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viernes, 6 de mayo de 2016

LA FORTUNA DE UN HOMBRE.


LA FORTUNA DE UN HOMBRE

“La fortuna favorece al valeroso y avasalla al cobarde”. Séneca.

            Fue sólo la mala fortuna la que hizo que Sergio saliese tarde del trabajo aquella mañana de invierno. La mala fortuna de cruzarse con Israel, un compañero del turno de mañana, siempre dispuesto a hacerle perder el tiempo con absurdas reivindicaciones y protestas incoherentes que Sergio, como miembro del comité de empresa, tenía que aclarar en lo posible.

Aquél día dedicó casi media hora a explicar a su torpe compañero cómo funcionaba el cómputo global de horas y cuántos días de vacaciones le correspondían a final de año.
Así que eran más de las seis y media de la mañana cuando por fin salió a la calle, viéndose sumergido de golpe en una niebla espesa, húmeda y fría como helado medio derretido. Paseó su mirada por el aparcamiento, esperando que quizá algún compañero rezagado pudiese acercarle en coche a su casa, distante casi un kilómetro de la fábrica, pero por supuesto no había nadie entre los coches alineados como una formación de fantasmas expectantes, latentes.

Se envolvió la boca y la nariz con la bufanda, subiéndose la capucha del impermeable para detener en lo posible la cruda humedad, y echó a andar con un suspiro resignado.
El paisaje del polígono, lleno de vida en las horas del cambio de turno, era ahora desolado y frío, plagado de tristes luces de farolas y rótulos, que apenas intentaban horadar la oscuridad previa al amanecer.

Pasó junto al matadero, haciendo una mueca ante el apestoso olor que envolvía el lugar como una manta vieja y polvorienta, un olor más penetrante y real que el de la sangre y la carne muerta, un olor vacuo y triste que quizá exudasen los animales, aterrorizados y resignados, al morir allí, tan solos entre sus iguales; un olor a desolación que le hizo pensar en su propia soledad, en la casa lejana donde ya nadie le esperaba desde que ella, cansada quizá de la rutina de los últimos trece años, se había marchado, dejando sólo una habitación para los niños que se llenaba en fines de semana alternos, Navidad y dos semanas de verano, y un hueco en la cama de matrimonio que no se llenaba nunca, pero que nunca parecía lo suficientemente vacío como para poder, por fin, tumbarse también en él y compensar la ausencia.

La fortuna de un hombre es la desgracia de otro, se dijo, filosófico, mientras salía del polígono a la larga avenida que atravesaba la pequeña ciudad. La fortuna de un hombre, que ahora dormirá abrazándola, que quizá se esté levantando ya para preparar cuatro desayunos, que quizá sienta ahora la tibia humedad de sus labios.
Para Sergio no había tibieza en la humedad que lo envolvía, ni al parecer fortuna.
Se detuvo para encender un cigarrillo, el último del paquete semanal que, agobiado como estaba por la regulación de empleo y la necesidad, legal y personal, de cubrir en lo posible los gastos de sus hijas, era todo lo que podía permitirse.

Bueno, se dijo, es ya domingo por la mañana, no lo llevo mal.
Quizá Sergio podría haber encendido el cigarrillo un paso antes, o quizá un paso después. Pero lo hizo justo allí, junto a la luz parda e intermitente de un semáforo que aún no había empezado su jornada laboral, justo delante de la gastada cartera negra que, como un pájaro herido con las alas abiertas y rotas, yacía en el suelo huérfana de dueño.
La fortuna de un hombre es la desgracia de otro, pensó de nuevo. Alguien había perdido su billetera en aquella calle desierta. Mientras se quitaba el cigarrillo de la boca, exhalando una nube de humo que se confundió de inmediato con la niebla, Sergio miró a su alrededor, girando por completo en busca de un potencial dueño de aquél objeto, hasta quedar de nuevo encarado con la cartera.
Nadie. Soledad, niebla, penumbra. Nadie. Como en su vida.

Se agachó, mirando aún por encima del hombro, como un niño que teme ser pillado en falta. Ni por un momento pensó quedarse con la cartera, sino llevarla a la cercana comisaría, desviándose de su camino apenas un par de calles. Pero sí, se dijo, podría quedarme con diez euros, si los hay, y tomarme un café con los amigos esta tarde, y comprarme una cajetilla de tabaco. Por diez euros no se va a morir nadie.
Hasta que tocó la cartera, esa era su firme y sincera intención.

Pero aquél objeto, cuero viejo y desgastado, extrañamente tibio a pesar del aire helado de la noche, suave y cómodo como unos zapatos usados, estaba preñado y a punto de romper aguas, como notó por su volumen abultado y denso. Al mirar dentro, vio que había un fajo de billetes de diez y veinte euros, grueso como un dedo, y un escalofrío recorrió su espalda.
Miró de nuevo a su alrededor, tratando de cruzar la oscuridad. Alguien debía estar buscando esa cartera repleta. Contó rápidamente los billetes, aunque tuvo que repetir la operación tres veces, porque los nervios y el entumecimiento que entorpecía sus dedos hicieron que perdiese la cuenta. Por fin, se conformó con un cálculo aproximado, determinando que habría unos trescientos euros en billetes pequeños.
Sin poder creer en su suerte, empezó a caminar deprisa, metiendo la cartera en el bolsillo de su impermeable y sujetándola con fuerza con la mano derecha.
Sobre la acera quedó el cigarrillo a medio fumar, olvidado por el nerviosismo y la emoción.
Caminó apresuradamente durante unos minutos, cruzando las calles desiertas en dirección a su casa, olvidando toda intención de devolver la cartera. Trataba de mirar a todas partes a la vez, temiendo que alguien le hubiese visto, y sintiendo como si en cada espesa sombra oscura un observador aguardase para reprocharle su vergonzosa actuación.
Se detuvo por fin, abandonando la avenida y refugiándose en el oscuro refugio de una entrada de garaje, apoyando la espalda en la pared y retirando la bufanda de su boca para respirar aliviado. Sin creer aún en su suerte, sacó la cartera del bolsillo.
Durante unos segundos, prestó atención al frío y vacuo entorno, creyendo por un instante que escuchaba pasos en la distancia. Sin embargo, no había nada.
Sergio sabía que ese espejismo de sonido, así como la sensación absurda pero cierta de sentirse observado por una presencia expectante, ansiosa, eran fruto de su sentimiento de culpabilidad.
Abrió la cartera, tratando de alejar aquellas sensaciones, y contó de nuevo el dinero. Había exactamente cuatrocientos veinte euros.
Dejó escapar una risa floja, nerviosa, que tapó inmediatamente con su mano temblorosa, temiendo que aquel sonido impulsase a actuar a quien quiera que lo observase, y sabiendo a la vez que estaba solo.
Sin embargo, no podía dejar de pensar, de sentir, que alguien le contemplaba en cada momento, aguardando algo, quizá su decisión final.
Miró de nuevo la cartera, fijándose entonces en el abultado compartimiento para monedas, en el que no había reparado hasta entonces. Soltó el botón que lo mantenía cerrado, y sacó del interior una pata de conejo, unida a una cadenita de plata.
Acarició la suave extremidad muerta, sin sorprenderse por su acogedora tibieza, pensando que era el calor natural que su propio cuerpo había transmitido al objeto. La sensación de ser observado le golpeó con fuerza casi física, y levantó de nuevo la mirada para buscar a su alrededor al incómodo espectador. Guardando la cartera, pero con la pata de conejo aún entre sus dedos temblorosos, salió del refugio que la cochera ofrecía, pero ni vio ni escuchó a nadie.
Pensativo, contempló la pata de conejo. El dueño de aquella cartera, un pobre iluso como él, creía también en la fortuna. Esperaba que fuese mejor que la suya.
Con un suspiro que parecía reprochar su propia estupidez, guardó la pata de conejo en el compartimiento para monedas, extrajo un billete de veinte que metió en su propia billetera, y empezó a andar hacia la comisaría, deseando tener un cigarrillo para el camino.
Sintió una extraña relajación, como si hubiera sostenido una cuerda tensa y tirante entre las manos y por fin, con un gesto seco, la hubiese soltado. Como si aquella presencia expectante soltase un aliento largamente contenido.
Llegó a la comisaría unos minutos después, y entró rápidamente, sin darse tiempo a arrepentirse de su acción. En el mostrador de atención al público, un policía leía unos folios, mientras del pasillo que salía hacia la derecha llegaba un segundo agente, con dos tazas de café caliente en las manos.
Ambos saludaron a Sergio, preguntándole amablemente qué deseaba, pero observándole con la presumible sospecha que despertaría un hombre embozado al entrar allí a las siete de la mañana. Sergio observó que el que traía el café se apresuraba en dejar las tazas sobre el mostrador, como si temiese necesitar las manos libres.
Devolvió el saludo, sacando la cartera de su bolsillo, mientras con la otra mano se quitaba la capucha y bajaba la bufanda lo suficiente como para descubrir su rostro, y explicó a los agentes dónde y cómo había encontrado la billetera, y su intención de restituirla al dueño, que seguramente estaría buscándola.
La actitud de los policías cambió al recibir el objeto, hasta el punto de que uno de ellos le ofreció un café, que Sergio, a esas alturas aterido de frío, aceptó gustoso.
Mientras bebía el café, el agente que permanecía sentado sacó de la cartera el fajo de billetes, contándolos y escribiendo la cantidad total y su desglose en un formulario. Es usted un hombre honrado, dijo con sincera admiración, poca gente encuentra esta cantidad de dinero y la devuelve. Sergio enrojeció, sintiéndose mal consigo mismo aunque sabía que aquellos veinte euros que había cogido poco importarían ante la cantidad que había respetado, y apuró el ardiente café de un trago.
Bueno, es mi deber ciudadano, dijo temiendo atragantándose, espero que encuentren al propietario, buenas noches.
Se dio la vuelta para marcharse, pero el agente del café le detuvo a dos pasos del mostrador al preguntarle si no quería dar su nombre y señas.
Sergio preguntó si era necesario, y el agente, con una sonrisa cómplice, le explicó que no sería mala idea hacerlo por si el legítimo dueño de la cartera desease entregarle alguna recompensa por su restitución.
No será necesario, de verdad, dijo Sergio, y siguió caminando hacia la puerta mientras el policía sentado sacaba la documentación y su neutra expresión se tornaba sorprendida. Sergio le oyó murmurar algo, aunque no pudo entender sus palabras porque el otro agente, que le acompañó hasta la puerta y en ese momento la abría para dejarle paso, estaba hablando de alguna trivialidad.
-¡Detén a ese hombre!
El grito del agente del mostrador paralizó a Sergio, y pudo ver que el policía situado a su lado quedaba igualmente sorprendido. Ambos se giraron para mirar al agente del mostrador, que ya estaba desenfundando su arma reglamentaria, con el rostro pálido sólo coloreado por dos puntos de profundo carmesí en las mejillas.
Sobre el mostrador, junto al fajo de billetes, Sergio vio un DNI con su nombre y fotografía, su propio carné de conducir y, salido inexplicablemente del compartimiento para monedas, un dedo largo y delicado, rematado en ambos extremos por una mancha carmesí; por un lado, la uña bien cuidada y pintada de una mujer. Por el otro, una mancha de sangre aún fresca, que había salpicado la cartera y el mostrador.


EXTRAIDO DEL DIARIO LOCAL, AL DÍA SIGUIENTE

ASESINA A SU MUJER Y ENTREGA LAS PRUEBAS EN COMISARIA


Un vecino de esta localidad, que responde a las iniciales S. M. H, de treinta y dos años, fue detenido ayer acusado de la muerte de su ex esposa, L. J.M, de veintinueve años y madre de los dos hijos habidos en el matrimonio. El presunto asesino se personó en la comisaría de la policía nacional, entregando una cartera que afirmó haberse encontrado en la calle momentos antes. Al inventariar el contenido de la cartera, los agentes de guardia hallaron en su interior cuatrocientos euros, así como un dedo índice amputado, según los primeros indicios, con un objeto cortante. Lo más curioso de este macabro incidente es que la documentación hallada en el interior de la cartera correspondía al sospechoso, aunque éste mantiene en su declaración que la encontró en la vía pública. La huella dactilar del dedo mutilado llevó a la policía hasta L.J.M, que fue hallada muerta en su domicilio con cinco cuchilladas en el pecho, habiendo sufrido la amputación traumática de los dedos de la mano derecha. Tras comprobar los movimientos bancarios de la finada, la policía considera que ella retiró del banco cuatrocientos euros, que al parecer, su ex marido robó posteriormente, tras asesinarla y mutilarla.
El sospechoso continúa en las dependencias policiales, donde ha recibido asistencia psicológica al encontrarse, según parece, en un fuerte estado de confusión mental, y defendiendo su inocencia pese a las abrumadoras evidencias.

viernes, 29 de abril de 2016

MAÑANA FUE NUNCA, final


MAÑANA FUE NUNCA, final. 



Lo bueno de los cuentos de hadas no es que nos muestren a los dragones, sino que nos enseñan a creer que podemos vencerlos. Chesterton.
Leo la frase, bordada en pulcra letra negra sobre un tapete de color crema, que cuelga en la pared del despacho de mi jefe, Sebastián Olmedo.

Siempre, cada vez,  he sonreído al leerla, pensando en las hábiles manos de su esposa, que tejieron aquella pequeña obra de arte años atrás.
Ahora, el 12 de mayo de 2014, no sonrío. Hace un año que enterré a Carolina, y al bebe nonato de ocho meses que habría sido mi hijo. Ninguno de los dos cayó víctima de la pandemia, lo que habría sido quizá un consuelo, pues mi desgracia estaría compartida con la de los familiares de setecientos ochenta millones de personas.

Yo les maté, eso fue lo que ocurrió, con ayuda de este hombre enflaquecido y severo que se sienta tras el escritorio.
Sebastián Olmedo enciende un cigarro, y me ofrece uno a mí. Ambos sabemos que el cáncer de pulmón no nos matará, o si lo hace no estará causado por el tabaco, así que fumamos tranquilos mientras él estudia los nuevos datos que le he pasado, pulcramente mecanografiados a doble espacio. Ya no nos fiamos de los ordenadores, no son seguros, no son privados.

Doy una calada al cigarro y trato de hacer un anillo, pero nunca se me ha dado bien. Miro hacia atrás, a través de las cristaleras que tabican el despacho.
La oficina de redacción está ocupada por apenas ocho personas, la tercera parte de las que debería haber en cualquier momento. Los ocho fuman. Manolo Rodríguez incluso está bebiendo una cerveza. Era nuestro experto en deportes, pero ahora no hay ninguna competición en marcha en todo el continente, yo he matado a mi familia y nunca más jugaremos la Champions, y mi mujer se pudre bajo tierra, metida en un féretro, féretro ella misma de mi hijo.

Sacudo la cabeza y doy otra larga calada al oír la voz de Sebastián. Eso me da tiempo para borrar las imágenes y sorber con fuerza por la nariz, deteniendo así las lágrimas.
-Voy a sacar esto a la luz –me dice con voz segura.
Me encojo de hombros. En este breve tiempo, hemos alcanzado los setecientos noventa millones, poco más o menos.
-Nos matarán si lo hacemos –sentencio, y mi voz es tan desapasionada y grotesca como el grito de un orgasmo fingido.
-Nos matarán de todas formas –sus ojos, planos y cansados, se posan sobre mi anillo de bodas-. Por lo menos, morir matando.
Se levanta y me da una palmada en la espalda, fuerte, viril.
Otro tal vez habría dicho, hoy hace un año del atropello de tu mujer, lo siento. Pero él es así.

Retrocedo de un salto. La oficina desaparece, estoy en medio de una calle, esperando que el semáforo se ponga en verde para los peatones. Al otro lado de la calle, ella sonríe y me saluda con la mano.
Lleva un vestido estampado de flores, veraniego. El día es caluroso y a mí me sobra la corbata. Le lanzo un beso y alzo mi ramo de flores, como un campeón victorioso. La gente muere alrededor, la pandemia está comenzando, pero aún hay flores para los amantes, aún se puede vencer a los dragones.
Eso creemos.
El semáforo se pone en verde, y ella empieza a cruzar, haciéndome señas para que espere. Sobre el vientre abultado, el mágico cofre de mi tesoro, flamea un estandarte de primavera.
El coche pasa a toda velocidad, escuchamos a la vez el motor demasiado revolucionado, giramos las cabezas a la vez, morimos a la vez cuando el conductor la embiste a más de sesenta kilómetros por hora, cuando sus gafas de sol salen despedidas, cuando la sangre salpica el suelo y su cuerpo, sus cuerpos, nuestros cuerpos, ruedan por el asfalto.
El ramo de flores se me cae de las manos, y las gafas de sol, con los cristales rotos, golpean el bordillo, rebotan en mis piernas y se posan como una mariposa muerta junto a las flores.

-Los Depuradores están empezando a actuar con todo descaro. Ningún gobierno está ya capacitado para detener sus Brigadas de Limpieza –digo mientras cruzamos la oficina.
Sebastián asiente, objetivo. Constata un hecho que no parece preocuparle.
Llama la atención de todos con dos fuertes palmadas. Ha perdido quince kilos desde que empezó el fin, pero aún exuda energía y fuerza.
En un breve parlamento, casi una arenga, explica a los supervivientes de la agencia nuestros descubrimientos, más bien la confirmación de nuestros temores.
La vacuna contra la gripe ha matado a... ochocientos millones de personas. Alguien manipuló el timerosal, una sal de mercurio que se ha usado siempre en las vacunas por sus capacidades antimicrobianas. Los muertos de nuestro fin del mundo están cayendo como moscas por exposición al mercurio.
Ahora sabemos cómo. Ahora sabemos quién.

En el exterior suenan sirenas de policía. Uno de los efectos de la vacuna, de la sobreexposición al mercurio, es el aumento de la irritabilidad. En parte, eso ha detonado los disturbios, el vandalismo y las agresiones. Al principio. Luego, la falta de recursos agravó el problema.

La gente muere por crisis nerviosas, la gente se queda ciega, la gente muere por afecciones galopantes de riñón, cerebro, trastornos conocidos pero que se desarrollan a velocidades hasta entonces nunca vistas.
Daremos luz a la noticia. Los Depuradores vendrán a por nosotros, como hace un año fueron a por mi familia y después, en un ramo de flores que enviaron para el funeral, me dejaron una tarjeta que sólo rezaba “Abandona mientras puedas”.
Sebastián nos ofrece la oportunidad de irnos, de desvincularnos de la agencia. Nadie lo hace.
Casi todos han perdido ya a familiares y amigos, o padecen algún trastorno que les matará pronto.
Todos están cansados de vivir en este nuevo mundo, plagado de predicadores, supermercados vacíos, empresas en quiebra, guerras que sacuden las fronteras de los países desarrollados desde un mundo que antes era pobre y emigraba, y ahora es pobre y ataca.
Sebastián asiente. Todos estamos juntos. Los datos vuelan hacia todas las agencias de información, todos los ministerios, todos los corresponsales. Vamos a morir hoy mismo.
Ochocientos diez millones. Subiendo.


Me despierto con un grito apenas contenido. Un motor que se aleja. Tres horas después, me atrevo a asomar la cabeza fuera de la bodega en la que me he refugiado al oír llegar a los Depuradores, o quien fuera.
Llevo un CETME, robado a un soldado muerto hace año y medio, pero no sé si podría dispararlo.
No lo sabré hoy. Se han ido. Sigo vivo.

Tengo que terminar en seguida. Esta noche huiré a las montañas, el pueblo ya no es seguro. Dejaré estas páginas ocultas en el sótano, y escaparé con lo imprescindible.
No puedo perder más tiempo.

La OMS había previsto que una pandemia como la que se esperaba de la Gripe A mataría a ciento ochenta millones de personas en todo el mundo. El mercurio de la vacuna mató veinte veces más.
Los sistemas sanitarios se colapsaron, la fabricación de alimentos, medicinas, de todo lo necesario para que el mundo siguiese su curso normal... todo ello, simplemente terminó.

Huí de Madrid pocas horas después de que nuestra investigación se distribuyera a todas las agencias de noticias que aún trabajaban en el planeta, publicándose también en Internet.
No sabíamos hasta qué punto la red era controlada por quienes habían desatado el caos en el planeta, pero teníamos que pensar que no había tiempo para nosotros.
Salir de Madrid, con tan sólo unas latas de conservas en una mochila y mucho miedo, fue más sencillo de lo que creía. Pero también fue la experiencia más deprimente de mi vida.

Las calles estaban plagadas de coches mal aparcados, muchos con los cristales rotos o las puertas forzadas. El atasco era mayor cuanto más lejos del centro me llevaban mis pasos. Patrullas del ejército recorrían toda la ciudad, cargando en camiones descubiertos los cuerpos de los muertos.
Algunas casas ardían, reducidas a escombros, brasas gigantescas que escupían su humo dulzón, fragrante de carne humana abrasada, a un cielo cada vez más gris.

Toda la ciudad olía a muertos enterrados, a descomposición, a seres humanos fallecidos solos y olvidados en sus casas, en sótanos, en garajes, muertos de nadie que nadie había recogido ni retirado.
Supongo que murió más gente por las infecciones y los disturbios que por la vacuna asesina. No sé si estaba previsto así, o si a nuestros verdugos se les escapó el control de la situación.
En todo caso, esto es lo que ocurrió.


 El mayor inversor a nivel mundial en laboratorios de investigación clínica, es decir la iglesia católica, había decidido mezclar ciencia y creencia a un nivel hasta entonces desconocido, sólo soñado por los locos.
Durante años, investigaron y probaron, testeando en sus modernos laboratorios alquímicos hasta conseguir una vacuna capaz de matar, de envenenar por la acción del mercurio a quienes se la inoculaban.
Cuando la consiguieron, probando con conejillos de indias humanos en sus misiones del tercer mundo, donde la gente moría sin salir en ningún noticiario, sólo tuvieron que poner en marcha su inmensa maquina publicitaria, creando la psicosis de la pandemia.
Y después, el llamamiento del Papa a la fe, a recurrir a Dios como remedio para el mal, confiando en Él y no en la medicina.
Quienes no escucharon ese llamamiento, quienes a ojos de la iglesia no tuvieron fe, fueron castigados. Castigados con una vacuna que en realidad mataba. Fabricada y distribuida a nivel mundial por ellos. Controlada por ellos. Diseñada por ellos.
Millones de personas nos vacunamos, los países desarrollados en primer lugar, y millones cayeron enfermos. Murieron, castigados por la falta de fe, por no haber obedecido el mandamiento papal.

Algunos sobrevivimos a la vacuna, quién sabe por qué. Los Depuradores, grupos armados de fanáticos religiosos, más letales que cualquier integrista con un cinturón de bombas, recorren el planeta buscando a esos supervivientes, a quienes ahora se niegan a apoyar y reconocer al único gobierno coherente que permanece, poderoso e incólume, protegido por miles de hombres armados, en las antiguas salas del Vaticano.
Somos proscritos en nuestro propio planeta, mientras el mundo se desangra en una guerra en la que cada hombre es un ejército.
Muchos viven escondidos, como yo. Otros se organizan en bandas armadas, viviendo del caos, paseando como señores de ciudades vacías y alimentándose de lo que roban o cultivan en solares abandonados.
Otros tratan de reorganizarse, de volver a la civilización que conocíamos. Pero el control es de los Depuradores, una horda alimentada por ejércitos inagotables, hombres y mujeres provenientes de los países tercermundistas, donde no se distribuyeron las vacunas.

Son los mismos que, por su fe, hicieron caso a los distintos pontífices y se negaron a usar preservativos durante décadas, prefiriendo morir de Sida que desobedecer lo que su fe les indicaba, o tal vez muriendo por simple ignorancia.
La diferencia no es importante, supongo.
Sólo importa lo que ocurrió, y sus consecuencias. Sólo importa que el mundo ha muerto, reducida su población en un sesenta por ciento. El planeta es grande, aunque no sé si tan grande para enterrar a todos los muertos.
El pontífice de Roma ha proclamado el reino de Dios en la Tierra, y el Infierno posterior para quienes lo desobedezcan.


Yo no veo la diferencia.

sábado, 23 de abril de 2016

MAÑANA FUE NUNCA






A todos, bien sea por nuestros mecanismos mentales, o bien por la abundancia de referencias televisivas y literarias al respecto, nos ha dado a veces por pensar cómo puede ser el fin del mundo. Algunos, tal vez por echarle horas a esto de escribir historias, nos preguntamos cómo será el día siguiente al apocalipsis. Y el siguiente, y el otro. Esta semana os ofrezco una visión al respecto. La semana que viene, el final del relato. 
Y mientras, os recuerdo que hasta el día 27 de este mes podéis descargar gratis mi novela TIEMPO EN RUINAS, usando el enlace tras la historia o buscándola en Amazon. Ya sabéis que todo comentario será bien recibido. Os dejo ahora, pacientes lectores, con la historia. 



MAÑANA FUE NUNCA

Nadie, ni entre los supervivientes ni entre los millones de muertos, llegó a imaginar lo que iba a ocurrir. Y a día de hoy, pienso que los afortunados fueron ellos, los que murieron en la ignorancia. Para nosotros no queda ni el consuelo de morir en paz, en una cama de hospital, rodeados de familiares y amigos.
Antes del cambio, yo era un tipo bastante normal, con un trabajo agradable y lucrativo como reportero para una conocida agencia de noticias. Mi mujer, Carolina, poseía los más maravillosos ojos verdes que haya visto jamás, un inagotable sentido del humor y la capacidad de hacerme ver el mundo como un lugar sencillo y tranquilo, en el que merecía la pena sonreír. Demonios, cómo la echo de menos.

viernes, 15 de abril de 2016

EL SUAVE SUSURRO DE TU MORTAJA

EL SUAVE SUSURRO DE TU MORTAJA


Tal vez penséis que trabajar de guarda de seguridad es un buen negocio. La gente lo piensa, ya sabes. Estás tranquilamente sentado en tu garita, dando una vuelta de vez en cuando por la fábrica, el museo o la nave que te haya tocado en suerte, y a poner el cazo. A cobrar.
Bueno, yo también lo creí en un momento dado de mi vida. Por eso me metí a segurata.
Por eso y por lo de llevar pistola, algo que siempre gusta, ¿no?
Pero probad a ser guardas en mi último destino. Probad suerte.

viernes, 8 de abril de 2016

El caso del testamento del Conde Duque

¿Recuerdas, paciente lector, qué andabas haciendo allá por 1998? Yo, por lo visto, escribía. Mal, pero escribía. 
Rebuscando en mis viejos archivos he encontrado este relato, que es uno de mis primeros intentos de meterme en eso de la novela policíaca. Jugaba entonces con un personaje, el inspector Ramiro R. Ramirez, que tenía su toque de surrealista. Las narraciones corrían a cargo de su ayudante, un joven policía recién llegado al cuerpo. El elenco lo completaban Lorenzo Val, inspector y comunista de salón, y Amancio Damas, al que llamaban Amandamas, porque para eso era el jefe. También había por medio un simpático forense que, en este relato concreto, no aparece. Como verás es un relato muy rápido e ingenuo, no diré que peor que los actuales porque tampoco son demasiado buenos, pero como muestra de lo que hay en mis viejos archivos, creo que resulta simpático. Y que algo habré aprendido por el camino. Verás que está algo descolocado con unos guiones raros, pero no he querido corregirlo porque, bueno, no sería auténtico. Espero que te guste un  poquito.  

sábado, 2 de abril de 2016

Unos relatos del Enano Muf

Ahora que hemos terminado con A CORAZÓN ABIERTO es hora de retomar otras tareas. En primer lugar, charlemos un poco sobre el origen de las historias. Este último caso de Silencio, que podríamos calificar de novela corta, nace de un cuento que escribí hace ya varios años, gracias a una leyenda local que me contó una amiga, y que podéis ver en el blog de la Lunática en una versión de lujo.

martes, 29 de diciembre de 2015

REGALO DE NAVIDAD

Hola de nuevo, paciente lector. 
Hoy vamos a colgar un relato de Jonathan Silencio, pero no un capítulo nuevo de la historia que tenemos en marcha, ni siquiera escrito por mi. 
Se trata de un relato que me ha regalado mi buena amiga Lorena, autora del blog http://lalunaticadetuvida.blogspot.com.es/ y en él nos muestra su particular visión de Silencio. Sobra decir que me encanta cuando los amigos y lectores dan su opinión y crean estas joyas aprovechando el entorno que cada semana trato de compartir con vosotros, y que es un orgullo colgar en el Tatuaje esta colaboración de Lorena. Espero que os guste tanto como a mí.
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