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viernes, 24 de noviembre de 2017

JUAN TRAGEDIA 4

Ambos hombres se habían citado para el día siguiente. Manuel estaba ansioso, según dijo, “por conocer al resto de mi familia en España” y arreglar la injusticia cometida contra su hermano. Respecto a cómo pensaba hacerlo, no quiso contárselo a Juan. Aún no.
- De hecho –fue todo lo que dijo –la mitad de lo mío es tuyo por derecho.
Ante aquella declaración, Juan había protestado, oponiéndose. Argumentó que Manuel había ganado lo que tenía con su trabajo y esfuerzo, y que sólo a él le pertenecía. Pero Manuel, tras dar la propina al aparcacoches del restaurante, rechazó sus palabras con un gesto de la mano.
- Tú lo habrías logrado igualmente de haber tenido la oportunidad. Y, sinceramente, creo que ha llegado el momento de que disfrutes de esa oportunidad.
Aquella frase convenció a Juan. Desde luego, él jamas había tenido oportunidades en la vida, eso lo sabía. Ya era hora. Así que se sorprendió preguntándose cuánto serían la mitad de las posesiones de un hombre que daba billetes rojos como propina y conducía un Mercedes recién salido al mercado.

Llegó, como no puede ser de otra forma, el día siguiente. Juan se vistió con sus mejores galas. Consistían éstas en un traje comprado para la comunión de Marta, cuatro años atrás, y una corbata que Pedro le regaló por el Día del Padre del año anterior. Aquella corbata fue pagada por su mujer, porque el hijo no tenía intención de comprarle nada, pero esto Juan Tragedia no lo sabía. De todas formas, estaba en muy buen estado. Era la tercera vez que se la ponía.
Entró en la cocina, atraído por el olor del café recién hecho.
- Anoche volviste muy tarde –le reprobó Pilar, sin ni siquiera volverse a mirarle. Él gruñó una ambigüedad ininteligible.
- Sé que no es fácil estar en paro, Juan, pero no vas a solucionarlo quedándote hasta las ...
Se había girado, con dos tazas de café en las manos ajadas, y se quedó de piedra al ver el aspecto de su marido.
- Joder, qué guapo te has puesto –la voz aún mostraba su enfado, contenido en parte por la curiosidad -. ¿Dónde vas tan arreglado?
Él respondió, sin saber porqué, con una mentira. Le dijo que tenía una entrevista de trabajo, que un amigo del bar le había hablado de una fábrica de montaje de maquinaria industrial, donde podrían necesitar gente con su experiencia. Por eso llegó tan tarde, por hablar con éste amigo y lograr la entrevista, ya que el tipo conocía a uno de la fábrica...
- Oh, eso es genial –sonrió ella, ya olvidado su enfado -. Vaya, espero que tengas suerte.
Se acercó a la mesa con el café y dio un leve beso en los labios que con tanta facilidad la engañaron. Él dio el nombre de un pueblo cercano, donde iban a abrir la factoría, y se quejó de tener que ir en taxi, por culpa del cabrón del Chapas, que aún no le había arreglado el coche. Dijo que no sabía a qué hora iba a volver, y una sombra nubló la mente de Pilar, pero la suspicacia de sus ojos no fue detectada por él, que mantenía la mirada fija en una Marbú dorada al huevo. Sin embargo, la sombra se aclaró enseguida. Al fin y al cabo, ¿qué mujer no desea confiar en su hombre?
- Bueno, el caso es intentarlo.
Aún quedaba un resquicio de convicción y aliento en su voz.

Salió del barrio en taxi, para que su mujer no llegase a sospechar de la mentira en el caso de que se asomase a la ventana. Le sorprendía su capacidad de inventarse excusas en los últimos días. No es que Juan no mintiese nunca, sino que no sabía hacerlo. Siempre, hasta ahora, se le notaba rápidamente.

Se encontró con Manuel en una discreta cafetería de las afueras. Su hermano, y qué fácilmente surgió la palabra, vestía aquella mañana un atuendo mucho más informal que el día anterior. Unos vaqueros, tan nuevos que Juan buscó inconscientemente la etiqueta colgando, y una camisa amarilla de cuadros pequeños, que le pareció muy elegante.   
Se sintió ridículo, enfundado en aquél traje viejo, que vestía sólo para causar buena impresión a Manuel. Supuso que él también le vería así. Sin embargo, éste sonrió con aprobación, le colocó las solapas y ajustó los hombros.
- Vaya, chico. Estás inmenso.
Sonrojándose, pero íntimamente satisfecho, Juan se dejó guiar hasta una de las pequeñas mesas circulares. La superficie era una imitación de mármol blanco, y del centro surgía una soporte de madera que se bifurcaba en tres patas a un palmo del suelo. Éste era de gres, un suelo de color blanco con una miríada de puntos negros salpicando su superficie. Las paredes estaban cubiertas de pequeños azulejos, de un blanco cremoso, desde el suelo hasta aproximadamente un metro y medio de altura. A esa distancia, una línea de color marrón los separaba de la pared, pintada en un tono amarillo nicotina, adornada con carteles taurinos, un par de banderillas y multitud de fotografías en las que el orgulloso propietario del local saludaba a varios toreros más o menos populares. El techo luchaba por seguir siendo blanco, pese a la humareda casi constante que lo saturaba. Amén de los solemnes desconchones de todo bar con solera, sustentaba este techo uno de esos antiguos ventiladores de aspas gigantescas y perezosas, y dos bombillas cuyas pantallas eran los restos mortales de algunas moscas que optaron por la incineración.
Todo éste conjunto, además de la barra cubierta de paneles de madera, fue visto y absorbido por Juan en décimas de segundo. De pronto disfrutaba de nuevo de aquella sublime percepción del entorno. Para cuando Manuel le preguntó qué quería tomar, él ya sabía que aquél suelo era Metropol blanco, fabricado por Grespania. Que los azulejos eran Itaca blanco, de Aparici, y que los paneles de la barra no eran de autentica madera, sino de sapelly del barato. Y todo eso lo sabía por las cosas que aprendió en sus diversos trabajos, las cosas que hasta entonces daba por olvidadas, y que de pronto recordaba con claridad.  Pensó que aquél tipo se había equivocado al barnizar el sapelly, y por eso éste se oscureció, y que las bombillas, de cuarenta vatios, debían dar al local aspecto de cueva al llegar la noche. Las rugosidades del falso mármol bajo sus dedos semejaban  los relieves de algún planeta desconocido, y el aire todo se llenaba con la fragancia Massimo Dutti que emanaba de su hermano. Y la sensación de absoluto conocimiento, y por tanto de poder real y efectivo, le embargó con toda su fuerza. Por primera vez se sintió plenamente feliz. Allí, frente a Manuel, en su compañía, sintió que era un hombre real. Y le miró a los ojos mientras le escuchaba.


- Cuando los detectives te localizaron en ésta provincia, decidí cogerme una largas vacaciones y venir yo mismo para conocerte. La verdad, mis detectives no sabían aún dónde vivías o trabajabas, sólo que eras un hombre casado y empadronado aquí. He comprado un chalé en la urbanización Los Jardines del Sol y ... aquí estoy.
Juan le observó, anonadado. Los Jardines era una urbanización de lujo en las afueras de la ciudad. Por lo que había oído  en el bar de Paco, una parcela allí costaba más de cincuenta millones de pesetas. Y, sin embargo, Manuel hablaba de ello con toda naturalidad, como si aquella cantidad de dinero resultase irrisoria para él.
- Vaya, Juan, no sabes las ganas que tengo de que podamos compartir todo eso. El chalé, la piscina que estoy construyendo... Pronto tendrás la vida que mereces. La que debiste tener siempre –le miró de arriba abajo, y Juan apartó la mirada, aunque tardó en hacerlo -Mírate, hombre. Con ese traje, cualquiera podría confundirte conmigo sólo con que te afeitases la barba.
Sonrió. De pronto, Juan alzó la vista, encontrándose con la mirada parda y divertida de Manuel. Una mirada cómplice, de esas que dicen: ¿Estás pensando lo mismo que yo?. Una mirada de tan perfecta compenetración que sólo es posible entre dos hermanos. O así le pareció a Juan Tragedia en aquél momento.

La espontaneidad de la idea debió sorprender por igual a ambos. Sin embargo, Manuel cambió de tema rápidamente, como si rechazase con un manotazo mental la extraña sincronización de pensamiento. Y Juan se dejó arrastrar por su voz vital y entusiasta, que le contaba cómo era la casa de los Jardines, y le hablaba de las grandes diferencias entre España y Alemania. Como si la idea sólo hubiese aparecido en la mente de Juan.
Sin embargo, la idea quedó flotando en su cerebro, como una gota de rocío en el envés de una hoja, resbalando lenta y fría antes de precipitarse en el aire y resultar visible únicamente cuando refleja la luz del sol.

La hora de la cena era uno de los pocos momentos del día en los que toda la familia Muñoz (y resultaba curioso pensarlo, pero era la familia Gutiérrez) se reunía. Normalmente, la conversación era conducida por las mujeres del clan, que trataban de cosas tan cotidianas como la cesta de la compra o las particularidades de un determinado profesor de las niñas.
Sin embargo, aquél caluroso día de junio, mientras degustaban el primer intento de gazpacho de Ana, Juan tomó las riendas del diálogo para proponer a su hijo la posibilidad de trabajar durante el verano. Después de todo, razonó, el chico no tenía asignaturas pendientes, y así aprendería algo de la vida, que le iba haciendo falta.
- Pero, hombre –la palabra “papá” no aparecía en el diccionario del joven -, éste verano pensaba hacer un curso de informática. Os lo dije hace tres meses y dijisteis que sí.
- Es verdad, Juan –intervino la esposa.
Él sintió una opresión en el pecho, un hormigueo de furia sorda, tan súbito y voraz que le dominó sin remisión posible. Por Dios bendito, aquella mujer parecía empeñada en llevarle la contraria constantemente. Ya era hora de que el chico aprendiese un oficio de una puta vez, dijo, intentando mantenerse calmado. Ya tendría tiempo de hacer el jodido cursillo.
- Joder, hombre...
- No hables así, Pedro.- le cortó Pilar.
 El chico la miró con expresión de fastidio. En situaciones de ese tipo era difícil saber de qué lado estaría su madre al final. Ella danzaba sobre la difusa línea de la ambigüedad como la mismísima Isadora Duncan.
- Mira –continuó, la vista fija en los ojos de su padre -, el próximo curso doy informática en el instituto, y casi no sé ni encender un ordenador. Ya sé que andamos justos de dinero, y más ahora que no trabajas, pero...
            Juan derramó casi la mitad del vaso de vino del que estaba bebiendo, y lo dejó sobre la mesa con un golpe seco y fuerte que hizo encogerse a las niñas en sus sillas. ¿Quién demonios se había creído que era aquél mocoso de mierda?
            - ... el cursillo no dura más que un mes. Y tampoco te pido que me compres un ordenador, desde luego.
            Juan Tragedia no aguantó más. Se sintió como si su hijo le cuestionase no sólo el hecho de estar en paro, sino el de no tener dinero para comprar el puto ordenador. Un chaval que no ha trabajado en toda su vida, que come un pan que le traen a casa y que vive bajo el techo de otro hombre, que se permite el lujo de estudiar chorradas gracias a él, gritó fuera de sí, ¿tiene todavía la cara dura de pedirle un ordenador? ¿Creía Pedro que el dinero nacía de los árboles y él sólo tenía que salir a la calle y cogerlo?
Muy bien, si quería el curso de los huevos, que se lo ganase.
Iría a trabajar al taller del Chapas media jornada, y podría dedicar la otra media a estudiar informática o a lo que le diese la real gana. Y se acabó la discusión.
Juan soltó a gritos todo aquél torrente de palabras antes de que le reventasen dentro del pecho, acallando las nacientes protestas de Pilar, mientras su hijo sostenía serenamente la mirada, sin inmutarse lo más mínimo. Sin embargo, Ana y Marta se encogieron en sus sillas, olvidada la comida de sus platos.
No fue hasta que Pilar susurró “Juan, las niñas”, que él se dio cuenta del miedo pintado en los rostros de sus hijas. Aquellas niñas, que aún dejaban su puerta abierta para que su padre las besase por la noche, le miraban ahora sorprendidas y temerosas, como si fuese un desconocido quien hablase.
Juan las contempló extrañado. Las dos niñas no miraban su cara furiosa, como sería lógico, sino sus manos. Entonces él se dio cuenta de que sus puños estaban crispados, aferrando con fuerza los cubiertos, hasta el punto de teñir de blanco los nudillos. Relajó las manos y sonrió, en un intento de tranquilizarlas, pero era consciente de lo poco que le había faltado para golpear al muchacho con aquellas manos cerradas.
- Ésta bien, de acuerdo –habló Pedro con voz serena -. Mañana iré al taller y hablaré con el Chapas. Trabajaré con él y me pagaré el cursillo. Incluso puedo seguir trabajando durante el curso, si quieres.
Juan pestañeó, sorprendido. Él no deseaba eso. Quería que su hijo estudiase y tuviese una oportunidad de ser mejor de lo que él había sido. Pero no lo dijo.
- Pero no te voy a dar ni un duro de ese dinero. Y no volveré a pedirte dinero a ti. A partir de ahora, mi vida es mía.
Acto seguido, sin dar ocasión a una réplica, Pedro se levantó de la mesa, rechazando con gesto suave pero firme la mano que su madre extendía para retenerle. Salió de la cocina. Cuando Juan le preguntó dónde iba, el muchacho contestó con ironía:
- A la biblioteca, a por un manual de mecánica.
Nadie en torno a la mesa comentó que, a esas horas de la noche, ninguna biblioteca está abierta.
Lo único que pudo hacer Pilar para arreglar el problema fue arrancar a ambos hombres la promesa de que evitarían nuevos enfrentamientos en el futuro. Sobre todo, delante de las niñas.
- Yo ya estoy curada de espanto con vosotros dos, pero las niñas no tienen que aguantaros.
Juan trató de ser conciliador, olvidar aquella discusión estúpida, pero Pedro era demasiado orgulloso como para que todo fuese tan simple. Ambos aseguraron que no habría nuevos enfrentamientos, y se separaron con un armisticio firmado bajo supervisión oficial de la madre, pero con una evidente tensión.

Al ver a su hijo alejarse, Juan se alegró de que tuviese aquél orgullo, aquella firmeza. Y le deseó interiormente, de todo corazón, que pudiese mantenerlos durante toda su vida sin arrepentirse jamás.

viernes, 17 de noviembre de 2017

JUAN TRAGEDIA 3

Ambos hombres se habían citado para el día siguiente. Manuel estaba ansioso, según dijo, “por conocer al resto de mi familia en España” y arreglar la injusticia cometida contra su hermano. Respecto a cómo pensaba hacerlo, no quiso contárselo a Juan. Aún no.
- De hecho –fue todo lo que dijo –la mitad de lo mío es tuyo por derecho.
Ante aquella declaración, Juan había protestado, oponiéndose. Argumentó que Manuel había ganado lo que tenía con su trabajo y esfuerzo, y que sólo a él le pertenecía. Pero Manuel, tras dar la propina al aparcacoches del restaurante, rechazó sus palabras con un gesto de la mano.
- Tú lo habrías logrado igualmente de haber tenido la oportunidad. Y, sinceramente, creo que ha llegado el momento de que disfrutes de esa oportunidad.
Aquella frase convenció a Juan. Desde luego, él jamas había tenido oportunidades en la vida, eso lo sabía. Ya era hora. Así que se sorprendió preguntándose cuánto serían la mitad de las posesiones de un hombre que daba billetes rojos como propina y conducía un Mercedes recién salido al mercado.

Llegó, como no puede ser de otra forma, el día siguiente. Juan se vistió con sus mejores galas. Consistían éstas en un traje comprado para la comunión de Marta, cuatro años atrás, y una corbata que Pedro le regaló por el Día del Padre del año anterior. Aquella corbata fue pagada por su mujer, porque el hijo no tenía intención de comprarle nada, pero esto Juan Tragedia no lo sabía. De todas formas, estaba en muy buen estado. Era la tercera vez que se la ponía.
Entró en la cocina, atraído por el olor del café recién hecho.
- Anoche volviste muy tarde –le reprobó Pilar, sin ni siquiera volverse a mirarle. Él gruñó una ambigüedad ininteligible.
- Sé que no es fácil estar en paro, Juan, pero no vas a solucionarlo quedándote hasta las ...
Se había girado, con dos tazas de café en las manos ajadas, y se quedó de piedra al ver el aspecto de su marido.
- Joder, qué guapo te has puesto –la voz aún mostraba su enfado, contenido en parte por la curiosidad -. ¿Dónde vas tan arreglado?
Él respondió, sin saber porqué, con una mentira. Le dijo que tenía una entrevista de trabajo, que un amigo del bar le había hablado de una fábrica de montaje de maquinaria industrial, donde podrían necesitar gente con su experiencia. Por eso llegó tan tarde, por hablar con éste amigo y lograr la entrevista, ya que el tipo conocía a uno de la fábrica...
- Oh, eso es genial –sonrió ella, ya olvidado su enfado -. Vaya, espero que tengas suerte.
Se acercó a la mesa con el café y dio un leve beso en los labios que con tanta facilidad la engañaron. Él dio el nombre de un pueblo cercano, donde iban a abrir la factoría, y se quejó de tener que ir en taxi, por culpa del cabrón del Chapas, que aún no le había arreglado el coche. Dijo que no sabía a qué hora iba a volver, y una sombra nubló la mente de Pilar, pero la suspicacia de sus ojos no fue detectada por él, que mantenía la mirada fija en una Marbú dorada al huevo. Sin embargo, la sombra se aclaró enseguida. Al fin y al cabo, ¿qué mujer no desea confiar en su hombre?
- Bueno, el caso es intentarlo.
Aún quedaba un resquicio de convicción y aliento en su voz.

Salió del barrio en taxi, para que su mujer no llegase a sospechar de la mentira en el caso de que se asomase a la ventana. Le sorprendía su capacidad de inventarse excusas en los últimos días. No es que Juan no mintiese nunca, sino que no sabía hacerlo. Siempre, hasta ahora, se le notaba rápidamente.

Se encontró con Manuel en una discreta cafetería de las afueras. Su hermano, y qué fácilmente surgió la palabra, vestía aquella mañana un atuendo mucho más informal que el día anterior. Unos vaqueros, tan nuevos que Juan buscó inconscientemente la etiqueta colgando, y una camisa amarilla de cuadros pequeños, que le pareció muy elegante.   
Se sintió ridículo, enfundado en aquél traje viejo, que vestía sólo para causar buena impresión a Manuel. Supuso que él también le vería así. Sin embargo, éste sonrió con aprobación, le colocó las solapas y ajustó los hombros.
- Vaya, chico. Estás inmenso.
Sonrojándose, pero íntimamente satisfecho, Juan se dejó guiar hasta una de las pequeñas mesas circulares. La superficie era una imitación de mármol blanco, y del centro surgía una soporte de madera que se bifurcaba en tres patas a un palmo del suelo. Éste era de gres, un suelo de color blanco con una miríada de puntos negros salpicando su superficie. Las paredes estaban cubiertas de pequeños azulejos, de un blanco cremoso, desde el suelo hasta aproximadamente un metro y medio de altura. A esa distancia, una línea de color marrón los separaba de la pared, pintada en un tono amarillo nicotina, adornada con carteles taurinos, un par de banderillas y multitud de fotografías en las que el orgulloso propietario del local saludaba a varios toreros más o menos populares. El techo luchaba por seguir siendo blanco, pese a la humareda casi constante que lo saturaba. Amén de los solemnes desconchones de todo bar con solera, sustentaba este techo uno de esos antiguos ventiladores de aspas gigantescas y perezosas, y dos bombillas cuyas pantallas eran los restos mortales de algunas moscas que optaron por la incineración.
Todo éste conjunto, además de la barra cubierta de paneles de madera, fue visto y absorbido por Juan en décimas de segundo. De pronto disfrutaba de nuevo de aquella sublime percepción del entorno. Para cuando Manuel le preguntó qué quería tomar, él ya sabía que aquél suelo era Metropol blanco, fabricado por Grespania. Que los azulejos eran Itaca blanco, de Aparici, y que los paneles de la barra no eran de autentica madera, sino de sapelly del barato. Y todo eso lo sabía por las cosas que aprendió en sus diversos trabajos, las cosas que hasta entonces daba por olvidadas, y que de pronto recordaba con claridad.  Pensó que aquél tipo se había equivocado al barnizar el sapelly, y por eso éste se oscureció, y que las bombillas, de cuarenta vatios, debían dar al local aspecto de cueva al llegar la noche. Las rugosidades del falso mármol bajo sus dedos semejaban  los relieves de algún planeta desconocido, y el aire todo se llenaba con la fragancia Massimo Dutti que emanaba de su hermano. Y la sensación de absoluto conocimiento, y por tanto de poder real y efectivo, le embargó con toda su fuerza. Por primera vez se sintió plenamente feliz. Allí, frente a Manuel, en su compañía, sintió que era un hombre real. Y le miró a los ojos mientras le escuchaba.


- Cuando los detectives te localizaron en ésta provincia, decidí cogerme una largas vacaciones y venir yo mismo para conocerte. La verdad, mis detectives no sabían aún dónde vivías o trabajabas, sólo que eras un hombre casado y empadronado aquí. He comprado un chalé en la urbanización Los Jardines del Sol y ... aquí estoy.
Juan le observó, anonadado. Los Jardines era una urbanización de lujo en las afueras de la ciudad. Por lo que había oído  en el bar de Paco, una parcela allí costaba más de cincuenta millones de pesetas. Y, sin embargo, Manuel hablaba de ello con toda naturalidad, como si aquella cantidad de dinero resultase irrisoria para él.
- Vaya, Juan, no sabes las ganas que tengo de que podamos compartir todo eso. El chalé, la piscina que estoy construyendo... Pronto tendrás la vida que mereces. La que debiste tener siempre –le miró de arriba abajo, y Juan apartó la mirada, aunque tardó en hacerlo -Mírate, hombre. Con ese traje, cualquiera podría confundirte conmigo sólo con que te afeitases la barba.
Sonrió. De pronto, Juan alzó la vista, encontrándose con la mirada parda y divertida de Manuel. Una mirada cómplice, de esas que dicen: ¿Estás pensando lo mismo que yo?. Una mirada de tan perfecta compenetración que sólo es posible entre dos hermanos. O así le pareció a Juan Tragedia en aquél momento.

La espontaneidad de la idea debió sorprender por igual a ambos. Sin embargo, Manuel cambió de tema rápidamente, como si rechazase con un manotazo mental la extraña sincronización de pensamiento. Y Juan se dejó arrastrar por su voz vital y entusiasta, que le contaba cómo era la casa de los Jardines, y le hablaba de las grandes diferencias entre España y Alemania. Como si la idea sólo hubiese aparecido en la mente de Juan.
Sin embargo, la idea quedó flotando en su cerebro, como una gota de rocío en el envés de una hoja, resbalando lenta y fría antes de precipitarse en el aire y resultar visible únicamente cuando refleja la luz del sol.

La hora de la cena era uno de los pocos momentos del día en los que toda la familia Muñoz (y resultaba curioso pensarlo, pero era la familia Gutiérrez) se reunía. Normalmente, la conversación era conducida por las mujeres del clan, que trataban de cosas tan cotidianas como la cesta de la compra o las particularidades de un determinado profesor de las niñas.
Sin embargo, aquél caluroso día de junio, mientras degustaban el primer intento de gazpacho de Ana, Juan tomó las riendas del diálogo para proponer a su hijo la posibilidad de trabajar durante el verano. Después de todo, razonó, el chico no tenía asignaturas pendientes, y así aprendería algo de la vida, que le iba haciendo falta.
- Pero, hombre –la palabra “papá” no aparecía en el diccionario del joven -, éste verano pensaba hacer un curso de informática. Os lo dije hace tres meses y dijisteis que sí.
- Es verdad, Juan –intervino la esposa.
Él sintió una opresión en el pecho, un hormigueo de furia sorda, tan súbito y voraz que le dominó sin remisión posible. Por Dios bendito, aquella mujer parecía empeñada en llevarle la contraria constantemente. Ya era hora de que el chico aprendiese un oficio de una puta vez, dijo, intentando mantenerse calmado. Ya tendría tiempo de hacer el jodido cursillo.
- Joder, hombre...
- No hables así, Pedro.- le cortó Pilar.
 El chico la miró con expresión de fastidio. En situaciones de ese tipo era difícil saber de qué lado estaría su madre al final. Ella danzaba sobre la difusa línea de la ambigüedad como la mismísima Isadora Duncan.
- Mira –continuó, la vista fija en los ojos de su padre -, el próximo curso doy informática en el instituto, y casi no sé ni encender un ordenador. Ya sé que andamos justos de dinero, y más ahora que no trabajas, pero...
            Juan derramó casi la mitad del vaso de vino del que estaba bebiendo, y lo dejó sobre la mesa con un golpe seco y fuerte que hizo encogerse a las niñas en sus sillas. ¿Quién demonios se había creído que era aquél mocoso de mierda?
            - ... el cursillo no dura más que un mes. Y tampoco te pido que me compres un ordenador, desde luego.
            Juan Tragedia no aguantó más. Se sintió como si su hijo le cuestionase no sólo el hecho de estar en paro, sino el de no tener dinero para comprar el puto ordenador. Un chaval que no ha trabajado en toda su vida, que come un pan que le traen a casa y que vive bajo el techo de otro hombre, que se permite el lujo de estudiar chorradas gracias a él, gritó fuera de sí, ¿tiene todavía la cara dura de pedirle un ordenador? ¿Creía Pedro que el dinero nacía de los árboles y él sólo tenía que salir a la calle y cogerlo?
Muy bien, si quería el curso de los huevos, que se lo ganase.
Iría a trabajar al taller del Chapas media jornada, y podría dedicar la otra media a estudiar informática o a lo que le diese la real gana. Y se acabó la discusión.
Juan soltó a gritos todo aquél torrente de palabras antes de que le reventasen dentro del pecho, acallando las nacientes protestas de Pilar, mientras su hijo sostenía serenamente la mirada, sin inmutarse lo más mínimo. Sin embargo, Ana y Marta se encogieron en sus sillas, olvidada la comida de sus platos.
No fue hasta que Pilar susurró “Juan, las niñas”, que él se dio cuenta del miedo pintado en los rostros de sus hijas. Aquellas niñas, que aún dejaban su puerta abierta para que su padre las besase por la noche, le miraban ahora sorprendidas y temerosas, como si fuese un desconocido quien hablase.
Juan las contempló extrañado. Las dos niñas no miraban su cara furiosa, como sería lógico, sino sus manos. Entonces él se dio cuenta de que sus puños estaban crispados, aferrando con fuerza los cubiertos, hasta el punto de teñir de blanco los nudillos. Relajó las manos y sonrió, en un intento de tranquilizarlas, pero era consciente de lo poco que le había faltado para golpear al muchacho con aquellas manos cerradas.
- Ésta bien, de acuerdo –habló Pedro con voz serena -. Mañana iré al taller y hablaré con el Chapas. Trabajaré con él y me pagaré el cursillo. Incluso puedo seguir trabajando durante el curso, si quieres.
Juan pestañeó, sorprendido. Él no deseaba eso. Quería que su hijo estudiase y tuviese una oportunidad de ser mejor de lo que él había sido. Pero no lo dijo.
- Pero no te voy a dar ni un duro de ese dinero. Y no volveré a pedirte dinero a ti. A partir de ahora, mi vida es mía.
Acto seguido, sin dar ocasión a una réplica, Pedro se levantó de la mesa, rechazando con gesto suave pero firme la mano que su madre extendía para retenerle. Salió de la cocina. Cuando Juan le preguntó dónde iba, el muchacho contestó con ironía:
- A la biblioteca, a por un manual de mecánica.
Nadie en torno a la mesa comentó que, a esas horas de la noche, ninguna biblioteca está abierta.
Lo único que pudo hacer Pilar para arreglar el problema fue arrancar a ambos hombres la promesa de que evitarían nuevos enfrentamientos en el futuro. Sobre todo, delante de las niñas.
- Yo ya estoy curada de espanto con vosotros dos, pero las niñas no tienen que aguantaros.
Juan trató de ser conciliador, olvidar aquella discusión estúpida, pero Pedro era demasiado orgulloso como para que todo fuese tan simple. Ambos aseguraron que no habría nuevos enfrentamientos, y se separaron con un armisticio firmado bajo supervisión oficial de la madre, pero con una evidente tensión.

Al ver a su hijo alejarse, Juan se alegró de que tuviese aquél orgullo, aquella firmeza. Y le deseó interiormente, de todo corazón, que pudiese mantenerlos durante toda su vida sin arrepentirse jamás.

viernes, 10 de noviembre de 2017

JUAN TRAGEDIA, 2





Ya a la vista de su edificio, Juan se encontró con su viejo amigo el Chapas, propietario del taller del barrio. Decidieron tomar un chato en el bar de Paco, para abrir el apetito antes de la cena.
-Coño, Juanito - saludó Paco- ¿Qué haces tú aquí? ¿No estabas de tarde?
Juan se encogió de hombros, y la mentira surgió espontáneamente. Explicó que había dejado el trabajo, harto ya de currar mucho y cobrar poco, y que se tomaría unas vacaciones antes de empezar en otro sitio. Cobraría el paro un par de meses y luego buscaría trabajo, antes de agotar el subsidio.
- Joder. Hay que tener cojones...  –dijo Paco, sin disimular su admiración-. Bueno, un par de chatos, ¿no?
Juan no olvidó comentarle a Paco lo de su hijo, Pedro, porque quería que el chaval fuese aprendiendo algo de la vida y no todas las tonterías que le enseñaban en clase.
- Bueno, no sé. Tampoco podría pagarle mucho. Ya ves que esto está muy parado.
Juan le dijo, con su sonrisa canina, que el dinero no le preocupaba. Después de todo, para llevar dinero a casa ya estaba él. Sólo lo hacia por el chaval, para que se fuese espabilando.
- Oyes, pues igual me le llevo yo al taller por las mañanas - terció el Chapas- y que vaya aprendiendo algo. Un oficio de verdad, algo seguro.
- ¿Qué pasa, que un bar no es un oficio de verdad? - se picó el camarero.
- Un bar va a temporadas, hombre - le explicó Chapas -, pero coches estropeados los hay siempre.
- Claro, jilipollas - saltó Paco -, y la mitad de ellos les estropean tíos que acaban de salir de un bar.
Juan, que ya sabía de memoria cómo seguía la eterna discusión, se levantó para marcharse. Le enfurecía ver a dos hombres, ambos autónomos, dueños de sus negocios y por tanto, pensaba él, de sus vidas, discutiendo como críos. La mano callosa se había posado ya sobre el gastado picaporte cuando la máquina tragaperras entró en su campo de visión. La figura comodín, la manzana de Cirsa, estaba en la línea central. Si podía retenerla era un premio casi seguro, pensó, y si salían otras dos iguales...

Supongo que ya lo han imaginado. Las manzanas no salieron, y Juan tampoco cenó con su  mujer aquella noche. A la máquina tragaperras le siguió el mus, con Paco como pareja y otro tertuliano habitual, el Agujas, junto a Chapas. El Agujas era un jubilado de R.E.N.F.E, dedicado en su mucho tiempo libre a desperrar a los incautos en juegos de cartas que dominaba desde los tiempos de la máquina de vapor. Paco y Juan perdieron una respetable cantidad. En el bar de Paco nunca se jugaba sin parné de por medio. No lo sintieron mucho, porque al llegar a la segunda vaca estaban ya augustamente ebrios.
Sin embargo, a la mañana siguiente nuestro protagonista maldeciría en su interior. No contra los ganadores, como sería comprensible y hasta lógico, sino contra su compañero. Desde su punto de vista, él había perdido todo lo que se jugó, mientras que Paco recuperaba, al menos, el importe de las consumiciones, que fue alto.
 Creo que ya conocen lo suficiente a Juan Muñoz como para saber que, en su caso, lo doloroso no era perder, sino el hecho de que incluso perdiendo en equipo es él quien más pierde.

Al llegar a casa, Juan tuvo buen cuidado de no hacer ruido con las llaves, pese al leve temblor de sus manos. Cerró la puerta muy despacio y se dirigió a su habitación, deteniéndose unos segundos ante la puerta abierta del dormitorio donde Ana y Marta, de doce y diez años, respiraban de esa forma tranquila y acompasada en la que sólo los niños, dormida su madurez, aún no soñada la edad adulta, son capaces de respirar. Esbozando una sonrisa, Juan se apartó del umbral en penumbra. La sonrisa, como siempre, se borró rápidamente al chocar su mirada con la puerta cerrada del dormitorio de enfrente. La habitación, el territorio, de su hijo Pedro, un estudiante brillante y ambicioso que siempre, desde hace años, atranca su puerta durante las noches. Juan pensaba, muy a menudo, que el chico ya no necesitaba  un padre que velase su sueño desde el umbral. Y, desde luego, él no se había molestado en tratar de abrir aquella puerta, en intentar la arriesgada exploración de aquél territorio, del submundo de trabajo, melancolía y ambición solitaria que su hijo usaba para protegerse.
Al entrar en su propio cuarto se desnudó, siempre silencioso, y se acostó. Sintió la tibieza del cuerpo femenino a su lado, y los castigados muelles del colchón crujieron al girarse ella para colocarse frente a él. Juan apretó los dientes involuntariamente, sintiéndose como un niño al que sorprenden en una falta.
-Hola – saludó ella, cariñosa y somnolienta.
Él respondió en un saludo quedo, embotado por el alcohol y el sueño.
-Has venido muy tarde, Juan –la mano, ajada por mil años de fregadero, acarició el pecho desnudo.
Juan le explicó lo ocurrido, exagerando tal vez un poco el papel del villano, un cruel jefe de personal envidioso de sus méritos, intercalando múltiples quejas sobre la situación de los trabajadores en España, y alargando el tiempo en que se desarrolló su despido para así cubrir dignamente su retraso. En conclusión, el mundo estaba lleno de hijoputas ricos que les robaban oportunidades a los tipos como él. Y cabe decir en su defensa que estaba firmemente convencido de la veracidad del argumento, lo que le dio un tono mucho más creíble. Ante la desesperación de su marido, ella no tuvo más remedio que adoptar una actitud consoladora y tranquila, como hará cualquier mujer enamorada en esa situación.
- Oh, cariño –las caricias se prodigaron, reconfortantes -, no te preocupes.
Sin embargo, un nudo de angustia trató de abrirse paso en su garganta, lento y espeso como una cucharada de miel fría.
Durante las horas siguientes, ambos examinaron la situación con calma, en tal vez el primer dialogo constructivo que habían mantenido en los dos últimos años. Surgieron de la mesilla de noche las cartillas del banco, las facturas pendientes y los proyectos de nuevas compras. Ella se despidió con tristeza del lavavajillas que esperaba poder adquirir por Navidad, y él del nuevo coche de segunda mano. Cuando por fin se durmieron, el amanecer trepaba ya por el horizonte.

Sí. El amanecer trepaba ya por el horizonte, y la noche había sido corta. Sin embargo, fue algo menos oscura que las anteriores. Y mucho más clara que las que, llegados a éste punto, esperan a Juan. Aquella noche la cordillera de arrugas descendió de forma tangible, y la oscuridad también. Pero nadie percibió el cambio. Lo que me lleva a pensar que  tal vez sea cierto que los mejores momentos de nuestra vida, las oportunidades reales, pasan a nuestro lado sin ser percibidas si no prestamos una gran atención.

Juan Tragedia durmió hasta tarde y se despertó  con la boca pastosa y la cabeza pesada. Cerca de mediodía salió para arreglar los papeles del paro, lo que le ocupó, como es indudable, más tiempo del que suponía y mucho más del que sería lógico.
Tras aquella maraña de formularios, Juan siente la presencia del omnipotente fantasma de la desesperación, el espantajo del paro, el espíritu oscuro del fracaso, la negación del hombre como tal. Y la conversación de la noche anterior, con todo su benéfico efecto, se disuelve en las sombras destiladas por los espectros. Por eso, cuando Juan Tragedia abandona el edificio de oficinas no se lo piensa dos veces y entra en el bar más cercano. Es un bar con cierta clase, punto de reunión a estas horas de ventanillas cerradas y letreros de “Vuelvo en diez minutos”, que deberían estar en las oficinas que acaba de abandonar. En este bar se sirven más variedades de café de las que Juan conoce, y a un precio más elevado.
Sin embargo, los detalles no tienen importancia. Lo único que despierta su interés son las luces amarillas, rojas y verdes que la máquina le envía, como señales codificadas que un faro le mandase sólo a él, intentando guiarle hasta la costa. Intentando llevarle allí donde debe estar para que su vida, definitivamente, sea transformada.

Juan entró en la cafetería y buscó un hueco libre en la barra. No le fue difícil. Se sentó en un taburete dotado de respaldo y cómodamente acolchado. Mientras esperaba que un camarero de mirada recelosa le atendiese, paseó su mirada tímida por el local. Los escasos clientes vestían buenas ropas, y portaban maletines negros o hablaban por teléfonos móviles.
Las paredes, de un suave tono pastel, estaban decoradas con grabados que reflejaban temas mitológicos, aunque Juan no era intelectualmente consciente de ello. Disfrutó durante unos segundos del fragante capuchino que, por fin, el camarero le sirvió, y de nuevo fue extrañamente consciente de sus sensaciones. El aroma y el sabor del café se tornaron repentinamente intensos, la suavidad de la  crema en sus labios fue casi dolorosa, y el cosquilleo de la espuma deshaciéndose en el extremo de cada pelo de su bigote se convirtió en un picor nervioso, en una comezón anticipatoria,  ¿de qué?
Entonces, sin ninguna razón, giró la cabeza hacia la puerta, tal vez oyendo, antes de que se produjese, el ruido que hizo al abrirse. Un segundo después, el nuevo cliente a quien Juan había presentido con tanta eficacia hacia su entrada en el local. Nuestro amigo quedó tan sorprendido que el café casi se le cayó de las manos. Acababa de contemplar un rostro que jamás habría esperado ver. Al menos, no donde lo vio. En otro hombre,










viernes, 3 de noviembre de 2017

JUAN TRAGEDIA

No sé muy bien cómo empezar a contar ésta historia, tanto por lo increíble que puede parecer a primera vista, como por lo absolutamente cotidiana que se manifiesta cuando, finalmente, el lector la juzga, aún en su inconsciente, leyendo entre líneas.
            Así que intentaré, al menos, llevar un orden lógico, aunque eso pueda resultar algo lento en algunos momentos de la narración.
            Nuestro protagonista se llamará Juan Muñoz Casal, y le dibujaremos como un hombre de mediana edad, barbado y algo cetrino, de piel y pellejo bien curtidos por los tragos, malos y menos malos, que la vida le ha ofrecido. El pelo de Juan es aún oscuro, ya casi más abundante en el pecho que en la cabeza, e igual de rizado en ambos lugares. Los ojos son torvos y algo, demasiado, acostumbrados a ocultar la mirada bajo las piedras de la calle o los zapatos del interlocutor, por no dejar ver la rabia y la envidia que tiñen sus pardos iris.
            Porque Juan es, por encima de cualquier otra apreciación, un hombre envidioso. Envidia la suerte y la vida de sus vecinos, de sus familiares, de los viejos amigos a los que encuentra por la calle ocasionalmente, siempre diciendo eso de “Bien, muy bien todo “ cuando uno les pregunta qué tal te va, Manolo. Incluso envidia a sus compañeros de trabajo en la fábrica donde todos ellos dan forma a hermosos coches que sus sueldos no pueden pagar. La envidia de Juan es, por lo demás, inofensiva para el resto de los mortales. Se trata de esa envidia contemplativa, tan cotidiana, que todos conocemos. La envidia apática  que se protege a sí misma mostrándonos siempre lo amargo de nuestra situación y evitando a la vez que hagamos nada por remediarlo.
            Así, nuestro hombre adquiere ya los tintes imprescindibles para formar al menos un esbozo sobre el papel.

            La vida de Juan está delimitada por los baremos habituales. Una esposa que jamás fue del todo bella, del todo amiga o del todo santa, pero que resulta ser la madre de sus hijos y la tenaz administradora de sus fracasos, la mujer junto a la que, día a día, ve crecer la cordillera de arrugas sobre la sabana de la cama de matrimonio, y cómo el residuo de conversación encoge y se degrada con el tiempo, como todos los residuos orgánicos. Y la pareja se mantiene sobre los sagrados pilares por todos conocidos, a saber; conformismo y cobardía.
            Los parroquianos del habitual bar de barrio, qué importa qué barrio, son los de siempre. El Pepe, el Manolo o el chico de la panadera, aquella tan marrana que mezclaba yeso con la harina para ganarle peso al pan, hasta que el tío Gregorio casi se envenenó por su culpa... Todos conocen a todos, sus historias y sus miserias. Juan no les aprecia, no más que ellos a él, pero les conoce, conoce su forma de ser. Y el consuelo de unos chatos compartidos arreglando el mundo puede ser mayor que el de aquella cordillera que ya no pretende escalar, así que son lo más parecido a verdaderos amigos que posee. El camarero, tal vez Jose, sin acento, o Paco, porque ningún camarero de bar de barrio debe llamarse, por ejemplo, Roberto Luis si quiere parecernos autentico, es otro amigo de tardes de partida, el confidente que, bayeta en mano, borra los círculos húmedos de la barra una vez apurado el vaso del recuerdo.
            Y éste es, sin más pretensiones, el paisaje de nuestro amigo Juan. La ciudad, todo lo más una pequeña capital de provincia, no da para más, o a Juan no le interesa lo que pueda dar.
            Pasemos, pues, a la historia en sí. Ah, pero antes deben permitirme que propine a Juan el último empujoncito por la cuesta dulce y suave de la apatía total.

            -Joder. Siempre yo - masculló con su voz ronca de fumador veterano -. Joder,  joder...
            -Calle y no murmure, Muñoz –le recriminó el jefe de personal -. Ha trabajado aquí durante ocho años, así que cobrará el paro una buena temporada. Y tampoco le queda tanto para jubilarse, así que no sé de qué se queja.
            Juan, a quien le faltaban veinte años para la jubilación, y eso si las leyes no volvían a cambiar, estuvo a punto de sonreír. Estuvo a punto de decirle al jefe de personal que se quejaba porque tenía que mantener a cuatro personas, se quejaba por que aún no había cumplido los cuarenta y seis y un niñato le creía ya en edad de jubilarse, y se quejaba, además, porque se le ponía en los cojones. Miró al jefe de personal a los ojos por primera vez en ocho años. Supo entonces que, una vez más, había perdido. No tenía valor para enfrentarse a aquel hombre, a aquella situación, pese a que llevaba toda la vida sufriéndola. Este trabajo en la línea de montaje había sido el más duradero de los últimos quince años. Llegó a concebir la esperanza de finalizar allí su vida laboral, con una pensión digna y el orgullo del trabajador eficaz y apreciado por sus superiores. Sin embargo, el viejo fantasma del desempleo volvía ahora, tan sigiloso e inesperado como siempre, susurrando en su oído.
            Con la carta de despido en una mano y el sobre de la liquidación en la otra, Juan abandonó la factoría sin despedirse de sus compañeros, sin pensar en hacerlo ya que su relación con ellos apenas llegaba a la más rudimentaria cortesía profesional. Ni habló siquiera con el representante sindical. No tenía intención de recurrir el despido. ¿Para qué, si nadie le hacía caso nunca?
            Paseó durante horas, sin deseo alguno de regresar a casa, donde su mujer le esperaba, tal vez hoy sí, para cenar juntos. Decidió tomar un café antes de volver.

            Bien. Ahora ya tenemos a Juan Muñoz Casal donde le necesitábamos. Sirvámonos pues de la omnipotencia del narrador, la ubicuidad del lector, no ya para penetrar en la mente de nuestro héroe y conocer todos sus pensamientos y emociones, lo que sería relativamente sencillo, sino para sumergirle en la maraña de su destino y, desde allí, imaginar los tan solo esbozados trazos que este destino trazó para él.
            Y, ahora que nuestra relación  se estrecha, ahora que poseemos cierta confianza de ventana indiscreta con Juan, ¿por qué no llamarle por el apodo tristemente cariñoso que sus escasos amigos le adjudicaron en su juventud? Éste apodo es, debe ser, Juan Tragedia, ya que la tragedia y la mala fortuna han estado tan unidas a él durante toda su vida como lo está el apellido al nombre de pila, de forma inseparable y definitoria.

            Peras, manzanas, sandias mostrando su roja carne... todas giraban locamente ante él, deteniéndose solitarias para mirarle desde los rodillos, como mucho en estériles parejas de futuro yermo. Otra castellana, camarero. Y el cambio, a la máquina, que está cargada.
Más o menos a las seis de la tarde, Juan había perdido la tercera parte de su liquidación en un recorrido dantesco por distintos bares. La saliva y los restos de anís formaban ahora una película espesa, fina y aromática sobre sus labios, agolpándose como savia pegajosa en las comisuras. El sudor brotaba de sus poros y resbalaba sobre las cejas espesas y los miembros nervudos. No en vano estamos a finales de junio.
            El bar está habitado por la típica fauna de media tarde, que ladra al viento sus órdagos, sabiduría de jugadas explicadas por el experto al experto. Nadie destaca de la multitud solitaria, excepto el hombre elegantemente vestido que toma café en el extremo de la barra, junto al último taburete vacío, observando la espalda crispada del jugador. Éste hombre es, tal vez, un viajante de comercio que se toma un descanso antes de seguir buscando clientes. En todo caso, nadie especial. Su rostro es agradable, de facciones correctas, suaves y regulares, aunque peculiarmente anónimas. Un rostro muy normal, que no serias capaz de recordar con claridad a los diez minutos de perderlo de vista. Un ser tan anodino que parece imposible que pueda interpretar un papel de importancia en ninguna historia, ni siquiera en la nuestra.

            Con un triste cabeceo, Juan abandonó la árida máquina tragaperras. Aún le quedaba parte del finiquito y la suficiente voluntad como para conservarlo, pese a la creciente ludopatía que le empujaba a seguir jugando, sólo otra moneda, seguro que ahora hay más suerte. Se sentó lo más lejos posible de la tragaperras, intentando ignorar sus luces resplandecientes, y pidió un café con leche para despejar el exceso de castellana. Encendió un cigarrillo, con el dedo índice de la mano derecha estirado, como si sujetase una pistola en lugar de un mechero. Aquél gesto era una de las pequeñas manías de Juan.
Allí sentado fue, de pronto, extrañamente consciente de muchas sensaciones que antes no había percibido. La débil resistencia del café, presentida casi en el mango de la cucharilla, el roce del azúcar aún no disuelto erosionando microscópicamente el cristal del vaso antes de deshacerse... un cúmulo de estímulos que se unían al vendaval de aire que llenaba su nariz, haciendo vibrar el vello de las ventanas, y al tranquilo golpeteo de la sangre en el pecho, en las sienes y en las muñecas. Juan se sintió salvajemente reconfortado, sin imaginarse el motivo. Mientras tomaba el café se dio cuenta que la situación no era tan grave. “He estado antes en paro”, pensó, “ y no me he muerto de hambre, que hostias”. Su mujer debería comprenderlo, igual que sus hijos. Además, las vacaciones de verano acababan de empezar y el chico podía trabajar en algo. Seguro que Paco, el del bar del barrio, necesitaba ayuda para la terraza. Por lo menos los fines de sema...
            El hombre elegante de su derecha, un tipo alto con un maletín, se separó de la barra, rozándole con el hombro antes de despedirse de la concurrencia y abandonar el local. El hechizo se rompió en aquél instante, la agudeza de sus sentidos decayó hasta detenerse en los umbrales normales y Juan sintió un leve mareo, que inmediatamente achacó al anís. Frotándose las sienes con los dedos nudosos, Juan Tragedia decidió que era hora de volver a casa. Hoy cenaría con su mujer, pensó mientras se imaginaba a sí mismo vestido con las caras ropas del tipo del bar. Seguro que le sentarían genial. Él, currando como un perro, no podía pagarse ropa así, y el otro hijoputa tomando chismes por ahí.

Y bien, por fin Juan vuelve a casa. Una casa de alquiler en un barrio sencillo, porque sería muy arriesgado concertar una hipoteca siendo tan inestables los trabajos. Eso lleva diciéndose Juan desde hace diecisiete años, casi desde el día en que nació su primer hijo, al que ve más como una razón para ser cauteloso que como un motivo para luchar por una vida mejor.
Mientras llega al barrio, saludando distraídamente a los vecinos de siempre, recuerda aquellas ilusiones juveniles de su naciente matrimonio. No compraron ningún piso, y les costó decidirse a adquirir el coche, un viejo modelo de la Ford que ya pasa más tiempo en el taller del Chapas que frente a la puerta de casa.
Tampoco hubo vacaciones en la playa, ni chalé alquilado en Torrevieja. Cuando Juan  y Pilar se casaron él era tornero, y le habían nombrado oficial de segunda más o menos en el tercer mes de embarazo de ella. Juan pensó entonces, como todos pensamos alguna vez, que las cosas por fin se arreglaban, que saldrían adelante con dignidad y llevarían una buena vida. Doce semanas antes del parto, el oficial de segunda Juan Muñoz fue despedido. Suspensión de pagos, recorte de plantilla. La eterna historia de la España industrial.

El roce, el enfrentamiento constante con su mujer, partió de aquella época. Hubo breves intentos de reconciliación, esporádicos acercamientos ahora llamados Ana y Marta, coincidentes con nuevos y prometedores trabajos de Juan. Sin embargo, la relación sexual se fue enfriando lentamente, más por la apatía del hombre que por la insatisfacción de la mujer. Al menos por parte de ella, el deseo sigue existiendo. Pero eso, como otras muchas cosas, es algo que Juan ignora de su mujer.
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