UNO.
INTRAMUROS.
El mayor error del hombre fue
creerse preparado para la libertad.
Al menos, eso es lo que piensa
el Maestro de los Espejos mientras, parado frente al muro reflectante, elige su
apariencia para ese día. Una cortina de agua extrañamente densa recorre la
pared de abajo hacia arriba, fluyendo en contra de cualquier ley natural, y
reflejando como un espejo la figura del Maestro y el mobiliario de la estancia
tras él.
Pasa la mano plana por delante
de su rostro, y la imagen cambia, mostrando a un hombre maduro y delgado, de
aspecto solemne, regio. Frunce el ceño, inseguro. No es la apariencia que desea
para un día como hoy. Necesita algo más heroico, más capaz de motivar a sus
huestes.
Pasa de nuevo la mano por
delante del rostro y la imagen fluctúa, cambia, como si una piedra hubiese
golpeado el agua en un lago quieto. El Maestro parece ahora un hombre joven,
que apenas roza la treintena, un hombre fuerte de rostro apasionado y vital, de
firme mandíbula y noble nariz, cuya mirada azul brilla con fuego interior.
El pelo es claro, prematuramente
canoso, corto al estilo militar. Los ojos del Maestro pasean por ese cabello,
poco convencidos. Lleva sus manos a la cabeza y acaricia el pelo hacia atrás, y
los cabellos se alargan como si estuviesen pegados a las palmas, convirtiéndose
en una melena que le cubre hasta los anchos hombros.
-Mejor. Más épico, sin duda –se
dice a sí mismo, por fin satisfecho.
Ajusta las correas que sujetan
la armadura de cuero y hueso y se retira del espejo acuático, que se convierte
en un muro de hielo en cuanto la imagen sale de su marco.
El pequeño edificio queda lejos
de la zona noble de la Ciudad. Lejos del Castillo Pendiente, lejos de todo lo
que importa. Pero cualquier territorio cuenta en una guerra, y el Maestro de
los Espejos piensa defenderlo como si fuera su propio palacio. Se detiene en la
puerta, junto a un hombre rubio, alto y desgarbado que reconoce su presencia
con un leve cabeceo.
El barrio es un caos de casas de
poca altura, muchas de ellas rodeadas de patios amplios y tapias bajas de
piedra o ladrillo, otras tan pegadas a sus vecinas que parece imposible
distinguirlas, que forman muros dentro de los muros. Las puertas no se
encuentran enfrentadas a sus vecinas, sino que cada una de ellas mira en una
dirección diferente, convirtiendo las estrechas y empinadas calles en puro
desorden. Algunos de los inmuebles ni siquiera tienen puertas, sino que se comunican
con otras a través de pasarelas y puentes elevados, defendidos ahora por
arqueros, honderos y unos pocos francotiradores. Es un territorio difícil de
controlar. Para una fuerza de infantería como la que se enfrenta al Maestro de
los Espejos se trata de un laberinto de muerte y desconcierto, un lugar en el
que no sirve de nada una carga cerrada, un espacio a conquistar casa por casa,
patio a patio, a precio de sangre.
Un hogar para la esperanza.
Mira a los ojos del hombre rubio
y desgarbado, que pacientemente se somete al escrutinio. Tras unos segundos, el
Maestro está satisfecho. Ningún hechizo ni ilusión se oculta en el conocido
rostro.
-Te conozco, Eiszeit. Háblame.
El hombre asiente antes de
contestar.
-Te saludo, Maestro. No traigo
buenas noticias.
Caminan juntos, codo con codo, a
través de las desordenadas calles. Aquí y allá, grupos de soldados preparan
barricadas, transportan cestos de flechas o afilan sus espadas. Todos ellos
reconocen al Maestro, todos le saludan con una sonrisa o un leve cabeceo, y él
corresponde con gestos y frases de ánimo mientras escucha a su interlocutor.
-Los rusos han firmado el
tratado esta mañana. Ya no están en guerra con Alemania y sus aliados –explica
Eiszeit–, y no actuarán en Persia ni Afganistán.
-Ese idiota de Trotsky...
acabará mal.
Es un fuerte revés para los
planes del Maestro. La revolución obrera, la lucha por la libertad de los
individuos que se produce en Europa, es un reflejo de su propia revolución, un
nudo en los múltiples hilos del complicado tejido que ha causado la guerra
dentro de la Ciudad.
-Alemania será ahora más fuerte.
Podrán centrarse en el otro frente. Pero Rusia se estabilizará, la revolución
progresará. Puede ser bueno.
El Maestro se detiene al llegar
a un bajo y ancho edificio, cercano a la muralla de cascotes que los soldados
levantaron para separar el barrio del resto de la Ciudad. Se cruza de brazos,
esperando, mientras responde a Eiszeit.
-Somos más débiles ahora, amigo
mío. Nuestro enemigo lo sabe, y el ataque de hoy es la prueba de que se cree
capaz de vencernos rápida y definitivamente.
-No lo logrará.
El Maestro sonríe.
-No. No le entregaremos el
poder. No convertirá en esclavos a los hombres libres de la Ciudad.
Los dos cruzan el umbral del
bajo edificio, un antiguo hospital de campaña que al principio de la guerra
estaba en retaguardia. Ahora, el enemigo avanza y los heridos son tratados en
el Palacio de los Espejos, cercano a la tercera Puerta. El único lugar donde el
Maestro aún se siente todopoderoso.
La amplia sala común todavía
guarda manchas oscuras de sangre, de excrementos, de recuerdos gangrenados y
dolor roto, pero no son hombres heridos quienes la llenan. Pueden parecerlo,
porque el sol que inunda las ventanas vacías muestra cicatrices, cuerpos
masculinos y femeninos cubiertos de heridas que ninguna venda protege, bordes
de piel sujetos por grapas y gruesos puntos de sutura; clavos metálicos,
alambres enrollados que penetran en la piel y sujetan miembros amputados;
tatuajes de muerte y fuerza, runas de protección escarificadas o trazadas a
cuchillo en pechos, frentes y mejillas. Hay unas treinta criaturas, reunidas en
parejas o pequeños grupos, tensas, expectantes. Eiszeit les contempla con
incredulidad, aunque su hierática naturaleza no lo expresa más allá de una ceja
alzada, una mano que se deja deslizar hacia el pomo de la espada.
El Maestro sonríe, abre los
brazos en un gesto de saludo y bienvenida y pronuncia un nombre con voz suave.
-Acércate, Anteo.
De entre el abigarrado grupo se
destaca una figura alta, un varón desnudo de músculos tallados a navaja, libre
de las amputaciones que mancillan a muchos de sus compañeros. Su piel está
cubierta de cicatrices que parecen provenir de armas blancas y armas de fuego,
testigos mudos de demasiadas peleas. Los tatuajes cubren por igual piel viva y
piel muerta, acentuando con sus líneas el límite cincelado de cada músculo.
Sólo la salvaje belleza del rostro está libre de marcas. Un Árbol de la Vida
llena su pecho, del que cuelga una llave de madera recta y limpia en cada
ángulo, que parece más pegada al pecho que pendiente del cordón de cuero crudo.
El Maestro le mira a los ojos
durante unos segundos, y después asiente.
-Te conozco, Anteo.
-Te saludo, libre entre los
libres –responde el nefárida con voz profunda–, los míos están preparados para
la batalla.
-También nuestros enemigos.
Recuerda nuestro trato, Anteo. Nosotros defenderemos la muralla y vosotros
esperaréis aquí mi señal. Sólo actuaréis cuando el enemigo esté en las calles.
Anteo asiente, estoico. Un
murmullo ansioso se levanta del pelotón de nefáridas, seres que fueron humanos
en un tiempo, cazadores de hombres que viven en un mundo de anarquía, en una
batida eterna en la que sólo existen dos resultados posibles: cazar o ser
cazado.
-¿Tenemos un trato, entonces?
–pregunta el Maestro extendiendo su mano derecha.
-Ante un testigo –responde
Anteo, mirando a Eiszeit.
El Maestro de los Espejos se
frota los dedos como si hubiera rozado una telaraña. Después pronuncia en voz
alta las condiciones de su pacto.
-Yo, el Maestro de los Espejos,
Poder en la Ciudad, ofrezco al nefárida Anteo y a aquellos que le acompañan
aquí el territorio lindante a esta muralla, hasta un kilómetro de distancia de
ella, como territorio de caza mientras dure la guerra, y doy mi permiso para
que cacen en este territorio a todos los enemigos de mi causa, prometiendo una
hora extramuros a cada nefárida por cada enemigo que él o ella mate.
-Yo, Anteo, –respondió la
criatura- prometo que ninguno de quienes me siguen cruzará sin tu permiso el
territorio marcado, ni cazará a quienes no sean tus enemigos, ni permitirá que
otros lo hagan, mientras dure la guerra.
Ahora sí, ambos se estrechan la
mano. Una vibración recorre la sala, una ola de calor acogedor y suave que
parece rebotar en las paredes y tocar cada rincón. El pacto está sellado.
Las puertas que separan la sala
común del resto de dependencias se abren entonces, dejando paso a nuevos
nefáridas. Espejo y Eiszeit, consternados, ven cómo la vieja enfermería se
llena de seres, todos ellos armados, marcados de cicatrices y tatuajes.
-Hay al menos cien de ellos
–murmura Eiszeit.
-Ciento sesenta y cuatro –dice
Anteo, imperturbable–, todos ellos bajo las condiciones del pacto.
El Maestro mira alrededor, a los
nefáridas que se mantienen a una distancia tan corta que mezcla sin necesidad
de gestos el respeto con la amenaza. Por un momento, sus ojos relampaguean en
un tono azul eléctrico y mientras gira sobre sí mismo, sus iris dejan una
estela azul en el aire. Después, su cuerpo se sacude levemente, dejando escapar
poco a poco una risa que se convierte en carcajada. Jadeos animales, risotadas
histéricas y gritos de alegría le acompañan cuando su risa se contagia a la
jauría.
-Bien jugado, Anteo, bien
jugado.
-Es una locura, Maestro –protesta
Eiszeit mientras ambos caminan hasta el pie de la muralla.
-Fue un locura empezar esta
guerra. Fue una locura enfrentarse a lo establecido y romper nuestras cadenas.
Pero sería peor seguir siendo esclavos, y permitir que los Durmientes
extramuros lo sean.
El muro, de cinco metros de
alto, es apenas un conjunto provisional de cascotes y piedra tomada de las
casas derribadas, con zonas de madera que se mezclan en la empalizada y las
torres de vigilancia, y que antes fueron árboles en el inmenso parque que, en
tiempos de paz, limitaba la parte norte del barrio y lo unía en un gran
triángulo con dos de las avenidas principales de la Ciudad. Ahora, la extensión
de parque es un erial lleno de trincheras, con apenas algunos arbustos que
tratan de crecer entre las empalizadas dispersas, alimentados por lo que los
carroñeros ahítos no pudieron devorar.
-En una guerra entre locos
–continúa el Maestro- es mejor tener muchos de tu parte. Aunque me gusta tan
poco como a ti el hecho de que ciento y pico de estos seres pasen ni tan sólo
una hora en las ciudades de los Durmientes.
-Matarán a cientos de personas.
-La guerra ya está matando a
millones. Quienes sobrevivan serán mejores, más libres, más fuertes. Tendrán
mejores oportunidades.
Eiszeit no parece muy convencido,
pero tiene pocos argumentos para discutir.
-Vamos, turingio –ríe el
Maestro-, ¿desde cuándo te preocupan tanto las vidas de los Durmientes?
-Paso gran parte de mi tiempo
extramuros. Una de las cosas buenas de ese mundo es que no hay nefáridas en sus
calles.
-El mundo está cambiando.
Nosotros lo estamos cambiando.
La conversación se interrumpe
cuando los hombres que coronan la empalizada reconocen al Maestro y rompen en
vítores y gritos de alegría. Están armados con lanzas, ballestas y arcos.
Algunas decenas de ellos llevan rifles automáticos de largo alcance,
construidos mediante la alquimia, la forja y la magia del Trazo, armas que en
algún tiempo futuro soñarán los Durmientes y se convertirán en el arsenal de
ejércitos aún por nacer.
Espejo sube las escaleras y se
detiene en lo alto del muro, sonriendo y saludando a los hombres hasta que cesa
el griterío. Mira hacia fuera, hacia el antiguo parque convertido ahora en
campo de batalla. Por las amplias avenidas puede verse ya el interminable
desfile de la infantería enemiga, que avanza para tomar posiciones. Pronto
iniciará el ataque. Sus filas se pierden entre los edificios, bajo la sombra de
las torres oscuras y las cúpulas de piedra. Su número es imposible de calcular.
En la zona de nadie, un terreno mayor que muchas grandes ciudades del mundo
durmiente, una torre de obsidiana permanece enhiesta, un cilindro más alto que
la propia Muralla de la Ciudad, en cuya terraza el Maestro ve el brillo
revelador de un Poder inmenso. Reconoce el aura del Juez Maestro, pero no es
algo que le preocupe. Sabe que se trata sólo de un observador, y que no actuará
si ninguno de los bandos rompe las reglas.
Más arriba, en el cielo, un
dirigible enorme se cierne sobre el campo. Es fácil suponer que los mandos
enemigos, cobardes siempre alejados de la confrontación, contemplarán desde
allí la batalla y transmitirán sus órdenes. Son jefes, amos, no líderes, piensa
para sí Espejo. Y les desprecia por no sangrar junto a sus hombres.
La tropa incontable desemboca ya
en el parque, inundándolo, alineándose en perfectos cuadros de altos escudos,
precedidos por tamborileros que atruenan el aire al marcar el paso. Tras ellos,
sombras oscuras cubren el cielo acercándose a la empalizada. El Maestro se gira
y alza la voz, dirigiéndose a quienes hoy morirán con él.
-¡Gentes libres de la Ciudad,
escuchadme! Escuchadme ahora. Gentes libres, aquellos que quieren nuestra
sangre se acercan ya. Escuchad cómo la tierra tiembla bajo sus pies. Miradles a
los ojos mientras les matáis, pues están aquí para morir. Pero no son vuestros
enemigos. Sólo son esclavos. Esclavos que no han luchado por su derecho a
elegir. Vosotros, nosotros, somos las gentes libres de la Ciudad. Somos
fuertes, y estamos Despiertos. No tenemos enemigos, porque ellos no son
nuestros iguales. Somos los portadores de la verdad y la fuerza.
Se gira ligeramente, calculando
el ángulo en que el viento agitará sus cabellos para dar una imagen más heroica
y salvaje. Su discurso es ahora para quienes se apiñan sobre la empalizada y para
quienes forman en línea de ataque, dispuestos a conquistarla. Tras él, la
creciente nube oscura llega ya, distinguiéndose una bandada inmensa de pájaros
negros y silenciosos. Los ojos de Espejo son hielo azul que deja una estela de
luz sólida y tubular cada vez que mueve la cabeza.
-Tenemos vida, fuerza y
Voluntad. ¿Qué tienen ellos? Sólo la posibilidad de obedecer y morir a nuestras
manos, o renunciar a la obediencia y crecer con nosotros. No son enemigos.
Aquellos que se unan a nuestra causa serán verdaderos hombres. El resto sólo
son ganado. Luchad ahora, hermanos. Luchad por liberar en la muerte a todos
estos esclavos que no quisieron ser liberados en vida. ¡Concededles al menos el
despertar del dolor, hasta que el suelo saciado escupa la sangre de sus venas
rotas! ¡Matad ahora, gentes libres, porque ese es nuestro derecho supremo!
Los pájaros negros cruzan el
cielo sobre la empalizada y cubren todo de sombra, mientras arqueros y
francotiradores disparan contra ellos. La primera oleada de aves desciende en
picado y, antes de estrellarse contra el suelo, sus cuerpos se retuercen, las
plumas se tornan armadura, los picos yelmo oscuro, las alas brazos armados.
Caen en pie, ya hombres dispuestos a luchar contra los defensores que salen de
las casas.
-¡Nuestro derecho supremo! –ruge
el Maestro mientras salta de la muralla con la espada en la mano, sumergiéndose
entre la bandada negra.
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Lo del trabajo de documentación, no voy a negártelo, Espero aprovecharlo bien y no cometer demasiados errores. Ya iremos viendo :) Un abrazo.
ResponderEliminarEl Maestro de los Espejos cambiando de cara frente al agua, el escalofrío que provocan los nefáridas y los pájaros guerreros iniciando la batalla. Sólo a ti te permito conducirme a lugares tan oscuros y asombrosos a la vez. Expectante y alerta mientras cruzo esta nueva Puerta, mi querido amigo. Un extraño placer, como siempre
ResponderEliminarGracias, Luna, La buena compañía es la mejor manera de caminar por la Ciudad. Un abrazo.
EliminarImpresionante!!!! Me han gustado muchísimo tanto las descripciones (hacen visible la Ciudad) como los discursos del Maestro de los Espejos. Promete, como siempre. Un abrazo, enano.
ResponderEliminarGracias, Ireth. Procuraré no defraudar... la verdad es que le tengo cariño a esta historia, y espero ser capaz de enseñaros la Ciudad. Un abrazo.
EliminarMe ha gustado mucho asomarme a La Ciudad;con tanta riqueza en los detalles y esa tensión que añade el momento "prebatalla". El Maestro probando el aspecto más adecuado a la ocasiòn y El Espejo, que yo imagino como una película de algo parecido al mercurio pero infinitamente más reflectante.Toda buena historia que se precie ha de contar con un espejo. Esta tiene todo lo necesario para esperar con ganas el siguiente capítulo. Es todo un regalo.
ResponderEliminarMuchas gracias, Rosa, el regalo es tener lectores como tú. Un abrazo.
EliminarQué decir?? ...cuánto valió la espera!!!
ResponderEliminarEsta Ciudad, que cada vez se deja conocer un poco más... cada personaje, tan único y real... cada detalle... hacen de estas puertas, de todas y cada una, una historia atrapante y emocionante.
Un beso... y esperando pronto poder seguir abriendo puertas.
Muchas gracias, de verdad. Eres bien recibida en cada puerta. Espero que sigas disfrutando el viaje. Un abrazo.
EliminarLeído el primer capítulo de esta nueva puerta. No me hace gracia mezclar hechos históricos con hechos fantásticos, salvo que fuera un relato histórico, pero a lo mejor es un relato histórico y todo!!!
ResponderEliminarMe gusta cómo ha empezado y las descripciones nos situan muy bien en el lugar. Los diálogos, apenas existentes, alivian la narrativa y la convierten en ligera.
Seguiré leyendo, y terminaré la otra puerta que me dejé a medias.
Enhorabuena!
Un abrazo.
Bienvenido a esta nueva historia. Bueno, histórico... me gusta pensar que la Historia sirve de contexto a la historia, y que pueden interrelacionarse de forma coherente. Ya veremos cómo se da la cosa.
EliminarUn abrazo y encantado de tenerte por aquí.