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Extramuros
¿Cuál es la peor clase de miedo? El
miedo a lo desconocido, a la amenaza indefinida que representa siempre el
futuro o a ese ruido en la oscuridad, esa sombra justo en el extremo de lo que
podemos ver, es un miedo que nace de nosotros mismos, un miedo indefinido
puesto que no conocemos la naturaleza del peligro. Somos padres de ese terror.
Cuando el miedo viene por la
repetición de una experiencia, su fuerza se basa en la anticipación. El miedo a
una enfermedad ya sufrida, a un ataque ya vivido, es un miedo diferente puesto
que viene acompañado por el recuerdo de lo que padecimos en el pasado y como
tal, somos hijos de ese terror.
Aquél día de primavera, cuando el
agotado pastor habló a los parroquianos de la taberna del ataque del lobo en la
Cañada Roja, Sebastián Deza sintió una mezcla de ambos terrores. Porque había
vivido ya varios ataques de manadas de lobos hambrientas, desplazadas por el
frío del invierno, la competencia entre predadores o la fácil ocasión de
obtener alimento hasta las cañadas y apriscos. Pero lo que el pastor contó
entre jadeos y tragos de vino fue una historia diferente al ataque de un
animal.
Entró a la carrera, sabiendo que en
aquellas horas en que el sol ya abría las sábanas del horizonte para acostarse,
la mayoría de los hombres del pueblo estarían desatascando sus gargantas con
algo de vino antes de retirarse a sus hogares. Entró gritando, las manos y los brazos manchados de sangre, desdibujada en regueros por el sudor cálido y
nuevo.
Venía corriendo desde la Cañada
Roja, una distancia que un buen caballo tardaría tres o cuatro horas en
recorrer. Allí, les contó mientras Sebastián le buscaba una silla y todos los
presentes le rodeaban, los lobos habían atacado al ganado, matando a tres
perros y al menos cinco ovejas, e hiriendo gravemente al zagal que las
pastoreaba. El muchacho quedó al cuidado de los otros pastores en un refugio,
pero su vida pendía de un hilo. Sebastián ordenó a Fernando, que le acompañaba
como una sombra, que corriese a avisar a la familia para que enviasen una
carreta con ayuda médica a la cañada. El niño obedeció, en parte furioso y
decepcionado por no poder escuchar el resto de la historia, pero sabiendo que
hacía lo correcto. Encontró a su tía Mercedes en la escuela, sumergida como
siempre en sus libros, y transmitió las instrucciones de Sebastián. La mujer
tomó las riendas de la situación. Volvió a la casa familiar para preparar una
carreta en la que podrían traer al herido al pueblo, ordenó que la cargasen con
lo necesario para una primera cura y partió tan pronto como pudo, acompañada
de la madre y el padre de Fernando, éste último armado para poder protegerlas.
Mientras tanto, el niño regresó a la taberna, donde pronto se presentaron el
abuelo Anastasio y el tío abuelo Isidro, alertados por Mercedes. Como siempre
que ocurría algo fuera de lo normal, los Deza eran los primeros en actuar.
Mientras se llevaban a cabo estos
preparativos, Fernando regresó a la taberna, donde el pastor estaba contando lo
que el niño herido había visto al ser atacado. Según su testimonio fue un lobo,
acompañado de un hombre cubierto de pelo pardo y recio, quienes habían asaltado
al rebaño. Los perros se lanzaron contra aquella monstruosidad, pero el hombre
lobo era mucho más fuerte que ellos. El niño, sorprendido por la brutalidad y
rapidez del ataque, no tuvo ocasión de huir y fue mordido, aunque finalmente
los perros consiguieron poner en fuga a los atacantes. Los tres animales
murieron desangrados antes de que los otros pastores encontrasen al muchacho.
El revuelo fue inmenso entre los
parroquianos; pronto todos hablaban a la vez, recordando viejas historias de
licántropos y brujas unos, defendiendo la imposibilidad de la existencia de
monstruos los otros, gritando y discutiendo todos.
Así actúa en ocasiones el miedo. Convierte
a la masa humana en jauría, animales presos de una amenaza que no pueden
enfrentar, haciendo que el temor derive en rabia, en expresión de impotencia
que explota violentamente y se transforma en un ataque a los iguales, porque
eso es más seguro que armarse de valor y salir fuera, combatir a la oscuridad. Porque
de esa manera el hombre puede decir a otros, decirse sobre todo a sí mismo, “yo
hice algo”, porque arrugarse y buscar un rincón donde esconderse y esperar a
que pase todo puede parecer cobardía, pero la rabia y la confrontación dan el consuelo de haber
actuado. Aunque sea una actuación equívoca.
Algunos mantuvieron la calma,
evitando las incipientes peleas antes de que la situación se descontrolase. Sebastián
y el padre Urbano se interpusieron entre los distintos grupos, sufriendo
algunos empujones antes de conseguir que las cosas se calmasen. Pero otra nueva
discusión nacía cuando abortaban una. Con rencor de habladuría antigua, los
hombres se acusaban de hechos pasados. La abuela de uno fue partera y seguro
que había brujas en su familia. El otro iba poco a misa y había atraído la
maldición por su poca fe. El de más allá… cualquier cosa, todo lo imaginable
servía para buscar un culpable. Finalmente, Sebastián apartó a empellones a
varios hombres, saltó sobre una de las mesas y, de pie sobre ella, gritó con
fuerza.
-¡Yo iré a la Cañada Roja y os
traeré al lobo!
Desde la puerta de la taberna,
Fernando no deja de ver la extraña sonrisa del sacerdote, y siente un
escalofrío.
Los Deza regresan a la casa, en silencio.
Isidro y Anastasio parecen escoltar a Sebastián, lanzando miradas severas a
quienes les rodean. Ningún hombre del pueblo se ha ofrecido a acompañarle. Ninguno
ha vencido el miedo, sino que se han limitado como siempre a dejar su destino
en manos de otros. Si las cosas salen bien, considerarán que Sebastián ha
cumplido su deber, que lo ha hecho porque podía hacerlo. Si no, le acusarán de
todo el mal que esté por venir. Así ha sido siempre el destino de los hombres
decididos, de los valientes y los capaces. La poesía habla de héroes admirados
porque la poesía puede permitirse el lujo de mentir.
Tan discretamente como puede,
Fernando sigue a sus mayores hasta la casa. Le gustaría acercarse, ofrecerse a
acompañar a su tío en la caza, pero sabe bien que no se lo consentirán. Para el
niño ésta es una aventura maravillosa, el viaje del caballero que se enfrentará
al dragón, el héroe que deja atrás la seguridad del hogar para hacer lo que
otros no pueden hacer. A sus ojos, Sebastián es un gigante, un guerrero único,
y quiere ser su escudero, su aprendiz. Mientras Isidro entra en la casa, él
sigue a Sebastián y Anastasio hasta el establo. Se cuela dentro cuando ellos
empiezan a ensillar dos caballos, escondiéndose entre la paja. En silencio,
trata de escuchar la conversación que los hombres mantienen entre murmullos,
pero no logra más que captar palabras sueltas.
Antes de que pueda acercarse más
Isidro regresa, portando dos rifles y unos zurrones.
Una vez preparadas las alforjas,
Sebastián y Anastasio conducen a sus caballos tirando de las riendas hasta el fondo
del establo, seguidos de Isidro. Fernando, extrañado de que se dirijan a la
pared y no a la puerta, se atreve a salir de su escondite y avanzar unos metros,
cuidando de que el sol que entra por la puerta a sus espaldas no le ilumine,
pues su larga sombra en el atardecer llegaría hasta los hombres, escondiéndose
de nuevo para escuchar.
-¿Estás seguro? –pregunta Sebastián
a su tío.
Isidro asiente, descolgando de su
cuello una llave de madera, parecida y a la vez diferente a las otras que la
familia posee. Fernando siente un cosquilleo en el estómago, una anticipación
de lo milagroso, y una sonrisa nace en su rostro.
-Seguro. No hay tiempo. Llegaríais de
noche y el lobo podría atacar otra vez.
Los hombres asienten, aunque es
evidente que no les gusta lo que va a ocurrir. Acarician el cuello de sus
monturas mientras Isidro se acerca a la pared vacía, toma su llave como si
fuera un estilete y se agacha, trazando una línea vertical hacia arriba con la
punta de la llave. Fernando apenas puede contener un jadeo de emoción cuando la
línea se convierte en luz pura mientras Isidro completa el Trazo, dibujando una
gran puerta sobre las tablas desnudas. Se agacha para terminar la línea
vertical y, cuando ésta llega al suelo, se arrodilla vencido por una tos seca. Su
hermano le pone la mano en el hombro, preocupado. Pero Isidro se levanta
pronto.
-Es hora de que os vayáis.
Empuja con decisión las dos hojas
de la puerta que ha dibujado, y ésta se abre como si siempre hubiese estado
ahí, como si hubiese bisagras sólidas y verdaderas en lugar de toscos trazos
rayados en la madera. La luz del sol entra en el establo y Fernando siente de
nuevo que la maravilla le sacude, le sorprende y le llena. La pared, que da al
este, se ha convertido en una puerta al oeste, y el sol lánguido del atardecer
de primavera asoma de forma imposible por ambas puertas, trazando un juego de
luces doradas, inmensas en su dulce fuerza, increíbles en su convivencia,
música silenciosa que envuelve el polvo danzante, reflejada desde mil ángulos
en el heno dorado, en la madera venerable, como si dos soles gemelos alumbrasen
el mundo. La maravilla del dorado, piensa Fernando, y se dice que nada es más
hermoso, que el mundo todo es belleza y regalo.
Y así es mientras la puerta está
abierta. Ni la puerta ni ese sol deberían existir, pero el milagro se produce,
y Fernando contempla tras el umbral un paisaje de colinas cubiertas de amapolas
nuevas, que da su nombre a la Cañada Roja. Tras el establo no hay ni ha habido
nunca otra cosa que tierra y gallinas, pero el mundo se ha plegado, se ha
duplicado de alguna forma inenarrable, y los dos soles existen pese a que no
pueden existir. Los ojos del niño se llenan de lágrimas, aunque es imposible saber
si se deben a la luz polvorienta o a que la maravilla del dorado le ha
sobrepasado finalmente.
Los caballos se dejan conducir,
piafando intranquilos, como si supieran que el umbral que atraviesan no es de
este mundo. O al menos, no ocupa su lugar habitual en este mundo. Pero las
manos que les han cuidado siempre y ahora tiran de sus riendas son fuertes y
seguras, y esa seguridad tranquiliza a los animales. Más allá de la puerta, el
olor de la hierba y el campo abierto llenan los sentidos de ambos animales, y
mientras los Deza montan, las bestias caracolean deseando lanzarse a la
carrera. Tal es su naturaleza, como es la de algunos hombres tratar de hacer lo
necesario, y la maravilla puede ser tan sólo un medio para ello, tan cotidiano
o tan adyacente que no hay tiempo para dejarse llevar por ella.
Los Deza se lanzan a un trote leve,
mientras Isidro cierra de nuevo las puertas. Una vez clausuradas la luz
declina, las líneas parecen desdibujarse, e Isidro se deja caer, sentándose en
el suelo con la espalda apoyada en la pared, mientras se frota el pecho y
sacude el brazo izquierdo con los dientes apretados por un dolor que esperaba y
temía.
Fernando sale de su escondite y
ambos se miran, severo el adulto, aún fascinado el niño. Sabe que si empuja la
pared podrá abrir aún la puerta, que las líneas de luz no se han desvanecido
del todo, y que su tío abuelo no podrá detenerle. Sabe que puede participar en
la maravilla, y se da cuenta de que Isidro también lo sabe. Da unos pasos,
tímidos al principio, cada vez más seguros, hasta llegar al fondo del establo. Isidro
jadea, tratando de reunir fuerzas y autoridad, pero el dolor es demasiado agudo
todavía.
Fernando acaricia la madera con
manos temblorosas, tocándola apenas, y siente una corriente de fría fuerza,
como si posase la mano en el hielo leve que cubre sin detenerla la corriente
del río a principios del invierno. La luz crece en intensidad, invitadora. Un empujón
decidido y estará en la Cañada Roja. A la caza del lobo, enfrentándose al
dragón. Un héroe y un caballero.
Suspira y separa la mano de la
pared, aunque le cuesta un esfuerzo físico. Se agacha junto a Isidro,
colocándose bajo su brazo derecho y ayudándole a levantarse.
-Vamos a casa –dice el niño.
Y el hombre, más viejo que cuando
entró, camina apoyado en su hombro, apenas sonriendo.
LA HISTORIA AVANZA. VAMOS CON ELLA.
LA HISTORIA AVANZA. VAMOS CON ELLA.
Gracias a vos, por el comentario, por la opinión, porque necesito mucho esas opiniones para aprender.
ResponderEliminarLos Deza saben de Puertas y Fernando mucho más que todos ellos. Lástima que para madurar sea necesario perder a nuestros protectores. Impecable capítulo, enano medinense. Un abrazo
ResponderEliminarSupongo que siempre pagamos un precio. Se trata de saber cuándo merece la pena. o de creer que lo sabemos, no sé.
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