden sus pedidos, entreteniendo así la espera. Sin embargo, en días como
hoy no es necesario. El juicio es el gran tema de debate.
-La señora Binah supo responder
bien a Espejo –dice uno de los parroquianos en ese momento– y le dejó con la
boca bien cerrada.
-Parece difícil cerrar la boca de
Espejo –comenta Costas, colocando un plato de aceitunas en la mesa.
-Pues esta vez lo hemos visto todos
–asegura el cliente–. Espejo se quejó de que Binah había lanzado a sus riselkas
desde un dirigible, equiparando el ataque a un bombardeo, pero Radamanto no se
dejó engañar. A fin de cuentas, las riselkas son soldados y no armas.
-¿Y qué dijo Binah?
-Afirmó que daba su permiso al
maestro de ilusiones para arrojar cuantos soldados quisiera desde sus propios
dirigibles.
Todos ríen alrededor. Es bien
sabido que Espejo no dispone de soldados como los teriántropos cuervo, los
croines o las riselkas, capaces de sobrevivir y resultar eficaces en un asalto
de ese tipo.
-Sí que le cerró bien la boca
–opina Costas.
-Espejo lo encajó con elegancia.
Sonrió, agachó la cabeza y siguió con su defensa.
Costas se entretiene pasando un
trapo limpio por la impecable mesa, mientras ve con satisfacción que los
clientes van implicándose en la conversación. Gente que habla es gente que
bebe. Bueno para el negocio.
-No creo que su defensa se basase
en eso. Además, habría que ver si lanzar riselkas es legal… con casi un arma en
sí mismas.
El comentario viene del otro
extremo de la mesa. Se trata de un joven que Costas ha visto por allí en los
últimos tiempos, siempre acompañado de un teriántropo lupino. El tabernero cree
que es uno de los partidarios de Espejo, aunque no puede asegurarlo.
-Son poderosas, claro está –dice el
que hablaba primero– pero según la letra de los Pactos, no hay nada de ilegal
en lo que ocurrió.
-¿Entonces qué es lo que denuncia
Espejo? –pregunta Costas.
-Afirma que el golpe que destruyó
su empalizada es un hechizo de ataque, y que al lanzarlo contra él, se violó la
ley.
Todos opinan a la vez. Algunos
dicen que el Maestro se interpuso en el camino del hechizo, otros que fue un
ataque directo; otros dicen que Espejo es un loco que no respeta nada, y
algunos más, que es un héroe. Mientras hablan, beben, y Costas sonríe y reparte
jarras sin pausa.
El posadero vuelve a la barra, pasa
distraídamente un trapo sobre alguna mancha imaginaria y atiende a dos Verdugos
que se acodan al fondo. Son dos mujeres, fuera de servicio ya como demuestra el
hecho de que su capa de plumas blancas y negras esté cubierta por un manto,
pero aún imbuidas de una autoridad innegable.
-¿Qué deseáis, señoras?
-Cerveza, sangre y unas alitas
fritas, por favor –pide una de ellas.
Costas atiende el pedido, mientras
da conversación a las guardianas del orden.
-Días de mucho trabajo, imagino.
-Días de mucho trabajo –confirma una
de ellas–. Hay millones, literalmente millones, de nuevos ciudadanos. Y no
todos ellos entienden bien las reglas. Esta mañana, Paloma ha tenido que acabar
con un grupo de recién llegados por intento de violación.
La aludida asiente mientras bebe
con elegante comedimiento de su copa de sangre.
-Cuatro soldados alemanes, que
murieron en los días finales de la gran guerra de los durmientes -explica– y que
al llegar aquí pensaron que estaban aún en medio de la guerra.
-No serían muy conscientes de sus
actos, entonces –opina Costas.
-La ignorancia de la ley no exime
de su cumplimiento –sentencia Paloma- y menos en un delito tan grave. Contrataron
los servicios de una trinchera, pero después se negaron a pagarla y la
golpearon.
El tabernero asiente. Un delito
grave, sin duda. Las trincheras son prostitutas que suelen acompañar a los soldados
en todo frente abierto, lo que nunca es mal negocio en la Ciudad. La prostitución
es legal siempre que no implique la esclavitud de la mujer y sus precios,
acordados por ley. El abuso por cualquiera de las partes es un delito y la
violación, en toda forma posible, está penada con la muerte.
-La Ciudad será una locura hasta
que todos los recién llegados se adapten –opina la otra Verdugo– pero es
nuestro deber, y será cumplido.
-Brindo por ello –dice Costas
mientras pone delante de ellas un humeante plato de alitas rebozadas–. La estabilidad
es buena para todos, y necesaria.
-Y complicada en estos días –dice Paloma
a su compañera mientras Costas se retira–. Uno de los hombres a los que ejecuté
esta mañana hablaba de magia en el mundo durmiente. Magia viva, funcional.
-Todos sabemos que nuestra Ciudad
filtra parte de su poder a los durmientes, de la misma forma que se alimenta
del suyo. No es tan extraño.
-No lo es, Azor, no lo es. Pero ellos
hablaban de una llave que protegía a su portador de las balas.
-¿Las llaves?¿Crees que se trata de
la Configuración del Vagabundo?
Paloma asiente, toma otro trago de
sangre y mira su copa, abstraída.
-Informaré a nuestros jefes esta
misma tarde. Si la Configuración se mueve, es algo que debemos vigilar.
El tabernero se dirige de nuevo a
las mesas, portando otra bandeja llena de jarras que un camarero ha servido mientras
hablaba con las guardianas. Se detiene en una mesa solitaria, cercana a la
pared, donde está sentado un hombrecillo de aspecto sucio, casi arácnido, que
juguetea con unas monedas entre sus dedos, haciéndolas aparecer y desaparecer. A
Costas no le gusta el hombre, ni el movimiento casi hipnótico de sus dedos, que
parecen independientes los unos de los otros, como si alguien hubiese mezclado
al azar partes de varias manos que no terminan de coordinarse entre sí. Esos dedos
se mueven más como patas de una mosca que se limpiase la cara que como
apéndices humanos.
-Buen día, Muérdago –saluda mientras
deja una jarra ante él.
-Buen día, Costas. El negocio sigue
próspero, por lo que veo.
-Son buenos tiempos. Los asistentes
al juicio tienen sed –sonríe el tabernero.
-También son tiempos de mucho
trabajo para mí. Aunque no me resulta tan lucrativo como a un mesonero
afortunado.
Costas ríe mientras pasa el trapo
por la mesa.
-Ventajas de ser autónomo, ya
sabes. Supongo que tú tendrás un montón de papeleo que poner al día.
-Sólo actualizar los antecedentes
del jurado es ya una locura. Y más con tantos cambios…
Costas asiente. Ha escuchado, como
todos, los rumores sobre ciudadanos que dejan el jurado aludiendo a motivos
personales y otros que desaparecen sin más entre las sombras, perdidos en las
muchas fisuras que todo intento de ley y orden deja abiertas. Cualquiera que
viva en la Ciudad sabe que sus sombras son oscuras, más profundas que la simple
falta de luz. Enredarse entre los hilos que sostienen la urbe inmensa es
sencillo, y participar en un enfrentamiento entre dos Poderes no deja de ser
una buena forma de complicarse la vida.
-Pensé que la selección del jurado
ya había acabado, de todas formas –dice Costas.
-Sólo cuando dejen de desaparecer o
retirarse. El Maestro Justicia acabará por ordenar su reclusión en la Cúpula y
pondrá a un montón de Verdugos a protegerles, si quiere llevar este juicio a
término. Radamanto ya lo ha solicitado, según he oído.
-Se dice que la señora Binah va
ganando el debate.
Muérdago apura su jarra y se pasa
el reborde de la sucia túnica por los gruesos y oscuros labios.
-Diría que se trata de un empate –explica–
porque, al acabar la sesión de hoy, la discusión era qué es magia y qué es
física.
-Para determinar si el ataque es o
no legal, imagino.
Muérdago toma otra jarra. Sus ojos
están ya algo vidriosos, pero Costas sabe que ninguna cantidad de alcohol
tumbará a su cliente.
-Exacto. Así que cada uno de ellos
presentará a no sé cuántos profesores de las universalías para que se determine
la barrera entre una cosa y otra. Esto irá para largo.
Costas asiente.
-Y eso dará tiempo a la gran Madre para
alumbrar al primer hijo de dos Poderes originales –dice– lo que puede decantar
la guerra de su lado definitivamente.
Muérdago piensa en su última visita
a los archivos. En cómo el Maestro que le contrató ha actuado, aunque el
archivero no sabe de qué manera, para alterar ese ritmo. Sabe que el documento
que introdujo en las estanterías tiene algo que ver con esta guerra, con este
juicio.
-Supongo que eso es lo que todos
esperamos –dice– pero quién sabe qué puede pasar mientras tanto.
El teriántropo de la mesa contigua
alza la mano, pidiendo una nueva ronda. Costas se aleja de Muérdago, lo que
siempre es un alivio para la nariz y la vista, y sigue repartiendo jarras y
echando monedas en su faltriquera.
-Parece que vuestro señor Espejo ha
logrado una tregua estable –dice al lupino y su joven acompañante.
-Ganará el juicio –afirma el muchacho,
convencido– y Binah tendrá que retirarse y pedir perdón por sus asesinatos.
El silencio se hace en las mesas
contiguas. Un grupo de partidarios de la Maestra Madre deja sus jarras, y uno
de ellos se pone en pie.
-¿Asesinatos? –dice en voz alta–. Ten
cuidado con lo que dices, niño, o habrá una nueva muerte en nombre de la
señora.
El joven sonríe, sin dejarse
impresionar. Su compañero gruñe por lo bajo, ronco, lento, y una sombra de pelo
oscuro cubre sus manos.
-Tranquilo, Fabian –dice el joven.
Costas se interpone entre ambas
mesas, un gesto casual y casi ocioso, y moja sus dedos en el vino de una jarra,
trazando un glifo en el aire. El líquido queda suspendido, condensado en la
atmósfera, una forma similar a una flecha que gira sobre sí misma como una
veleta ante un viento indeciso.
-No creo que tengamos por qué pelear
–dice con voz tranquila.
Los compañeros del soldado le
empujan por los hombros, obligándole a sentarse. Nadie pelea en la taberna de
Costas si en algo aprecia su vida.
El silencio se convierte en algo
denso, casi una nube física. Los soldados de Binah colocan las manos sobre la
mesa para que se vea que están lejos de las armas, mientras las verdugos giran
sus taburetes y destapan sus capas de plumas. Fabian y Menendo se limitan a
beber tranquilos. Costas asiente. Todo sigue en orden.
-A la siguiente ronda invita la
casa.
Y su voz retumba con toda la fuerza
de la Voluntad. De pronto, todas las jarras están llenas de nuevo. Los clientes
brindan a la salud del tabernero y la vida sigue en la Ciudad.
SIGUIENTE CAPÍTULO
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En el Buenos Aires de la primera mitad del s.XX se hizo famoso un bar "El Imparcial", donde se reunían en paz republicanos y franquistas. Estaba prohibido hablar de política y religión. A saber qué glifos utilizaría el dueño :)
ResponderEliminarMucha información en este capítulo, mis neuronas felices.
Me quedo con la agradable visión de Paloma, un reencuentro que esperaba como lectora.
Un abrazo, José
Cheers!!! Ya te vale!!! jajajajaja
Jejeje, la de Cheers siempre me ha encantado, y creo que la taberna de Costas es un sitio agradable... si uno se porta bien y tiene el oído atento, claro.
EliminarGracias, Maga. Voy a intentar que las llaves vayan revelando su naturaleza... espero que me acompañéis en el viaje.
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