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sábado, 9 de julio de 2016
viernes, 1 de julio de 2016
APARICIÓN
APARICIÓN - Uno
A mí, la verdad es que morirme no
me sorprendió mucho. Si acaso, me sorprendió morirme de viejo, en vez de
hacerlo en la Guerra Civil, o en los años del Goulag, cuando Stalin pensó que
tampoco éramos comunistas del todo.
En la guerra, pongo por caso,
estuve a punto de entregar la herramienta más veces de las que caben en una
gavilla.
Hubo un día, en las trincheras
del Jarama, que cayó una granada dentro de la trinchera –fabricación alemana:
bien jodidos nos tenían los fritz- y los seis o siete que andábamos buscando
raíces que comer nos dimos por finiquitados. Entonces, el Txopelana, un
compañero de Bilbao que era más bruto que un saco de martillos, se tiró encima
y se comió la explosión, la granada, y los terrones y las raíces que había abajo.
Un héroe, el Txopelana. Ya contaré luego cuándo volví a verle de nuevo.
A lo que voy es que si uno sale
con bien de cosas como esas le entra cierta sensación de que no va a morirse
nunca. Y claro, al final te mueres.
Yo me morí en un asilo de monjas
ursulinas, que lo tenían al lado de un colegio y era un gusto ver a las niñas
jugando por el patio, tan llenas de vida y de promesas, mientras uno aguantaba
a las reputas monjas con sus purés y sus rosarios.
Si las pillo yo en mis tiempos,
con el Txopelana al lado, bien les habría quemado el convento con ellas dentro.
Y ya ves: me muero con ellas al lado y el padre Sepúlveda, malo como la quina,
rezándome responsos.
La cosa es que cuando me morí
pensé que ahí acababa todo. Yo siempre he sido muy ateo y, como ya le contaba
en las trincheras a un curita protestante que vino de no sé donde a luchar
contra los del Alzamiento, si no creo en el Dios de España, que es el único y
verdadero de toda la vida, malamente voy a creer en otro.
Total, que al morirme vi que
veía, y apalpaba, y tenía conocimiento. Me notaba más ágil, como si los años se
hubieran ido atrás como pellejo de liebre desollada, y más fuerte que cuando
tiraba de guadaña en los campos de mi mocedad. Vi como un agujero largo, largo
de intención, y al final una luz blanca y fuerte que parecía llamarme. Y salió
de la luz una figura negra y ancha, que pensé yo que bien sería Dios o el
Zarrapastroso y que al final ser ateo era tontuna y la figura me llevaría
arriba o abajo, como correspondiese.
Pero resultó ser el Txopelana, lo
que son las cosas, vestido todavía con los aperos de combate y el traje de
faena, más limpio y guapo que un San Francisco, o el santo que toque en el
refrán ese. Se me vino a mí el Txopelana, sonriendo y liando picadura, y me abrazó
con el pitillo en la boca y la fuerza de uno de Bilbao, que bien me habría
matado si no hubiera venido yo aviado. Yo, con la muerte más lechal que
recental, andaba desconcertado y no sabía por dónde mamarla, pero lo abracé
también.
Me contó muchas cosas de las que
pasan cuando te mueres, cosas que no puede uno contar a los vivos porque hay
que hacer las cosas bien, y no se puede. Me contó también, lo que es la vida, y
lo que es la muerte, que el día de la trinchera, allá en el Jarama, él ni se
había tirado ni había hecho intención: que le había empujado un amarravacas de
San Sebastián –Donosti lo llama el Txopelana- que se la tenía jurada por ser de
Bilbao, por haberle levantado una moza lozana, y por unas partidas de mus que
el amarravacas creía apañadas por Txopelana. Esto no lo vayas contando, le
dije, que ahí abajo te tienen por héroe y hasta una medalla te dieron.
Bien lo sé, me dijo el Txopelana,
que cuando llevas un tiempo en la tumba, por lo que te he contado y que no debe
salir de aquí, empiezas a saber cosas de los vivos. Y bien contenta estaba la
Itziar de tener la medalla en casa, aunque cuando ganaron los facciosos la
tenía escondida en la panera.
Pensé yo que me tocaba pasar la
eternidad bien tranquilo y descansado, como corresponde, y con aquella lozanía
y frescura que sentía entonces porque nadie me había contado todavía nada de
invocaciones y fantasmas y las creía cosas de cuentos de viejas, como el hombre
del saco o la conversión del vino en sangre de Cristo. Bien guardada me la tenían,
y todo eran rejas vueltas.
Pero eso ya lo sigo contando otro
día.
APARICIÓN, dos
Un hombre podría vivir aquí y ser feliz. Sí,
podría. Claro que un hombre ya tiene que haberse muerto para estar aquí.
El sitio me gustaba, porque era tranquilo y
no había que aguantar a ninguna monja.
No me hacía mucha gracia estar muerto, claro,
pero a burro muerto, la cebada al rabo, así que había que tratar de pasarlo lo
mejor posible.
Yo no tenía mucho que hacer allá más que
enterarme un poco de cómo eran las cosas. Aprendí pronto mucho, pues al que
entre miel camina algo se le pega, y lo más de eso no puedo contarlo a los
vivos, pero sí que me enteré de algunas cosas que sí puedo decir.
Por ejemplo os puedo contar algo de cómo se
hace aquí para divertirse una miaja y que la eternidad no se haga tan larga.
Al poco de yo morirme y andando en cuadrilla
con mi camarada el Txopelana, le conté muchas cosas de cómo había sido no
morirse en la guerra y, al final, de mis años con las marranas de las ursulinas
y el maromero del padre Sepúlveda, que era malo de raza y de oficio y más negro
de alma que de sotana. Tenía más de un vicio por costumbre y no era el menor
aprovecharse de limosnas y donaciones para pagarse sus caprichos, o regalar a
los ancianos más hostias fuera de misa que dentro, diciendo aquello de: Aquí
manda Dios y yo le represento.
Txopelana, que siempre había sido muy de
joder curas, me dijo que me enseñaría algunas cosas útiles para un fantasma –se
ve que no me había muerto del todo y me tocaba plañir un tiempo entre los
vivos- y que podría practicar con el padre Sepúlveda lo aprendido.
Yo nunca he sido el más listo del barrio pero
soy aplicado como ninguno, y aprendí rápido mientras pude, practicando en el
más allá, es decir acá, las cosas que me enseñaba Txopelana.
Cuando mi compañero me vio más o menos
preparado y más impaciente que listo, me dijo cómo podía presentarme donde los
vivos, y allá que me fui, solo y contento. Más solo que contento, pero el
Txopelana andaba algo más muerto que yo, que hasta para eso hay grados, y no
podía venirse tan a menudo.
Así que una noche me presenté en donde las
marranas ursulinas, barruntándome que el burro bien sabe en qué casa rebuzna y
pensando en darle un buen susto al padre Sepúlveda. No más que un susto, que ya
andaba yo zorreado por la vida y con la sangre muy templada.
Empecé por lo más tranquilo, que es siempre
lo de apagar y encender luces. Supongo que parece más fácil hacer ruiditos,
arrastrar cadenas, y todo eso, pero la verdad es que lo de las luces es más
simple: ni siquiera tenemos que tocar el interruptor. Es algo que tiene que ver
con la energía, como hacer una radio de galena.
En total, que la cosa no fue muy efectiva al
principio. Encendí y apagué la luz de la mesita de noche del padre, pero él seguía
durmiendo y no se daba por aludido. Como en vida
no había entrado en su habitación, aproveché para echar un ojo.
Tenía en la pared un crucifijo de madera, de
esos sin Cristo ni Dios, y un cuadro mal pintado de algún santo mártir: un tipo
viejuno que se doraba sobre una parrilla con una mueca toda llena de dientes:
ni se sabía si el pobre reía o gemía, aunque en cualquier caso andaría medio
loco, como marrano mal matado, y no era algo que una persona normal tuviera en
su habitación para verlo antes de dormirse.
Ahí fue donde me dije: Saturio, mal lo llevas
para asustar a uno que duerme con esa estampa de cabecera. Y pensé que tenía
que usar trucos mejores.
Así que me volví donde el Txopelana para que
me enseñara a hacer sangrar paredes, que lo tenía yo visto en una película y
que me parecía muy imponente.
Esto no tiene nada de fácil: ya me dijo el
Txopelana que era cosa de ectoplasmas y así, y me estuvo dando unas clases para
que me hiciera con ello.
Las clases dolían mucho porque eso del
ectoplasma es como mover el propio humor, como deshacerse un poco y coger lo
tuyo y darle otra forma, y duele como que te trillen el alma, pero buey con sed
bien inclina la cabeza, y cuando salta la liebre no hay galgo cojo, así que a
base de tiempo, que tenía mucho, y tesón, que no me faltaba, me hice con el
truco.
Al cabo ya era yo capaz de hacer sangrar
paredes, formar sombras y dibujar apariciones.
Y me volví para donde los vivos a buscarle ruidos
al moscón, pero me equivoqué otra tirada larga por los mismos ruidos.
Entré de noche en el convento, todo callado y
tranquilo, sin que se oyeran más ruidos que los correteos de monjitas
juguetonas que iban de celda en celda con sus zarandajas. Para probar lo
aprendido aproveché el cruzarme con dos novicias que, solas en un rincón oscuro
del claustro, se abrazaban y se daban friegas bajo los hábitos. Mucho frío
estarían pasando las pobres mozas, que hasta jadeaban y les tiritaban las
carnes, pero no estaba yo para piedades sino para milagros.
Hice, con esto del ectoplasma, que se me
viese la cabeza descarnada y de calavera, sacando una luz bermeja por las
pupilas. Con esa facha me planté delante de ellas y esperé el susto que había
de sobrevenir.
Se crea o no las pobres niñas andaban tan en
lo suyo, quitándose el frío, que ni me vieron. Intenté gritar y hacer ruidos
para llamar su atención, pero claro eso no lo había aprendido del Txopelana
todavía, y pasados unos minutos en esa pose me dolía ya el cuerpo como tras día
de siega y las monjitas no se daban por aludidas, mientras seguían con sus
friegas y sus suspiros.
Decepcionado y cansado me volví para donde
los muertos y Txopelana, que ya veía retrasarse mucho la cosa me dijo que no me
preocupase, que para la noche siguiente se vendría él conmigo y entre los dos
aviaríamos al Sepúlveda y a quien me pluguiere.
Más contento que un cerdo en un charco de
mierda me fui a descansar un poco y reponer fuerzas para el día siguiente.
Me resultaba divertida la idea de ir a cazar
curas, tantos años después, con mi viejo camarada de trincheras y zapas, con el
que ya había quemado más de un convento, y me entretuve imaginando la cara del
Sepúlveda cuando las paredes de su cuarto empezasen a sangrar y el santo del
cuadro le cantase la Internacional con acento vascuence, y en eso pasé el
tiempo hasta que sonó la hora.
Pero, lo que son las cosas, el que se levanta
tarde ni oye misa, ni come carne, y yo había perdido más tiempo en aprender que
el que Dios me había dado, como descubrimos al siguiente día al llegar al
convento.
Entramos con la luna bien alta, andando en
silencio y bien pegaditos a las paredes, como si fueran a vernos. Para la
ocasión, supongo que por costumbre, nos aparecimos los dos con la facha que
teníamos de jóvenes, con nuestros trajes raídos de milicianos y barro en las
botas. Era una pena que fuéramos invisibles, tan aguerridos y tan soldados que
si nos ve la Pasionaria resucita de gusto, avanzando por terreno hostil como en
otros tiempos.
Los pasillos estaban yermos de gentes: ni
monjitas calentándose ni novicias jugando vimos, aunque con lo fría que era la
noche bien hacían en no salir al fresco.
Despacio y sin cruzarnos con nadie, llegamos
hasta la habitación del cura y Txopelana salió de batida, lo que en este caso
quiere decir que metió la cabeza a través de la pared para ver si el cura
dormía o velaba. Yo aún no sabía hacer eso, así que esperé con envidia y
nervios a partes iguales.
Tardó mucho el vasco en volver a salir, y
cuando lo hizo tenía cara de circunstancias.
-Mala suerte tenemos, Saturio.
-¿No está ahí el pater? –pregunté, inquieto.
-Está, y estará mientras no le saquen
–contestó Txopelana-. Él solo no va para ningún lado.
-¿Pues?
El Txopelana sacó la picadura y se lió un
cigarro, cabizbajo, antes de contestar.
-Lo están velando y rezando por su alma, que
ya anda lejos porque no huele a ella. Se ha muerto este mediodía; todo lo más
tarde, al caer el sol.
Me cayó como un jarro de agua fría, claro.
Eso no se hace. El puto cura parecía decidido a joderme hasta muriéndose por
que no le hiciera yo mis bromas.
-Pues tanta paz encuentre como descanso deja
–dije, rabioso-, y que le reciban bien en el Infierno.
El Txopelana sacó una llamita de su dedo
índice y se encendió el cigarrillo.
-Hasta para morirse son malos, los joputas
estos –dijo, como si leyera mi mente, cosa que por otra parte podíamos hacer
ambos: hablábamos más por vicio que por necesidad.
-Oye, Saturio, y ya que estamos aquí, ¿por
qué no les quemamos el convento a estas malas putas?
Me lo pensé un momento, porque el tiempo que
había vivido con ellas me había hecho cogerlas cierto cariño, casi como si
fueran personas, Pero yo andaba de muy mala leche y cuando el diablo enreda...
-Mira, pues sí: vamos a prenderle fuego por
lo menos a la capilla.
Pena fue, visto lo que pasó luego, no
quemarlo todo entero con ellas dentro. Pero al menos esa noche las monjitas no
pasaron tanto frío y nosotros nos reímos bastante viendo arder el retablo.
APARICIÓN - Final
Ante las ruinas calcinadas del retablo tres
alumnas del colegio ursulino permanecían arrodilladas, soportando el frío de la
noche y el recio olor a quemado del recinto.
Frente a ellas, los restos ennegrecidos de
una Piedad barroca, altar equívoco y monstruoso de una fe carnívora, se veían
rodeados de santos mutilados por el fuego. Sólo la luz de unas velas trataba de
romper la tiniebla reinante.
En el suelo, donde uno esperaría ver quizá un
libro antiguo robado de la sección secreta de la biblioteca abacial, encuadernado
tal vez en cuero negro de dudoso origen, hay apoyada una tablet de última
generación conectada a la red WiFi del convento, en cuya pantalla se ve una
página dedicada a la invocación de espíritus y la magia blanca cristiana. Que
algo así pueda ser real no importa, pues la fe de las tres jóvenes es
suficiente como para no dudarlo.
Mientras estudian el texto por enésima vez
una de ellas ha liado un cigarrillo de marihuana, también el enésimo del día, y
ahora lo enciende, haciendo que el dulce y picante olor se mezcle con el hedor
de la destrucción que les rodea.
Ya están preparadas. Comienzan a leer el
hechizo.
Después de lo de la quema del retablo, estaba
yo más feliz que un perro con dos colas, haciéndome memoria de nuestras
aventuras de juventud en la guerra, aunque echando un poco de menos al
Txopelana: el pobre tuvo que irse un tiempo a purgar sus pecados, porque con el
incendio había llenado su cupo. Tanto va el cántaro a la fuente que al final se
rompe, y el Txopelana había roto ya la paciencia de quienes mandan en el más
allá, que no hay obra sin capataces. Tardaría un tanto en volver, y allí me
quedé yo, más solo que sereno en Nochebuena.
No era cosa que me preocupara, entretenido
como estaba ensayando mis trucos con ectoplasmas y voces lúgubres, hasta que
sentí como un calambre en las tripas y una apretura en los intestinos.
Saturio, me dije, a ver si es que hasta
muertos tenemos que hacer de vientre. Y dónde.
Malo habría sido, porque no había ni papel ni
hoja de sarmiento por las cercanías, pero peor fue lo que en realidad pasó. El
tirón siguió cogiendo fuerza sin que pudiera yo oponerme, hasta que sentí que
me daban vuelta como a piel de conejo y, desollada el alma, me llevaban a donde
yo no quería ir. Me resistí cuanto pude, que más vale bollo en paz que hogaza
en guerra, y había estado yo muy tranquilo hasta entonces, pero aquella fuerza
tiraba como buey contento y al final me vi arrastrado sin remisión y me
encontré con lo que no buscaba.
Las tres jóvenes, con la cabeza inclinada
sobre la pantalla, repiten una y otra vez su invocación, de forma confusa en
principio, la voz empastada por la droga y los nervios. Sin embargo pronto
encuentran el ritmo y su dicción mejora. El timbre de sus voces se fortalece,
crece, como imbuido de una nueva fuerza, una fuerza exterior a ellas que parece
provenir de la cargada atmósfera, de la tierra sagrada que las rodea, de las
capillas y sepulcros antiguos.
Sobre las cenizas en las que están
arrodillada, una corriente fría empieza a soplar. Un aire que no parece
provenir de ningún sitio pero que inunda el lugar hace que la luz de las velas
brille más ahora cuando sus voces, fuertes y seguras, pronuncian correctamente
las Palabras, los Nombres y las Condiciones del conjuro, tal vez oración y tal vez
brujería.
El rostro virginal de la Piedad, antes madre
doliente y ahora extraño zombie calcinado, parece brillar desde dentro
iluminando unos ojos que son lo único reconocible tras el sacrificio del fuego.
Quizá sea sólo un efecto óptico.
Las tres jóvenes extienden su mano derecha en
un movimiento perfectamente sincronizado puesto que ya no son tres, sino una
esencia en varios cuerpos, y sin que sus voces tiemblen ni duden cada una de
ellas dibuja sobre la ceniza fría la primera letra del nombre de aquél a quien
quieren invocar. Una S.
Llegué por fin donde no quería y me hice
sólido otra vez, aunque tembloroso y cansado, enfrente de aquél retablo mal
parido y requemado. No estaba solo, que habría sido malo porque más vale
hornazo compartido que mierda para uno solo, pero tampoco la compañía era
buena: frente al retablo, unas varas delante de mí y a mi izquierda, había tres
niñas arrodilladas; tres alumnas, si el uniforme no me engañaba, del colegio de
las reputas monjas. Y un poco detrás de ellas, al otro lado, estaba la figura
inconfundible del miserable padre Sepúlveda con la cara tan congestionada como
imagino estaría la mía, que no hay mejor espejo que el que sufre el mismo mal,
y con aspecto despistado como si aquel botarate se preguntase dónde estaba.
Yo tenía algo más claro lo que pasaba porque
el Txopelana me había contado muchas cosas y yo había aprendido otras tantas y
llevaba más tiempo muerto que el curita: aquellas tres brujas aficionadas
habían hecho una invocación, y aunque no creo que supieran bien cómo
funcionaba, les salió la cosa. Y hasta
mejor de lo que esperaban, pensé al ver la S dibujada en la ceniza. Quisieron
traer a Sepúlveda, yse trajeron también
a Saturio, para mi desgracia.
Dos fríos remolinos de viento y ceniza
tomaron cuerpo a la espalda de las muchachas, que sintieron cómo sus voces se
apagaban, borradas en una reverberación de estática. Un dolor afilado aguijoneó
sus jóvenes cuerpos paralizando voces y miembros cuando el poder de los Nombres
robó parte de su energía para dotar de fuerza a los espíritus, que se
materializaron en unos instantes.
Las tres jóvenes miraron alucinadas a los
fantasmas ahora corpóreos. Uno de ellos era el que buscaba: el padre Sepúlveda,
que había sido su mentor y al que ahora habían querido invocar para que diese
respuesta a los extraños fenómenos ocurridos en el colegio y el convento, para
que las guardase del mal que parecían albergar aquellos viejos muros y que
había provocado el incendio. El otro, un joven soldado, vestido con un uniforme
que no reconocieron pues a fin de cuentas eran estudiantes españolas, y que
tenía en sus manos un viejo fusil y colgada a la cintura una larga bayoneta.
Ambos, el sacerdote y el soldado, se miraron
durante un instante y sus ojos se encendieron con la luz del odio.
Las desconcertadas jóvenes sólo habían
invocado un espíritu. Y uno se quedaría. Ellas no lo sabían, pero esas eran las
condiciones innegables del Nombre y el Poder.
Malo se le pone el ojo a tu yegua, curita, me
dije cuando vi el percal. No pensaba yo que después de muertos apañásemos el
negocio. Pero las brujas aficionadas me habían puesto en bandeja lo que nunca
pude más que soñar en la otra vida.
Me eché el naranjero a la cara enfilando en
la mira al padre Sepúlveda que se me antojaba ya perdiz caída, y le solté un
balazo al pecho. Se echó a un lado, como en esas películas modernas donde
esquivan balas que corren menos que yunta de bueyes, y el proyectil no llegó a
tocarle. Rabioso, disparé otras cuatro veces hasta que descargué todo el peine
del mauser, mientas que él esquivaba y esquivaba y se venía a por mí.
No me puse nervioso, porque lobo viejo caza
esperando, y yo tenía fácil la baza. Mientras las niñas gritaban y empezaban a
oírse carreras en el pasillo, supongo que porque las reputas monjas habían
escuchado los disparos, el padre Sepúlveda se llegó a mí y se me echó encima
con la intención torcida, pues predicó siempre más paz que la que practicó y ya
en vida había soltado más de un tortazo a los viejos del asilo, yo incluido. Pero
yo tenía más experiencia de muerto y además mi encarnación era más joven y
estaba armado, así que agarré el fusil por el cañón con las dos manos y le
solté un garrotazo con la culata que le cogió de lleno en la mejilla izquierda.
Qué bien sonó a hueso roto y qué rabia no llevaría el trastazo que se me partió
el rifle por la mitad.
Cayó el cura al suelo como trigo segado por
guadaña, la cabeza maltorcida y el cuello tronchado. Aún así hizo por levantarse mientras yo dejaba caer
el arma rota y sacaba la bayoneta. A estas alturas monjas y novicias entraban
en el recinto y todas gritaban y las menos rezaban, y las tres brujitas
aficionadas, con el pelo canoso y el rostro envejecido como portazgo pagado por
su hechicería que parecían cuarentonas y no mozas, lloraban más que ninguna de
aquellas.
El padre Sepúlveda me miró, suplicante, y me
pidió con voz rota que hablásemos, que hiciéramos un trato.
Ya en ese momento notaba yo una debilidad
creciente, porque el hechizo y su fuerza se perdían, y sabía que sólo uno
saldría vivo de allí. Bueno: sólo uno saldría muerto, y el otro iría a peor.
Así que le dije que con curas y gatos no se
hacen tratos, y le clavé la bayoneta una y mil veces. Y mil veces más se la
habría clavado si no hubiera desaparecido entre llamas que le salían por las
heridas y le consumían las carnes al tiempo que una risa fosca y fría salida de
no quiero saber dónde ahogaba los llantos de las monjas.
No duró mucho la cosa, porque al poco llegué
a sentir de nuevo ese tirón en las tripas y se me llevaron por donde había
venido mientras monjas y niñas, locas de miedo, me miraban desaparecer.
Y aquí termina mi cuento, donde empezó,
conmigo muerto y el Txopelana, cumplida su pena, de vuelta y liando picadura.
Ahora por culpa de las niñas estas tengo que aparecerme en el convento cada
noche de luna llena; pero no es tan malo como parece, porque entre Txopelana y
yo y algunos otros amigos que hemos ido conociendo preparamos diabluras
suficientes como para entretener bien las visitas.
De Sepúlveda no se ha sabido más, ni ha de
saberse: al fin y al cabo los curas son padres del demonio y nada malo hay en
reunir a los miembros de las familias.
FIN
lunes, 13 de junio de 2016
TODO #JONATHANSILENCIO GRATIS
Hola de
nuevo, paciente lector.
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de semana, de viernes a domingo (días 17, 18 y 19), podéis descargar VIVIR EN
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La
tercera novela saldrá pronto, a tiempo para participar en el Concurso Amazon
para autores independientes, y en dicho concurso vuestra opinión, vuestras
descargas y la difusión que deis en la red tendrán una importancia capital. Así
que me atrevo a pediros un segundo de vuestro tiempo para comentar, para hablar
de Silencio con otros lectores o dejar unas palabras en Amazon. Es algo que
ayudará a que el detective de lo preternatural pueda seguir existiendo. Porque,
a fin de cuentas, sin vosotros no tiene sentido.
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para la descarga:
viernes, 10 de junio de 2016
PENITENCIA
Unas palabras antes de pasar a la historia de hoy, paciente lector.
En las próximas semanas no puedo prometer que haya historia semanal. Me falta tiempo, así de simple. Estoy trabajando con Label Comunicación en la portada y maquetación de nuevos proyectos, y espero que muy pronto vea la luz la siguiente novela de nuestro común amigo Jonathan Silencio.. Con esta novela me presentaré al concurso anual de Amazon para autores independientes, por lo que necesitaré toda tu ayuda. Sí, paciente lector, en este nuevo mundo literario no cuenta sólo el trabajo del autor, es muy importante que tú comentes, y me atrevo a pedirte que lo hagas. Si te gusta Silencio, si ya tienes alguna de mis novelas o las descargas en el futuro -habrá oferta en unos días- sería muy bueno que dejases tu opinión en Amazon o la compartieses por las redes sociales.
Ojo, no te pido una buena opinión, pero sí una sincera, si tienes un par de minutos para ello. Es la única manera de crecer, de poder continuar, que tienen este blog y mis novelas.
Te dejo ahora con la historia de hoy, un pequeño juego con el calendario basado en horrores que fueron reales tiempo atrás.
En las próximas semanas no puedo prometer que haya historia semanal. Me falta tiempo, así de simple. Estoy trabajando con Label Comunicación en la portada y maquetación de nuevos proyectos, y espero que muy pronto vea la luz la siguiente novela de nuestro común amigo Jonathan Silencio.. Con esta novela me presentaré al concurso anual de Amazon para autores independientes, por lo que necesitaré toda tu ayuda. Sí, paciente lector, en este nuevo mundo literario no cuenta sólo el trabajo del autor, es muy importante que tú comentes, y me atrevo a pedirte que lo hagas. Si te gusta Silencio, si ya tienes alguna de mis novelas o las descargas en el futuro -habrá oferta en unos días- sería muy bueno que dejases tu opinión en Amazon o la compartieses por las redes sociales.
Ojo, no te pido una buena opinión, pero sí una sincera, si tienes un par de minutos para ello. Es la única manera de crecer, de poder continuar, que tienen este blog y mis novelas.
Te dejo ahora con la historia de hoy, un pequeño juego con el calendario basado en horrores que fueron reales tiempo atrás.
PENITENCIA
29 DE ABRIL DE
1564
Como cada día, la hermana Angustias
llegó hasta la sala de penitencia
portando una bandeja con la exigua colación de la penitente; una sopa aguada de
apio, una jarra de agua del pozo, un poco de pan de centeno y algo de col
hervida, alimentos aptos para el cuerpo y el alma, lejos de la perniciosa
lujuria sanguínea inducida por las carnes o las bebidas espirituosas.
Como cada día, se agachó junto a la
aspillera, profunda y estrecha, que atravesaba el grueso muro, y empujó la
bandeja hacia dentro, saludando a la penitente con un recatado “El Señor esté
contigo”.
Aquel día, a diferencia de los
demás, la penitente no respondió. Para la joven monja aquello fue un consuelo,
dada la costumbre que tenía la penitente de jurar, blasfemar e insultar con
aquella voz demoníaca.
“Tal vez nuestras oraciones
empiecen a surtir efecto”, se dijo la monja. “Tal vez hayamos vencido al
diablo”
Y, agradeciendo a Dios tal
victoria, para alejarse del pecado de orgullo y soberbia que significaría atribuirse,
siquiera en parte, tales méritos, la monja regresó a sus funciones cotidianas.
22 DE ABRIL DE 1564
-¡Sacadme de aquí! ¡Sacadme!
¡Malditos, sacadme de aquí!
Las monjas, formando un semicírculo
al otro lado de la gruesa pared, mantenían la mirada baja, pese a estar
cubiertas por el velo, mientras los sacerdotes entonaban sus oraciones,
tratando de combatir al demonio que acechaba tras la piedra. Así lo habían
hecho durante los últimos diez días, y así lo harían mientras fuese necesario.
Las hermanas, doce en total, pues
doce fueron los compañeros de Cristo en la tierra, pasaban las cuentas de sus
rosarios y rezaban en perfecta sincronía, tratando de ignorar la ronca voz del
demonio, rota y aún así poderosa, dejando fuera sus insultos, ruegos y amenazas
gracias al bastión de la fe compartida.
-¡Voy a desollaros a todos, hijos
de puta! -rugió la bestia- ¡Os ahorcaré, os defenestraré, os amolaré a todos!
¡Mataré a esa ramera!¡Sacadme de aquí!¡El niño debe morir!
Pero nadie hizo caso de sus
amenazas. El tono de voz de los sacerdotes se elevó, solemne, rogando al Señor
con toda la fuerza de sus almas.
-En el nombre de Cristo, Señor de
los Ejércitos, expulsa este demonio. En el nombre de Elías, tu Voz en el
Desierto, expulsa a este demonio. En el nombre de Abraham, Padre de tu Pueblo,
expulsa a este demonio...
Los golpes diabólicos retumbaban al
otro lado de la pared, mientras sus amenazas se volvían alaridos inconexos,
jadeos angustiosos y roncos, y las palabras se convertían en incomprensibles
murmullos y extraños vocablos merced, sin duda, al poder de Satán para hablar
en cualquier lengua surgida de Babel.
12 DE ABRIL DE 1564
-Hermana Angustias -dijo la madre
abadesa-, sabed que os ha sido otorgado el privilegio de cuidar y alimentar a
nuestra desgraciada huesped.
Sor Angustias, con una humilde
reverencia, agradeció el honor a su superiora.
-Me encargaré de que sea bien
alimentada y, si me es posible, del cuidado de su alma.
-Hacedlo así, hermana -exhortó la
abadesa-. Sabed que se trata de una dama notable, esposa del mercader Sansón
Urrutia, cuyas limosnas tanto alivio otorgan a los pobres que tenemos a nuestro
cuidado. Esta señora, Dios en su sabiduría conoce los motivos, ha caído bajo el
influjo de Lucifer.
La joven respiró hondo, en un jadeo
apenas contenido, y se santiguó.
-Dios nos proteja.
-La dama trató de matar a su bebé,
un pequeño de apenas tres meses de vida, y sólo la voluntad de nuestro Señor y
la presencia de un criado lo impidieron. Su esposo, como podéis suponer, la ama
todavía, impulsado por su noble alma, y no desea entregarla en las manos de la
justicia de los hombres, que sin duda condenaría su cuerpo al cadalso sin
cuidarse de su alma inmortal. En nosotras recae el deber de ayudar a esa alma.
Ambas monjas, con las manos
cruzadas sobre el regazo y el velo cubriendo sus rostros, observaban a los tres
jóvenes y robustos albañiles, que estaban terminando el muro de argamasa y
piedra. Dicho muro, situado en una de las bodegas del convento, delimitaría a
partir de este día una pequeña celda, de apenas tres pasos de ancho por diez de
largo, en la que residiría su nueva huésped, una triste pecadora que había
elegido esa forma de penitencia para, con la ayuda de Dios, purgar sus pecados
mortales en esta vida y no en la venidera.
Dejaron tan solo un hueco, apenas
suficiente para que la mujer, inconsciente y dormida, fuese introducida por un
criado un par de horas después. El criado era un indio fornido, alto y elástico
como los árboles de sus salvajes tierras. Se llamaba Pedro en la fe verdadera,
y era estoico y severo como todos los de su raza. Llevaba en brazos a su ama
dormida, pues la mujer, según explicó a las monjas el indio Pedro, había
preferido sumirse en el letargo del laudano para no ceder a la tentación de la
huida en el último momento y aceptar su penitencia como algo ya inevitable.
Envuelta en una capa de terciopelo,
cuya capucha embozaba su rostro, y una manta de buena lana castellana, las
únicas ropas de abrigo que mitigarían el frío húmedo de las paredes del
convento durante el resto de sus días, la mujer dejaba sus rasgos invisibles
tras un espeso velo, y las hermanas no pudieron hacerse figura alguna de su
anatomía, medidas o tez.
Tras dejarla en el estrecho
reducto, Pedro se separó unos metros de la pared, contemplando cómo los
albañiles clausuraban la habitación de su señora. Después, al parecer
satisfecho por lo que veía, se retiró en silencio dejando a su paso un leve
aroma de savia y piel sin curtir.
7 DE ABRIL DE 1564
Pedro estaba ocupado en sustituir
el cuarterón de una ventana de la planta alta cuando empezaron los gritos. Fue
una suerte. Si hubiese estado en las cuadras, su lugar de trabajo habitual
cuando no tenía nada pendiente en la casa, no habría escuchado nada.
Con el mazo en su nervuda mano
derecha, el indio corrió por el pasillo hasta la habitación de sus señores. Se
detuvo en el quicio de la puerta, tratando de hacerse una idea clara de lo que
ocurría.
En el interior de la pieza, su amo,
el enjuto y laso Sansón Urrutia, sostenía un almohadón en las manos, que tenía
apoyadas en el rostro del pequeño Rodrigo, el hijo único de la pareja, mientras
éste se debatía en su alta cuna de cerezo.
Doña Mercedes, esposa de Sansón,
gritaba pidiendo ayuda y trataba en vano de arrancar de los brazos asesinos el
almohadón que amenazaba asfixiar a su vástago.
-¡Aparta, mujer, aparta! -rugía el
mercader, mientras lanzaba patadas y codazos contra su esposa, que caía bajo
los golpes y volvía a levantarse, preocupada por la suerte de su hijo más que
por la suya propia -¡Nadie me robará lo que es mío!
Pedro, sin pensarlo dos veces, se
lanzó al interior de la habitación, golpeando con el martillo en la espalda del
mercader, justo entre los hombros. Sansón lanzó un grito ahogado y abrió los
brazos en un espasmo de dolor, mientras Pedro soltaba el martillo, pasaba sus
fuertes brazos bajo los de su amo, y cerraba las manos tras su nuca,
inmovilizándole por completo.
7 DE ABRIL DE 1564, UNAS HORAS
DESPUÉS
-Mi marido sigue acudiendo a esa
adivina morisca para asesorarse en lo tocante a los negocios -explicó doña
Mercedes, sin dejar de acunar a su hijo-, y fue ella quien le profetizó que su
propia sangre, su hijo, le mataría y usurparía todo lo suyo, y él la creyó como
siempre ha hecho. Por eso -rompió en sollozos, incapaz de soportar las
tensiones del día-, por eso quería matar a nuestro niño. Y ahora, ¡oh, Pedro,
ahora a ti te condenarán a muerte y él nos repudiará¡, mi hijo y yo viviremos
de la caridad o moriremos de hambre, si es que mi marido no nos mata antes.
Pedro, estoico y severo como
siempre, contempló en silencio a su amo. Sansón estaba atado a una silla,
amordazado y drogado con el laudano que usaba como anestésico cuando la gota le
atacaba. Su figura, pequeña y ridícula, resultaba aún más patética en aquella
indefensa situación.
-Mi señora, no tiene por qué ser
así. Vos y yo podemos dirigir sus negocios con igual o mayor habilidad, pues
así lo hemos hecho cuando él se emborracha y se pierde durante días en las
mancebías.
Ella agachó la cabeza, intentando
contener sus lágrimas. Bien cierto era lo que decía Pedro, por mucho que
Mercedes hubiese deseado negarlo durante años. Ahora que su criado lo decía en
voz alta, la mujer no podía negarlo. Y los cardenales y hematomas nuevos que
cubrían no ya su piel, sino los hematomas y cardenales ya casi curados de
anteriores palizas y vejaciones, daban la razón a Pedro.
-¿Y qué puedo hacer?
-Preparemos el equipaje. Vayamos a
Córdoba, o a Granada, a cualquiera de las ciudades donde vuestro marido posee
oficinas y nuestro rostro no es familiar a nadie. Nombradme su delegado hasta
que mi señor Rodrigo tenga edad y sabiduría para llevar el negocio. Diremos a
la gente que don Sansón partió camino a Flandes, en viaje de negocios. Tiempo
habrá para comunicar su muerte en el trayecto. Yo me encargaré de que nadie
vuelva a ver su rostro jamás.
Doña Mercedes habría querido negar
esa locura, dar una nueva oportunidad a su esposo y señor, pensar, como siempre
había pensado, que cambiaría y que todo iría a mejor. Miró el rostro cándido y
puro de su bebé, que había cesado en su llanto al calor del regazo materno, y
le imaginó bajo la autoridad de ese padre, o muerto por su locura. Suspiró
hondo, tratando de liberar una voz que ya daba por trabada en el nudo de su
garganta.
martes, 7 de junio de 2016
Vamos con lo erótico
Mi recomendación para estos días, la revista CHORRADA MENSUAL y su ESPECIAL ERÓTICO. Con un par de colaboraciones mías y el buen trabajo de otro montón de gente.
Está en https://chorradamensual.wordpress.com/ es gratis, y mola.
Está en https://chorradamensual.wordpress.com/ es gratis, y mola.
viernes, 27 de mayo de 2016
DEMETER
Hoy me voy a dar el gustazo de abrir mi casita virtual a un compañero de batalla, un equivalente en el mundillo de los escritores al tipo que, a unos metros de ti, defiende tu misma trinchera y suda tu misma sangre.
Trabajador incansable, siempre soñando cómo sorprender al lector, autor de un buen montón de relatos y la impresionante LA CABEZA DE LA GORGONA, novela que ha de convertirse en un texto imprescindible, Esteban Díaz nos presenta ahora DEMETER.
No os voy a contar nada sobre ella, excepto que la estoy esperando con expectación y temblor de manos. Os dejo el enlace a su blog, para que veais el prólogo.
PULSA PARA LEER EL PRÓLOGO
Trabajador incansable, siempre soñando cómo sorprender al lector, autor de un buen montón de relatos y la impresionante LA CABEZA DE LA GORGONA, novela que ha de convertirse en un texto imprescindible, Esteban Díaz nos presenta ahora DEMETER.
No os voy a contar nada sobre ella, excepto que la estoy esperando con expectación y temblor de manos. Os dejo el enlace a su blog, para que veais el prólogo.
PULSA PARA LEER EL PRÓLOGO
viernes, 13 de mayo de 2016
NUEVA ADQUISICIÓN
NUEVA ADQUISICIÓN
La exposición había
terminado. Raúl, el joven encargado de la sala de exposiciones, sonrió con
satisfacción cuando la furgoneta de la agencia de transporte abandonó la calle.
Cinco cuadros vendidos, una sabrosa comisión y, de nuevo, tiempo libre para
estudiar y divertirse. Era un buen trabajo.
Cerró la sala (una vieja
puerta de madera de doble hoja, que estaba algo hinchada y rozaba el suelo con
un ruido como de uñas rascando pizarra), y la reja de hierro, y encendió un
cigarrillo. El patio del viejo palacio donde se situaba la sala estaba
desierto, y el aire del invierno refrescaba sus pulmones y su mente medio
dormida. Le gustaba aquel ambiente; lo que antes fue un palacio, había sido
reconvertido en un edificio habitable, que aglutinaba varios apartamentos en
torno al patio central. En los antiguos sótanos, el ayuntamiento encontró lugar
para varias asociaciones juveniles, las oficinas del periódico local, y la sala
de exposiciones. Ahora ni un alma se movía en el patio, porque todos los
trabajadores y vecinos estaban descansando, supuso Raúl. Menos él, claro.
Se dirigió a La Casita, el
bar situado al final de la calle, donde había quedado con su amigo David.
Tomaron un vino y, después, regresaron a la sala, donde podrían sentarse y
hablar sin el ajetreo de los bares. Al cruzar la arcada, Raúl se detuvo tan de
golpe que David chocó contra su ancha espalda.
-¡Coño, tío! –se quejó
David-. ¿Qué te pasa?
Raúl señaló un voluminoso
sobre, de tamaño DIN-A 4, que descansaba apoyado en la verja de la entrada a la
sala. Sin saber por qué, un escalofrío recorrió su columna vertebral al ver el
sobre, que no tenía ningún motivo para estar allí.
David, siguiendo su mirada,
vio el sobre. De pronto saltó hacia atrás, agazapándose tras una de las
columnas que bordeaban la entrada principal y uniendo las manos con los dedos
índices y pulgares estirados como si llevase un arma.
-Cuidado, agente Scully
–susurró-, ese sobre puede habernos visto, y tal vez esté armado.
Raúl se giró para mirarle, y
sintió un profundo alivio cuando el sobre salió de su campo de visión, como si
hubiese tenido un trapo empapado en agua fría sobre la cara y, al moverse, la
asfixiante tela hubiese caído al suelo.
-Que tonto la picha eres,
macho.
David se levantó, riéndose.
-Perdona, tío, pero es que
has puesto una cara, como si fuese una serpiente o algo así.
Siguieron caminando hacia la
sala, David riéndose y Raúl tratando de vencer la súbita e inexplicable
aprensión que sentía hacia aquel objeto apoyado en la puerta, como lo estaría el
chulo del colegio, esperando en la verja de entrada, justo donde acaba la
autoridad de los profesores, para sacudir a los pequeños. Una ráfaga de viento
sacudió la esquina del sobre, balanceándola, y fue como si les saludase con una
mano lacia, helada.
Por fin estaban ante la
puerta. El sobre permanecía de pie, apoyado en la verja. Raúl se fijo en que
estaba por la parte de dentro, tal vez colocado allí para evitar que el viento
lo derribase y lo arrastrase. Sacó las llaves y abrió la verja, con manos que
temblaban por algo más que por el frío reinante. Tiró con fuerza del enrejado.
Perdido su apoyo, el sobre cayó hacia delante, como los cadáveres de las
películas de miedo cuando algún imprudente abre el armario. PLAF. Un sonido
seco, ominoso, demasiado brusco en el vacío patio. Como una palmada. Raúl dio
un respingo y retrocedió un paso.
-Oye, macho, ¿se puede saber
qué te pasa? –preguntó su compañero-. ¿Esperas una carta bomba o algo así?
Raúl sonrió para disimular,
pero la verdad era que aquél sobre le asustaba y no sabía por qué. Cuando David
se agachó para recogerlo estuvo a punto de gritarle “No lo hagas, está vivo”.
Pero se contuvo. Y David abrió el sobre, sacando un cartel, que extendió
sujetándolo para que ambos pudiesen verlo. Era la fotografía de un cuadro, en
el que se representaba un paisaje de espléndido colorido. Al fondo del cuadro
se dibujaba una cadena montañosa, tras la que el sol se ocultaba, y los jirones
de niebla que envolvían sus cumbres aparecían teñidos de escarlata. En primer
término, un prado de flores –tulipanes, al parecer- llenaba de amarillos,
azules y rosas el ojo del espectador. Era un cuadro hermoso, e hizo que el
miedo de Raúl desapareciese, dejando sólo el regusto amargo del propio ridículo
en su paladar.
-Parece que tienes otra
exposición, muchacho –dijo David, leyendo el título- “Luces y sombras”, qué
original.
-Pues no sabía nada. Quédate
aquí un momento, que me acerco a preguntar a los de la Caja.
Los primeros copos de nieve
cayeron perezosamente mientras Raúl regresaba a la sala. Había tardado algo más
de lo previsto porque añadió a sus diligencias una caña, un pincho de tortilla
y una croqueta. Al llegar a la sala, le sorprendió no ver a su amigo en ella.
Sobre el sillón, uno de los catálogos de la nueva exposición aparecía caído
descuidadamente, con las páginas abiertas, como un pájaro herido de muerte.
Raúl recogió el catalogo,
molesto ante la actitud de David, y vio la ilustración reflejada en sus
páginas. No era como la del cartel, un despliegue de color. En este caso todos
sus colores eran matices del negro y el gris, colores casi perlas en las zonas
más claras, y negros tan profundos que amenazaban con tragarse la luz en los
puntos más oscuros. Una sensación de inquietud y desasosiego recorrió a Raúl de
nuevo.
-¡David! –llamó, preocupado-
¿David?
Pero nadie le contestó. Miró
las puertas al final de la sala. Una de ellas daba al servicio, y la otra al
almacén. Ambas parecían cerradas, igual que cuando él se fue. ¿Dónde, entonces,
estaba su amigo?
Observó de nuevo la
fotografía, tratando de descifrar el significado del cuadro. No representaba
paisaje ni escena alguna, pero cuando uno dejaba de buscar detalles concretos y
miraba el cuadro en general, cuando prescindía de la visión normal, que busca
figuras e imágenes, y simplemente dejaba que sus ojos paseasen sobre las
manchas informes, entonces parecía posible atisbar una figura, un rostro tan
velado por la negrura que uno no estaba seguro de haberlo visto. Dos manchas
grises semejaban los ojos de la persona retratada, pero toda la imagen se
perdió cuando Raúl pestañeó.
Fascinado por aquella imagen
ilusoria, Raúl pasó las páginas y miró el resto de los cuadros. Todos ellos
reflejaban escenas y motivos distintos, pero con una línea común. Aquél
conjunto de sombras que apenas podría llamarse rostro estaba siempre presente,
de una u otra forma.
En el retrato de una hermosa
mujer, sentada en una habitación soleada, se veía una oscuridad extraña,
humanoide pero inconcreta, recortada en la ventana del fondo. En el paisaje que
ilustraba el cartel la figura estaba también presente, como el recuerdo de un
sueño al pie de las montañas bermejas, como una amenaza que se acerca lenta
pero inexorable.
Tan lejano en el paisaje, y
tan cercano, ocupando todo el lienzo, en aquél otro cuadro por el que estaba
abierto el catálogo… a punto estaba de percibir la conexión cuando la mano,
helada y húmeda, se posó en su nuca tan suave como el ala de una mariposa, y
sintió que su corazón se detenía por un segundo y que un grito brotaba de su garganta con tal fuerza que casi pudo sentir
cómo se desgarraban sus cuerdas vocales.
Su corazón tardó casi cinco
minutos en recuperar el ritmo normal, mientras David, sentado en el sillón,
seguía riéndose de la broma. Al salir del servicio había visto a Raúl
enfrascado en el catálogo, y regresó al baño, se mojó las manos y se acercó
despacio, poniendo luego sus palmas empapadas en la nuca de su amigo, que se
había llevado un susto de muerte.
-Tío, si te ves la
cara…¡jajaja! –reía David-, te cagas, macho.
-Joder, cabrón, tú no sabes
el susto que me has dado.
David cogió un cigarro del
paquete y lo encendió entre breves toses provocadas por la risa.
-Haber elegido la “muete”…
-Bueno, anda –Raúl cogió de
nuevo el catálogo y encendió un cigarrillo para él -. ¿Has visto estos cuadros?
Aspiró el cigarrillo hasta
el filtro, mientras David repasaba las fotografías con atención. Pasaron un par
de minutos que a Raúl se le hicieron eternos, y después su compañero devolvió
el catálogo al sobre.
-No sé, tío –dijo luego-, yo
no entiendo de arte. Algunos molan, pero el manchurrón negro ese… no sé,
algunos no me dicen nada.
Raúl iba a hablarle de la
extraña figura, de cómo parecía acercarse paulatinamente en cada nuevo lienzo,
aunque el orden en el que los cuadros aparecían en el catálogo no era el
correcto para reflejarlo. Sin embargo, no lo hizo. No supo por qué, tal vez por
encontrar ridícula la amenaza que veía en aquella figura, ahora que trataba de
expresarla en palabras para que otra persona la entendiera.
Al día siguiente Raúl fue
solo a la sala, porque sus amigos estaban todos estudiando o trabajando.
Encontró a dos operarios de la empresa de transporte esperándole, con la
furgoneta ya abierta y algunas cajas en el suelo, junto a la puerta.
-Ya era hora, tú –protestó
uno de ellos, un hombre rechoncho con la cara picada por las cicatrices de un
acné mal curado.
-No sabía que traíais otra
exposición –protestó Raúl.
-Pues ya ves. Lo que nos han
mandaó, macho.
Raúl abrió la puerta de la
sala, sorprendido por el frío que surgió de la penumbra, como un animal
amenazado que encontrase de pronto una vía de escape. Incluso los
transportistas retrocedieron presa de un escalofrío involuntario. En cuestión
de media hora los nuevos cuadros estaban depositados en el interior, aún sin desembalar
pero ya a salvo del frío de la calle.
Después, los de la empresa
de transportes se marcharon, dejando solo a Raúl. Éste encendió un cigarrillo,
se sentó en el sillón y repasó el albarán que acababan de entregarle. Casi
inmediatamente vio el error.
Habían descargado veintiséis
bultos, veintiséis cuadros que se alineaban ahora junto a la pared. Pero en el
albarán sólo se detallaban veinticinco. Alguien se había equivocado.
-No me avisan de la
exposición, me dejan los catálogos en la calle, no me dicen cuándo los traen, y
ahora esto…joder.
Enfadado y nervioso, Raúl
fue hasta el almacén, donde guardaba algunas herramientas, marcos de repuesto,
atriles y un teléfono. De paso, subió el termostato. Hacía mucho frío, más del
que justificaba el clima exterior.
Cerró la puerta y se sentó
ante el teléfono.
Marcó el número de la
oficina central de la Caja, y después la extensión que le pondría con la
responsable de la Obra Social, su jefa. Eran las dos menos cuarto de la tarde,
así que aún estaba a tiempo de hablar con ella antes de que saliese.
Habló con ella durante cinco
minutos, y al acabar se sintió empapado en sudor. De pronto, la puerta cerrada
que le separaba del almacén parecía una floja barrera entre lo cuerdo y el
absurdo. Y, más allá, aquellas figuras oscuras, con su latente promesa que aún
no podía descifrar.
Raúl siguió sentado,
fumando, durante más de media hora. Miraba aquella puerta continuamente, sin
moverse más que para dejar caer la ceniza en el bote de coca-cola recortado por
la mitad que utilizaba como cenicero.
Durante aquella media hora
pensó en lo que había hablado con su jefa; ella no sabía nada de aquella
colección de cuadros. De hecho, no esperaba que le llegase nada durante toda
aquella semana, y la siguiente exposición prevista en su sala era la de la
filatelia local, que todos los años se celebraba en las mismas fechas.
Tampoco sabía nada de los
carteles enviados, ni quién les habría encargado en la imprenta, aunque aseguró
que hablaría con ellos inmediatamente para enterarse. Después de todo, esos
cuadros habrían salido de algún sitio, y la imprenta siempre cobraba una parte
del importe como señal, antes de realizar el trabajo, así que ella encontraría
en seguida a quien hubiese cometido el error, ya que no podía ser otra cosa que
un error.
Al cabo de un rato, el
teléfono sonó, rompiendo el silencio como si fuese una capa de hielo fino, y
sus astillas se clavaron en los tímpanos de Raúl antes de que fuese consciente
de que se había quedado dormido.
Sólo era el teléfono móvil,
un mensaje de Alberto, uno de sus amigos, que le preguntaba si ese fin de
semana se apuntaba a un viaje a Segovia. Un fin de semana en Segovia, con
aquellas chicas que conocieron la semana anterior. Tampoco es que Raúl
recordase muy bien a las chicas, tal vez porque pasó gran parte de la noche del
sábado hablando con el viejo Jimmy Bean.
En todo caso, no era mala
idea. Desgraciadamente, tendría que trabajar el domingo por la mañana si
aquella exposición se confirmaba, pensó mientras salía del almacén. Se detuvo
en medio de la estancia, paseando sus ojos alucinados por la fila de cuadros,
ahora desembalados y al descubierto, que se apoyaban contra la pared. Como un
pelotón de fusilamiento dispuesto a disparar a la orden del sargento.
Todos los cuadros estaban
desembalados. Todos a excepción de uno, que permanecía al final de la hilera.
“Ese debe ser el sargento”, pensó incoherentemente Raúl. Olvidó responder al
mensaje, y el móvil quedó en su mano laxa, inútil como una espada ante… bueno,
ante un pelotón de fusilamiento.
Trató de recordar cuándo
habían desembalado los cuadros, pero estaba bastante seguro de no haberlo
hecho. Completamente seguro, podría jurarlo ante un tribunal. Clavó sus ojos en
el cuadro que, según su criterio, culminaba la colección, el que representaba a
la figura oculta entre los trazos negros y grises. El título del óleo, según el
catálogo, era “A TU LADO”. Se acercó despacio, buscando con la mirada aquellos
ojos insinuados en pinceladas grises, mientras continuaba andando, con la
lentitud pegajosa de un mal sueño. Una nubecilla blanca de aliento condensado
surgió de su boca pese a la calefacción.
Estiró la mano para tocar el
marco, sin apartar la mirada de aquellos ojos irreales, y en ese momento la vibración sacudió todo
su cuerpo, haciendo que saltase hacia atrás, que se apartase de la desconocida
fuerza que surgía del marco como un calambre, como una descarga de baja
potencia. Cayó al suelo y se arrastró hacia atrás, usando los talones y los
glúteos para impulsarse, pero la vibración se repitió, y Raúl supo que aquello,
lo que fuese, le había atrapado… hasta que percibió que la vibración surgía
sólo de su mano izquierda, donde aún apretaba el teléfono móvil. Miró la
pantalla. Sólo era Alberto, llamando. Raúl no pudo contener la risa y cayó cuan
largo era en el suelo, mientras las carcajadas sacudían su cuerpo. Se llevó el
teléfono al oído y pulsó la tecla, tratando de contener su risa, cada vez más
histérica e irracional.
-Dime, tío.
-Oye, soy Alberto.
La obviedad del comentario desató
un nuevo ataque de risa.
-¿Qué te pasa, tío? –la voz
de Alberto sugería que la risa se le estaba contagiando, y Raúl pensó que tal
vez la risa también mordiese- ¿Estás bien?
-Sí, sí –se sentó en el
suelo-. Bueno, dime.
-Nada, que Sara, la tía esa
de Segovia, ha llamado a David…
Raúl recordó con más
claridad. Sara era la chica con la que se enrolló David, y tenía tres amigas.
Otra, de nombre María, o tal vez Marta, se había enrollado con Jorge, y los
demás estuvieron con las otras chicas, hablando, bailando un poco (haciendo el
oso, más bien), y tomando unas copas.
-…y le ha invitado a su
cumpleaños. Bueno, nos ha invitado a todos, tío, en una casa de allí.
-Joder, ¿en una casa sólo
con ellas?
-Ya te digo. Viven allí,
compartiendo piso y eso, y dicen que vayamos. De todas formas, ahora a las
siete ha dicho David que va para la sala y habláis. Pero apúntate, tío.
Desde luego, Raúl tenía
intención de apuntarse, porque las perspectivas de un fin de semana con cuatro
tías en su propia casa eran, como poco, prometedoras.
-Bueno, ya hablaré con mi
hermano para que venga el domingo por la mañana…
Y en ese momento cayó en la
cuenta. ¿Ahora a las siete? ¿Llevaba allí toda la tarde? ¿Cuánto tiempo había
dormido? Miró su reloj de pulsera. Marcaba las seis cincuenta. Jooder, se dijo.
Más valía que aprovechase el tiempo y empezara a colocar los cuadros, antes de
que su jefa llamase, confirmando la exposición. Si no, no tendría tiempo para
colocarla el día siguiente y abrir a la hora.
En principio pensó colgar
los cuadros en el mismo orden en que figuraban en el catálogo, pero después
siguió su propio criterio, que era lo que solía hacer. Colocó primero el
paisaje montañoso, donde la sombra era tan pequeña que apenas se apreciaba.
Como si se acercase desde el horizonte. O como si surgiese de las raíces de la
montaña, tal vez.
Continuó así, colocando los
cuadros de forma que marcasen el acercamiento de la misteriosa figura. A las
siete, cuando David llegó, había puesto ya diez pinturas en sus ganchos. Los
demás estaban en el suelo, pero ya ordenados y listos.
-Hola, chaval –saludó su
amigo-, vaya frío hace aquí, ¿estás ahorrando en calefacción?
Raúl miró a su amigo, y
David tuvo la misma sensación de incomodidad que sentimos cuando despertamos a
alguien de un sueño profundo, en esos instantes en que nos mira sin conocernos,
en que sus ojos pasean sobre nosotros sin vernos realmente, como si no
existiésemos, como si fuésemos objetos desenfocados. Una sensación que nos
desestabiliza, tal vez a un nivel puramente atávico. Porque, ¿de que otra forma
podemos estar seguros de la propia existencia, más que a través de la
percepción de aquellos que nos rodean?
Y sin embargo, la idea no
fue formulada como un pensamiento consciente, ni siquiera como una impresión.
Simplemente, Raúl parecía distraído… espeso, lejano.
-Bueno, bueno…-David miró el
cuadro que Raúl colgaba en ese momento-, nos vamos a Segovia, ¿no?
En el cuadro, la hermosa
mujer se sentaba en una silla de mimbre, y aprovechaba la luz de la ventana
para trabajar en una labor de bordado que sostenía en su regazo. Su rostro,
ligeramente ladeado e inclinado hacia la labor, era pálido y delicado, y los
ojos entornados brillaban con fuerza, reflejando una personalidad poderosa,
remarcada por la línea firme de la mandíbula.
Sin embargo, si uno se
fijaba bien, podía darse cuenta de que los ojos no estaban enfocados hacia la
labor, sino girados hacia la ventana, como si tratase de captar en el extremo
de su campo de visión a la sombría figura de la ventana. Tal vez, se dijo Raúl,
por eso está tan pálida.
En ese momento, David se
inclinó para coger el siguiente cuadro de la serie, en el que varios niños
jugaban a rayuela en el patio de un colegio, bajo la atenta mirada de cuatro
monjas sonrientes y vestidas de blanco. De nuevo, la sombra estaba presente, en
este caso apoyada con indolencia en una farola cercana a los niños, tan cercana
a la rayuela dibujada con tiza en el suelo que cualquier niño que llegase a su
extremo estaría al alcance se sus brazos. Una de las monjas, una anciana de
aspecto cansado, miraba a la figura en vez de a los niños. Raúl pensó que su
expresión estaba más cerca del llanto que de la sonrisa, pero con la
imprecisión que caracterizaba a aquél artista desconocido.
Cuando David extendió sus
manos para coger el cuadro, Raúl sintió una súbita alarma.
-¡No lo toques! –gritó.
(Podría estar vivo. Podría
moverse)
-Vale, vale –se apartó
David, extrañado-. Te veo tenso…
-No, que va –se justificó
Raúl-, es que ya sabes, me gusta colocarlos a mi manera.
David se encogió de hombros,
se apartó y encendió un cigarrillo. Pese a su fingida indeferencia, Raúl
percibió que había ofendido a su amigo, y trató de solucionarlo.
-Oye, ¿por qué no vas
colocando los focos? Ya sabes, un poco indirectos, que no deslumbren.
-Claro, tío. Faltaría más.
Los siguientes minutos
transcurrieron en calma, y por primera vez aquél día Raúl se sintió relajado.
Hicieron planes para el fin de semana, bien regados de chistes verdes y
fantasías que luego, seguramente, no se cumplirían. Poco después todos los cuadros
estaban colocados, y Raúl retocó la posición de algunos focos mientras David
salía fuera, para llamar a la chica de Segovia y confirmar lo del fin de
semana.
-Es curioso como se acerca
esa cosa de sombras, ¿verdad? Como si el pintor sugiriese que se acerca un poco
más en cada cuadro -comentó Raúl antes de que el otro saliese de la sala.
David se giró en la puerta.
Miró los últimos cuadros, jugueteando en su mano con el móvil, como si no
estuviese muy seguro de lo que iba a decir.
-No sé…yo creo que no se
acerca, es que crece –Raúl le miró, sorprendido por la idea-. Claro que yo no
entiendo de estas cosas.
Y salió fuera.
Raúl observó de nuevo los
cuadros. Que crece. Qué estupidez. Desde luego que no podría crecer, porque en
cada cuadro había obstáculos físicos, como la ventana o la verja que rodeaba el
patio de juegos, que habrían impedido el crecimiento de aquella cosa. El
crecimiento físico, claro.
Pero, ¿y si no representaba
algo físico?
Retrocedió hacia la puerta
para ver el efecto total de los oleos, y sintió que tropezaba con algo. A punto
estuvo de caer de espaldas por el sobresalto, mientras se giraba rápidamente,
dispuesto a golpear a David si era él con otra de sus bromas estúpidas.
Pero no había nadie tras él.
Miró al suelo, y allí estaba
el cuadro que no figuraba ni en el albarán ni en el catálogo, aún embalado. Lo
desembaló y se dispuso a colgarlo, contemplando el dibujo. Era tan solo un lienzo blanco con escasas
pinceladas en gris, que no representaban nada. Incluso el gris era tan claro y
desvaído que apenas se distinguía del blanco. Resultaba visible más por el
volumen de la pincelada que por la diferencia de matiz.
-Bueno, el pintor sabrá.
Aunque rompe toda la línea –dijo en voz alta mientras colgaba el cuadro.
David entró cinco minutos después.
En el exterior había anochecido completamente, y el frío era tan cortante como
una chapa de acero. Llevaba subido el cuello de la cazadora, y la mano que
sujetaba el teléfono roja, casi entumecida. A decir verdad, también la otra.
Pese al aire helado había fumado mientras hablaba con la chica.
-Eres un puto gigoló,
Raulito. Bajito y todo, no sé qué las das… –dijo mientras entraba-. La
pelirroja esa, Marisa creo que se llama, ha preguntado por ti. Tienes que ven…
En ese momento David se dio
cuenta de que Raúl no estaba en la sala. La temperatura había aumentado mucho,
y supuso que su amigo había puesto la calefacción a tope. Bien, ya era hora.
Como Raúl no había salido, presumió que estaba en el almacén haciendo algo
importante. O en el servicio, haciendo algo aún más importante.
Se puso a contemplar los
cuadros para pasar el rato, y se dio cuenta de que había uno nuevo, junto al
que representaba una mancha de oscuridad, ese llamado “A tu lado”. El nuevo
estaba etiquetado como “Nueva adquisición”, y representaba una larga estancia
con las paredes cubiertas de cuadros. En el centro de la sala, dos hombres con
aire intelectual, bien trajeados, contemplaban los cuadros expuestos. Uno de
ellos tenía esa pose tan típica, tan esnob, de brazos cruzados y mano alzada,
acariciando el mentón. Tras ellos, parcialmente oculta, una figura oscura,
humanoide pero indeterminada, salía por la puerta de madera, tras la que se
adivinaban unas rejas de hierro. Llevaba de la mano, como quien arrastra a un
niño pequeño, a un hombre rubio y bajito, de anchas espaldas.
-En este cuadro hay un tío
que se parece a ti, macho –gritó a la sala vacía, esperando que Raúl le oyese-.
Bueno, de culo, claro.
Y se sentó, dispuesto a
esperar que Raúl volviese de donde quiera que hubiese ido.
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