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sábado, 2 de abril de 2016

Unos relatos del Enano Muf

Ahora que hemos terminado con A CORAZÓN ABIERTO es hora de retomar otras tareas. En primer lugar, charlemos un poco sobre el origen de las historias. Este último caso de Silencio, que podríamos calificar de novela corta, nace de un cuento que escribí hace ya varios años, gracias a una leyenda local que me contó una amiga, y que podéis ver en el blog de la Lunática en una versión de lujo.

Lo que fue una conversación con una amiga, que me regaló la primera versión de la leyenda, ha crecido a su ritmo y con su tiempo, dando como resultado el cuento, la narración de la Lunática y el caso de Silencio, que algún día formará parte (corregido y mejorado) de una nueva novela. Inesperado, como todas las maravillas que me van ocurriendo ultimamente en lo literario. 

Por otras interacciones con blogueros, escritores y lectores he pensado que no sería mala cosa retomar lo de los relatos cortos, mostraros algunos trabajos en ese campo, y aprovecharlo también para mostraros nuevos caminos y orígenes de personajes del mundo de la Ciudad Oculta y otros anteriores. Hoy quiero mostraros dos relatos de uno de mis viejos personajes, al que guardo especial cariño, material escrito en 2006. Además de los cuentos, protagoniza algunas de mis primeras novelas, y viene de las partidas de rol que jugaba con mis amigos en aquella casi lejana juventud. Si ellos me leen, entenderán ese cariño. Después de todo, aquellos juegos nos hicieron dioses. 


PRIMERA SANGRE

El joven enano estaba cada vez más seguro; se había perdido. Caminaba por el bosque, en las laderas agrestes del Clavo, buscando lo que los umdhui llamaban “la percha”. Se trataba de un largo cable sujeto en ambos extremos por postes de acero, que salvaba una distancia de cien metros y un fuerte desnivel de casi ciento cincuenta.
Los enanos, cuando cazaban osos, muflones o yerais en la montaña, tenían por costumbre enviar la carne y las pieles en paquetes etiquetados con el nombre del cazador lanzándolos por la percha. Abajo, en un refugio de caza, Gem el Tuerto los recogía, pesaba y entregaba a los mercaderes, cobrando según las tarifas fijadas por los inspectores reales y entregando después su parte a los cazadores, que sólo descendían de la montaña al final de la campaña.
Aquella era la primera expedición de caza para Muf, que contaba diecisiete años. Su padre y el resto de la cuadrilla le habían cargado con una mochila repleta de pieles de yerai, el castor blanco, y el joven caminaba encorvado por el peso, cada vez más angustiado al ver que la noche caía, y que tal vez tendría que sobrevivir hasta el amanecer armado tan solo con un cuchillo de caza, en una montaña llena de lobos, qimeros y quién sabe qué otras amenazas.
Sin embargo fue la luna de zafiro la que le salvó, iluminando los altos postes de metal de la percha. Muf respiró aliviado al ver el destello entre los robles, y se dirigió tan directamente como pudo hacia allí. A punto estaba de echar a correr cuando oyó el crujido.
Temiendo la presencia de algún depredador, el enano se agazapó tras un tronco, llevando la mano a la empuñadura del cuchillo, pero sin desenvainarlo para que ni su brillo ni su sonido delatasen la posición que ocupaba. Aguzó los oídos, y pronto el crujido se repitió. Muf rodeó el árbol, desembarazándose sigilosamente de la mochila, y observó.
Al otro lado, avanzando entre los troncos, cuatro enanos de extraño aspecto portaban un saco. Los enanos vestían ropa de algodón teñida de negro, y sus rostros estaban embozados y cubiertos por capuchas. De los cinturones pendían cortos machetes curvos, un arma que no gustaba a los umdhui de las montañas. “¿Qué está pasando aquí?”, se preguntó Muf, seguro de que aquellos no eran cazadores. Lo que más le extrañó fue su calzado. En lugar de las pesadas botas de piel, aptas para caminar durante mucho tiempo y soportar el frío, llevaban ligeras botas de gamuza, untadas en grasa. Aquél era el calzado típico de los marineros. ¿Y qué hacía un grupo de marineros en lo alto de la montaña?
Los extraños enanos se detuvieron, al parecer para que el que llevaba el saco se lo pasase a un compañero. Ninguno hablaba, ni llevaban antorchas o lámparas para iluminar el camino. En ese momento, Muf captó un movimiento en el interior del saco, como si llevasen un animal vivo.
-Cuidado –dijo uno de los enanos-, creo que está despertando.
-Será incómodo llevarla si está despierta, pero no temáis. La mordaza y las ligaduras son fuertes.
Aquello resultaba cada vez más sospechoso, y el joven Muf echó de menos la compañía de su padre o alguno de sus amigos. Sin embargo, decidió seguir al grupo, más llevado por la imprudencia que por el valor. Tal vez poseía ya la osadía que en tantos problemas habría de implicarle en el futuro.
Durante media hora, el grupo avanzó, siempre pendiente abajo. Sin embargo, no había seguridad en sus pasos, y cada poco tiempo tenían que detenerse para orientarse por las estrellas, lo que demostraba que no eran hombres de la montaña.
-Descansemos un poco, hermanos –dijo uno de ellos-. Estoy agotado.
El resto se mostró de acuerdo. Depositaron el saco en el suelo, y un nuevo movimiento indicó que la presa acusaba su falta de delicadeza.
-Prudencia, hermano –dijo el que parecía mandar el grupo-, si el Shaba ve demasiados cardenales en la presa, te hará azotar.
-Imploro tu perdón, contramaestre, el saco ha resbalado.
Muf abrió unos ojos como platos. La curiosa forma de hablar de los enanos y el título de contramaestre habían sido reveladores. Sí, eran marinos. Pero el “shaba”, sin lugar a dudas, era el título que los señores piratas de las Islas Yeshde se daban a sí mismos. Los enanos que tenía delante eran, por tanto, piratas. Muf sabía que aquellas alimañas solían abordar barcos y atacar ciudades costeras, e incluso enviaban hombres al interior para secuestrar a personas importantes y lograr así suculentos rescates. Pero, ¿quién podría interesarles en medio de la montaña? ¿Y quién valía tanto como para arriesgarse así? Estaban a kilómetros del puerto más cercano…

Galen y el resto de la cuadrilla de caza empezaban a inquietarse por la suerte de Muf. El cazador paseaba nervioso en torno a la hoguera, temiendo que su inteligente pero despistado hijo se hubiese extraviado. Cuando oyeron el ruido entre los arbustos, al borde del claro, todos pensaron que Muf había regresado por fin. Sin embargo, una recia voz les sorprendió a todos.
-¡En nombre del rey, alzad las manos!
-¿Quién vive? –gritó Galen por respuesta, desenvainando su cuchillo.
-Justicia del rey –respondió la voz.
Los cazadores se miraron entre sí, más sorprendidos que asustados. Nada debían temer de los soldados del rey Grenort, si realmente eran ellos. Así pues, se levantaron de sus lechos de hojas y mostraron las manos en alto, pero sin alejarlas mucho de las armas. No sería la primera vez que los bandidos atacaban a los tramperos para robar su botín.
-Muéstrate, entonces –gritó Galen.
Diez hombres, vistiendo la librea azul de las tropas reales, entraron en el círculo de luz.
-Soy Kanalem, teniente de la tropa del rey.
-Galen, cazador y herrero. ¿Qué puedo hacer por ti?
-Tengo intención de registrar tu campamento, cazador. Buscamos algo muy valioso que el rey echa en falta. Ruega al buen Tonf porque no lo encuentre aquí.
Galen enarcó las cejas, molesto por la insolencia del oficial. Sin embargo, aquél enano parecía nervioso y tenso, y además él no tenía nada que ocultar, así que se forzó a reaccionar con calma.
-Todo lo mío es del rey, oficial.
El teniente asintió, en principio satisfecho. Los soldados registraron con prontitud el campamento y sus alrededores, mientras dos de ellos vigilaban a los seis enanos que componían el grupo de caza.
-Ni rastro, mi teniente –informó minutos después uno de los guerreros.
-Está bien, cazadores –dijo Kanalem -, disculpadnos y que la caza os sea propicia.
Cuando se disponían a marcharse, Galen se interpuso.
-Esperad un momento, soldados –dijo-. No sé qué misión tenéis, pero si hay algo que podamos hacer para ayudaros, contad con ello.
El resto del grupo asintió.
-¿Arriesgarás tu vida sin saber por qué, cazador?
-Arriesgaré mi vida por mi rey, ahora y mil veces que me lo pida. Además, hace unas horas envié a mi hijo a la Percha con unas pieles, y si hay algún peligro en el bosque, quiero saberlo, pues por él arriesgaría mi alma.
El teniente pareció debatirse entre el silencio y la confianza, y finalmente se decidió.
-Está bien, Galen –dijo-. La princesa Briada provir Grenort ha sido raptada esta noche, y sus captores huyen ahora por la montaña.

Probablemente Muf se habría quedado de piedra si hubiese escuchado al teniente, pues a su edad ya sabía que, para los hombres humildes, mezclarse en los asuntos de los grandes no es sino fuente de problemas. Sin embargo, no sabía dónde se estaba metiendo. Así que siguió a los piratas durante un buen rato, y escuchando su conversación dedujo que llevaban secuestrada una joven, destinada al harén de su señor, el shaba.
“No pienso consentirlo”, se dijo el joven. “Además, si mi padre se entera de que he visto esto y no hago nada, me despreciará toda su vida”. Y es que Muf estaba aún en esa edad en que el padre es la figura suprema, un héroe por encima de reyes y leyendas, un ídolo que no puede ser vencido por su propia cotidianeidad y al que imaginamos siempre dispuesto a todo. Así que el joven umdhu trató de pensar en lo que haría Galen en su situación, añorando la tranquila sonrisa y la determinación del padre en aquél instante. Cuando los piratas hicieron alto de nuevo, ya varios kilómetros por debajo de la Percha y del campamento de cazadores, Muf decidió actuar.
Mientras ellos examinaban las estrellas para confirmar el rumbo y el que portaba el bulto (es decir, a la princesa), lo depositaba en el suelo, Muf subió a la copa de un árbol joven y calculó la distancia hasta el siguiente, justo encima de los piratas. Satisfecho, el osado enano optó por la táctica directa. Saltó a la rama cercana y se dejó caer sobre el enemigo, gritando como un loco y enseñando los dientes mientras atacaba con su cuchillo.
Los piratas, sorprendidos y asustados, retrocedieron unos pasos, y Muf aprovechó el momento para coger el bulto del suelo, echárselo sobre los hombros y lanzarse a una loca carrera bosque adentro.
Desde luego, ni Galen ni cualquier enano con dos dedos de frente habría actuado así, pero Muf era joven e inexperto.
Los piratas tardaron unos segundos en reaccionar, y comenzaron la persecución. Uno de ellos había sufrido un corte superficial en la pierna, que Muf causó más por suerte que por destreza. El resto, aunque cansados, estaban en mejores condiciones físicas que el joven.
Sin embargo, Muf pudo mantener cierta ventaja gracias a su conocimiento del terreno. Había vivido y crecido en la montaña, y sus ojillos de halcón distinguían y esquivaban cada rama, cada piedra y cada raíz antes de que su cerebro fuese consciente de haberlas visto. Tropezando y maldiciendo, los piratas trataban de alcanzarle.

Soldados y cazadores se unieron en la búsqueda de la joven princesa. Según explicó el teniente Kanalem al padre de Muf, la familia real se había trasladado a su refugio de caza en secreto, intentando descansar de las responsabilidades del trono. Era evidente que alguien, un miembro de la corte, estaba confabulado con los piratas, y había facilitado el secuestro.
-Sin duda –dijo el teniente-, para pedir un rescate cuantioso.
-No soy quien para llevarte la contraria, teniente –dijo Galen mientras observaba una rama rota e indicaba el rumbo al resto-, pero no creo que esa sea su intención.
-¿Ah, no? ¿Y qué piensas tú que van a hacer?
-Pues, si yo fuera un shaba ambicioso, me casaría con la princesa.
El teniente palideció durante un segundo. Según la ley umdhui, si una muchacha contraía matrimonio siendo virgen, no tenía posibilidad de divorciarse. Muchos enanos conservaban un anticuado punto de vista, y pensaban que la mujer y el hombre debían llegar vírgenes al matrimonio, y que después el divorcio sólo era legal en casos extremos. De hecho, no pocas jóvenes se habían visto forzadas a casarse con sus secuestradores, y no pocas habían fingido ser secuestradas por el hombre que amaban, para desposarse con él a despecho de sus familias, si éstas se oponían a la relación. Según la teoría de Galen, si el shaba se casaba con la princesa virgen sería muy difícil que ella encontrase un nuevo marido después, y tal vez el rey se viese obligado a aceptar ese matrimonio impuesto antes que dejar a su hija en la vergüenza. Era un plan audaz, casi loco, y más cuando el joven rey Grenort trataba de cambiar y modernizar leyes como esta. Pero podría salir bien, puesto que Grenort sería muy criticado si modificaba una ley justo cuando eso beneficiaba a su familia. No eran pocos los intrigantes que aprovecharían para enfrentarse a Grenort con excusas más baladíes, ya que el trono de los enanos, al que había subido recientemente, era ambicionado por varios jefes de clan y príncipes menores.
-¡Adelante, soldados! –rugió- ¡Debemos encontrar a Briada!


Muf había equivocado de nuevo el camino. No corría hacia sus compañeros de campamento, que ya estaban buscando a la princesa junto a los soldados. Había perdido toda referencia con ellos, y sólo se le ocurrió dirigirse a la Percha, el único vinculo geográfico que tenía. Azuzado por el sentido del deber y por el miedo, el joven cobraba ventaja a sus perseguidores, pero no sería suficiente. Cuesta arriba, el peso de la muchacha pronto sería excesivo. Y tampoco tenía tiempo de bajar a la joven de sus hombros y liberarla. Desesperado, siguió adelante y arriba. A veces, al girar la cabeza, podía ver a sus perseguidores, sombras oscuras entre las ramas, reflejos de la luna azul sobre el acero.
Cuando pensaba ya que sus pulmones estallarían y que sus piernas se quebrarían como ramas jóvenes, el muchacho vio la Percha. Llevado por su instinto valiente y suicida, giró hacia donde había visto al grupo por primera vez y llegó al lugar donde había dejado su bulto de pieles. Sin ningún miramiento, arrojó la carga humana que portaba y recogió las pieles.
-No sé quién eres ni qué quieren de ti-jadeó, tratando de susurrar-, pero si quieres vivir es mejor que no te muevas ni hagas ruido.
Inmediatamente, sin esperar a ver si su consejo era escuchado, Muf se echó las pieles al hombro y siguió corriendo,  gritando para pedir ayuda y para atraer sobre él la atención de sus perseguidores.

En las sombras de la noche, los piratas no distinguieron el bulto que su presa llevaba a la espalda. Pensaban que el enano, aparecido quién sabía de donde, llevaba aún a la princesa. Y sabían que su jefe no perdonaría que la perdieran.
Continuaron la persecución, animados al ver que se recortaban las distancias y que el perseguido se dirigía recto al borde del acantilado. Entonces, capturando la luz de la luna, la Percha brilló.

Muf no detuvo su loca carrera en ningún momento. Sabía que los piratas eran superiores en número, mejor armados y mejores luchadores. Sabía que no perdonarían su intromisión ni su engaño, y que no tenía posibilidades contra ellos. Y sabía que en la Percha existía una posibilidad de salvarse. Corrió y corrió, colocándose las correas del fardo como una mochila, sin detenerse a pensar en la locura que estaba cometiendo. Y al llegar al borde del barranco, simplemente saltó.

La Percha es un largo cable metálico, de acero trenzado. El soporte está pensado para aguantar mucho peso, y desciende por la fuerza de la gravedad hasta los puestos de cazadores cuando se cuelga un peso suficiente. Para evitar que los cazadores se queden sin percha de la que colgar su captura, el cable pasa por una polea doble sujeta en lo alto del poste. En el cable de vuelta hay otro soporte, también sujeto al cable. Al colgarse peso de uno de ellos, el otro sube impulsado por el descenso del primero, y se cruzan a medio camino. Cuando el cargado llega abajo, el que está libre llega arriba, y el proceso puede repetirse indefinidamente. En eso se basaba la esperanza de Muf.
Se agarró con fuerza al cable, y su peso le llevó a un descenso de locura a toda velocidad mientras el grupo de piratas llegaba al borde del barranco y le miraba, impotente e incrédulo. A mitad de recorrido, la segunda percha se cruzó con Muf y éste, en un esfuerzo supremo, estiró su mano y consiguió agarrar el segundo soporte. Si no lo hubiese logrado, habría bajado a más de cien kilómetros por hora y se habría matado al llegar al suelo. Sin embargo, y aunque la sacudida estuvo a punto de arrancarle el brazo, logró aguantar y mantener sujetos ambos soportes. Después, muy despacio, colgando a más de ciento cincuenta metros de altura, Muf empezó a quitarse la mochila y a sujetarla en el soporte de bajada.

Puede parecer muy valiente por su parte lo que hizo, y desde luego lo fue. Sin embargo, también es cierto que el enano lloró de puro pánico mientras se debatía, sacudido por el frío viento de la montaña, tratando de engancharse con las piernas al soporte de subida. Sus manos temblaban y los dientes le castañeteaban con tal fuerza que se habría amputado la lengua de habérsela pillado. Bajo él sólo había oscuridad y vacío, la promesa de una muerte cierta por ayudar a una desconocida. Pero era algo justo, y Muf tenía que hacerlo.

Los cuatro piratas no sabían muy bien qué hacer. La ventaja de tiempo que pudieran tener se esfumaba rápidamente, y aquél loco tenía a la princesa colgando sobre el abismo.
-Debemos bajar –dijo uno de ellos.
-Tú estás loco. Nos mataremos.
El que había hablado primero se encaró con su compañero.
-¿Y crees que será mejor volver junto al shaba sin la presa? ¿O esperar aquí a los soldados del rey?
-El grupo de apoyo llegará pronto-dijo el otro- y nos ayudarán.
-Si el grupo de apoyo nos encuentra, que lo dudo tras nuestro cambio de ruta, es posible que nos maten ellos mismos, por incompetentes. Las órdenes son llevar a la princesa virgen hasta el punto de encuentro, y el último que desobedeció al shaba es ahora comida para cuervos…
Sin decir palabra, los asustados piratas improvisaron un soporte con correas y cuerdas, formando nudos corredizos alrededor del cable. Dos de ellos descendieron por el cable que había usado Muf, y otro lo hizo por el que traía el soporte de vuelta. El cuarto, el jefe del grupo, se quedó arriba “por si acaso”, aunque sus compañeros protestaron enérgicamente.
Abajo, con lágrimas de miedo brotando de sus ojos pardos, Muf esperaba. Unos sesenta metros le separaban del borde del barranco, y casi igual distancia del suelo en el lejano puesto de cazadores. Aunque Gem el Tuerto mantenía un montón de paja y tierra listo para amortiguar la llegada de las mercancías, Muf dudaba que fuese suficiente para salvarle si caía.
Los piratas habían recorrido ya la mitad de la distancia que les separaba, y Muf no podía esperar más para saber si su maniobra resultaba. No era sólo el miedo y el cansancio, sino también el ansia de saberse más listo que el enemigo, la excitación loca y salvaje del guerrero en su elemento, la locura de la lucha. Con las piernas fuertemente entrelazadas en el soporte de subida y el pesado bulto de pieles atado al de bajada, Muf soltó las manos.
El peso de las pieles era mayor que el de Muf, y a esto se unían los dos piratas sujetos al cable. Así que el enano y el tercer pirata, que descendía por su lado del hilo de acero, se vieron inmediatamente impulsados hacia arriba a toda velocidad. Los piratas que bajaban, sobrecogidos, no pudieron evitar la caída, y descendieron a la misma velocidad. Su compañero, que ascendía, se golpeó de espaldas contra el soporte de la Percha y se soltó, conmocionado por el impacto. Cayó al borde del barranco, rebotó como un pelele y se precipitó hacia abajo, a la negrura sin fondo visible, gritando desesperado.
Muf estaba listo para la llegada a la cima. Antes de golpear contra el soporte y seguir el destino de su enemigo, el joven se soltó y rodó al tocar tierra, empujado por la inercia, y se llevó un buen golpe en las costillas y la cabeza.
El viento ahogaba los gritos de los piratas, y éstos callaron definitivamente cuando golpearon contra el muro de tierra y paja del Tuerto.

El último pirata no daba crédito a lo ocurrido. Cuando Muf, con la imberbe cara arrasada en lágrimas, se puso en pie y buscó su cuchillo, el enano no esperó más. Se giró, dispuesto a huir, y se encontró de frente con una joven de ojos verdes, pelo oscuro y mirada furiosa. La princesa Briada, que había escapado por fin de su sarcófago de pieles, empujó con fuerza al pirata.
Este, desconcertado y desequilibrado, habría caído por el barranco de no sujetarle Muf.
-Creo que tendrás que dar muchas explicaciones, amigo –dijo el joven enano.
En ese momento se oyó el ruido seco de unas ramas quebrándose, delatando el paso apresurado del grupo de apoyo de los piratas. El prisionero, con una sonrisa salvaje, se deshizo de la presa de Muf.
-Tú le darás explicaciones a Tonf esta noche, osado niñato.
Muf vio aparecer al primero de los nuevos enemigos, y no se entretuvo en contarles. Dio un torpe puñetazo al pirata, para evitar que pudiese retenerle, y corrió hacia Briada, tomándola de la mano y lanzándose en una loca carrera hacia la protección del bosque.
-¿Dónde me llevas? –gritó la princesa.
-No tengo la menor idea –respondió Muf, jadeando.
Los piratas perdieron unos segundos en hacerse cargo de la situación, y partieron enseguida tras los jóvenes. Eran siete, frescos y bien armados. Y Muf estaba agotado y sólo tenía un cuchillo.

Galen había perdido al resto del grupo. Su instinto y sus conocimientos de rastreo le llevaban por una pista clara, que le condujo sin dudas hacia la Percha. No se entretuvo en saber lo que había ocurrido allí, sino que encontró pronto el rastro de su hijo.
-Lleva con él a la chica…de momento –dijo.
Y corrió tras ellos, con una flecha dispuesta en la cuerda de su arco.

La montaña parecía un canoso gigante, descansando tras una vida de lucha, y aquellas nieves de su cumbre alimentaban multitud de riachuelos casi helados y poco profundos. Muf cruzó varios de ellos, siempre arrastrando a Briada, siguiendo su cauce unos metros arriba o abajo y saliendo después por la otra orilla, siempre por la zona de más densa vegetación.
Los piratas, poco acostumbrados a aquel ambiente, cayeron en la trampa. Perdieron el rastro del joven, y tuvieron que dedicarse a buscar ramas rotas o huellas en las orillas, lo que dio a los fugitivos una buena ventaja.
Sin embargo, la suerte no quiso ayudar al enano. Casi tan desorientado como sus perseguidores, aturdido por el golpe y la Percha, Muf corrió hasta introducirse en un estrecho cañón, tan cubierto de arbustos y matorral que no supo dónde estaba hasta que casi chocó de frente con la pared.
-¿Dónde me has traido? –preguntó Briada, jadeando.
-A un callejón sin salida –respondió Muf con la vista clavada en lo alto de la pared de piedra.
Y cayó de rodillas, desesperado y agotado.

Los marineros consiguieron encontrar el rastro, pero habían perdido más de media hora sobre su objetivo. Les azuzaba el miedo al shaba, pues conocían muy bien a su señor y sabían que no perdonaría un error en aquella misión. Así que sonrieron como lobos cuando se dieron cuenta de que el camino de Muf se introducía en el cerrado cañón. Las luces del amanecer dibujaban ya el alto perfil de la pared, coronada de árboles que parecían los dientes rotos de alguna mítica criatura. Desenvainando las armas, los piratas se abrieron en abanico y se dispusieron a matar al audaz enano y recuperar a su rehén.
Sin embargo, lo que encontraron en el fondo del desfiladero fue distinto de lo que esperaban. Tumbada en el suelo, Briada dormía tranquila. Ante ellos, de pie, con el cuchillo en la mano, una tira de tela vendando su antebrazo y una fiera resolución pintada en el rostro juvenil, Muf esperaba para enfrentarles. La princesa, sucia de hojas y tierra, tenía la falda manchada de sangre seca y sus piernas estiradas mostraban también hilillos coagulados allí donde la falda no la cubría. Los piratas se detuvieron, conmocionados.
-Podéis matarme y llevárosla, escorias –dijo Muf, decidido- pero lo que deseáis de ella ya me lo he llevado yo…
Los piratas intercambiaron miradas aterradas.
-¿Quieres decir…-dijo uno de ellos- que tú y la princesa…?
Muf asintió con la cabeza.
-¿Y que ella ya no es virgen…?
Muf denegó con la cabeza.
-¿Entonces, vosotros…?
Muf asintió de nuevo, señalando la sangre que manchaba las piernas de la princesa. Briada despertó en ese momento, y se levantó asustada, refugiándose tras la espalda de Muf. Éste la abrazó con la mano libre, interponiéndose entre los piratas y ella. La intimidad de aquellos gestos convenció a los marineros del fracaso de su misión. Aturdidos por el inesperado giro de los acontecimientos, los piratas no sabían qué partido tomar.
-Yo digo que les matemos de todas maneras-opinó uno.
-Volvamos al barco antes de que acaben con nosotros los guardias del rey –dijo otro.
-Matemos al chico y huyamos –opinó un tercero.
En ese momento, un cuerno de caza sonó sobre ellos. Galen había llegado, rodeando el desfiladero y trepando por su cornisa, hasta situarse enfrente y encima de los fugitivos. Oculto por los matorrales, disparó dos rápidas flechas contra los piratas, y corrió después por la cornisa, cambiando de posición y disparando de nuevo. El cuerno volvió a romper el viento con su nota orgullosa y desafiante.
-¡Nos atacan desde la cornisa!-gritó uno de los piratas- ¡Huyamos!
Otra flecha voló, atravesando la pierna del pirata que dirigía el grupo. El resto, aterrorizados, creyendo que un grupo de arqueros les rodeaba, miraron indecisos alrededor. Entonces, el cuerno de los soldados del rey respondió al de Galen, y los piratas huyeron a través del bosque antes de verse completamente rodeados.


-Así que la princesa y yo estuvimos hablando, sabiendo que ya no podíamos huir más –explicó Muf a los rescatadores-. Suponíamos que el shaba quería casarse con ella, aprovechando esa estúpida ley, y decidimos que sólo había una solución.
Todos los adultos se miraban entre sí, pasmados. Si realmente aquel joven había yacido con Briada, lo más probable era que Grenort le despellejase vivo o le convirtiera en príncipe, y nada se habría solucionado.
-Muf se hizo un corte en el antebrazo con su cuchillo de caza –siguió Briada la de los verdes ojos –y me manchó con su sangre, para dar a entender que era mi primera sangre… luego, cuando los piratas llegaron, creyeron que yo… bueno, que él…, bueno, que ya no tenía sentido secuestrarme. Y en eso estaban al llegar vosotros.
El teniente y Galen respiraron aliviados. Así pues, todo había sido una treta del ingenioso joven, y la virtud de Briada estaba a salvo. Sin poder evitarlo, se echaron a reír en medio del bosque.
-Bien puede decirse, joven Muf –dijo su padre-, que ésta sí ha sido tu primera sangre.

Así cuentan las crónicas que se conocieron Briada la de los ojos esmeralda y Muf Leddalsord, y así comenzó su romance. El resto, leyenda o historia, merece un relato aparte y debe ser contado en otra ocasión. Pronto, tal vez.

No se supo más de los piratas huidos, excepto un cadáver encontrado por los cazadores dos días después, con el cuello roto por una mala caída, y semidevorado por los carroñeros del bosque. El shaba, sin duda, recibió las noticias de sus hombres, pues no reintentó el secuestro de Briada. Aunque sí muchas otras cosas contra el imperio de Grenort.

El muro de Gem el Tuerto quedó destrozado por el tremendo impacto de los piratas, y se tardó varios días en limpiar de sangre y sesos el soporte de la Percha. Gem, a quien no le interesaban cuentos sobre princesas secuestradas y héroes de tres al cuarto, presentó una demanda formal contra los cazadores por daños y perjuicios, y el primer sueldo de Muf como cazador se gastó en pagar las pérdidas para evitar que Gem les llevase a los tribunales, lo que provocó las vehementes protestas del joven, que aseguró que jamás volvería a ayudar a damas en apuros.
Galen no pudo evitar reírse y, tras hacer efectivo el pago, se alejó de allí dando a su hijo uno de sus escasos y entrañables abrazos, y Muf se sintió el rey del mundo.

SANGRE FRESCA (continuación de PRIMERA SANGRE)

Briada la de los verdes ojos respiró hondo, saboreando con fruición el fresco aire de la montaña. La temporada de caza había llegado de nuevo, y de nuevo su padre, Grenort, emperador de todos los enanos, había decidido pasar unos días de vacaciones en la Montaña de los Cazadores, alejado del bullicio de la corte y sus intrigas. Hasta ese momento, las visitas de la familia real a la montaña se habían mantenido en un estricto secreto, tratando de velar por su seguridad. Pero el año anterior, cierto reyezuelo pirata había enviado a un grupo de secuestradores con la intención de incorporar a la princesa a su harén, y sólo la intervención de dos cazadores, Galen y su hijo Muf, evitó la tragedia. Así pues, Grenort decidió mantener sus costumbres, pero esta vez hizo pública la visita, y desplegó una verdadera demostración de fuerza, haciéndose acompañar por cincuenta soldados de elite y anunciando a bombo y platillo su viaje. Sin embargo, la mayor fuerza del señor de los umdhui no estaba en aquellos soldados, sino en cuatro modestos camareros, miembros habituales de su séquito.
Los cuatro eran Sombras de Piedra, una unidad del ejército umdhui tan secreta y poderosa que ni el mismo emperador conocía a sus miembros. Las comunicaciones entre la corona y la unidad de los Sombras se hacían a través de mensajes ocultos, sin que nadie llegase jamás a identificar a los enigmáticos soldados, pero Grenort sabía que estaban allí, y que serían fieles a él hasta más allá de la muerte. Por eso Briada respiraba tranquila mientras su yegua era detenida por uno de los pajes frente al refugio de caza de Gem el Tuerto, lugar habitual de encuentro para los cazadores enanos.
Muf, junto a los otros seis enanos que componían su partida de caza, se levantó respetuosamente al entrar el emperador y su séquito en la posada de Gem. El dueño, ya advertido por los correos reales de la ilustre visita, había hecho los preparativos de la mejor manera posible (lo que equivale a decir que fregó el suelo por primera vez en tres años, y contrató a dos jóvenes de la aldea para que limpiasen las manchas de grasa y tabaco de las paredes), y salió a recibirles con altanera dignidad. Todos los presentes rindieron homenaje a sus señores, aunque las reverencias no fueron demasiado largas ni demasiado pronunciadas. Si hay algo que define a un enano, es su orgullo.
Muf no pudo evitar que sus ojos resbalasen lentamente sobre Briada. Tal vez el amor a primera vista no sea real, y tal vez sí. Pero Muf llevaba un año pensando en ella, esa es la verdad. Galen, su padre, atento como siempre, captó la indiscreta mirada del joven y le propinó un suave pisotón.
-Recoge tus ojos del suelo, chico –le dijo con su voz áspera y firme-, se te van a salir. Muf enrojeció, pero su padre lanzó una de sus escasas sonrisas, y el cielo del joven se iluminó de nuevo. Rieron juntos mientras sus compañeros pedían una nueva ronda de cerveza.
Los cazadores pensaban subir a la montaña el día siguiente. Allí vivirían durante algunas semanas, alimentándose de la carne de los animales cazados, y entregando sus pieles a Gem para que comerciase por ellos. Era una forma dura de vivir, pero era una buena vida. Compañía, amigos, cuentos y tradiciones; la hosca terquedad de la naturaleza, el juego eterno de la vida y la muerte; el hambre, para quienes no lograsen cazar; el miedo a ser las presas de algún depredador más inteligente. La sensación de estar vivo, en definitiva. Muf estaba deseando subir, aunque eso le separaría de la princesa. Sin embargo, la madrugada antes de la partida, ocurrió algo que cambió los planes de todos ellos.
El cadáver fue encontrado por Mesh, uno de los mozos de la taberna. Al anochecer se acercó al almacén de Ahnú, que era el proveedor de aquel pequeño pueblo de las montañas. Traía de la capital vino y cerveza, aceites, ropa y muchas otras cosas, y vendía los productos artesanales y agrícolas. Mesh fue a verle para comprobar si había recibido el envío de cervezas que la taberna necesitaba. La época previa a la caza era buena para vender cerveza. Aunque ningún grupo de cazadores llevaba comida a las montañas, respetando el antiguo principio de “comer sólo lo cazado”, respecto a la cerveza eran más permisivos, y la mayoría de ellos ascendían las laderas portando barriles sobre las anchas espaldas. Cuando Mesh llegó al almacén se encontró con la puerta cerrada, así que rodeó el establecimiento hasta llegar a las puertas de atrás. También estaban cerradas. El joven camarero trepó sobre unas cajas que había en el exterior y se asomó a las sucias ventanas. Dentro, tendido sobre varios sacos, estaba el viejo Ahnú. La sangre empapaba el suelo, y Mesh, espantado, salió corriendo hacia la taberna, gritando a pleno pulmón “Han matado a Ahnú, han matado a Ahnú”.
Los cazadores, el tuerto Gem y un pequeño grupo de guardias corrieron hasta el almacén, mientras la mayoría de los soldados cerraban filas en torno al rey y la princesa. Muf, junto a su padre, llegó de los primeros a la puerta. Los guardias, entorpecidos por el peso de sus armaduras, lanzas y escudos, tropezaban en la nieve y se retrasaron unos metros. Galen trató de abrir la puerta. Al comprobar que estaba cerrada, rodeó el edificio.
-También está cerrada –dijo Ulmar, otro de los cazadores del grupo.
 -Por la entrada de la bodega –decidió Galen.
 Los guardias llegaron, intentando hacerse cargo de la situación. El sargento ordenó a los cazadores que se apartasen, pero la mayoría ni siquiera le escucharon. Levantaron la trampilla que daba paso a la bodega, y varios de ellos se deslizaron por el tobogán que Ahnú había usado siempre para descargar las mercancías. Muf, zafándose con facilidad de los coléricos guardias, se lanzó tras ellos. Galen, Muf, Ulmar y dos cazadores más subieron las escaleras que daban al establecimiento, cruzando la bodega a toda velocidad. La escalera daba a una pequeña habitación, una especie de despacho amueblado con una mesa maciza, un armario y tres sillas. Allí era donde Ahnú negociaba sus tratos con los proveedores. Había tres puertas en la habitación; la que habían usado los enanos para entrar, la que daba a la tienda propiamente dicha, y una tercera, en apariencia cerrada.
-Echad un vistazo por aquí –ordenó Galen-, a ver si han robado algo.
Los cazadores obedecieron, mientras Muf y su padre entraban en la tienda. Pronto llegó el sargento junto a dos de los soldados. El espectáculo que encontraron era realmente tétrico. Ahnú yacía sobre unos sacos de harina, boca arriba. En el techo había dos poleas, engranadas en dos carriles de metal, que se usaban para alzar los sacos y fardos de mercancías y colocarlos en las estanterías o llevarlos hasta la puerta. Los asesinos habían usado las poleas para torturar al viejo enano, atando sus brazos con sedal, pasando el fino y fuerte hilo por las poleas, y atando el otro extremo a los sacos. Ahora los sacos estaban en el suelo, y los brazos del enano, amputados a la altura del codo, donde se habían atado los hilos, colgaban del techo. Bajo el cuerpo había dos sacos más, completamente cubiertos de sangre. Muf sintió una nausea, pero la controló a tiempo. Su padre le agarró por el brazo con firmeza, pero sin brusquedad, y Muf encontró en ese gesto fuerza suficiente para seguir mirando. Galen y el sargento avanzaron juntos hasta el cadáver.
 -La sangre está seca –dijo el sargento-. Hace horas que murió.
Galen asintió, agachándose y tocando con la punta de los dedos la mancha de sangre. Aún estaba algo viscosa, pero muy espesa y casi completamente coagulada.
-Está fría.
Después se dedicó a observar el rostro de Ahnú, pálido y crispado. El pobre viejo debía haber sufrido horriblemente antes de morir.
-Le amordazaron para que no gritase –dijo Galen.
Muf sintió que se mareaba. Había visto la muerte de los animales, incluso había matado a algunos hombres. Pero eso había sido el año anterior, cuando tuvo que luchar por su vida y la de la princesa. Aquello era un asesinato, un crimen frío y sin sentido, una crueldad innecesaria. Miró a su padre. Galen también estaba algo pálido, pero ni sus gestos ni su voz temblaron cuando, delicadamente, hizo girar el cuerpo muerto. Su padre haría lo necesario, y eso reconfortó al joven enano. Cuando el cuerpo del anciano rodó sobre los sacos y pudieron ver la espalda, todos contuvieron el aliento. El sargento retrocedió corriendo, y vomitó en un rincón.

 -¿Qué es lo que ha ocurrido exactamente? –preguntó el rey una hora después, en el cálido refugio del local de Gem.
-Es un asesinato, sin duda –informó el sargento-. Un asesinato cruel, la obra de un loco.
 -Pero, ¿en qué estado se encontraba el cuerpo? ¿Cómo fue?
El sargento dudó antes de hablar, mirando a la princesa. Briada se sentaba junto a su padre, tratando de aparentar serenidad, como correspondía a su papel. Galen, menos delicado, dio un paso al frente y respondió con voz serena.
-Majestad, al parecer el asesino o asesinos quería torturar, castigar a Ahnú. Le alzó del suelo usando las poleas del almacén, después de amordazarlo para que no gritase. Después, laceró su espalda con un cuchillo de caza o algo similar –Galen lanzó un vistazo a la princesa, que aún mantenía la serenidad. Sonrió con aprobación y continuó-. Mientras los pesos desgarraban lentamente los brazos de Ahnú, el asesino le desolló la espalda, y arrancó sus riñones. Hemos encontrado algunos órganos en el suelo, así como la columna del pobre viejo. Pero el hígado no ha aparecido.
Grenort movió la mano, buscando la de su hija. Se estrecharon unos instantes.
-Entiendo –musitó el emperador, impresionado-. Galen, tu consejo y tu sabiduría me ayudaron el año pasado. Quiero que vuelvas a hacerlo. Dime qué piensas.
-Creo que el asesino disfrutó de lo que hizo. No sé para qué puede querer el hígado, pero desde luego tenía formas más sencillas de hacerse con él. Además, para hacer lo que hizo tenía que estar bajo el cuerpo. Bañándose en su sangre…
Muf, siempre atento al entorno, vio cómo dos de los camareros del rey intercambiaban algunos gestos rápidos. Uno de ellos tomó una capa verde oscuro de la percha y salió de la estancia, perdiéndose en la noche. Muf, al darse cuenta de que nadie le prestaba la menor atención, decidió seguir al camarero. Ya había anochecido, pero el camarero se movía con paso seguro, como si fuese un lugareño que conociera el trazado de las calles. Apenas un par de lámparas de gas alumbraban el poblado. Poca gente se aventuraba a pasar frío en aquellas largas noches de invierno. El camarero –Muf estaba bastante convencido de que no era otra cosa- dobló una esquina, entrando en la pequeña y despejada plaza mayor. Cruzando la plaza llegaría a la calle donde Ahnú tenía –tuvo- su almacén. Muf llegó a la esquina, asomándose muy despacio, aguantando la respiración para que una nubecilla de blanco aliento no le delatase si el camarero miraba atrás. Pero la plaza estaba vacía. Inmediatamente Muf se agazapó, llevando la mano al largo cuchillo de monte, y miró a su alrededor. La inconfundible figura del hombre, embozado en su verde capa, se alejaba por la calle por la que habían llegado. Sorprendido, el joven tardó un par de segundos en reaccionar.
-Agagaznar –murmuró, maldiciendo en la Vieja Lengua- ¿Cómo lo ha hecho?
Se puso en pie, dispuesto a seguir el rastro del hombre. Éste dobló una esquina, al parecer de regreso a la hospedería de Gem. Muf volvió a repetir la maniobra, acechando desde el cruce. Pero al asomarse, la presa había desaparecido de nuevo. Y en el suelo cubierto de fina nieve no había más huellas que las suyas. Por puro instinto desenvainó el puñal, dejándose caer al suelo y rodando hacia la pared. Algo golpeó el muro sobre su cabeza, y dos sombras se abalanzaron sobre él. Dio una voltereta hacia atrás, abriendo las piernas y lanzándolas hacia arriba en un intento de sorprender a sus atacantes. Pero fue él el sorprendido cuando un par de férreas manos atraparon su tobillo derecho, dejándole colgado cabeza abajo, y la puntera de una bota pateó su estómago.
-Un chico listo –dijo una voz.
-Pero demasiado lento –dijo la otra. Y el tono de esta segunda voz fue tan frío que la nieve parecía una cálida manta. No es fácil saber qué habrían hecho los Sombras de Piedra a continuación. Por regla general, estos soldados de elite tienden a eliminar a cualquiera que les descubra; también es cierto que Muf sólo era un muchacho, y que no había hecho más que seguirles. Pero los falsos camareros no tuvieron tiempo de decidir. En ese momento, una sombra cruzó la plaza del pueblo, apenas visible entre la niebla que ya tomaba las calles. Parecía un hombre, un humano excepcionalmente alto, tal vez. Tenía algo entre las manos, algo que se llevaba a la boca con un horrible sonido de succión. Los dos camareros alzaron la vista, a la vez. Antes de que Muf fuese consciente de lo que ocurría ambos habían desenvainado dos anchas y largas dagas, forjadas en un metal mate que no reflejaba la escasa luz. Los dos hombres corrieron hacia la figura que, a su vez, les había visto, y corría también tratando de escapar. Arrojó al suelo lo que llevaba en las manos, y se perdió en la noche.
-¡Vuelve a la posada, chico! –ordenó el más alto de los camareros.
Muf tardó unos segundos en recuperar la respiración y decidir su siguiente paso. Se acercó poco a poco hasta el centro de la plaza, buscando el objeto arrojado por el humano. No fue difícil de encontrar. Era un trozo de carne, un corazón, al parecer. Pero resultaba casi imposible identificarlo, porque aquel hombre, aquel ser, lo había estrujado y sorbido como un niño sediento haría con una naranja. Muf paseó la vista por el rastro de sangre y huellas, que se perdía en la dirección de donde había venido el ser.
-Agagaznar –musitó, antes de caer de rodillas y vomitar todo el contenido de su estómago. Así permaneció, de rodillas y sufriendo arcadas, hasta que los espasmos de su cuerpo fueron cortados por un grito horrísono, un grito que parecía expresar más dolor del que un ser humano puede sentir. Un grito que procedía de la dirección en la que habían corrido los camareros. Muf se levantó, temblando de frío y miedo, y caminó lentamente hacia el grito. Al fondo, sólo la oscuridad parecía mirarle. Y Muf la miró también, con el puñal apretado en la mano y los dientes clavados en sus labios ateridos. Esperando lo que viniese.

El camarero apareció cojeando, arrastrando la pierna izquierda sobre la nieve. Muf vio que trataba de atarse el cinturón a la altura del muslo, intentando contener la hemorragia. Incluso desde esa distancia era posible distinguir cómo su pierna chorreaba, cómo caía la sangre empapando y derritiendo la nieve. Muf corrió hacia el camarero, o lo que fuese, con intención de ayudarle. Pero el hombre alzó la cabeza y le gritó:
-¡Corre junto al rey!¡Es un nefárida!
La tronante voz no dejaba lugar a la desobediencia. Muf, que no tenía la menor idea de qué era un nefárida, envainó el puñal y salió corriendo hacia el local de Gem, sin mirar atrás. Fuese lo que fuese la alta figura, el destino del hombre estaba decidido, y Muf sería incapaz de enfrentarse a ese ser que había acabado, sin duda, con ambos camareros. Llegó a la posada, jadeante y pálido. Los presentes se abrieron, dejando un pasillo abierto que el muchacho recorrió hasta caer de rodillas ante el rey.
-Es un nefárida –dijo sin más ceremonia-. Los camareros… los camareros se enfrentaron a él, pero…
Galen se colocó junto a su hijo, posando su fuerte mano en el hombro del joven.
-Debí haberles ayudado –susurró Muf.
Su mayor temor no era el nefárida, ni la reacción del rey o la de cualquiera de los hombres. Sólo temía que su padre le considerase un cobarde, que Galen no estuviese orgulloso de él. Que le despreciase, en resumen.
-Si te hubieses quedado, tendríamos otra muerte que lamentar. Ponte en pie, hijo. Tenemos trabajo.
Muf obedeció, aliviado. Su padre le palmeó la espalda y luego le entregó su arco. Redhú, otro de los cazadores de su grupo, se dirigía ya al establo, para recoger las flechas que guardaban en los carros. Otros cazadores hacían lo mismo.
-¿Dónde creéis que vais, vosotros? –tronó Grenort.
-Hay que cazar a esa cosa –dijo Redhú.
Grenort negó con cabeza. De un salto, el joven rey subió a una de las mesas, para así quedar bien a la vista de todos los presentes.
-Hay un nefárida en las calles –dijo-. Un nefárida, para quienes no sepan de qué hablamos, es un ser de otro mundo. Un chardu muerto tiempo atrás, y condenado por sus delitos ante los dioses, a un Mundo Posterior terrible. Un lugar donde todos los que son como él se persiguen, se cazan y se torturan unos a otros por toda la eternidad. Un mundo de asesinos, donde no hay redención posible.
Grenort se calló, dejando que los hombres asumiesen sus palabras. Respiró hondo, con los ojos perdidos en algún recuerdo lejano.
-No creo que podamos detenerle con las armas –dijo, aunque hablaba más para sí mismo que para los demás.
Galen se adelantó un paso, decidido. Comprendía lo que el rey había dicho, pero no era hombre que se rindiese con facilidad. Ni el origen del ser ni su supuesto poder eran motivo para dejar las cosas como estaban. No para Galen.
-Debemos cazar a esa cosa, sea lo que sea –dijo.
-No lo entiendes, buen Galen –Grenort sacudió la cabeza-. En tiempos de mi bisabuelo, un nefárida escapó del Mundo Posterior, sólo los dioses saben cómo. Y apareció en el Clavo. Todos soltaron un jadeo expectante, un murmullo de incredulidad- Sí. En el Clavo, el palacio de nuestros padres. El símbolo de nuestro poder. Cazó para alimentarse, ansioso de carne fresca, de sangre fresca. Según me contó mi padre, los nefáridas sólo disponen de un tiempo para permanecer en nuestro mundo. Una vez saciada su hambre, o cumplido ese tiempo, la voluntad de Tonf o de otros dioses le devuelve a su lugar. Sólo podemos escondernos y esperar a que eso ocurra.
-¿Sugieres que nos quedemos aquí, como viejas que esperan junto a la hoguera que pase la tormenta, y no hagamos nada? –dijo Galen.
Grenort frunció el ceño, furioso ante la expresión desafiante del cazador. Clavó sus ojos en Galen, pero éste no apartó la mirada. Fue el rey quien acabó por hacerlo.
-No lo sugiero –dijo al fin-. Lo ordeno. Tengo que ordenarlo. Todos los habitantes del pueblo deben refugiarse aquí. Ahora, esta noche. En cualquier sitio. Mis hombres vigilarán el perímetro, pondremos barricadas y esperaremos.
-¿Y cómo sabremos que se ha ido? –preguntó una voz desde el fondo de la sala.
-No lo sé –reconoció Grenort-. Ya pensaremos algo. Si logramos salir de esto con sólo tres muertes…
-Cuatro –dijo Muf. Todos los presentes le miraron.
-Cuando vimos a esa cosa, llevaba un corazón en las manos. Y Ahnú no había perdido el corazón…

A lo largo de la noche, los umdhui se afanaron en obedecer a su rey. Las patrullas trajeron a todos los habitantes del pueblo al local de Gem. Aquella manzana de casas se convirtió en el refugio en el que se hacinaban casi trescientos hombres, mujeres y niños. Varias casas de alrededor fueron derribadas, y sus vigas y tablones se convirtieron en materia prima para las barricadas que pretendían protegerles de un fantasma de otro mundo. Grenort dejó la organización del trabajo en manos de Galen y el sargento de su guardia, y entró en la habitación de su hija.
 - Ojalá hubiese traído la Leddalsord conmigo –dijo mientras acariciaba los oscuros cabellos de la niña.
-¿Leddalsord tiene poder para acabar con el nefárida, padre?
Grenort sonrió. Leddalsord, forjada por Tonf en el principio de todo, tenía poder para acabar con los mismos dioses. Pero Briada aún era una niña, y resultaba prematuro revelarle algunas cosas tan pronto.
-Sí, hija mía. Podría hacerlo.
-Pues es una pena que no la tengamos –dijo la niña, con una mirada huidiza a las cortinas que cubrían la ventana-. Deberías mandar por ella.
Grenort, demasiado ocupado en negros pensamientos para captar aquella mirada, sacudió la cabeza.
-Está en el palacio de invierno, en Tarmhusel. Tardaríamos varios días en traerla, y arriesgaría la vida de quien fuese a buscarla. Espero que el nefárida desaparezca antes. Ahora, duerme. Nosotros velaremos por ti.
Besó a su hija en la frente, saliendo después de la habitación. Un momento más tarde, abrió la puerta de nuevo.
-Ah, hija mía –dijo-. El camarero me ha pedido que le digas al joven Muf que, pese a que agradecemos su interés en protegerte, esconderse tras la cortina de la habitación de una dama no es muy galante.
Briada se sonrojó, tapándose con la manta, mientras Muf salía de detrás de la cortina.
-¿Cómo te atreves, jovenzuelo? –le reprochó- ¡Soy la princesa de los umdhui, no una camarera! ¡Sal de aquí y no vuelvas!
Muf, más confuso que azorado, obedeció. Se quedó con ganas de decirle a Grenort que la misma Briada le había pedido que se quedase allí, protegiéndola, pero no lo hizo. No habría sido galante. Así que pasó junto al rey, con la cabeza muy alta, mientras éste sonreía. Grenort cerró la puerta y le alcanzó en las escaleras.
-Un momento, hijo. Muf se detuvo. -Tengo que pedirte un favor. Algo importante.
Muf hizo una breve y torpe reverencia, más azorado que antes.
-Mi vida por ti, sheré.
Grenort suspiró, como si le costase decir lo que quería. Era una decisión difícil. Pero lanzó una mirada a la sala común, atestada de gente. La luz del amanecer se colaba por las ventanas, plomiza y triste, iluminando los cansados rostros de los enanos. Mujeres angustiadas, niños que lloraban, hombres que vigilaban el exterior sin saber bien qué acechaba allí.
-Ya has oído que Leddalsord está en Tarmhusel, en el palacio de invierno. Tú conoces bien esta región. Puedes llegar allí en dos o tres días, y traer la espada.
-¿Es lo único que acabará con el nefárida?
-De forma normal, sí –dijo Grenort-. Una estocada de Leddalsord le destruirá para siempre. Un arma normal podría matarle, pero muy lentamente. No se detienen por el dolor, ni por las heridas. Mi bisabuelo vio cómo veinte guardias caían a manos del nefárida mientras las flechas y las espadas atravesaban su cuerpo.
-Pero en el Clavo teníais la Leddalsord –dijo Muf- ¿Por qué no la usó tu bisabuelo, sheré?
-Eso no importa ahora. Al final, mi abuelo, Ganaert el Justo, acabó con él usando la espada. Grenort no quería hablar del tema. Su bisabuelo fue un buen rey, pero un mal hombre. Adúltero y violento, su esposa y sus hijos habían pagado en sus propias carnes la agresividad del rey, hasta que un día, Leddalsord se cansó. La espada, dotada de voluntad propia, se negaba a salir de su vaina cuando la mano del rey la tocaba. El nefárida había llegado en aquel tiempo, y Leddalsord decidió no actuar. El bisabuelo de Grenort huyó ante el nefárida y fue su hijo menor, el abuelo de Grenort, quien pudo tomarla en sus manos y defender al pueblo. Aquel día fue elegido como sucesor de su padre. Muf asintió.
 -Traeré la espada.
Muf partió a mediodía, mientras los cansados hombres dormían en cualquier rincón. Llevaba un mensaje firmado por el rey, sin el que los soldados jamás le entregarían la Leddalsord. Tenía la firme intención de regresar con el mágico arma y una hueste de buena infantería enana, y convertirse en un héroe a los ojos de su padre y de Briada. No había hablado con Galen antes de irse. Sabía que su padre, pese a obedecer al rey, no vería con buenos ojos su misión. Como decía Grenort, tendría más posibilidades de escapar al nefárida él solo, mientras el ser buscaba víctimas por el pueblo desierto, que si le acompañaba un grupo numeroso. Lanzó una mirada a su padre, que dormitaba junto a la puerta, con el arco entre las manos, y se fue en silencio. Logró salir del pueblo sin novedad, atento a cualquier sonido a su alrededor. Llevaba una aljaba repleta de flechas, el arco y dos espadas cortas, además de una lanza y una rodela de madera y cuero. Se sentía como un soldado, como un hombre. Descendió la ladera, siempre en dirección noroeste. De vez en cuando se detenía, escuchando cualquier sonido que el viento le trajese. Pero no había nada, sólo silencio blanco. Empezó a nevar al atardecer, y Muf lo agradeció. Sabía que, si el nefárida había decidido seguirle, la nieve sería su aliada, tapando las huellas que pudiese dejar.
-¿Seguirme? –dijo, hablando consigo mismo-. ¿Y por qué iba a seguirme? No seas absurdo, Muf.
Caminó unos metros más, observando el musgo helado en los troncos de los árboles y la inclinación de los círculos de hada para orientarse.
-Estará allí arriba, pelándose de frío y acechando a los demás –siguió diciendo, para tranquilizarse-. Seguro.
Pero el miedo seguía creciendo en él, tratando de hacer presa en su corazón con afilados dientes de rata, rebuscando en su interior. Caía la noche, una noche de luna nueva. Las estrellas se hicieron invisibles tras la capa de nubes, y Muf se detuvo. Los sonidos de la montaña parecieron crecer. Lo que antes era fácilmente identificable –las carreras de los rebecos, los jadeos juguetones de algún zorro de las montañas, el trinar inquieto de los chotacabras blancos- se convirtió ahora en un ominoso mar de fondo, en una serie de amenazas veladas por la oscuridad creciente.
-Y si está por aquí, ya le habría odio –se dijo Muf-. A no ser que sea tan silencioso como en la plaza, claro. Allí no le oímos caminar sobre la nieve hasta que pudimos verle…
Miró a su alrededor una vez más. La nieve empezaba a caer, cegándole en parte. ¿Qué era aquello? Algo se había movido al sur, entre los árboles. No, no había nada. Siguió avanzando. El llano ya estaba cerca. Un crujido. A su espalda. Se giró, lanza en ristre. Una rama, demasiado cargada de nieve, no había soportado el peso de la nueva ventisca. Sólo eso.
Por si acaso, avanzó de espaldas, sin dejar de sostener la lanza con manos temblorosas. Otro crujido, muy cerca. Saltó hacia delante, dejando escapar un alarido. Al ver lo que era, río de alivio. Había pisado un charco helado, y el sonido era el hielo, crujiendo bajos su pies. Sólo eso, y nada más. Controló su risa, dándose cuenta de que era demasiado estridente.
Casi un kilómetro más tarde, la nieve le llegaba hasta las pantorrillas. Se detuvo, descolgó la mochila de su espalda, y se calzó las raquetas de nieve. -Ahora podré avanzar como un maldito elfo –se dijo. Al ponerse en pie lo vio.
Quince, quizá veinte metros más arriba. Casi oculto por la nieve que caía, pero perfectamente visible para los ojos de un enano, que pueden perforar la oscuridad natural. Dos metros de alto, quizá más. Flaco, hierático y terrible. En cada mano sujetaba una daga curva, brillante aunque no hubiese ninguna luz que reflejar. La figura alzó la mano derecha y agitó la daga, en una especie de saludo. Muf se lanzó a la carrera, ladera abajo, sin mirar atrás. La cosa, el nefárida, parecía volar sobre el terreno, sin hundirse en la nieve ni importarle los accidentes de la ladera. De vez en cuando soltaba una breve carcajada, como si le divirtiese el juego de la caza. Muf se supo perdido cuando escuchó la carcajada justo sobre su hombro. Un segundo después, un dolor lacerante recorrió su espalda. El nefárida había atacado, rasgándole sobre el omoplato. Ni siquiera había clavado su arma en la carne del joven, tal vez para no estropear el juego.
-Tonfporfavor, Tonfporvafor… -susurró el joven mientras seguía corriendo.
Azuzado por el terror, Muf logró unos metros de ventaja. Miró a su alrededor, buscando un refugio. Casi paralelo a él corría un río, una torrentera ahora casi anegada por la nieve, y helada en sus orillas. Al otro lado, al este, sólo espacio abierto, con algunos grupos de arbolillos que poco o ningún refugio podían ofrecerle. Antes de que la criatura le alcanzase de nuevo, Muf se dejó caer sentado en el suelo. Había comprendido que el nefárida deseaba herirle, desgastarle lentamente, para que ofreciese menos resistencia. Como una presa que huye, desangrándose, hasta que el cazador la atrapa sin esfuerzo. Y Muf no pensaba ser una presa fácil. Se dejó caer, girando sobre el trasero con la lanza al frente, y el nefárida, que ya estaba encima de nuevo, chocó contra ella, clavándosela en el muslo. Muf rodó a un lado, soltando la lanza. El nefárida, sorprendido, rodó también cuesta abajo. Ambos fueron arrastrados por la inercia, deteniéndose unos metros más allá. El joven enano se puso en pie y empezó a correr hacia el este, esperando poder cruzar el río si el hielo aguantaba. Su enemigo pesaba más que él, así que la opción parecía la mejor. Llegó a la orilla, musitando una oración a la diosa de las aguas, Norkili, para que el hielo le soportase. El nefárida se puso en pie. Con un gesto de desprecio, arrojó la rota lanza al suelo, sin molestarse en desclavar la punta de su carne. Se miraron durante un instante. La piel de la criatura era pálida, surcada de venas varicosas. Le faltaba un ojo, cubierto aún por el pus de una herida reciente, tal vez causada por las Sombras de Piedra, los camareros que Muf conoció. Bajo la andrajosa túnica negra, la carne aparecía cubierta de cicatrices y laceraciones, algunas de ellas cosidas con alambres de puntiagudo espino. Sobre las cejas y alrededor de los labios, el nefárida exhibía pequeños clavos herrumbrosos, fruto tal vez de alguna tortura del Mundo Posterior. La cosa sacó la lengua, una lengua larga y roja, y se relamió, señalando a Muf. El joven no necesitó que le azuzasen para cruzar el río. El nefárida se lanzó tras él. Muf resbaló en el centro del riachuelo, y cayó sobre la espalda. El nefárida aulló de risa, saltando sobre él con las dagas por delante. Muf se revolcó, tratando de extraer su propia daga, pero el peso del asesino le aplastó, sacándole el aire de los pulmones. El hielo crujió, a punto de romperse. El nefárida atacó con una daga, pero Muf se revolvió como pudo y sólo se clavó en la aljaba. Inmediatamente, el joven mordió la muñeca del nefárida. Sintió nauseas ante el sabor de aquella carne muerta, pero no soltó la presa. Sujetó con las dos manos la otra muñeca de la criatura, mientras ambos rodaban hacia abajo, se deslizaban por la fina capa de hielo y se pateaban con rabia. Así combatieron, a cara de perro, sin reglas ni tregua. Como dos niños que se muerden, patalean y se arañan. Las dagas cayeron durante el combate, y el hielo se quebró en un remanso poco profundo. Muf sintió el agua helada, el dolor en su carne descubierta. Sintió más miedo aún que en la Percha, pero no se atrevió ni a llorar. No podía perder el tiempo en eso. De pronto, sus pies tocaron fondo. Pudo asentarlos en el limoso lecho del río, y aprovechó para afianzar su posición. El nefárida hizo lo mismo, y ambos retrocedieron un par de pasos, contemplándose. La criatura sonrió, jadeando, y Muf no pudo evitar que una sonrisa, canina y hambrienta, asomase también a sus labios.
Ambos sangraban por varios cortes y heridas, y el frío empezaba a hacer mella en ellos. Pero Muf volvió a sentir la excitación de la lucha, de la caza. El sabor cobrizo de la sangre, propia y del enemigo, calentando su alma indómita.
-Tú eres como yo –dijo la criatura, con un susurro ronco.
Muf no dijo nada. Sólo buscó su espada, pero la mano se cerró sobre el aire vacío. La había perdido en la lucha. Sin embargo, aunque la sonrisa del nefárida se hizo más profunda al darse cuenta, Muf no pestañeó.
-Estás desarmado –dijo el ser-. Y yo aún tengo mis dagas. Deberías suplicar por tu vida.
 -No suplicaré por lo que ya he perdido. Si me matas tú, o si te mato y muero de frío al regresar, no importa. Pero voy a intentar quitarte de en medio. El nefárida lanzó una risotada áspera, ronca. Cuando echó la cabeza hacia atrás Muf pudo ver que tenía la garganta rasgada, sangrante. Había sido él durante la lucha, pero ni siquiera sabía cuándo.
-Tienes razón, umdhui –dijo el nefárida-. Hoy morirás. Y yo regresaré a mi lugar, en el Mundo Posterior. La criatura habló con pesar, como un amigo que se tiene que despedir de sus seres queridos antes de un largo viaje. -Me queda algo de tiempo Astayer –miró a su alrededor-. Pero lo perdería buscando un lugar poblado donde cazar. Me has fastidiado bien la pierna, ¿sabes?
Muf se encogió de hombros.
-Era mi deber.
El nefárida le observó unos instantes más, mientras el enano trataba de controlar el temblor de sus miembros.
-¿Cuál es tu nombre, niño?
-Soy Muf Leddalsord, hijo de Galen.
-El orgullo llena tu voz, hijo de Galen, y fortalece tus manos –hizo una leve reverencia-. Yo soy Mnemestro, y saludo tu valor.
Con un rápido gesto de la mano izquierda, la criatura arrojó su daga, clavándola a los pies de Muf, en el lecho del río.
-Lleva esto a los tuyos, como prueba de que me he marchado. Has vencido por esta vez, hijo de Galen, y tu nombre debe ser pronunciado con reverencia por los umdhui. Al menos por algún tiempo. Pronto serás un hombre, hijo de Galen, y yo estaré curado de mis heridas. Decidiremos entonces si mereces ser llamado guerrero, o si hoy fue sólo tu noche de suerte. Muf asintió, sin dejar de mirar los ojos de la criatura, temiendo una traición.
-Me matarás en cuanto me de la vuelta –dijo.
-Te mataré en el futuro –la voz de la Mnemestro era suave, una caricia de frío y perdición-. Cuando tengas algo que perder. Recuérdalo siempre, hijo de Galen. Volveré cuando pueda arrebatarte algo, cuando tu valor se rompa por el miedo a perder lo que amas. Hasta entonces, esta daga es mi regalo a tu fuerza, a tu coraje.
Muf se agachó lentamente, apartando los ojos de Mnemestro sólo un segundo, para arrancar la brillante daga del lecho del río. Cuando alzó la mirada, estaba solo.

Al día siguiente, Galen y sus cazadores encontraron a Muf en la ladera, a un par de kilómetros del poblado. Había viajado durante la noche, venciendo por simple fuerza de voluntad a la debilidad, al frío y al miedo. Redhú le encontró, medio muerto, aferrado a la brillante daga que despedía un extraño calor, tal vez el suficiente como para mantenerle vivo y consciente, pero no más. Entraron en la sala común donde los enanos aguardaban, y todos se colocaron a su alrededor. Gem el Tuerto, sin una palabra, puso a calentar una olla de vino con miel, pimienta y albahaca, para que los expedicionarios entrasen en calor.
 -Todo ha terminado –dijo Muf cuando sus ateridos labios le permitieron hablar-. Ya no está. Grenort y Briada llegaron junto a él.
-¿Está bien? –preguntó Briada, la de los verdes ojos.
-Está bien –dijo Galen, con voz neutra. Después se alejó, sin decir ni una palabra. Gem llevó el vino a los cazadores y a Muf. Luego, con una jarra llena y dos copas, salió al exterior. Galen se había sentado en una de las vigas que servían como barricada, ya inútiles. Gem le puso una copa en la mano y la llenó. Después se sentó junto a él, liando un par de cigarros, y ofreció uno al maduro cazador.
 -Tu chico es un valiente –dijo-. Puedes estar orgulloso de él.
Galen asintió. El rey salió de la posada, con una copa en la mano, sonriendo.
-Todo ha terminado bien –dijo-. Mejor de lo que yo esperaba. Sé que te prohibí salir del refugio, pero me alegro de que lo hicieses y encontrases a Muf. Sois unos valientes.
Alzó su copa para brindar con Gem y Galen, pero ninguno de los dos correspondió a su gesto. Galen dio un trago, calentándose el cuerpo.
-Somos hombres, mi rey –dijo-. Y cumplimos nuestro deber como hombres. Si vuelves a enviar a mi niño a una misión de hombres sin mi consentimiento, haré lo que un hombre, y un padre, debe hacer. Y Briada reinará antes de tiempo.
Sin decir más, Galen se puso en pie, vació el vino en el suelo, y se alejó seguido de Gem. El emperador de todos los enanos se quedó mirando aquella mancha carmesí sobre la nieve, que se extendía como sangre fresca.

13 comentarios:

  1. Me lo he pasado muy muy bien, compi y ha sido un place conocer a Muf-menudo loco inconsciente y encantador-, Galen y compañía.

    Respecto al primer cuento, me ha resultado entrañable y genial. Incluso me hizo muchísima gracia lo de la percha y me parece mucho más práctico que lo que deben hacer los pesadores acudiendo ala lonja (y madrugando bastante más).
    Genial la salida de pata de banco del tuerto, ni cuentos de hadas ni princesas que conservan su honra, ¿mi pared qué? jajaja

    Sangre fresca... Sao! Ya nos encontramos con nefáridas, dagas que brillan... cuando brillan ;-) y nobles que no son lo que parecen.
    Absolutamente José Martín, lo haya escrito cuando lo haya escrito. Ya quiero a ese enano!

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    1. Sí, los nefáridas llevan años paseando por mis pesadillas... es bueno exórcizarles juntos. Tengo que revisar mis historias de Muf, me ha gustado reencontrarle.

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  2. Yo, que llevo años recorriendo tus letras, celebro esta nueva puerta que has abierto. Es como entrar al desván de una casa vieja, donde hay cajas olvidadas cargadas de señales y respuestas.
    Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos diría Neruda, pero cuánta frescura llega cuando el ayer nos visita.
    Me ha gustado, mucho.
    Un abrazo, loco lindo

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    1. Qué razón tenía Neruda... supongo, es difícil verse a uno mismo y sigo considerándome un aprendiz de novato, pero creo que voy a abrir más la puerta del viejo desván. Abrazo, Luna buena.

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  3. Agagaznar! Recuerdo la carcajada la primera vez que leí la expresión.
    Para todos aquellos que acaben de conocer al enano Muf: engancha.
    Un universo que creció y a algunos nos hizo viajar con extraños compañeros a lugares que sólo este autor podría recrear.
    Espero que Tonf permita que sigamos pudiendo disfrutar de él otros tantos años al menos.

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  4. Agagaznar! Recuerdo la carcajada la primera vez que leí la expresión.
    Para todos aquellos que acaben de conocer al enano Muf: engancha.
    Un universo que creció y a algunos nos hizo viajar con extraños compañeros a lugares que sólo este autor podría recrear.
    Espero que Tonf permita que sigamos pudiendo disfrutar de él otros tantos años al menos.

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    1. Jajajaja, recuerdo que estábamos hartos de Aznar y su yerno, lo que dio origen a esta maldición enana que aún nos hace reír. Qué tiempos, compañero. A ver si Tonf no me abandona y pueden recuperarse más cosas.

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  5. Muy bueno y eso que, al principio este enano Muf no me entraba por el ojillo. Demasiado inconsciente y alocado. Pero ha logrado vencer mi escaso resquemor y me he sumergido en sus aventuras.
    Mucho mejor para mi gusto la segunda, con el nefárida que me recuerda a La Ciudad Oculta y Mnmestro, el inmisericorde, que aquí sí que lo era, por lo visto.
    La primera tampoco está mal pero como es la introducción a un mundo nuevo, es prácticamente su entera descripción y en la segunda ya estás en faena, aunque haya menos acción.
    Me alegro de que cuelgues relatos de cuando sean que se leen fácilmente por ser cortos y adictivos.

    Un abrazo.

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  6. Me gustaría saber, solo por curiosidad, a qué juegos hacías referencia, con tus historias, porque en los que yo jugué no figura nada ni parecido. Y debían ser buenos.

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    1. Al principio, jugábamos a Dungeons & Dragons. Creo que probamos todo lo existente, Ragnarok, Aquelarre, Séptimo Mar, Vampiro... jugábamos muchas horas y los masters, gentes inquietas, pronto empezamos a diseñar nuestras propias criaturas y hechizos para sorprender a los jugadores. Ahí empezó todo, y ahora me apena haber perdido tanto material... veremos qué puede recuperarse. Ya he puesto el segundo título en rojo, a ver si trabajo un poco la maquetación porque lo colgué tal cual y claro, por aquella época yo era aún más torpe que ahora. Un abrazo.

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    2. Yo fui más de la época de Zelda en la Game Boy en blanco y negro y mucho antes, con los juegos de rol de pc que venían gratis en las revistas de pc-player y otras así. No había pasta para juegos.
      Una vez me regalaron Master of Universe y nunca, nunca, nunca pasé de la primera pantalla. No pude interactuar con nada. Fue una pesadilla y aún no lo he conseguido.

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    3. Creo que nos pasaba a todos, cuando había tiempo para juegos, no había pasta, y ahora que tal vez andemos mejor económicamente, no hay tiempo... triste ironía.

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  7. Otra cosa, deberías poner en rojo el título del segundo relato, Sangre Fresca, para distinguirlo del anterior y para que sean iguales en forma.

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Ya podéis comentar tranquilos, sin palabras ilegibles ni más trámites. No os cortéis, vuestras opiniones me vienen muy bien.

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