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viernes, 27 de abril de 2018

EL POZO DE LOS PARRITA


EL POZO DE LOS PARRITA

Almudena salta el bajo murete de ladrillo rojo, manchándose las manos de crepúsculo húmedo al apoyarse en él. Por suerte, su vestido sigue inmaculado. Frota las palmas contra las hierbas altas que crecen al otro lado y se interna en el pinar, alejándose de la casa familiar entre la niebla de enero.
Su corazón late rápido, un pajarillo de quince años que empieza a saber de la libertad y ansía abandonar el nido paterno. La noche viene deprisa, y padre estará tomando su coñac de antes de dormir mientras madre, a la luz de las velas, zurce alguna prenda herida de espino y rastrojo.
Ambos creen que Almudena duerme ya en su habitación al fondo de la casa, pero ella no puede conciliar el sueño. Ya no es capaz de dormir sin ver a Joaquín, sin sentir su abrazo y tal vez dejarse robar algún beso de luna y fuego.

Tiene que hacerlo a escondidas, porque padre nunca permitirá que ella tenga relaciones con un chico tan pobre y tan joven como Joaquín. Al fin y al cabo, ellos son los Parrita, dueños de gran parte de las tierras de la comarca y de no poco del ganado que pasta de aquí a la Cañada Roja. Y Joaquín, como su padre y sus hermanos, no es más que otro labriego pobre, que trabaja los campos de los vecinos Deza por un jornal, un destripaterrones sin tierras propias ni más futuro que el trabajo manual.
A Almudena no le importa. Sólo le interesa su piel, bronceada por mil soles, y la dulce fuerza de sus brazos cuando la rodean bajo lunas robadas, y su voz aún aguda, rompiendo ya en voz de hombre cuando le promete que se irán lejos, que empezarán una vida nueva en algún lugar donde sus apellidos y la diferencia de sus fortunas no importe.
Se reúnen en el claro de siempre, su claro, y se funden en un abrazo de ramas enredadas, como semillas que quieren ser el mismo árbol, sin palabras innecesarias.
Unos besos tímidos, unas manos ansiosas que recorren inexpertas el cuerpo de Almudena hasta que ella las detiene con manotazos juguetones y blandos. No quiere pararlas, quiere saber qué pueden hacerla sentir más allá del calor que nace y la envuelve en ese instante. Pero sabe que una mujer no debe entregarse demasiado pronto si quiere hacerse respetar. Así la ha educado madre siempre.

Regresa a casa un par de horas después. El corazón sigue latiendo fuerte, los labios queman de besos nuevos, y las manos tiemblan todavía sin que pueda culpar sólo al invierno. Eso, se dice, ha de ser la felicidad. Un dolor ansioso y palpitante en el bajo vientre, una ansiedad de abrazo, un calor que pide más calor para enfriarse.
Entra por la ventana de su cuarto y la cierra tras ella, aún sonriendo mientras se pone el camisón y se refugia bajo las sábanas.
No se ha fijado en la puerta, apenas entreabierta, ni en Anselmo, su padre, que aguanta la respiración al otro lado, mordiendo la furia que le nace entre los dientes.

Anselmo vio llegar el amanecer sentado en el viejo carretón de mano que, medio hundidas las grandes ruedas de madera en el suelo helado, permanecía desde años atrás junto al pozo.
Lo había construido su abuelo mucho tiempo antes, usándolo para recorrer pueblos y caminos con el paso imperturbable y tranquilo de quien va escoltado por el hambre. Vendió de todo en cada pueblo cercano. Panales de miel, sardinas arenques, cacharros de latón y barro eran la mercancía habitual, que le permitió sacar adelante a cuatro hijos sin más ambición que la de comer mañana.
Ya crecidos estos hijos el negocio prosperó con el trabajo de todos, y el carretón fue con el tiempo sustituido por un carro y dos mulas. Poco a poco los Parrita compraron algunas tierras de viñedo, de donde les quedó el mote familiar, y unas cuantas ovejas de buena lana. Siendo Anselmo un joven con más pelusa que bigote, para cuando España echó al francés de sus fronteras y trajo de vuelta al Deseado rey Fernando, los Parrita eran la tercera familia más rica y próspera del lugar, siempre por detrás de los Deza y los De Castro, cuya fortuna era casi incontable.
Y precisamente esos Deza tenían dos hijos varones en edad casadera. Dos hijos que eran la esperanza de Anselmo, quien llevaba ya tiempo tanteando a la familia vecina para casar a su Almudena con uno de ellos, daba igual cuál, y asentar así la fortuna familiar y la prosperidad futura. Por eso vigilaba a su hija cuando ella no le veía, por eso el desafío a su autoridad de padre era intolerable. Por eso fumaba, sentado en el viejo carretón que para él representaba la fortuna de su casta, dándole vueltas a la escapada nocturna de Almudena. Tal vez, se decía con un atisbo de esperanza, haya salido para encontrarse con uno de los chicos Deza. Eso sería bueno, sería lo mejor que podría pasar. Sólo tendría que seguirla la próxima vez que lo hiciese, sorprenderla en brazos del joven y exigir la satisfacción de su honra. Fácil, sencillo y adecuado.
Sin embargo, pensaba mientras apagaba la colilla frotándola contra la madera casi pétrea del viejo carro, era más probable que la niña se hubiese encaprichado de algún tumbaollas del pueblo, alguno de los jóvenes labriegos que no tenían dónde caerse muertos y cuyo futuro pasaba por trabajar las tierras de otros hasta que el espinazo se les partiese. No iba a dejar que cualquier aprovechado se metiese en su familia, disfrutando la humilde fortuna que tanto les había costado reunir. No iba a pasar esa vergüenza ante sus viejos tíos y sus primos, ni a permitir que un destripaterrones engordase a su costa. Haría lo necesario para evitarlo.

La misma ansiedad de siempre, los mismos pinos de siempre acompañan a Almudena, la niña mujer, en su camino nocturno. El claro, Joaquín y su zamarra blanca brillante de luna nueva, aunque sea de tejido humilde, aunque haya manchas de sudor y tierra parcheándola. Sonríen ambos, silenciosos, al verse de lejos, y el primer beso lo dice todo.
Una noche como todas, a ojos de los jóvenes enamorados.
Una noche única y maldita para Anselmo, que espía tras los árboles al borde del claro. Nubes rojas llenan su mirada, velándola, tiñéndola de odio por el pobre labriego que se cree capaz de robar lo suyo.
Anselmo le conoce bien. Un triste campesino, pobre de a real y media manta, que vive de trabajar las tierras de otros y gana unas monedas ojeando la perdiz para los cazadores cuando es época, como ahora. Un zagal humilde, indigno de su fortuna y su hija a ojos de Anselmo. Tiene las entrañas calientes de rabia pese al frío reinante, y sin embargo se contiene mientras los dos jóvenes hablan en susurros, se arrullan, se besan tímidos y ansiosos. Almudena cede pocos besos al asedio de Joaquín, y ese es un pequeño consuelo para el padre ofendido. Al menos no ha robado su virtud, se dice, y eso es importante porque será difícil casarla con un Deza, un De Castro o con ningún otro si va estrenada al lecho nupcial.
Sigue vigilando, dispuesto a intervenir si las cosas van demasiado lejos, pero el frío, la timidez o la inexperiencia son demasiado grandes, y los jóvenes sólo hablan con las cabezas muy juntas, se abrazan y se besan con el miedo de los novatos. Anselmo se calienta el cuerpo a tragos cortos del frasco de coñac, y aguarda hasta que, helados pero sonrientes, ellos se separan y parten cada uno en una dirección para volver a casa.
Anselmo se mantiene oculto mientras su hija le pasa por delante, indiferente a todo lo que no sea el recuerdo de los abrazos aún recientes.

Los gritos despiertan a Almudena antes de que el gallo quiebre la mañana. Desconcertada y somnolienta, escucha los pasos de gigante de su padre y los quejidos agudos de su madre, que intenta oponerse a lo que sea que él quiere hacer. Antes de que la niña mujer pueda llegar a la puerta de la habitación, ésta se abre con violencia de vendaval y Anselmo, inmenso y severo, la mira con ojos furiosos, empañados por el coñac y el odio.
–Vístete y abrígate –ordena.
Almudena no se atreve a preguntar, y obedece mientras sus ojos pasan de su furioso padre a su afligida madre, que sujeta el brazo derecho de Anselmo tratando de contenerle.
–Me voy de viaje a la capital para tres días –dice Anselmo– y hasta entonces cumplirás tu castigo.
Su voz es fría, tiene el brillo duro de una piedra cortante, pero Almudena intenta hacerle hablar ahora, tratando de entender la situación.
–¿Pero qué pasa, padre? –se atreve a preguntar mientras se abrocha el abrigo.
La mano izquierda sale disparada como relámpago de tormenta, abofeteándola sin piedad y lanzándola contra el colchón de lana. Mientras su madre reza en voz baja, su padre la levanta violentamente y pasa por su cuello una gruesa cuerda. Almudena es incapaz de reaccionar mientras la arrastra como a un perro por toda la casa, camino al gran patio donde el viejo carretón espera junto al pozo.
–No te vas a amancebar con ese malnacido. No mientras yo viva, mala puta. Antes te saco la piel a correazos.
–Avemaríapurísimasinpecadoconcebida...
Los gritos furiosos de su padre y las oraciones masculladas de su madre acompañan su desconcertado caminar por el patio, hasta que Anselmo la empuja contra el pozo. Ata con fuerza el extremo libre de la cuerda al viejo carretón y después la mira con desprecio mientras habla.
–Ya que te gusta tanto pasar frío para ver a ese desgraciado, te voy a dar frío. Aquí te quedas hasta que yo vuelva, a ver si se te pasa el calentón por ese miserable.
–¡Padre!
Una nueva bofetada la tira al suelo, y Anselmo cierra el puño, conteniéndose a duras penas.
–¡No repliques o te parto el lomo, ramera! ¡Aquí te quedas hasta que vuelva, y entonces te casarás con quien yo diga! ¡Olvídate de ver más a ese muerto de hambre, porque no serás suya!
Almudena se levanta, mirando a su madre con ojos llorosos, buscando un apoyo, la ayuda de su carácter tranquilo, pero ella no hace más que rezar con la mirada baja, las manos entrelazadas y la voz acobardada. No tiene valor para oponerse a la voluntad de Anselmo, ni tal vez amor suficiente por ella como para ayudarla. Almudena sorbe sin saber si es moco o sangre lo que escapa de su nariz helada y contesta, desafiante, con los ojos llenos de lágrimas que anticipan el dolor que la espera.
–O soy suya o de todos, padre. Si me llamas ramera, ramera me haré. Abandonaré tu casa y haré la voluntad de cualquier hombre antes que la tuya, te lo juro.
El primer puñetazo resulta piadoso, pues la niña pierde el sentido y no llega a notar los muchos que vienen después.

Almudena despierta, tiritando y dolorida, cuando la noche empieza a empañar el mundo. Poco a poco, retando a cada músculo magullado, consigue moverse, apoyándose en las piedras del pozo. Están tan frías y heladas que resbala una, dos, tres veces antes de lograr ponerse en pie. Además de su abrigo tiene sobre los hombros dos gruesas mantas, que su madre le ha echado por encima. Ve a la mujer cruzar el patio oscuro con un tazón en una mano y una vela en la otra.
–Toma, hija, toma algo caliente –susurra entre lágrimas.
–Mamá, por favor, suéltame, por favor suéltame...
Ella niega con la cabeza, deja la vela sobre el pretil del pozo y acercá el tazón a sus labios hinchados. Un caldo gordo de garbanzos y col, morcillo y algo de tocino tan deshecho por la lumbre lenta que se cuela en su garganta sin tener que masticar. Trago a trago, Almudena siente que se reconforta, que vuelve el calor a su piel rota, y logra sonreír. Sujeta ella misma el tazón y sigue bebiendo, despacio para que el estómago cerrado no proteste, mientras su madre habla.
–Harás caso a tu padre –dice ella, suave pero autoritaria– y le pedirás perdón. Serás una buena hija para que él pueda perdonarte. Las mujeres tenemos que obedecer, ellos saben lo que es mejor para nosotras.
Almudena asiente, o quizá su cabeza tiembla de frío, y la madre prosigue con un discurso con el que tal vez pretende convencerse a sí misma.
–Desátame para que pueda esperarle en casa y pedirle perdón, madre –suplica la niña.
Pero ella no desobedecerá la voluntad de su hombre. Lleva toda la vida acatando la de su abuelo, la de su padre y después la de su marido, convencida por educación y tradición de que eso es lo correcto.
–Tienes que seguir aquí, hija. Se me rompe el alma, pero él lo ha mandado así para que aprendas, y tienes que aguantar el castigo que te has buscado. Así verá que te enmiendas y podrá perdonarte.
Almudena siente un frío nuevo y distinto, ajeno al aire de cristal que la rodea, al escuchar a su madre. ¿Cómo va a saber padre que está cumpliendo el castigo si está de viaje a la capital?
Insiste, tratando de que su madre la suelte. Si pudiera calentarse unos minutos a la lumbre, reunir fuerzas y escapar... buscaría a Joaquín, esa mañana él estará en los campos, cerca de la Cañada Roja, ojeando la perdiz para los cazadores. Se llegaría hasta allí y le contaría lo ocurrido, y podrían huir, irse juntos a cualquier otro sitio donde nadie les conozca, y empezar desde abajo una vida juntos, lejos de aquella locura.
Pero su madre, terminado el caldo, retira el tazón y se aleja murmurando oraciones.
Está sola.

Almudena se apoya en el pozo, buscando refugio contra el viento leve pero helador que parece asolar el mundo. Siente una caricia lancinante en la mejilla y se retira, buscando el origen. Una piedra brillante de hielo roto llama su atención. El agua se ha filtrado por alguna grieta, leve e invisible, durante primaveras sin cuenta. Inviernos sucesivos han convertido en hielo ese agua, y soles de verano la han evaporado después, ampliando la grieta año tras año hasta que en ese preciso momento, en el instante en que Almudena apoya su rostro aterido, la piedra rompe con un crujido y araña la cara de la niña, hiriendo su piel. Tal vez sea casualidad, o tal vez la voluntad del hielo que busca la tibieza de la sangre viva. Simplemente ocurre, porque sólo lo que puede suceder, sucede. El resto es sueño. Y niebla.

Almudena despierta al canto del gallo. Ha pasado la noche entre pesadillas y lágrimas, sobreviviendo al frío gracias a las mantas y el caldo gordo, pero sobre todo gracias a la firmeza de su decisión. Las manos laceradas y los pies entumecidos parecen ajenos, como si el dolor fuera de otro. Pasa en silencio las primeras horas de la mañana sin que nada cambie entre la niebla, sin que el tiempo parezca pasar, hasta que ve a su madre cruzando la puerta de la casa para recibir en el patio a Angelines, la más cercana de sus vecinas. Una anciana prematura como todas ellas, que cada mañana pasa por delante del hogar de los Parrita para ir a escuchar misa. Las mujeres hablan en susurros, sin que ninguna de ellas lance una sola mirada a Almudena, sin que ninguna de ellas se planteé siquiera lo conveniente o exagerado del castigo.
Hablan en susurros, pero la niña tiene buen oído y mucha ansia, y escucha cómo Angelines narra el accidente de caza, qué desgracia más grande, alguien disparó en la niebla y un ojeador murió en el campo, desangrado y frío, ave María purísima, a Dios gracias que el párroco participaba en la cacería y al menos pudo dar la extremaunción a esa pobre alma.
Un frío nuevo penetra en la piel de Almudena al escuchar la noticia.
Joaquín, se llamaba el ojeador, el mayor de los Pérez. No se sabe quién disparó porque eran muchos los que cazaban. Una desgracia, un accidente, el Señor se lo llevó a un sitio mejor.
Una niebla negra inunda a Almudena y su pecho se cierra, dejando que un piadoso desvanecimiento borre el dolor que amenaza con matarla.

La fuerte sacudida sobre sus hombros despierta a la niña, trayéndola de nuevo a un mundo frio y oscuro, el mundo donde reina el hielo.
–¿Mamá? –susurra, esperando el reconfortante calor de un nuevo tazón de caldo.
–Tu madre está... no está en casa. Vamos a dejar las cosas claras tú y yo.
La voz de Anselmo es menos fuerte, menos segura que otras veces. Quizá le pesa demasiado la culpa, se dice ella. Quizá madre esté, con todas las mujeres, velando a Joaquín, rezando responsos por su alma bella y pura, arrancada de la tierra demasiado pronto. Almudena despierta por completo, sintiendo la rueda del carretón en que apoya la espalda, el frío del atardecer, la rabia que calienta su sangre apenas contenida mientras su padre, el asesino de Joaquín, la mira en pie frente a ella. La niña mujer se refugia aún más profundamente entre las mantas, aunque ya no tiene frío. Está más allá del frío y del dolor. Sólo quiere tapar lo que su padre no ha de ver todavía.
–Me he enterado de lo de Joaquín al volver de viaje –dice él–, pero eso no cambia nada. Te voy a poner las cosas claras.
Mientes, se dice Almudena. Mientes porque tú le mataste para apartarlo de mí. Lo he visto en mis sueños, lo sé, he visto cómo te ocultabas entre los arbustos hasta ver pasar a los ojeadores, he visto cómo disparabas a Joaquín y escapabas entre la niebla. Por eso dijiste que te ibas de viaje, por eso se lo contaste a todos en la taberna, para que nadie sospeche que eres un asesino, asesino, asesino...
No ha escuchado una sola palabra de lo que su padre ha dicho mientras el sueño, las imágenes, volvían a su mente. No le importa. No quiere escuchar. Anselmo parece darse cuenta y suspira, apenas comprensivo con su dolor. Se acuclilla para ponerse a su altura y la mira a los ojos.
Es lo que Almudena estaba esperando.
Ha pasado horas cortando la cuerda con la esquirla de piedra que el hielo arrancó del pozo para ella. Horas lacerándose las palmas de las manos, sintiendo que los dedos le dolían hasta paralizarse por el esfuerzo de apretar la piedra. Horas tratando de preparar el nudo corredizo en el extremo libre de la soga, ocultando entre las mantas la cuerda rota y dejando en torno a su cuello el lazo con que su padre la sujetó. Horas, un universo de horas esperando este instante.
Con un solo movimiento, Almudena salta sobre su padre y pasa el lazo corredizo por su cabeza, empujándole para hacerle caer al suelo. Sorprendido por el ataque, Anselmo cae de espaldas y ella tira con fuerza de la cuerda, cortándole el aire, deseando que muera en ese instante, que su vida termine como ha terminado la de Joaquín y la suya propia. Tira y tira mientras retrocede hasta el cercano pozo, pero Anselmo se resiste, agarra la cuerda sobre su cabeza y jala para arrancarla de sus manos. Las heridas de las palmas se abren, sangre fresca y tibia que hace resbalar la soga, sollozos que rompen la escarcha de sus mejillas como si los fluidos calientes se opusieran a la voluntad del hielo, y Almudena, en un último intento, rodea su muñeca derecha con la cuerda para afianzar el agarre. Anselmo se gira sin soltar su cuerda, se apoya sobre las rodillas, y ella ve que perderá la batalla. Ya sólo quiere escapar, escapar del hombre rabioso, de la vida que él ha diseñado para ella, escapar para poder elegir. Tira una vez más, tratando ahora de soltar su muñeca, pero él hace demasiada fuerza en sentido contrario y la cuerda la abraza, hiriente, abrasadora. Cierra los ojos y grita sin ver venir la patada que su padre lanza a la desesperada, que la alcanza en el pecho tirándola contra el pretil del pozo.
Se queda sin aire cuando su espalda choca contra la piedra, no puede siquiera gritar mientras su cuerpo, víctima del impulso, gira y cae en el negro agujero. Anselmo, en precario apoyo sobre una pierna, medio asfixiado, se ve arrastrado tras la niña y cae también.
Por primera vez en años las ruedas del viejo carretón giran, arrastrándolo hasta chocar contra las piedras del pozo. Algunas se desprenden por el golpe, cayendo al interior y golpeando al padre y la hija que cuelgan durante unos instantes, juntos, inseparables.
Anselmo sacude brazos y piernas a la desesperada, buscando un agarre que las frías y lisas piedras no pueden darle, tratando de introducir los dedos bajo la soga que aferra su cuello, pero está demasiado prieta, clavada en la carne blanda, rompiendo tejidos y venas con la presión constante que su propio peso provoca. Se ahoga.
El tirón ha roto la muñeca de Almudena, sacando la articulación de su posición natural, y la sangre resbala por su brazo, se desliza entre la carne y la cuerda, haciendo que el peso de la niña le haga deslizarse milímetro a milímetro. Ella apenas se da cuenta cuando se suelta, apenas es consciente de que cae en la negrura absoluta, hasta que su cuerpo cae contra el agua helada del fondo y se sumerge, arrastrado por el peso invencible del abrigo empapado, del cansancio, del frío y el hambre.
Tal vez, el peso de la pena.
Consciente de ese frío creciente, aguijoneada por mil esquirlas de agua helada, Almudena se hunde hasta que el limo del fondo del pozo la recibe, tierra húmeda para su tumba. No ve los estertores finales de su padre, no ve cómo su cuerpo queda por fin quieto, pendiente de la soga hasta el día siguiente, cuando madre vuelva del entierro y encuentre el cadáver.
No verá cómo los vecinos la buscan en los pinares cercanos, en la Cañada Roja y en los graneros, ni escuchará de boca de madre los balbuceos que hablan de su amor prohibido, del inesperado viaje de Anselmo y de su rebeldía.
Jamás escuchará las historias de comadres que hablarán de cómo Anselmo mató a Joaquín a sangre fría y cómo Almudena, al enterarse, acabó con la vida de su padre y escapó para vivir una nueva vida, ni verá cómo su madre muere sola de pena y la casa, abandonada, se convierte en un lugar con fama de hechizado en el que niños del futuro jugarán a ser valientes y desafiar fantasmas.
Para Almudena sólo queda soledad, frío y olvido en el pozo de los Parrita.


Hola de nuevo, paciente lector. Gracias, como siempre, por haber llegado hasta aquí. 
La historia que acabas de leer es autoconclusiva, como ya habrás visto. Cuenta lo que tiene que contar, lo mejor que sé hacerlo, y ofrece su propio final. 
Pero también es un eslabón más en la larga cadena que llamo El Rencor de los Dioses Vivientes, una parte más del gran telar que tú y yo estamos tejiendo juntos. Por eso quiero invitarte a que veas el conjunto conociendo la novela que sustenta todo el entramado AQUÍ 
Si quieres la versión audio de este relato, puedes escucharla AQUI






2 comentarios:

  1. Magnífico: pero magnífico de verdad, artista.
    Si cuando yo digo...
    Un abrazote.

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Ya podéis comentar tranquilos, sin palabras ilegibles ni más trámites. No os cortéis, vuestras opiniones me vienen muy bien.

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