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viernes, 19 de septiembre de 2014

PUERTA UNO. EL RENCOR DE LOS DIOSES VIVIENTES. UNO.

https://www.youtube.com/watch?v=j3_OzLpBysU

UNO.
INTRAMUROS.


El mayor error del hombre fue creerse preparado para la libertad.
Al menos, eso es lo que piensa el Maestro de los Espejos mientras, parado frente al muro reflectante, elige su apariencia para ese día. Una cortina de agua extrañamente densa recorre la pared de abajo hacia arriba, fluyendo en contra de cualquier ley natural, y reflejando como un espejo la figura del Maestro y el mobiliario de la estancia tras él.
Pasa la mano plana por delante de su rostro, y la imagen cambia, mostrando a un hombre maduro y delgado, de aspecto solemne, regio. Frunce el ceño, inseguro. No es la apariencia que desea para un día como hoy. Necesita algo más heroico, más capaz de motivar a sus huestes.

jueves, 11 de septiembre de 2014

AL PACIENTE LECTOR.



O lectora, por supuesto. Me alegra verte por aquí. Tengo un par de cosas que comentarte. La primera es que nuestro mutuo conocido Jonathan Silencio va a tomarse un breve periodo de vacaciones. Breve, de verdad. Creo que le vendrá bien darse un respiro, dejar que las costillas fisuradas vuelvan a soldarse y gastar algo del dinero que ha ganado en whisky, tabaco y una habitación tranquila en algún sitio bonito. 
Si eres de los que ya llevan tiempo cruzando las puertas no es necesario que te hable de Silencio, pero, si eres uno de los nuevos visitantes, puedo contarte un par de cosas sobre él (las letras destacadas son enlaces a las historias) en “La luna me sabe a poco”, un caso completo en el que tuvo que enfrentarse a la teriantropía; luego está “De ilusión también se muere”, la aventura en que podrás conocer más sobre él, sobre la Ciudad y sobre alguno de sus habitantes. Sabrás cosas que Silencio ignora si llegas al final. En su último caso –último por ahora-, “Vivir en el intento”, Jonathan tiene que resolver una maldición familiar y sus problemas con las mujeres. No sé qué puede ser más difícil. Los enlaces te llevarán al primer capítulo de estas historias, y si te gustan, puedes adquirir la novela en plataformas digitales.  
En el futuro, eso puedo asegurártelo, habrá más Silencio. Te contaré cómo se enfrentó a un asesino imposible en “Muere de todas formas” o el lío en que se metió por ayudar a una madre atractiva y una niña encantadora en “A dentelladas secas y calientes”, y no olvidaremos el reencuentro con algunos conocidos en “No pierdas la ilusión”. 
Pero antes de todo eso, paciente lector, quiero proponerte una nueva Puerta. Un nuevo viaje. 
En la próxima entrega cruzaremos la Primera Puerta, aquella que lleva a la Ciudad a quienes tienen el derecho de ciudadanía que otorga el conocimiento. Llamaremos a esta historia "El Rencor de los Dioses Vivientes". Por supuesto, tal vez prefieras saber, o recordar, algo más antes de entrar. No son calles tranquilas, ni es bueno recorrerlas solo o a oscuras. La Voluntad y la conciencia son buenas armas allí. Así que puedes saber algo de lo que habita esas calles y sus sombras, algo sobre lo que cabe esperar, en “La parábola de los perros”, y hay algunas pistas sobre sus personajes y el entramado que les ha tocado vivir en “El hombre de los tatuajes o “Sobre las puertas”
Pero recuerda, la Ciudad es un paisaje abierto, y no hay un orden necesario ni obligatorio para visitarla. Queda en tus manos, Paciente Lector. 
Sólo espero contar con tu compañía. 

domingo, 6 de julio de 2014

SON 10000






SON 10000

Diez mil visitas. Seis meses. Vaya.
No esperaba que tantos de vosotros cruzaseis estas puertas, ni tan a menudo. Ni siquiera esperaba ser capaz de escribir tanto sobre ellas.
Diré que el mérito que pueda haber en ello es de mucha gente. Desde algunas de las fotos hasta la edición del texto, cada mensaje dándome sugerencias y correcciones, cada visita en las redes... son pequeños empujones, palmaditas en la espalda, alicientes para trabajar. Gracias por ello.

Hoy quiero dejaros aqui  un pequeño guiño de agradecimiento, un juego en el que podéis participar, un huevo de pascua como los que los diseñadores de los primeros videojuegos ocultaban en sus pantallas. Un relato secreto de Silencio, por así llamarlo.

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Para encontrarlo no tenéis más que seguir al conejo blanco y cruzar a través del  espejo, así de fácil y de difícil.
Después de tanto tiempo ya nos vamos conociendo, y sé que sabréis leer entre líneas, seguir al ratoncito por el laberinto hasta encontrar el queso, interpretar las pistas.

El pequeño relato es más bien una broma compartida con vosotros, un guiño, y no tiene que ver con el argumento de lo publicado hasta ahora ni de lo que se publicará en el futuro. Quedan un montón de cosas que publicar en el futuro, por cierto. Pero ahora os dejo con este juego, y no os preocupeis si no encontráis el relato, ya os digo que no rompe la línea argumental. Es sólo mi forma de daros las gracias y tratar de entreteneros. De eso va todo esto, al final.


martes, 22 de abril de 2014

PUERTA III. APUNTES SOBRE LAS PUERTAS.

SOBRE LAS PUERTAS, 3



Extracto de la correspondencia entre Fernando Deza y Julián Deza, de los archivos de Sebastián Deza, fechada el 7 de agosto de 1945

lunes, 10 de febrero de 2014

PUERTA II. DE ILUSIÓN TAMBIÉN SE MUERE. cap I

http://www.youtube.com/watch?v=MAIJUmsGnI4

Fue sueño ayer, mañana será tierra.
¡Poco antes nada, y poco después humo!
¡Y destino ambiciones, y presumo
apenas punto al cerco que me cierra!

Breve combate de importuna guerra,
en mi defensa, soy peligro sumo,
y mientras con mis armas me consumo,
menos me hospeda el cuerpo que me entierra.

Ya no es ayer, mañana no ha llegado;
hoy pasa y es y fue, con movimiento
que a la muerte me lleva despeñado.

Azadas son la hora y el momento
que a jornal de mi pena y mi cuidado
cavan en mi vivir mi monumento.

Quevedo


 DE ILUSIÓN TAMBIÉN SE MUERE
CAPÍTULO I


Mi nombre es Jonathan Silencio. Me dedico a hacer lo que es necesario.
Por eso aquella tarde, mientras la noche y sus amenazas caían sobre la ciudad de Valladolid, rodeé el cuello con la estrecha banda de tela, ciñéndolo mientras mis manos, sin atisbo de temblor, preparaban el nudo con la seguridad que da la repetición. No era algo que quisiera hacer, pero era necesario. Apreté.

sábado, 8 de febrero de 2014

PUERTA III. EL HOMBRE DE LOS TATUAJES, final.

http://www.youtube.com/watch?v=-7etjqZmAGs


Anielka murió, sí, pero a nuestros ojos lo hizo recuperando mucho más de lo que había perdido. A ojos de los esqueletos rendidos que le habíamos conocido, murió como un héroe.

El guardia murió también, a causa de la terrible mutilación que el mordisco le había provocado. Un segundo guardia quedó herido por la bala que había matado a nuestro compañero, y que atravesó su pecho y se alojó en la pierna del soldado.
No volvimos a ver a ninguno de los cinco, ni sabemos qué medidas se tomaron contra ellos. Tampoco sé qué represalias pudieron tomarse contra mis compañeros de campamento, puesto que aquél mismo día fue el de mi fuga.


Ricardo Deza fue trasladado a mi barracón esa misma mañana, lo que era lógico puesto que pertenecía a la misma brigada de trabajo que la mayoría de nosotros. Aunque yo no podía evitar el pensamiento, la convicción, de que el traslado era sólo el fruto de mi deseo, de mi ansiedad por conocer la verdad sobre sus tatuajes. Y eso me hacía culpable de la muerte de Anielka.
Salimos a trabajar, sin que ninguno de nosotros pudiera evitar una mirada al charco sucio y rojizo donde se mezclaba la sangre de Anielka y la del guardia, manchadas y casi absorbidas por el barro gris que lo llenaba todo.
Se murmuraron muchas oraciones en muchas de las lenguas de aquel continente esclavo, y los oscuros uniformes de nuestros amos parecieron, al menos durante unos momentos, algo más vulnerables y grises. Muchos de los prisioneros caminaron con la cabeza más alta que en días anteriores.
No era mi caso. Mientras nos movíamos en un lento desfile hacia la valla que rodeaba el campamento, encogidos de frío, yo no podía olvidar las sombras de los guardias que había visto aquella noche. Ni podía evitar verles ahora con eso mismos ojos nocturnos.
De alguna manera, distinguía entre ellos a quienes, estaba seguro, iban acompañados de aquellas sombras extrañas, aquellas criaturas de oscuridad, cuyos largos cuellos parecían estirarse a mi paso, como si fuera un juego del naciente sol, como animales de presa que me olfateasen y supiesen que les conocía.
Caminé atenazado por el miedo, el miedo a que la locura por fin hubiese vencido, que las semanas de hambre, tortura y aislamiento hubieran roto mi cordura. Y con un terror aún más profundo, más atávico y permanente. El terror absoluto a que aquello que ahora podía ver fuese la verdad.

No tuve más remedio que seguir adelante y trabajar.

No sé cómo me encontré con Ricardo Deza a mi lado. Ambos nos ocupábamos de retirar la antigua verja, paso previo a la tala de árboles que serviría para que el campo ganase espacio al cercano bosque.
Una vez habíamos retirado parte de la verja, los guardias organizaron la tala de árboles. Ricardo y yo formamos pareja por indicación del sargento que dirigía los trabajos, y que era uno de aquellos en que yo veía claramente lo monstruoso de su sombra, sus ojos de expresión vacua y fría. Apenas podía soportar su mirada sin gritar. Sin embargo, Ricardo actuaba de la forma contraria, observando al sargento con esa tranquila confianza que le acompañaba siempre.
Siguiendo sus indicaciones, recorrimos el espacio deforestado que separaba el campo de la arboleda, un espacio vigilado y controlado por las torres en las que guardias armados nos vigilaban, dispuestos a ametrallar a cualquiera que tratase de escapar.
No pude evitar fijarme en que el sargento se quedó en el borde del campo, junto a algunos otros guardias inhumanos, y sólo cuatro soldados normales, si es que ese calificativo podía aplicarse a aquellos conquistadores desalmados, nos acompañaron hasta el bosque.
-No pueden abandonar el campo –susurró Deza en mi idioma-, están atados.
Le miré sin entender, pero no amplió sus explicaciones. Se limitó a sonreír, con una sonrisa cansada y triste que sin embargo no proporcionaba ningún consuelo.
Algunos de los prisioneros se dedicaban a arrancar arbustos y ramas bajas, quemándolos en una hoguera creciente al borde del bosque, mientras otros empezamos a talar los árboles. Los guardias patrullaban en parejas, relajados, sabiendo que ninguno de nosotros tendría fuerzas ni valor para intentar nada contra ellos, confiados por la fuerza de la costumbre, por la rutina de tantos días iguales.
No era un día como los demás.
Ricardo y yo manejábamos dos grandes hachas, atacando juntos nuestro tercer árbol del día. Una niebla plomiza ocultaba en parte el brillo del sol, y el sudor helado se unía al dolor de nuestros músculos desnutridos en la tortura del trabajo. Tiempo después supe que nuestros captores hablaban del exterminio por el trabajo cuando se referían a estos campos, pero aún faltaba mucho para eso. El nombre era muy adecuado, sin duda.
Ricardo detuvo su trabajo, mirando a su alrededor. Le imité.
Los guardias y el resto de la brigada no eran más que sombras difusas, sombras al menos humanas, ocultas por las más definidas sombras de los árboles.
Las torres resultaban apenas perceptibles desde nuestra posición, y la niebla baja, unida al humo de la fogata en que ardían los arbustos y matojos, sin duda nos convertía en invisibles para ellos. Creo que era el momento que Ricardo esperaba.
Sin mediar palabra, se ocultó detrás del árbol más cercano. Le seguí, pensando que trataba de escapar, y vi cómo se acuclillaba, bajándose los pantalones.
Bueno, me dije, eso es algo muy humano. Y me retiré, dejando que se aliviase en una cierta intimidad.
Reapareció un par de minutos después. Llevaba en la mano derecha un pequeño bulto, un objeto de unos cinco centímetros de largo, envuelto en algo que parecía sucio cuero marrón. En su mano izquierda, hojas y hierba arrancadas del suelo del bosque, que utilizaba para limpiar el extraño paquete.
Me miró con aquella tranquila confianza, mientras retiraba el envoltorio y descubría una pequeña varilla.
-Hoy vas a escapar –dijo, mientras desnudaba su torso tatuado.

Jamás habría creído lo que Ricardo me contó en aquellos escasos minutos, de no haber visto lo que vi la noche anterior. Si la muerte de Anielka no me hubiese revelado la verdad, si aquella comunión de sangre y dolor no hubiese puesto de manifiesto la verdadera forma de nuestros captores, habría creído que Ricardo era otro de los muchos presos que acabaron enloqueciendo de dolor y vergüenza en el campo.
Pero le creí.
Me habló del verdadero rostro de las sombras, de un terror infinito que habita en torno y al otro lado de nuestra realidad, y que en ocasiones se encarna, alimentado por la fuerza de la maldad, por la energía de las almas que vagan en los campos de batalla, por la sangre y la fe de los vivos, por el miedo de quienes se enfrentan al terror.
Me habló de realidades que superan las pesadillas de los ignorantes. Me habló de puertas que dan a vacíos inmensos, habitados por quienes están más allá de la muerte.
Me habló del poder de los tatuajes, de las palabras y fórmulas protectoras que le habían mantenido a salvo durante aquellos años de guerra y presidio. Y, mientras hablaba, mientras su voz hipnótica me convencía de que aquellos delirios eran la única verdad, tomó su hacha y, usando el filo como una navaja, cortó su piel a la altura del pecho, arrancando con precisión uno de los tatuajes. Mientras yo miraba la herida sangrante, de la que emanaba un vapor perfectamente visible en la fría atmósfera, él abrió mi chaqueta. Colocó aquél jirón sangriento sobre mi propio pecho, y sentí un dolor punzante, como si algo echase raíces en mi carne magra, como si extraños apéndices filosos surgiesen de aquella piel viva, clavándose en mí.
El frío pasó, y mi corazón pareció latir con más fuerza y constancia, con una energía renovada que alejó el cansancio y el miedo.

Me habló entonces de su enfermedad, una enfermedad mortal que estaba devorándole por dentro, una enfermedad que aquellos tatuajes no curarían, y me encomendó una misión.
La varilla que había escondido y ahora puesto en mis manos era una llave, una extraña llave de madera, recta en todos sus ángulos, desde el ojo hasta los dientes. Parecía antigua, y su tacto era suave y seco, de madera bien pulida. Cuando la tuve en mis manos, el tatuaje de mi pecho pareció latir suavemente, transmitiendo una nueva oleada de agradable calor por todo mi cuerpo.
Mi misión, la tarea que me encomendó Ricardo, era la de entregar aquella llave a su familia. Para ello debería cruzar medio continente, parte del cual estaba en guerra. Su país ya había sufrido una guerra intestina, una guerra en la que había resultado vencedor el bando del mal, el mismo que ahora gobernaba sobre nuestros destinos. Las mismas sombras, los mismos monstruos que habían utilizado aquel pequeño país al borde del continente como un ensayo general para su conquista. Era una locura, pero acepté hacerlo.
Buscaría a los Deza y les entregaría la llave. A cambio, el tatuaje que ardía en mi pecho me protegería. Y aquella mañana, entre la niebla y el humo, esa era la única verdad que me pareció clara.

Un crujido de ramas interrumpió nuestro diálogo de locos, y al mirar hacia la fuente del sonido vimos a dos de los guardias, que parecieron sorprendidos de vernos. Uno de ellos gritó, y aunque no llegué a dominar nunca su seco y brusco idioma, creí entender que preguntaba “¿Qué haces aquí?” mientras ambos miraban a Ricardo. Como si a mí no me hubieran visto. Supe que no me habían visto.
Sin mediar palabra, Ricardo recogió del suelo su hacha, lanzándola con torpeza contra los guardias armados, que saltaron a los lados para esquivarla. Aprovechó el momento de desconcierto para coger mi propio hacha, me gritó algo que apenas pude entender y se lanzó contra ellos como un antiguo dios de la guerra, surgido de la muerte y la sombra del bosque.
El primer golpe cercenó el brazo de uno de los guardias, y juro que vi cómo algunos de los tatuajes de su pecho brillaban al recibir las salpicaduras de sangre, como dientes ansiosos en una boca abierta, deseosa de alimento.
Mientras Ricardo atacaba al segundo guardia, apreté con fuerza la llave, recogí la camisa que él se había quitado, pensando que necesitaría ropa de abrigo, y empecé a correr a través del bosque.
Los gritos y los disparos me acompañaron durante algunos minutos, e incluso llegué a escuchar las sirenas de alarma del campo, como lamentos lejanos de un demonio que ha dejado escapar un alma.

Apenas recuerdo las siguientes semanas, el largo camino entre bosques y montañas, esquivando en lo posible los núcleos de población y los caminos por los que se movían convoyes de tropas de gris uniforme y negras sombras diabólicas.
Me alimenté de raíces, insectos y criaturas de los pantanos. Dormí en cuevas y bosques, como un animal salvaje, buscando siempre el oeste en mi camino, hasta que el gris de las tropas que veía en los caminos se convirtió en verde.
No supe cómo ni cuando había cruzado las líneas del frente, ni hasta qué punto el tatuaje siempre latente sobre mi pecho influyó en ello. Pero sé que no habría sobrevivido sin él .
Y finalmente, por milagro o por la voluntad de quienes, más allá del velo de niebla y humo, se oponían a las monstruosas sombras de muerte, llegué a aquel país enfermo de maldad, sometido, donde los Deza tenían su hogar, y cumplí mi misión.
Entregué la llave, que durante mi viaje había escondido en el mismo lugar en que lo hizo Ricardo, a su familia, contándoles todo lo que pude sobre aquellos últimos días de su vida.
Hubo una única cosa, una sola frase, que guardé en mi recuerdo y no compartí con ellos. Una frase que aún no había llegado a comprender pese a todo lo ocurrido. La frase que Ricardo gritó, hacha en mano, mientras corría hacia su combate final contra los monstruos, y que había llegado a entender en mi recuerdo con más claridad que cuando la pronunció, aunque su significado todavía se me escapaba.
“La muerte es sólo el comienzo”
FIN
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