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sábado, 18 de febrero de 2017

EL EMBRUJO DE CÓRDOBA por Mari Carmen Sinti


Paciente lector, hola de nuevo.
Hoy vuelve a visitarnos Mari Carmen Sinti, que nos invita a leer otro de sus relatos cortos. Podéis encontrarla en Facebook y en la antología SIN RELACIÓN APARENTE, merece la pena.
Os dejo ahora con


El embrujo de Córdoba


Cada persona tiene en su interior numerosas historias e infinidad de fantasías. No siempre coinciden las dos, pero muchas veces, y cuando la fantasía se encuentra en el lugar y el momento adecuado, surge una historia maravillosa que, indiferentemente de que se haga o no realidad, nos hace volar, imaginar y suspirar. Si no entiendes lo que te estoy explicando, léeme, y lo comprenderás.


*  * *

Yo estudié turismo y no está muy lejos de mi fantasía el haber hecho de guía en una belleza tan impresionante como es la Mezquita de Córdoba por lo que no me es difícil imaginar que llevo grupos a visitarla transmitiéndoles el alma de la ciudad que habita justo en su interior. Recorro la superficie de piedra sintiendo lo que los omeya dejaron escondido en cada columna, a través de cada arco, en el interior de cada muro e intentando que el turista descubra por medio de mis palabras el misterio de siglos anteriores y se sienta en el fondo un poquito parte de esa historia. 

Y es esa noche, justo al atardecer, cuando empieza la visita nocturna a la catedral, que diviso en el grupo a alguien que me llama poderosamente la atención. Pantalón crudo, camisa blanca de lino, deportivas sin calcetines y la madurez en la mochila. Su pelo cano alborotado me transmite inocentemente el embrujo andalusí del que inevitablemente me impregno cada vez que atravieso la puerta de la mezquita. La escasa luz que entra por el crucero baña sus mechones volviéndolos de plata y no puedo dejar de observar sus movimientos siguiendo mis indicaciones como en un guión preciso que yo sé aprovechar para hacerlo rotar, cabecear, alzar la vista, volver la cabeza, girarse... en definitiva, mover el cuerpo a mi antojo para disfrutar de la personalidad ingenua que transmite. Él no se ha dado cuenta del influjo poderoso que ejerce en mí. He de echar mano de mi discurso inconsciente de haber repetido la explicación hasta la saciedad, como una cotorra parlanchina que se ha aprendido una frase a base de machacársela. Nadie lo nota ya que es tanta la vehemencia con que habitualmente lo relato que es imposible que de mis labios salga otra cosa que admiración. 

O es lo que yo quiero creer y en el fondo lo que transmiten mis palabras es simplemente pasión. Y quiero engañarme aunque no puedo. Hoy mi cuerpo está temblando pero es de deseo. Mis pupilas se han dilatado, las aletas de la nariz se abren y mis labios se humedecen cual réplica de lo que sus homónimos están haciendo sin poder evitarlo. 

¿Qué tiene ese hombre que me infunde tal excitación y me vuelve torpe sin remedio? ¿Cómo puede ser que nadie se dé cuenta de la transformación que he sufrido? ¿Ni siquiera él? ¿O sí, él sí? ¿Ha sido real esa mirada furtiva, ese desvío de ojos hacia el arco en piedra blanca y roja sobre nuestras cabezas, ese guiño, esa media sonrisa? No sé si tengo suficiente criterio para reconocer los signos. Mi respiración entrecortada no me permite saber si lo que ha movido su pecho ha sido un suspiro. Lo que sí sé, sin lugar a dudas es que necesito que me mire, directamente a los ojos, desde muy cerca, tanto que note su aliento a menta, el olor de su colonia impregnado en ese mechón de pelo, necesito que su dedo roce el dorso de mi mano, que con su pulgar toque mis labios, que su mano me agarre por la cintura y me acerque a él y que mi mirada se adentre en la suya hasta acabar en su interior mientras su beso absorba mi aliento. No puedo pasar sin oír el tono de su voz susurrándome en el oído palabras que suenan a promesa de pasión. Quiero que se me emboten los sentidos y no pensarlas sino vivirlas. Deseo que su peso corte mi respiración para no chillar pero también quiero poder hacerlo, y repetir su nombre, primero flojito, subiendo de volumen para acabar gritándolo con desesperación, intensidad, furia y explosión. Me gustaría que me agarrara del pelo, que guiara mi cuerpo, que me cogiera por las caderas y que bailara conmigo al son de nuestro ardor el ritmo del goce mutuo. Siento en mi cabeza la melodía de un piano, veo sus manos deslizándose por las teclas bicolor, arrancándoles sonidos de seda interpretados con la maestría de la ejecución repetida hasta la saciedad... Siento el órgano...

¡¡¡El órgano de la mezquita!!! Sin darme cuenta estamos parados debajo de él. Ha terminado su música y hace unos minutos que yo debería haber reemprendido la explicación. Todo el grupo me mira con curiosidad, mis labios entreabiertos, mis ojos brillantes y mi pecho desbocado. He de recuperar el control en tan sólo unos segundos y lo consigo esperando que nadie se sorprenda por el lapsus más de lo normal. 

Retomo la ruta y el grupo me sigue, pero al girar la vista, veo con el rabillo del ojo que él se incorpora y se confunde con el resto de gente, y descubro en sus labios una sonrisa de dientes blancos y un brillo en su mirada que acaban de fundir mi interior. 

*  * *


El misterio que reside en el interior de la Mezquita de Córdoba fue una maravilla que activó todos mis sentidos y me sentí trasladada a aquel siglo VIII y al reino de Abd al-Rahman I y al entrar por primera vez hasta lloré. No quiero morirme sin volver a visitarla sin presión, sin prisas y admirando cada piedra y la historia que me susurra desde su interior. Me quedaron muchas de ellas por escuchar. 



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