viernes, 13 de febrero de 2015

EL RENCOR DE LOS DIOSES VIVIENTES. 21








21
Intramuros

Costas camina entre las abarrotadas mesas con la satisfacción pintada en su rubicundo rostro. La taberna está llena, más llena de lo que es habitual, gracias al gran juicio que se celebra en la Cúpula de Justicia, a pocas calles del establecimiento. Decenas de ciudadanos aprovechan los descansos del proceso para comer algo, refrescar la garganta y comentar el desarrollo entre cervezas y aperitivos. La taberna de Costas es para todos ellos un oasis tranquilo donde pueden sostenerse opiniones enfrentadas sin miedo a las peleas, en gran parte porque los Verdugos son clientes habituales, y también porque el propietario mantiene poderosos glifos de protección sobre el local que impiden el uso de armas.

Deja la bandeja, llena de jarras de vino espumoso, sobre la mesa común a la que se sientan varios de los clientes que acaban de entrar. Le gusta darles conversación mientras los camareros atienden sus pedidos, entreteniendo así la espera. Sin embargo, en días como hoy no es necesario. El juicio es el gran tema de debate.
-La señora Binah supo responder bien a Espejo –dice uno de los parroquianos en ese momento– y le dejó con la boca bien cerrada.
-Parece difícil cerrar la boca de Espejo –comenta Costas, colocando un plato de aceitunas en la mesa.
-Pues esta vez lo hemos visto todos –asegura el cliente–. Espejo se quejó de que Binah había lanzado a sus riselkas desde un dirigible, equiparando el ataque a un bombardeo, pero Radamanto no se dejó engañar. A fin de cuentas, las riselkas son soldados y no armas.
-¿Y qué dijo Binah?
-Afirmó que daba su permiso al maestro de ilusiones para arrojar cuantos soldados quisiera desde sus propios dirigibles.
Todos ríen alrededor. Es bien sabido que Espejo no dispone de soldados como los teriántropos cuervo, los croines o las riselkas, capaces de sobrevivir y resultar eficaces en un asalto de ese tipo.
-Sí que le cerró bien la boca –opina Costas.
-Espejo lo encajó con elegancia. Sonrió, agachó la cabeza y siguió con su defensa.
Costas se entretiene pasando un trapo limpio por la impecable mesa, mientras ve con satisfacción que los clientes van implicándose en la conversación. Gente que habla es gente que bebe. Bueno para el negocio.
-No creo que su defensa se basase en eso. Además, habría que ver si lanzar riselkas es legal… con casi un arma en sí mismas.
El comentario viene del otro extremo de la mesa. Se trata de un joven que Costas ha visto por allí en los últimos tiempos, siempre acompañado de un teriántropo lupino. El tabernero cree que es uno de los partidarios de Espejo, aunque no puede asegurarlo.
-Son poderosas, claro está –dice el que hablaba primero– pero según la letra de los Pactos, no hay nada de ilegal en lo que ocurrió.
-¿Entonces qué es lo que denuncia Espejo? –pregunta Costas.
-Afirma que el golpe que destruyó su empalizada es un hechizo de ataque, y que al lanzarlo contra él, se violó la ley.
Todos opinan a la vez. Algunos dicen que el Maestro se interpuso en el camino del hechizo, otros que fue un ataque directo; otros dicen que Espejo es un loco que no respeta nada, y algunos más, que es un héroe. Mientras hablan, beben, y Costas sonríe y reparte jarras sin pausa.
El posadero vuelve a la barra, pasa distraídamente un trapo sobre alguna mancha imaginaria y atiende a dos Verdugos que se acodan al fondo. Son dos mujeres, fuera de servicio ya como demuestra el hecho de que su capa de plumas blancas y negras esté cubierta por un manto, pero aún imbuidas de una autoridad innegable.
-¿Qué deseáis, señoras?
-Cerveza, sangre y unas alitas fritas, por favor –pide una de ellas.
Costas atiende el pedido, mientras da conversación a las guardianas del orden.
-Días de mucho trabajo, imagino.
-Días de mucho trabajo –confirma una de ellas–. Hay millones, literalmente millones, de nuevos ciudadanos. Y no todos ellos entienden bien las reglas. Esta mañana, Paloma ha tenido que acabar con un grupo de recién llegados por intento de violación.
La aludida asiente mientras bebe con elegante comedimiento de su copa de sangre.
-Cuatro soldados alemanes, que murieron en los días finales de la gran guerra de los durmientes -explica– y que al llegar aquí pensaron que estaban aún en medio de la guerra.
-No serían muy conscientes de sus actos, entonces –opina Costas.
-La ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento –sentencia Paloma- y menos en un delito tan grave. Contrataron los servicios de una trinchera, pero después se negaron a pagarla y la golpearon.
El tabernero asiente. Un delito grave, sin duda. Las trincheras son prostitutas que suelen acompañar a los soldados en todo frente abierto, lo que nunca es mal negocio en la Ciudad. La prostitución es legal siempre que no implique la esclavitud de la mujer y sus precios, acordados por ley. El abuso por cualquiera de las partes es un delito y la violación, en toda forma posible, está penada con la muerte.
-La Ciudad será una locura hasta que todos los recién llegados se adapten –opina la otra Verdugo– pero es nuestro deber, y será cumplido.
-Brindo por ello –dice Costas mientras pone delante de ellas un humeante plato de alitas rebozadas–. La estabilidad es buena para todos, y necesaria.
-Y complicada en estos días –dice Paloma a su compañera mientras Costas se retira–. Uno de los hombres a los que ejecuté esta mañana hablaba de magia en el mundo durmiente. Magia viva, funcional.
-Todos sabemos que nuestra Ciudad filtra parte de su poder a los durmientes, de la misma forma que se alimenta del suyo. No es tan extraño.
-No lo es, Azor, no lo es. Pero ellos hablaban de una llave que protegía a su portador de las balas.
-¿Las llaves?¿Crees que se trata de la Configuración del Vagabundo?
Paloma asiente, toma otro trago de sangre y mira su copa, abstraída.
-Informaré a nuestros jefes esta misma tarde. Si la Configuración se mueve, es algo que debemos vigilar.
El tabernero se dirige de nuevo a las mesas, portando otra bandeja llena de jarras que un camarero ha servido mientras hablaba con las guardianas. Se detiene en una mesa solitaria, cercana a la pared, donde está sentado un hombrecillo de aspecto sucio, casi arácnido, que juguetea con unas monedas entre sus dedos, haciéndolas aparecer y desaparecer. A Costas no le gusta el hombre, ni el movimiento casi hipnótico de sus dedos, que parecen independientes los unos de los otros, como si alguien hubiese mezclado al azar partes de varias manos que no terminan de coordinarse entre sí. Esos dedos se mueven más como patas de una mosca que se limpiase la cara que como apéndices humanos.
-Buen día, Muérdago –saluda mientras deja una jarra ante él.
-Buen día, Costas. El negocio sigue próspero, por lo que veo.
-Son buenos tiempos. Los asistentes al juicio tienen sed –sonríe el tabernero.
-También son tiempos de mucho trabajo para mí. Aunque no me resulta tan lucrativo como a un mesonero afortunado.
Costas ríe mientras pasa el trapo por la mesa.
-Ventajas de ser autónomo, ya sabes. Supongo que tú tendrás un montón de papeleo que poner al día.
-Sólo actualizar los antecedentes del jurado es ya una locura. Y más con tantos cambios…
Costas asiente. Ha escuchado, como todos, los rumores sobre ciudadanos que dejan el jurado aludiendo a motivos personales y otros que desaparecen sin más entre las sombras, perdidos en las muchas fisuras que todo intento de ley y orden deja abiertas. Cualquiera que viva en la Ciudad sabe que sus sombras son oscuras, más profundas que la simple falta de luz. Enredarse entre los hilos que sostienen la urbe inmensa es sencillo, y participar en un enfrentamiento entre dos Poderes no deja de ser una buena forma de complicarse la vida.
-Pensé que la selección del jurado ya había acabado, de todas formas –dice Costas.
-Sólo cuando dejen de desaparecer o retirarse. El Maestro Justicia acabará por ordenar su reclusión en la Cúpula y pondrá a un montón de Verdugos a protegerles, si quiere llevar este juicio a término. Radamanto ya lo ha solicitado, según he oído.
-Se dice que la señora Binah va ganando el debate.
Muérdago apura su jarra y se pasa el reborde de la sucia túnica por los gruesos y oscuros labios.
-Diría que se trata de un empate –explica– porque, al acabar la sesión de hoy, la discusión era qué es magia y qué es física.
-Para determinar si el ataque es o no legal, imagino.
Muérdago toma otra jarra. Sus ojos están ya algo vidriosos, pero Costas sabe que ninguna cantidad de alcohol tumbará a su cliente.
-Exacto. Así que cada uno de ellos presentará a no sé cuántos profesores de las universalías para que se determine la barrera entre una cosa y otra. Esto irá para largo.
Costas asiente.
-Y eso dará tiempo a la gran Madre para alumbrar al primer hijo de dos Poderes originales –dice– lo que puede decantar la guerra de su lado definitivamente.
Muérdago piensa en su última visita a los archivos. En cómo el Maestro que le contrató ha actuado, aunque el archivero no sabe de qué manera, para alterar ese ritmo. Sabe que el documento que introdujo en las estanterías tiene algo que ver con esta guerra, con este juicio.
-Supongo que eso es lo que todos esperamos –dice– pero quién sabe qué puede pasar mientras tanto.
El teriántropo de la mesa contigua alza la mano, pidiendo una nueva ronda. Costas se aleja de Muérdago, lo que siempre es un alivio para la nariz y la vista, y sigue repartiendo jarras y echando monedas en su faltriquera.
-Parece que vuestro señor Espejo ha logrado una tregua estable –dice al lupino y su joven acompañante.
-Ganará el juicio –afirma el muchacho, convencido– y Binah tendrá que retirarse y pedir perdón por sus asesinatos.
El silencio se hace en las mesas contiguas. Un grupo de partidarios de la Maestra Madre deja sus jarras, y uno de ellos se pone en pie.
-¿Asesinatos? –dice en voz alta–. Ten cuidado con lo que dices, niño, o habrá una nueva muerte en nombre de la señora.
El joven sonríe, sin dejarse impresionar. Su compañero gruñe por lo bajo, ronco, lento, y una sombra de pelo oscuro cubre sus manos.
-Tranquilo, Fabian –dice el joven.
Costas se interpone entre ambas mesas, un gesto casual y casi ocioso, y moja sus dedos en el vino de una jarra, trazando un glifo en el aire. El líquido queda suspendido, condensado en la atmósfera, una forma similar a una flecha que gira sobre sí misma como una veleta ante un viento indeciso.
-No creo que tengamos por qué pelear –dice con voz tranquila.
Los compañeros del soldado le empujan por los hombros, obligándole a sentarse. Nadie pelea en la taberna de Costas si en algo aprecia su vida.
El silencio se convierte en algo denso, casi una nube física. Los soldados de Binah colocan las manos sobre la mesa para que se vea que están lejos de las armas, mientras las verdugos giran sus taburetes y destapan sus capas de plumas. Fabian y Menendo se limitan a beber tranquilos. Costas asiente. Todo sigue en orden.
-A la siguiente ronda invita la casa.
Y su voz retumba con toda la fuerza de la Voluntad. De pronto, todas las jarras están llenas de nuevo. Los clientes brindan a la salud del tabernero y la vida sigue en la Ciudad.

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3 comentarios:

  1. En el Buenos Aires de la primera mitad del s.XX se hizo famoso un bar "El Imparcial", donde se reunían en paz republicanos y franquistas. Estaba prohibido hablar de política y religión. A saber qué glifos utilizaría el dueño :)
    Mucha información en este capítulo, mis neuronas felices.
    Me quedo con la agradable visión de Paloma, un reencuentro que esperaba como lectora.
    Un abrazo, José

    Cheers!!! Ya te vale!!! jajajajaja

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    1. Jejeje, la de Cheers siempre me ha encantado, y creo que la taberna de Costas es un sitio agradable... si uno se porta bien y tiene el oído atento, claro.

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  2. Gracias, Maga. Voy a intentar que las llaves vayan revelando su naturaleza... espero que me acompañéis en el viaje.

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Ya podéis comentar tranquilos, sin palabras ilegibles ni más trámites. No os cortéis, vuestras opiniones me vienen muy bien.