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martes, 27 de septiembre de 2022

 ESPACIO CERO

 

 

Iván observó la oscura cavidad del horno con aprensión, aguantando la respiración sin ni siquiera darse cuenta. A su lado, Mateo, su compañero, sonreía bajo el espeso bigote canoso que acentuaba su pícara expresión de ratoncillo.

-Esto lo arreglamos antes de la hora del café, chaval -dijo con su voz alegre, cascada por el tabaco negro y el coñac madrugador.

Iván intentó sonreír en respuesta, pero apenas esbozó una mueca forzada. La simple idea de entrar en aquel lugar era demasiado para él.

El horno era un antiguo modelo, una reliquia que sólo la tacañería de los dueños de la fábrica mantenía en pie. Tenía dos metros veinte de alto, y todo el aspecto de una cabina telefónica del infierno. Por dentro era un prisma octogonal, delimitado por altas chapas verticales. En el centro había una esfera de metal, enclaustrada en la base giratoria, sobre la que se colocaban los altos carros de bandejas horizontales donde se cocían las magdalenas, mojicones, sobaos y otros productos.

Encima de la plataforma había una pequeña estructura, un dintel de metal. Esta especie de marco metálico servía para encajar el carro y se unía al techo en su parte superior por un eje de metal que, conectado a un pequeño motor, hacía girar la plataforma.

Ahora, a las once de la noche de un viernes, cuando todo el mundo se había ido a casa, Mateo e Iván tenían que arreglar esa plataforma giratoria.

Se había estropeado a las ocho, durante el turno de tarde del viernes, pero habían sido necesarias dos horas para que se enfriase por completo, así que les tocó a ellos solos enfrentarse a la avería, mientras el resto del personal se iba a casa, a disfrutar del fin de semana.

-Espero que no nos de mucha guerra -dijo Iván.

Mateo encendió un Ducados, que quedó colgando de sus labios como un escalador aferrado a la última grieta de la pared, y entró en el horno.

-Pásame la herramienta -pidió, mirando al techo.

Iván le obedeció, entregándole una vieja bolsa de cuero con varios departamentos, llenos de destornilladores, llaves fijas, acodadas y de Allen, alicates, y un largo etcétera de herramientas. Mateo exhaló una perezosa bocanada de humo, sacó un destornillador y se puso de puntillas.

-Enchufa aquí con la linterna, chaval -ordenó.

Iván obedeció de nuevo, enfocando el techo. Junto al eje del marco había una pequeña trampilla, sujeta por seis tornillos, que permitía acceder al mecanismo de giro. Con movimientos fluidos y precisos, el viejo aflojó los tornillos y dejó al descubierto el mecanismo. El eje, enclaustrado en el techo, terminaba en un piñón o rueda dentada que era movido por una correa que llegaba hasta el motor, situado en la parte de atrás del horno, encima de las resistencias eléctricas que proporcionaban calor al aparato. Otra rueda, ésta lisa, actuaba como tensor de la correa, graduándose su posición gracias a una corredera.

-Se ha partido el tornillo del tensor -dijo Mateo-, hay que cambiarlo.

-Bueno, eso no nos llevará mucho tiempo. ¿Qué tornillo es?

Mateo examinó el tornillo durante un par de segundos.

-De Allen, de diez por quince. O diez, veinte. Tráete un par de cada.

Iván dejó la linterna y recorrió el camino hasta el taller de repuestos. Odiaba lo servil de su actitud hacia Mateo, sentía rabia por tener que obedecerle, pero no le quedaba otro remedio si quería evitarse problemas.

A fin de cuentas, Mateo era su suegro, o casi.

Iván llevaba tres años de relación con la hija de Mateo, su única hija. Iván la adoraba, y también ella a él. Pero Mateo no había aceptado nunca aquella relación. Al menos, no hasta un par de meses atrás, cuando por fin permitió a Iván entrar en su casa y se tomó la molestia de conocerle. Y ahora, el viejo mecánico había buscado este trabajo para él. Así que Iván no sabía muy bien cómo actuar.

Regresó con los tornillos que su suegro le había pedido -se había tomado la molestia de coger, también, de la medida superior e inferior, por si Mateo se había equivocado- y se encontró al viejo fuera del horno, encendiendo un Ducados con la colilla del anterior.

-Tienes que entrar tú -dijo Mateo-, yo no llego bien.

Iván tragó saliva. Medía metro noventa, bastante más que el viejo, eso era cierto. Pero entrar en el horno... suspiró, asintiendo con la cabeza. No quería imaginar lo que disfrutaría Mateo en su casa, contando cómo él se había asustado hasta el punto de no poder hacer su trabajo, ridiculizándole ante su hija. Así que decidió enfrentarse a la claustrofobia. Entró en la cabina, sintiendo que las altas paredes metálicas se cerraban sobre él como las mandíbulas de una bestia. Empezó a sudar, y respiró hondo para controlar el temblor de sus manos. Fuera, Mateo sonreía de forma apenas perceptible bajo el espeso bigote.

“Viejo cabrón”, pensó el joven, “bien sabe él lo que me pasa”. Y era cierto. El viejo sabía que, cada vez que la joven pareja les visitaba, subían y bajaban por la escalera para evitar el ascensor y la sensación de ahogo que se apoderaba de Iván. Estaba sometiéndole a una prueba, se dijo el joven. Una prueba de valor, que en la mente del anciano sería sin duda necesaria para ver si era merecedor de su hija. “Viejo cabrón. Te jodes”�

Apretó los dientes, estirándose para llegar al tensor de la correa. Se concentró en el trabajo y, como siempre que lo hacía, el resto del mundo desapareció de su mente, dejando un espacio abierto, libre, en el que trabajar sin problemas ni agobios. En menos de un minuto dejó listo el tensor y se dispuso a cerrar la trampilla.

-Espera, chaval, no cierres todavía -dijo Mateo.

-¿Por qué?

-Coño, habrá que probar si va.

Iván miró la correa y luego a su suegro.

-Ya. Pero eso se puede hacer con la trampilla cerrada, desde fuera.

-Ya -respondió Mateo, con voz seca-, pero si lo hacemos desde fuera y se suelta o se engancha en el eje, no lo veremos y va a ser peor el remedio que la enfermedad. Quédate ahí, le damos unas vueltas, y lo ves funcionar. Y si va bien, pues a otra cosa.

-Pero... pero no girará con la puerta abierta. Por la seguridad, ya sabes.

-Bueno, pues la cierro. Sólo son unas vueltas, joder, y los calentadores están apagados.

-Es que...

Mateo lanzó una carcajada seca y fría.

-¿No tendrás miedo? No seas trucha, hombre.

Iván tragó saliva. Si se negaba, el poco aprecio que su suegro sentía por él bajaría muchos puntos. Mateo era un hombre chapado a la antigua, de los machos de siempre, de los que no mostraban miedo a nada y despreciaban los temores de otros.

-No, claro que no -dijo Iván, tratando de sonreír-, cierra y dale marcha.

Mateo asintió y cerró. Iván apenas podía verle a través del plástico ignifugo de la puerta, pero vio cómo la figura de su suegro estiraba el brazo, accionando los controles que había a la izquierda del horno, y la plataforma empezó a girar con un crujido.

-Le falta grasa! -dijo el joven.

Agarrado a la estructura adintelada, que rotaba con la plataforma, Iván observó la correa, que giraba sin parar, perfectamente sujeta por el tensor, transmitiendo el movimiento a la plataforma. Aguantó treinta segundos, sudando y conteniendo a duras penas el temblor de sus manos.

-¡Va de puta madre! -gritó-¡Ya puedes parar, Mateo!

Entonces oyó un chasquido, y el ruido de una gran cantidad de aire entrando en el estrecho recinto del horno. Sorprendido, miró hacia la puerta, pero era imposible ver claramente el exterior.

-¿Mateo? ¿Qué pasa, Mateo?

El aire caliente acarició su rostro, mientras el ruido aumentaba de potencia. Su suegro había conectado los quemadores que calentaban el horno.

-¡Mateo! ¡Maaateeeoooo!

Tardó apenas un minuto en hacerse consciente de la situación. En los primeros quince segundos, imaginó que Mateo había sufrido un infarto, algún tipo de ataque o derrame. A los treinta segundos, la temperatura había subido casi cinco grados. A los cuarenta y cinco segundos, tras aporrear la puerta y las paredes mientras giraba, descartó el accidente de Mateo. A fin de cuentas, no tenía sentido que hubiese puesto los calentadores y luego sufrido el infarto. A los cincuenta segundos, la temperatura había subido siete grados. A los cincuenta y siete, Iván estaba llorando, aferrado del dintel metálico, sabiendo que no había nadie en la fábrica, excepto Mateo y él.

A los cincuenta y ocho, la temperatura en el interior del horno era de veintinueve grados.

A los cincuenta y nueve, Iván apretó los dientes y miró al techo.

Lo primero que hizo fue tratar de detener la plataforma rotativa. Conocía poco del funcionamiento del horno, pero lo suficiente como para saber que apenas tenía unos minutos para actuar. El horno alcanzaba la temperatura marcada en el programa, doscientos veinticinco grados centígrados, en trece minutos.

 

Él estaría muerto mucho antes.

En aquel momento, la temperatura debía ser de casi treinta grados. Casi la temperatura de su cuerpo. Cada giro de la plataforma le llevaba delante de los calentadores, y allí el golpe de calor era suficiente como para atontarle. Necesitaba detenerla.

Sacó de su bolsa de herramientas un largo destornillador de punta de estrella, se colocó en el centro de la plataforma y alzó la cabeza. Si conseguía meter el destornillador entre la correa y el piñón, la barra metálica del destornillador se encajaría entre los dientes del piñón y haría saltar la correa. O eso esperaba, claro.

El sudor empezó a gotear sobre sus ojos, escociendo como zumo de limón en una herida, cegándole. El miedo se abalanzó sobre él como un halcón bien adiestrado, y lo rechazó con su mano abierta, con la misma que usó para secarse el sudor de la frente.

Con un movimiento rápido y seguro, introdujo el destornillador entre el piñón y la correa. El piñón trató de romper la súbita resistencia, combando el destornillador de acero. Fueron tres segundos. Un grado más.

-Por favor -susurró.

Con un crujido que pareció una queja, la plataforma se detuvo. Iván cayó de rodillas, aliviado.

No se concedió el tiempo suficiente para llorar. Sollozando en silencio, se puso en pie. Al apoyarse en el dintel, tuvo que separar la mano de golpe. Empezaba a quemar.

Notó que la sangre se escurría desde su antebrazo. Se había cortado, aunque no sabía con qué.

Tampoco sabía que esa herida no dejaría de sangrar. Uno de los primeros síntomas del daño por exceso de calor es el trastorno en la coagulación.

La temperatura ambiental era casi igual a la de su cuerpo. Ese es el principio del fin. Iván estimó que le quedaban cinco minutos antes de que el calor le matase. Se equivocaba.

Se puso los guantes que llevaba en la bolsa de herramientas, para poder sujetar una llave fija. Una llave de acero.

Empezó a aflojar los tornillos de la chapa más cercana a los quemadores. Si conseguía soltarlos, podría apagar el quemador y tomarse con más calma la tarea de salir.

La temperatura interior del horno era de cincuenta grados. El pulso de Iván empezó a acelerarse, los vasos cutáneos se dilataron y el flujo sanguíneo aumentó en un intento de su organismo por refrigerarse. Le quedaban dos minutos antes del colapso.

 

Soltó el primero de los cuatro tornillos, entreviendo apenas lo que hacía gracias a las tres luces interiores del horno. Empezó con el siguiente. Tardó quince segundos en acabar con él. Pasó a el tercero. La llave se le escapó de entre los dedos y cayó bajo la plataforma.

-Dios por favor, Dios por favor, Diosjoderporfavor... -murmuró mientras se agachaba a buscarla.

El aire caliente entró a raudales por su boca, pero sintió un cierto alivio al agacharse, puesto que el aire a mayor temperatura siempre tiende a ascender. Al ponerse en pie de golpe, ya con la llave recuperada, un fuerte mareo casi le hizo caer de nuevo. Su sangre, cuyo flujo había aumentado en un noventa por ciento, estuvo a punto de matarle.

Siguió trabajando. Un minuto después había quitado todos los tornillos y trataba de arrancar la chapa de la pared.

Le quedaban cuarenta y cinco segundos antes del colapso.

 

Cuando el cuerpo humano necesita refrigerarse, su mejor recurso es sudar. Pero el sudor provoca la pérdida de sustancias vitales, los llamados electrolitos, de gran importancia en los procesos musculares. El cuerpo de Iván, que nada sabía de hornos o suegros locos, sudaba a mares, intentando restablecer el equilibrio. A sesenta grados en el exterior, el corazón bombeaba a ciento cuarenta pulsaciones y cada poro de su piel vomitaba sudor.

La primera consecuencia lógica es el golpe de calor, que habría postrado a Iván en el suelo, y lo habría matado. La adrenalina se encargó de impedirlo.

Pero nada evitó el primer calambre muscular, un golpe duro y seco en su pantorrilla izquierda que a punto estuvo de derribarle.

Iván gritó, incapaz de contener el sorprendente dolor, y se apoyó en el dintel. El calor atravesó su ropa, evaporando el sudor y provocándole un escalofrío paradójico. Su cerebro, o tal vez su alma, le envió una imagen de Marta, su chica. Una imagen de su increíble sonrisa.

Iván decidió que no iba a morir, y tiró con todas sus fuerzas de la chapa, sujeta por años de grasa y deformaciones térmicas al chasis del infernal horno.

Si Iván hubiese tirado hacia la derecha, hacia el interior del horno, habría muerto en quince segundos. La casualidad, un dios generoso o tal vez una decisión involuntaria de lo más profundo de su mente, hizo que tirase hacia el lado izquierdo cuando le quedaban doce segundos de vida.

Y la chapa, impulsada por toda la fuerza que da el terror a la muerte, impactó contra el plástico ignífugo que protegía la ventana del horno, atravesándola y arrancando una sección de casi un palmo de ancho.

El aire caliente salió en una rápida bocanada, impulsado por la diferencia de presión, mientras Iván, con cara de quien ha visto un ángel, se quedaba mirando el milagroso orificio.

La risa brotó de su pecho. Una risa demasiado agónica, demasiado cercana a la histeria. Pero, al fin y al cabo, la risa de un hombre vivo.

Cuando dejó de reírse, una sonrisa de payaso tonto se quedó como tatuada en su piel reseca.

Lanzó la chapa al fondo del horno, y acabó de arrancar la ventana a martillazos. Después, y sin que la sonrisa estúpida abandonase su rostro enrojecido, sacó la mano y aferró el tirador que abría la puerta.

Sin soltar el martillo, Iván abandonó la sala y registró la fábrica en silencio. Mateo no aparecía por ninguna parte. Se asomó a una ventana y vio que el coche del viejo cabrón –un Volvo tan viejo y tan negro como su alma- había desaparecido del aparcamiento.

Entró en el vestuario y se metió en la ducha sin ni siquiera quitarse la ropa. Después, más aliviado y con su organismo ya en sus parámetros normales, bebió todo el agua que fue capaz de tragar y, llorando de alivio, llamó a la policía.

 

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