Paciente lector, hola de nuevo.
Hoy vuelve a visitarnos Mari Carmen Sinti, que nos invita a leer otro de sus relatos cortos. Podéis encontrarla en Facebook y en la antología SIN RELACIÓN APARENTE, merece la pena.
Os dejo ahora con
El embrujo de Córdoba
Cada persona tiene
en su interior numerosas historias e infinidad de fantasías. No siempre
coinciden las dos, pero muchas veces, y cuando la fantasía se encuentra en el
lugar y el momento adecuado, surge una historia maravillosa que,
indiferentemente de que se haga o no realidad, nos hace volar, imaginar y
suspirar. Si no entiendes lo que te estoy explicando, léeme, y lo comprenderás.
* * *
Yo estudié turismo
y no está muy lejos de mi fantasía el haber hecho de guía en una belleza tan
impresionante como es la Mezquita de Córdoba por lo que no me es difícil
imaginar que llevo grupos a visitarla transmitiéndoles el alma de la ciudad que
habita justo en su interior. Recorro la superficie de piedra sintiendo lo que
los omeya dejaron escondido en cada columna, a través de cada arco, en el
interior de cada muro e intentando que el turista descubra por medio de mis
palabras el misterio de siglos anteriores y se sienta en el fondo un poquito
parte de esa historia.
Y es esa noche,
justo al atardecer, cuando empieza la visita nocturna a la catedral, que diviso
en el grupo a alguien que me llama poderosamente la atención. Pantalón crudo,
camisa blanca de lino, deportivas sin calcetines y la madurez en la mochila. Su
pelo cano alborotado me transmite inocentemente el embrujo andalusí del que
inevitablemente me impregno cada vez que atravieso la puerta de la mezquita. La
escasa luz que entra por el crucero baña sus mechones volviéndolos de plata y
no puedo dejar de observar sus movimientos siguiendo mis indicaciones como en
un guión preciso que yo sé aprovechar para hacerlo rotar, cabecear, alzar la
vista, volver la cabeza, girarse... en definitiva, mover el cuerpo a mi antojo
para disfrutar de la personalidad ingenua que transmite. Él no se ha dado
cuenta del influjo poderoso que ejerce en mí. He de echar mano de mi discurso
inconsciente de haber repetido la explicación hasta la saciedad, como una
cotorra parlanchina que se ha aprendido una frase a base de machacársela. Nadie
lo nota ya que es tanta la vehemencia con que habitualmente lo relato que es
imposible que de mis labios salga otra cosa que admiración.
O es lo que yo
quiero creer y en el fondo lo que transmiten mis palabras es simplemente
pasión. Y quiero engañarme aunque no puedo. Hoy mi cuerpo está temblando pero
es de deseo. Mis pupilas se han dilatado, las aletas de la nariz se abren y mis
labios se humedecen cual réplica de lo que sus homónimos están haciendo sin
poder evitarlo.
¿Qué tiene ese
hombre que me infunde tal excitación y me vuelve torpe sin remedio? ¿Cómo puede
ser que nadie se dé cuenta de la transformación que he sufrido? ¿Ni siquiera
él? ¿O sí, él sí? ¿Ha sido real esa mirada furtiva, ese desvío de ojos hacia el
arco en piedra blanca y roja sobre nuestras cabezas, ese guiño, esa media
sonrisa? No sé si tengo suficiente criterio para reconocer los signos. Mi
respiración entrecortada no me permite saber si lo que ha movido su pecho ha
sido un suspiro. Lo que sí sé, sin lugar a dudas es que necesito que me mire,
directamente a los ojos, desde muy cerca, tanto que note su aliento a menta, el
olor de su colonia impregnado en ese mechón de pelo, necesito que su dedo roce
el dorso de mi mano, que con su pulgar toque mis labios, que su mano me agarre
por la cintura y me acerque a él y que mi mirada se adentre en la suya hasta
acabar en su interior mientras su beso absorba mi aliento. No puedo pasar sin
oír el tono de su voz susurrándome en el oído palabras que suenan a promesa de
pasión. Quiero que se me emboten los sentidos y no pensarlas sino vivirlas.
Deseo que su peso corte mi respiración para no chillar pero también quiero
poder hacerlo, y repetir su nombre, primero flojito, subiendo de volumen para
acabar gritándolo con desesperación, intensidad, furia y explosión. Me gustaría
que me agarrara del pelo, que guiara mi cuerpo, que me cogiera por las caderas
y que bailara conmigo al son de nuestro ardor el ritmo del goce mutuo. Siento
en mi cabeza la melodía de un piano, veo sus manos deslizándose por las teclas
bicolor, arrancándoles sonidos de seda interpretados con la maestría de la
ejecución repetida hasta la saciedad... Siento el órgano...
¡¡¡El órgano de la
mezquita!!! Sin darme cuenta estamos parados debajo de él. Ha terminado su
música y hace unos minutos que yo debería haber reemprendido la explicación.
Todo el grupo me mira con curiosidad, mis labios entreabiertos, mis ojos
brillantes y mi pecho desbocado. He de recuperar el control en tan sólo unos
segundos y lo consigo esperando que nadie se sorprenda por el lapsus más de lo
normal.
Retomo la ruta y el
grupo me sigue, pero al girar la vista, veo con el rabillo del ojo que él se
incorpora y se confunde con el resto de gente, y descubro en sus labios una
sonrisa de dientes blancos y un brillo en su mirada que acaban de fundir mi
interior.
* * *
El misterio que
reside en el interior de la Mezquita de Córdoba fue una maravilla que activó
todos mis sentidos y me sentí trasladada a aquel siglo VIII y al reino de Abd
al-Rahman I y al entrar por primera vez hasta lloré. No quiero morirme sin
volver a visitarla sin presión, sin prisas y admirando cada piedra y la
historia que me susurra desde su interior. Me quedaron muchas de ellas por
escuchar.
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