Tres
Intramuros
La escalera pesa más a cada paso. Tanto
que Fabián está tentado de abandonar su forma humana, de recurrir a las fuerzas
atesoradas en su cuerpo de lobo. Sin embargo, las órdenes de los amos son
claras, y todos ellos deben mantener su aspecto de hombres normales hasta
llegar a lo alto de la empalizada. De esta manera, los tiradores no usaran
contra ellos las flechas de plata, sino las comunes, incapaces de dañarles.
Los seis teriántropos portan la
escala sobre sus hombros, precedidos por un cabo que les abre camino a base de
gritos y golpes de látigo entre las filas de infantería. El hombre lobo, en el
extremo delantero de la escala, se siente enardecido por el olor a sangre que
surge de las espaldas flageladas. Nota cómo sus colmillos rompen las encías,
alargándose milímetro a milímetro, y siente el ansia de sangre. Sus ojos se
centran en los defensores que, desde lo alto de la muralla, no dejan de arrojar
flechas y piedras. Pronto, se dice, vuestra carne será mía. Pronto.
El sargento alza el puño
cerrado, y la torre se detiene entre las protestas de la madera. Los boyeros,
diligentes, cubren con gruesas pieles a sus bueyes y se arrodillan ante ellos
sujetando altos escudos corporales. Están lejos de la empalizada, demasiado
para una flecha, pero conocen el peligro de los francotiradores.
Desde la plataforma superior, un
soldado despliega la escala y los gigantes asignados a la torre empiezan a
subir por ella. El sargento echa de menos aquellos tiempos, anteriores a los
Pactos de Guerra, en que máquinas de asedio y magia podían usarse para el
ataque. Ahora tienen que recurrir a subterfugios poco elegantes, y la guerra
es, a sus viejos ojos, más un juego de ingenio que un enfrentamiento digno.
En esos tiempos, se dice, las
catapultas habrían hecho el trabajo de aquellos sucios gigantes. Claro que
cualquier mago con talento habría barrido a su unidad del campo. Ahora, los
hechiceros de su bando quedan en retaguardia, lejos del frente, con sus
conjuros listos para acabar con quienes se atrevan a desertar o a desobedecer
las órdenes.
-¡Arrojad! –ordena el sargento.
Sobre la plataforma, los
gigantes sujetan los sacos de piel llenos de brea, giran sobre sí mismos para
tomar impulso y lanzan su munición contra la empalizada. A un lado y otro,
cuatro torres más hacen lo mismo, y los sargentos que las dirigen tratan de
coordinarse para que el ataque se concentre en la misma zona. Pronto, uno de
sus gigantes cae desde lo alto, reventándose contra el duro terreno. El
sargento, perdido en sus recuerdos, no sabe si ha sido abatido por un tirador o
simplemente ha resbalado en la plataforma al girar. Tanto da.
-¡Corregid a la derecha y arrojad!
–ordena– Y controlad la fuerza, estáis pasando por encima de la empalizada.
No es manera de hacer la guerra.
Menendo trata de sacar la espada
del cuerpo muerto, pero se ha trabado. Posiblemente enganchada en una costilla.
Otro de los guerreros pájaro vuela ya sobre su cabeza, así que recoge el arma
del que acaba de matar y enfrenta al nuevo enemigo.
El guerrero pájaro se posa en el
suelo, ya transformado en hombre. Alrededor de Menendo yacen cinco cadáveres, y
el pájaro se da cuenta de que su enemigo es poderoso. Grazna pidiendo ayuda
mientras mantiene las distancias, y Menendo aprovecha ese tiempo para recuperar
el aliento. Aún puede ver la empalizada, pero ya quedan menos compañeros sobre
ella. Los arqueros caen poco a poco, y en algunos puntos han tenido que
abandonar sus arcos para derribar las escalas que ya asoman sobre el muro. Los
hombres libres están retrocediendo.
Dos nuevos guerreros pájaro se
posan junto al primero. Los tres se acercan un paso, otro más, separándose para
rodearle. Menendo sabe que no puede vencer a tres enemigos juntos, que sólo
cabe esperar un milagro. Sonríe. Él siempre ha sido un hombre con suerte. Alza
su espada y se lanza contra los oscuros guerreros.
-¡Por mi derecho supremo! –ruge.
La bolsa de brea sobrepasa la
empalizada, golpeando a los guerreros pájaro en una explosión sorda, negra y
espesa. Menendo, apenas salpicado, se detiene sorprendido. Cuando entiende lo
ocurrido y ve a los tres pájaros tratando de zafarse del oscuro miasma,
intentando respirar mientras la brea sella sus vías respiratorias, siente una
mezcla de asco y triunfo. Agitan los brazos pegados al suelo, boquean y sacuden
la cabeza, pero ni sus graznidos ni su esfuerzo sirven de nada. Hay algo de
patético en ellos, y el hombre libre siente cierta pena, aunque un segundo
antes estaban dispuestos a matarle.
-Siempre he sido un tipo
afortunado –les explica mientras clava su espada en los cuerpos indefensos.
El hombre lobo se agacha,
sujetando la base de la escala mientras sus compañeros la elevan, casi
arrojándola contra la empalizada. El cabo grita, pero es imposible entender sus
órdenes entre los lamentos de los heridos, los rugidos de teriántropos y el
entrechocar de aceros. Un líquido espeso y cálido moja su rostro, y el temor le
paraliza durante un instante. Piensa que es brea ardiente, que sólo un segundo
después sentirá cómo su carne se consume víctima del fuego. Hasta que una gota
se cuela entre sus labios entreabiertos, y el sabor de la sangre le llena de
fiebre, de hambre. Sus manos se cubren de recio vello mientras sujeta la escala
por la que trepan sus compañeros, las garras crecen y la ansiedad se vuelve
irrefrenable.
El cabo, un vampiro llamado
Kostya, sigue gritando, arriba, arriba, arriba. Sus miradas se encuentran y el
suboficial, sin dudarlo, golpea al lobo con su látigo, cruzándole el rostro,
apuntando al sensible hocico.
-¡Aguanta y cumple las órdenes,
animal!
El dolor es terrible, la rabia y
la humillación insoportables. Fabián gruñe, a punto de lanzarse contra Kostya.
Pero ve en el cielo la sombra del dirigible inmenso, desde el que los amos
vigilan. El precio de la rebelión es peor que la muerte definitiva.
Sus manos vuelven a ser humanas,
y las lágrimas de rabia se mezclan con la sangre propia y ajena en el rostro
crispado.
El último saco de brea ha sido
lanzado, y los gigantes descienden de la torre. Quedan sólo tres, que se unen a
las dotaciones de las otras torres. Catorce gigantes en total. El teniente al
mando reúne a los sargentos.
-¿Cómo es posible que nos
hayamos quedado sin munición?
-Las líneas de distribución son
largas, señor –responde uno de los sargentos, inseguro-, aunque hemos enviado mensajeros
para ver qué ha ocurrido.
Está atardeciendo. La empalizada
debería estar ya en llamas, pero aún no hay avances claros, no hay brechas en
el muro, y todos los oficiales miran en silencio al dirigible oscuro. El Poder
que les gobierna no estará satisfecho.
-Lanzad las flechas incendiarias
–ordena el teniente.
Uno de los sargentos se dirige
al pie de la torre donde los gigantes descansan. Bajo los escudos corporales,
sujetos ahora por estacas inclinadas, los boyeros duermen. Un viejo truco de
soldado que el sargento no va a reprocharles. Tras siete años de guerra, todo
combatiente aprende a aprovechar cualquier momento para descansar, para huir de
la pesadilla que es la realidad.
Los gigantes se ponen en pie y
toman sus arcos. Cargan, y el sargento hace un leve gesto con la mano, haciendo
que el fuego prenda las puntas. Estelas de luz cruzan el cielo hacia el
embreado muro.
Los invasores retroceden,
llevándose las escalas con ellos. Abandonan a sus muertos, pisotean a sus
heridos mientras forman de nuevo, ordenando las filas que caminan hacia atrás
con los escudos corporales cubriendo la retirada. En lo alto de la empalizada,
el Maestro de los Espejos ordena a los suyos que dejen de disparar.
-¡Aún tenéis una posibilidad!
–grita al enemigo– ¡Aún podéis ser libres! Unios a nosotros, y os daremos vida
y libertad. Si volvéis como enemigos, obtendréis tan sólo el regalo de la
muerte ¡porque ese es nuestro derecho!
-¡Nuestro derecho! –rugen los
defensores, diezmados pero orgullosos.
El Maestro sonríe. La sangre
seca que cubre su rostro se agrieta como una máscara de escayola rota, la larga
melena apelmazada y cubierta de virutas de carne y metal que fueron el cuerpo y
la armadura de enemigos caídos. Los soldados que le flanquean en la muralla
tienen un aspecto similar, estatuas de muerte agotada, rojas por la sangre y la
luz del atardecer.
Bajo la línea de torres aparece
el brillo del fuego, y todos comprenden lo que significa. El siguiente ataque
no se hará esperar. La brea con la que han bombardeado distintos puntos de la
empalizada será incendiada, y poco pueden hacer los defensores para evitarlo.
El Maestro lo sabe. Sabe también
que sólo podrá controlar el incendio trayendo al frente a sus magos, puesto que
usar el agua almacenada les dejará sin recursos para soportar un asedio largo.
Claro que es posible que el asedio no sea tan largo. Puede que todo acabe esa
misma noche.
-Llevad a los heridos a mi
Palacio –ordena a los sanitarios– y que vengan los magos. Que se preparen para
enfrentarse al fuego.
-Necesitaremos más que magia
para sobrevivir a esta noche –murmura un soldado cercano-. Necesitaremos un
montón de suerte.
-Yo siempre he sido un tipo con
suerte –dice otro, encogiéndose de hombros y sonriendo.
El Maestro sonríe también,
palmeando las espaldas de ambos.
-Mañana desayunaremos sobre esta empalizada, como
hombres libres –dice mientras sus ojos azules se iluminan desde dentro.CAPÍTULO CUATRO
SI QUIERES EMPEZAR LA HISTORIA DESDE EL CAPÍTULO UNO, AQUÍ ESTÁ EL ENLACE
Muy bueno!!!!!!!! ....lo leí dos veces, y en ambas tuve la sensación de estar en medio a la batalla ...la música (si bien no es un género que me guste particularmente) hace que se "sienta" todo muy real!!!
ResponderEliminarMuchas gracias, Alma, la intención del capítulo era un poco esa, introduciros en medio de la batalla, además de presentaros a algunos personajes que... que tendrán su función. Gracias por leerme, un abrazo.
EliminarUna gran batalla!
ResponderEliminarsin escuchar la música,solo con leerlo ya te la imaginas .
Que quieres que te diga José ........
Un abrazo y con el tiempo una borrar ;))
Usar o no la música es por supuesto elección del lector. Gracias por leerlo y por comentar, y la birra queda pendiente, sin duda. Un abrazo.
EliminarPerdón una birra ;))
ResponderEliminarQué desasosiego produce encontrarse a las seis de la mañana en medio de un campo de batalla!
ResponderEliminarTengo que releer todo despacio porque pensé que los seres preternaturales luchaban libremente y resulta que temen más a sus amos que al enemigo :)
Puedo oler la brea a mi alrededor!
En todas partes hay jerarquías, estimada Rosa... y hay quien se conforma, y quien no. Un abrazo.
EliminarEl hambre del depredador... siempre me pregunto si se trata de instintos bajos que deben ser reprimidos, o de la naturaleza que ha de dejarse libre.. Un abrazo, encantado de tu vuelta.
ResponderEliminarYo nunca me conformo, José, y eso me ha producido varios dolores de cabeza.
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