Fue sueño ayer, mañana será tierra.
¡Poco antes nada, y poco después humo!
¡Y destino ambiciones, y presumo
apenas punto al cerco que me cierra!
Breve combate de importuna guerra,
en mi defensa, soy peligro sumo,
y mientras con mis armas me consumo,
menos me hospeda el cuerpo que me entierra.
Ya no es ayer, mañana no ha llegado;
hoy pasa y es y fue, con movimiento
que a la muerte me lleva despeñado.
Azadas son la hora y el momento
que a jornal de mi pena y mi cuidado
cavan en mi vivir mi monumento.
Quevedo
DE ILUSIÓN TAMBIÉN SE MUERE
CAPÍTULO I
Mi
nombre es Jonathan Silencio. Me dedico a hacer lo que es necesario.
Por eso
aquella tarde, mientras la noche y sus amenazas caían sobre la ciudad de
Valladolid, rodeé el cuello con la estrecha banda de tela, ciñéndolo mientras
mis manos, sin atisbo de temblor, preparaban el nudo con la seguridad que da la
repetición. No era algo que quisiera hacer, pero era necesario. Apreté.
Aunque
odio llevar corbata, el nudo Windsor me queda genial, sobre todo con mi nueva
camisa de cuello italiano. Me miré en el espejo, asegurándome de la perfección
de la lazada, y me sonreí. Como decía Willis en aquella peli, tú sonríe,
cabrón.
La
camisa italiana, igual que el traje de color tierra y la corbata, eran parte de
lo que había comprado con los beneficios de mi último caso. A veces, un traje
nuevo disimula una piel gastada, y viene bien para relacionarse con ciertas
gentes.
En
aquella tarde de diciembre, por ejemplo.
Gracias
a mi último caso, una cosilla con licántropos, gané un buen dinero, un montón
de cicatrices nuevas y algunos contactos interesantes.
Aquella
noche mi traje nuevo y yo íbamos a trabajar para uno de esos contactos, una
encantadora y anciana señora, que estaba convencida de que alguien la había
aojado.
La
señora, doña Leonor, tenía tanta pasta que podría haberse rellenado las arrugas
de billetes, así que cuando me llamó y me contrató para descubrir quién le
había echado mal de ojo y cómo resolverlo, decidí que estaría encantado de
ayudarla.
Bastaría
con pasar algunas horas con ella, hacer un par de pruebas en su casa y
descubrir que se trataba de alguna manía tonta, alguna energía residual o una
demencia de la anciana, dado lo raro que es el aojamiento en nuestros días.
Pero la
entrañable viejecita me había liado para empezar mi trabajo acompañándola a un
acto benéfico a favor de no sé qué organización sin ánimo de lucro, y por eso
estaba poniéndome mi mejor y único traje.
Apenas
tuve tiempo, al pasar por su casa a buscarla, para colocar bajo su cama un
plato con vinagre y un puñado de sal gorda. Si en tres días la sal se agrupaba
en los bordes del plato, como si trepase hacia fuera, sería una señal de
aojamiento. Tras preparar esta primera prueba, salimos de la casa y montamos en
el cochazo de la anciana.
Poco
después entrábamos juntos en el salón de un hotel situado en la Avenida Gijón,
lleno de gente bien, dispuesta a soltar algunos cheques, lavar sus conciencias
y hablar de los pocos millones que ganaban últimamente por culpa de la maldita
crisis.
Doña
Leonor me había pedido discreción, por lo que yo pensaba presentarme como “su
asesor personal” ante cualquiera con quien entablase conversación. Por
supuesto, en diez minutos ella ya había contado a varias sexagenarias que yo
era un detective especial que la libraría del mal de ojo.
Bueno,
peor sería que me creyesen un gigoló. Aunque, con el cuerpo de la entrañable
viejecita, sería complicado encontrar el pliegue en el que un gigoló debería
concentrar sus esfuerzos.
Mientas
ella se relacionaba con los de su clase, yo decidí dar una vuelta por el salón,
buscando alguna pista. Alguien que mirase mal a Leonor, alguien que pareciese
vigilarla. El mal de ojo se alimenta de la mirada del aojador, y una mirada con
ese poder no pasaría desapercibida a mi control.
Claro
que también era posible que hubiese sido hechizada de muchas otras maneras,
pero por algún sitio había que empezar.
Me
acodé al final de la barra, algo más larga que una piscina olímpica, y pedí un
Jack Daniels. Como no me gusta que el alcohol embote mis sentidos cuando estoy
trabajando, lo pedí con hielo.
Más o
menos a mitad del vaso, y al no percibir nada extraño ni miradas malsanas entre
los asistentes, decidí volver con mi cliente y confraternizar un poco. En ese
momento, Leonor estaba hablando con un par de mujeres, una de ellas, monja. No
son mi público preferido, pero los actos benéficos es lo que tienen.
Cuando
la anciana me vio, me instó a acercarme con un discreto y elegante gesto. Me
fijé en sus acompañantes. La monja era bajita y seca como la pata de un canario,
de unos sesenta años. La otra era una joven que yo ya conocía.
Rosario
Delgado estaba preciosa, enfundada en un discreto y elegante traje negro, de
falda larga y amplia, cortada a tablas de gasa blanca y translúcida en la parte
baja y un discreto escote ilusión complementado con la misma gasa, que se
prolongaba hasta las mangas tres cuartos, dejando que su piel se insinuase sin
mostrarse . Tenía esa belleza dulce que despierta en algunos hombres una mezcla
de ternura y deseo. Particularmente, a mí me apetecía meterme bajo aquella
falda con la cucharilla del postre y comérmelo todo.
-Jonathan,
querido –Leonor tenía la mala costumbre de llamarme así-, permite que te
presente a sor Inés, abadesa de las hermanas agustinas, que dirige el albergue
y es nuestra anfitriona esta noche.
Saludé
a la monja con una leve inclinación de cabeza, que ella correspondió con cierta
frialdad, sus ojos castaños y secos pasando de los míos al bourbon que yo
sujetaba.
-Y esta
encantadora jovencita –siguió Leonor- es Rosario Delgado, doctora y una de las
colaboradoras del albergue.
Nos
saludamos de la misma manera, aunque Rosario apartó la mirada pronto, más
recatada que la monja. Un instante después, sin embargo, volvió a mirar mi
cara, con expresión levemente desconcertada. Creo que estuvo a punto de
reconocerme como el hombre herido que, semanas antes, había estado en su
dispensario y, tras ser atendido por ella, robado unas cuantas medicinas. Pero
no parecía segura.
-Este
apuesto joven –Leonor seguía con lo suyo, sin enterarse del sobresalto de
Rosario- es Jonathan Silencio, un investigador muy especial.
-¿Investigador?
-preguntó sor Inés, mientras cogía un canapé de la bandeja de un atento
camarero.
Doña
Leonor cogió otro.
-Es un
detective que va a resolver mi problema –su tono se convirtió en un susurro
confidencial-. Creo que alguien me ha echado mal de ojo.
Rosario
sonrió un poco, mientras la monja mantenía su tono serio. Yo encogí levemente
los hombros, sonriendo también.
-Querida
Leonor –dijo la monja-, parece difícil que un detective privado pueda ayudarte
en eso... si es que el aojamiento es real.
Leonor
estaba ocupada masticando su canapé, así que Rosario aprovechó para intervenir.
-Muchas
veces, esas supuestas rachas de mala suerte son síntomas de leves depresiones.
Seguro que todo tiene una explicación racional.
-No
todo –dijo sor Inés.
-No
todo –dije yo.
-¿Es
usted creyente? –preguntó la monja, mientras Leonor se apuntalaba otro canapé.
Sonreí
de medio lado.
-Oh,
sin duda –respondí tras dar un sorbo a mi copa-, creo en la vida más allá de la
muerte y en muchas otras cosas. Muchas. Soy todo un creyente.
-Lo
dice usted en un tono...
Un
súbito ataque de tos por parte de Leonor interrumpió a la monja. Nos giramos
para mirarla. La anciana tosió con fuerza, y un rubor inmediato tiñó su rostro,
mientras la respiración se convertía en estertor. Los invitados cercanos se
quedaron en silencio, mirándonos, y yo dejé mi vaso en la bandeja del camarero
para tratar de ayudar a la vieja. Pero antes de que pudiese hacerlo, Rosario
estaba detrás de ella, colocando su mano izquierda en el pecho de la anciana y
golpeando con calculada fuerza entre los omoplatos. Dos golpes secos fueron
suficientes para que Leonor tosiera con fuera y expulsase lo que obstruía su
garganta, respirando de nuevo, toda ojos llorosos y rubor.
Mientras
la gente cercana atendía a la anciana, con los típicos “¿Está usted bien?”,
“Traedle un vasito de agua” y felicitaban a la doctora por su rápida
intervención, yo me agaché y recogí el bulo escupido por Leonor antes de que
nadie lo pisase. Sí, ese soy yo, el famoso detective que medra recogiendo
escupitajos de ancianitas.
Froté
entre mis dedos la asquerosa pasta, hasta que encontré algo duro, pequeño y
puntiagudo. Lo separé para guardarlo en mi pañuelo y examinarlo más tarde,
aunque a primera vista parecía el colmillo de algún animal pequeño. Extrañado,
cogí por el brazo al camarero que había servido los canapés y le aparté del
grupo.
-¿De
qué eran los aperitivos que llevabas en la bandeja?
-Buñuelos
de trucha rellenos de escalivada de pimiento, señor...
Solté
al camarero, pasando inmediatamente a mi visión de segundo plano.
El
grupo de gente alrededor de Leonor inundaba todo con las luces de sus auras, y
me fue imposible distinguir ninguna amenazante entre ellas. Era como tratar de distinguir
una gota de lluvia en medio de la tormenta. Pero sentía esa amenaza. El pequeño
diente en mi mano me pareció de repente muy frío y pesado.
Bajé la vista. Alrededor del colmillo, un aura
púrpura furioso, llena de vetas negras, giraba enloquecida. SI QUIERES LA NOVELA EN AMAZON, PINCHA AQUÍ
Volver a leer a nuestro canalla favorito es una excelente manera de empezar la semana, y si toca imaginarlo con traje y corbata, ni te cuento. Buen trabajo, Bartolomé. Un abrazo, de esos latinos, tan poco apropiados.
ResponderEliminarQué bueno que haya vuelto Silencio. También es mi "canalla" favorito, como dice Lorena. Y la historia, como siempre, promete. Tengo ganas de ver en qué se mete esta vez nuestro amigo. Y con personaje femenino traído de otra historia... Seguro que da mucho juego. Por cierto, cada día recreas mejor y mejor los lugares y cosas que hacen los personajes. Y sus conversaciones. Muestras más de ellos así que con mil descripciones. Me gusta muchísimo, pero eso ya lo sabes :) Un abrazo.
ResponderEliminarGracias, señoras. Creo que la beata y dulce doctora tendrá que pasarse más por aquí, le estoy cogiendo cierto cariño. Y es que una sonrisa bonita me sigue arrobando, yo soy así.
ResponderEliminarMe gusta, mucho. Me ha enganchado el sentido del humor de Silencio. Y cómo describes.
ResponderEliminarSeguiré leyendo, muero de curiosidad.
Besos.
Ah, soy Mariposa descosida.
Hola y bienvenida, Mariposa. Gracias por pasarte y comentar. Espero seguir el contacto. Un saludo.
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